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El animal de Hungría/Acto I

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El animal de Hungría
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Sale TEODOSIA, vestida de pieles,
y LAURO, tras ella, con un venablo.
TEODOSIA:

  Valedme ligeros pies
que otras veces me habéis dado
la vida con interés
del fin con que la he guardado,
que no porque vida es.

LAURO:

  ¡Detente, monstruo espantoso!

TEODOSIA:

¡Oh, mancebo generoso!,
¿no te da, el verme, temor?

LAURO:

Es el natural valor
más que el temor poderoso:
  soy noble, aunque humilde miras
mi traje.

TEODOSIA:

¿A qué empresa aspiras?

LAURO:

A matarte o a prenderte.

(Descubre el rostro,
apartando los cabellos.)


TEODOSIA:

¿Matarasme desta suerte?

LAURO:

¡Santo Dios!

TEODOSIA:

¿De qué te admiras?

LAURO:

  De ver tu rara belleza.
¿Es posible que ha crïado
la varia naturaleza,
en este monte nevado,
tal rostro en tanta fiereza?
  Tú, de quien los labradores
huyeron por tantos años:
más que para dar temores
eras para hacerte engaños
y para decirte amores.
Dame de ti misma nuevas
si es bien que este amor me debas;
que, en lo exterior que se mira,
o eres la hermosa Filira
o aquella esfinge de Tebas:
  ¿es posible que has robado
tanto pan, tanto ganado?

TEODOSIA:

Mi sustento procuré.

LAURO:

Temor de villanos fue...

TEODOSIA:

Solo temor me ha guardado.

LAURO:

  Cuando con alas te viera,
pensara que eras harpía:
cielo en rostro, en cuerpo fiera,
y, en las armas y osadía,
con Hércules compitiera.
  Y si te viera en la mar,
pensara que eras sirena
para cantar y encantar.

TEODOSIA:

Lo que mi desdicha ordena,
no pudo el tiempo escusar.
  Bien sé que no has de dejarme,
pues te atreviste a seguirme
y, siguiéndome, mirarme;
y ansí, quiero apercebirme
a obligarte y declararme.

LAURO:

Hablas a mi pensamiento.

TEODOSIA:

Estame, mancebo, atento.

LAURO:

No solo yo lo estaré:
pero cuanto aquí se ve;
hasta las aves y el viento.

TEODOSIA:

  Yo soy la reina Teodosia,
mujer, ¡que nunca lo fuera!,
de Primislao, rey de Hungría.

LAURO:

Señora, ¿tú eres la Reina?

TEODOSIA:

Detente, por Dios, mancebo,
hasta que mi historia sepas;
que aunque es pública en el mundo,
quiero que de mí la entiendas.
Recién casada y venida
a Hungría, de Ingalaterra,
sentí soledad notable
de mi tierra en tierra ajena.
Rogué al Rey que me trujese
una hermana más pequeña,
con licencia de mi padre,
por consolarme con ella.
Partió el Rey, trujo a Faustina,
y, por el camino, ciega
del valor de Primislao,
a envidiar mi bien comienza.
Llegó a Hungría y mi alegría
hizo a su venida fiestas,
aunque ella en su corazón
hacía a mi muerte exequias.
Entristeciose conmigo
cuanto me alegré con ella;
de su tristeza en mi casa
echaba culpa a la ausencia.
Creció la envidia y los celos
hasta que, cayendo enferma,
mi esposo la visitaba,
que era la salud más cierta.

TEODOSIA:

Finalmente cierto día
le dijo que, en mi primera
edad, amé al rey de Escocia,
y que estaba descontenta
de tenerle por marido;
para lo cual, por mil letras,
le persuadía viniese
con dos personas secretas
donde, para que me hablase,
le daría entrada y puerta,
de noche, por un jardín;
y que si con gente inglesa
y suya venir quisiese,
le daría la cabeza
de Primislao, mi marido,
como de Scila se cuenta.
Creyolo el Rey, que era fácil,
y porque vio contrahechas
algunas cartas, o acaso
porque ya adoraba en ella,
avisando a dos crïados
de confïanza, a estas sierras
me trujeron para echarme
a las más feroces bestias.
Juntaron muchas y, en fin,
me dejaron en las presas
de sus dientes, una noche,
y entre sus uñas sangrientas.
Volvieron a Primislao
diciéndole que era muerta.

TEODOSIA:

Pero mirando los cielos
mi desdicha y mi inocencia,
permitieron que, a mis pies
mansos y humildes, las fieras
me halagasen y me diesen
consuelo entre tantas penas.
Cobré aliento y con algunas
me fui, mancebo, a sus cuevas,
donde por sus propias manos
comí el fruto destas selvas.
Pasados algunos meses,
las pieles de las ovejas,
cabras y otros animales,
de mil que trujeron muertas,
curé al sol, y hice vestidos
con que bajé de la sierra
a ver gente y buscar pan
por las humildes aldeas.
Los pastores, que no habían
visto una fiera tan nueva,
dieron en hüir de mí;
aunque, en las verdes riberas
deste arroyuelo que lava
los troncos desta alameda,
cogí un villano una tarde,
de quien supe, aunque por fuerza,
que se casó con mi hermana
el Rey: perdona que vengan
lágrimas a interrumpir
las palabras a la lengua.

LAURO:

Con justa causa tus ojos,
como mar de tantas penas,
en el nácar de sus niñas
crían tan hermosas perlas.
Pero prosigue tu historia...

TEODOSIA:

Parió Faustina contenta
dos o tres veces, y todos
sus hijos dicen que llegan
a cumplir un año el día
que me echaron a las fieras,
y que no pasan de allí;
y espero que también sea
en esta ocasión; que dicen
que el parto de un hijo espera
porque está pronosticado.

LAURO:

No llores; que si te dejas
llevar, señora, del llanto
a tan profunda tristeza,
vendrás a acabar la vida
antes que venganza veas
de una hermana tan crüel;
que tan injustas ofensas
deben de cansar el cielo,
cuyas divinas orejas
sin duda están a tus voces
en esta ocasión abiertas,
pues permitió que saliese,
en tal ocasión como esta,
a caza por estos montes;
y que bastasen las fuerzas
de mi valor a seguirte,
pues no hay hombre en esta tierra
que de la cueva en que vives
ose acercarse una legua:
suplícote que a mi casa,
no lejos desta alameda,
vengas a vivir conmigo;
que, si por vivir secreta
en estos oscuros montes
sin humano trato albergas,
mejor podrás en mi casa,
donde solamente quedan
criados míos que labran
estos campos y estas huertas.
Estoy recién heredado
de mis padres, que Dios tenga:
podré servirte con joyas
y con vestidos de seda;
descansarás de los años
que entre esas pieles te acuestas,
bebiendo salobres aguas,
comiendo silvestres yerbas.
¿Qué respondes?

TEODOSIA:

Que mi suerte,
que a tanto mal me condena,
descubrirá presto al Rey
y aquella tirana reina
que vive esta vida triste;
y aunque me está bien perderla,
por no perder lo esperado,
permíteme que la tenga,
donde ya por las costumbres
no siento tanto las penas,
y dame, pues eres noble,
palabra y fe verdadera
que no dirás a ninguno
que soy Teodosia.

LAURO:

No creas
que seré tan inhumano:
sólo te pido licencia
para verte y regalarte.

TEODOSIA:

Podrás venir a mi cueva
cuando quisieres; mas mira,
hidalgo, que solo vengas.
Y dime tu nombre.

LAURO:

Lauro.

TEODOSIA:

Y es muy justo que lo seas
para que, de tantos rayos,
segura la vida tenga
a la sombra de tus hojas.

LAURO:

Gente parece que suena:
echa por aqueste arroyo
y yo por estas acequias.

TEODOSIA:

Los cielos te guarden, Lauro.

LAURO:

Teodosia, el cielo te vuelva
a tu marido a tus brazos,
tu corona a tu cabeza.

TEODOSIA:

Quien deja a Dios sus venganzas,
tales esperanzas tenga;
que nunca sucede bien
a quien vengarse desea.

(Éntrense; y salen SELVAGIO y BARTOLO, alcaldes,
LLORENTE y BENITO: todos villanos.)
SELVAGIO:

  Siéntense todos primero
que el concejo se proponga.

BARTOLO:

Alto los asientos ponga,
por orden, el pregonero;
  y no entiendan en la Corte
que nos ganan en saber
concejo y cabildo hacer
para lo que al pueblo importa.

SELVAGIO:

  Siéntese, Llorente, aquí.

LLORENTE:

Téngolo a mucho favor.

SELVAGIO:

Demás de ser regidor,
podéis estar junto a mí,
  porque os tengo voluntad.

BARTOLO:

Benito, sentaos también.

BENITO:

Donde quiera estaré bien:
el concejo escomenzad.

SELVAGIO:

  Primeramente querría
que un médico se trujese,
y salario se le diese;
que no es bien que cada día
  vayan con los orinales
las mujeres a la Corte;
que más se paga de porte
que acá costaran los males.
  Y como el pulso no va
en la orina (y todo es nada
porque toda alborotada
es fuerza que llegue allá)
  querría que aquí viviese
y cara a cara curase,
y que el pueblo se animase
a que salario se diese;
  porque es sin ver el doliente
el pretendelle curar
lo mismo que sentenciar
en ausencia un delincuente.

BARTOLO:

  Tiene Selvagio razón:
médico se busque luego

LLORENTE:

Lo mismo os ruego.

BENITO:

Y yo os ruego
que no pongáis dilación:
  que es el médico, aunque diga
el pueblo de su virtud,
alcalde de la salud
que sus delitos castiga.

BARTOLO:

  También a mí me parece
que haya en aqueste lugar
un maestro de danzar;
que por momentos se ofrece
  con las danzas ocasión.

LLORENTE:

A fe que en lo cierto dais;
y pues de danzas tratáis,
y con tanta devoción
  celebráis el santo día
de Dios, ¿qué fiestas tenéis?

SELVAGIO:

Los autos; que ya sabéis
que es la mayor alegría.

BENITO:

  ¿Quién los compone?

SELVAGIO:

El barbero,
que ha sido medio escolar.

LLORENTE:

¡Váyanle luego a llamar!

BARTOLO:

Idlo a llamar, pregonero.

SELVAGIO:

  Después que se hacen las fiestas
de Dios con tal devoción,
mejores los años son.

BENITO:

Pues háganse buenas estas;
  que yo quiero de mi parte
ayudar al gasto bien.

(Entra el BARBERO.)
BARBERO:

¿Los regidores también?

PREGONERO:

Todos me mandan llamarte.

BARTOLO:

  Dios guarde a vuesas mercedes.

BENITO:

¡Oh, Pablos, albéitar nuestro,
que por acertado y diestro
sangrar al Gran Turco puedes!,
  ¿cómo va de las sangrías
de las ninfas del Parnaso?

BARBERO:

Trabajo en sangrarlos paso;
que no hay vena los más días.

SELVAGIO:

  ¿Cómo de los autos va?

BARBERO:

Yo no los hago.

SELVAGIO:

¿Por qué?

BARBERO:

Porque no hacellos juré,
y lo voy cumpliendo ya.
  Si queréis historia humana
de la dama y el galán
que peregrinando van
por senda segura y llana:
  yo lo haré. Pero otra cosa
que, por ser alta y sutil,
ponga en confusión a mil:
hoy cesa en verso y en prosa;
  y aun las humanas, muy presto,
también las pienso dejar,
por no me ver censurar
ni ser a nadie molesto.
  Yo fui primero inventor
de la Comedia en Hungría;
que las que primero había
eran sin gracia y primor.
  Y tras haber enseñado
el estilo que hoy se ve,
y corregido el que fue,
de Vega me he vuelto en Prado;
  que cuando vengo a tener
fruto de mil escritores,
hay mil que dejan las flores
y andan buscando alcacer.

BARBERO:

  Es fuerte cosa que intente
dar gusto a toda el aldea,
y que un inorante sea
curioso y impertinente.
  No quiero tener oficio
que a muchos ha de agradar
pudiéndome yo ocupar
en más seguro ejercicio;
  que hay hombre que piensa aquí,
y más si entiende un soneto,
que no puede ser discreto,
y no dice mal de mí.
  Comprar quiero unos antojos
para mirar a lo sabio,
torciendo a lo falso el labio
y encapotando los ojos.
  A los que merced me han hecho
yo los sabré celebrar
dándoles justo lugar
en el papel y en el pecho.
  A los demás que no agrada
mi intención, les digo, en suma,
que quiero colgar la pluma
como otros cuelgan la espada.

SELVAGIO:

  ¡Pardiez que tiene razón!
Siempre la patria es ingrata.

BARTOLO:

Un tigre a sus hijos trata
con más piedad y afición.

LLORENTE:

  Por muchos que os quieren bien,
perdonad con pecho igual
algunos que dicen mal
y querranos bien también.
  A las costumbres del mundo
no tratéis de dar consejo,
que ha muchos años que es viejo.

BARBERO:

Saben las musas que fundo
  en agradar mi intención
a los sabios y discretos.

BARTOLO:

¿Quereisme hacer mil sonetos?

BARBERO:

¿Mil?

BARTOLO:

Escuchad la razón:
  al Rey los quiero envïar.

BARBERO:

Hay allá otros mejores;
y a tan pobres labradores
nunca los dejan entrar.
  Pero yo los quiero hacer.

BARTOLO:

¿Y cuándo?

BARBERO:

Dentro de un hora.

LLORENTE:

¿Un hora?

BARBERO:

Y menos, y agora.

BENITO:

Callad, que no puede ser;
  que a muchos oigo decir
que los que componen, sudan,
gruñen, gimen y trasudan
como quien quiere parir.
  Y que, empezando un soneto
por Navidad, fin le dan
la víspera de San Juan,
y que no sale perfeto.

BARBERO:

  Fáltales el natural
que da cielo a quien él quiere.

(Dentro.)
PASCUAL:

Aunque el concejo se altere
he de entrar.

PREGONERO:

¡Teneos, Pascual!

(Entra PASCUAL, villano.)
PASCUAL:

  No hay que tener.

SELVAGIO:

¿Quién es?

PASCUAL:

Yo,
que os traigo una buena nueva
para que albricias me deba
todo el lugar.

SELVAGIO:

Eso no;
  que yo las haré pagar,
porque debellas es ley
de ingratos.

PASCUAL:

¡Hoy viene el Rey
a nuestro monte a cazar!
  Y pienso que, hoy también,
que aunque tan preñada estaba,
Faustina le acompañaba.

SELVAGIO:

Mal fuego la queme, amén;
  que por ella dieron muerte
a la Reina sin razón.

PASCUAL:

Gozad la buena ocasión:
habladle y haced de suerte
  que maten este animal,
pues traen tantos monteros,
perros y lebreles fieros,
y cesará tanto mal
  como padece el aldea
y toda la serranía.

BENITO:

Ayer Lorenza venía,
que ya sabéis que no es fea,
  con una carga de pan,
y al camino le salió:
huyó y el pan le dejó.
Volvió a la tarde Silván
  y anduvo todo el camino,
y aun el pollino no halló:
que todo el pan se comió,
costal, albarda y pollino.

BARTOLO:

  No es cosa para sufrir:
háblese al Rey.

BENITO:

¿Quién irá?

SELVAGIO:

¿Viene cerca?

PASCUAL:

Cerca está.

SELVAGIO:

Pues los dos podemos ir,
  aunque yo temo turbarme.

LLORENTE:

¿Y qué importa que os turbéis?

BARBERO:

Bien será que lo penséis.

SELVAGIO:

Con vós quiero aconsejarme,
  que sois hombre que ha estudiado.

BARBERO:

Vamos, que por el camino
os diré lo que imagino:
ni largo que cause enfado
  ni breve que no se entienda.

BARTOLO:

Hoy muere aqueste animal.

BENITO:

Por velle en este arenal
tendido, daré mi hacienda.

(Éntrense; y salgan, con mucho acompañamiento,
por un palenque, algunos cazadores con perros de traílla
y otros con aves; y detrás, en un sillón, FAUSTINA,
y el REY DE HUNGRÍA a caballo. Apéanse en el teatro.)
MONTERO:

  Aquí, con dulce y agradable acento,
bastante a deshacer todos los daños
del cansancio y calor, refresca el viento
  una fuente que hiciera mil engaños
a la hermosura loca de Narciso,
y guarnécenla enebros y castaños.

FAUSTINA:

  Es todo aqueste prado un paraíso
donde parece que naturaleza
mostrar su mano artificiosa quiso.

REY DE HUNGRÍA:

  Antes que de la sierra la aspereza
subas, mi bien, en esta verde falda
descansa; y honre el prado tu belleza.
  Mira cómo le sirve de guirnalda
nieve escarchada como plata pura
y se baña los pies en esmeralda.
  Mira por esa parte la espesura
de mil sombrosas hayas, y estas fuentes
que espejos quieren ser de tu hermosura.
  Y cómo tantas aves diferentes
repiten en unísona armonía
del dulce amor los tiernos accidentes.
  Y que, envidiosos de su melodía,
cantan las aguas y responde el valle
con los ecos que aprende todo el día.
  Mira esta verde y deleitosa calle
de álamos negros; y, este prado, mira,
donde apenas hay flor que no se halle:
  aquí divino olor el lirio espira,
el jacinto oriental y la azucena,
con granos de oro que la vista admira;
  la estrella mar y la violeta amena,
con el jazmín y la purpúrea rosa
teñida en sangre de su misma vena.
  Descansa, pues, aquí, querida esposa,
porque subas mejor la inculta sierra
en cayendo la siesta calurosa.

FAUSTINA:

  Ningún regalo ni contento encierra
toda aquesta hermosura que te iguale;
ni todos los tesoros de la tierra.
  Sin el contento del amor no vale
el sitio ameno, el prado ni la fuente,
que en rayos de cristal del monte sale,
  un átomo de bien. Pero presente
con que se goza todo el bien se aumenta.

REY DE HUNGRÍA:

Tu vida el cielo, mi Faustina, aumente;
que a mí ninguna cosa me contenta
  lejos de tu hermosura, en cuyos ojos
el cuerpo vive, el alma se alimenta,
la guerra es paz y gloria los enojos.

(Salen los alcaldes, SELVAGIO
y BARTOLO, y LLORENTE con ellos.)
SELVAGIO:

  Llegad con mucho cuidado.

BARTOLO:

¿Traeislo bien aprendido?

SELVAGIO:

Muy bien lo traigo estodiado,
mas todo se me ha caído
en habiendo al Rey mirado.

REY DE HUNGRÍA:

  ¿Qué gente es esa?

MONTERO:

Señor,
labradores del aldea.

SELVAGIO:

¿Hasnos de oír, por favor?

REY DE HUNGRÍA:

Pues ese tu nombre sea.

FAUSTINA:

[Aparte.]
No lo merece mejor.

SELVAGIO:

  ¿Hasnos de ayudar ahora
para matar una fiera
que nuesos campos devora?
¿Hasnos también, porque quiera,
de dar tu favor, señora?
  Es un animal que anida
en este monte; tan fuerte
que nos roba la comida,
y, como le des la muerte,
darasnos señor, la vida.
Y si guerra hacer esperas:
llevarasnos donde quieras
y a servirte obligarasnos.

REY DE HUNGRÍA:

[Aparte.]
Todo este lugar es asnos
y todo este monte fieras.
  Días ha que se decía
que deste monte en lo espeso
aqueste animal había.

BARTOLO:

Ya su retrato anda impreso
y se cantan cada día
las coplas de sus traiciones.

REY DE HUNGRÍA:

¿Por qué en tantas ocasiones
no le salís a matar?

BARTOLO:

Está muy pobre el lugar
de rocines y lanzones.
  Y esta bestia no es de aquellas
que no se saben guardar;
que es como vós, no como ellas,
pues sabe correr y hablar,
y aun sabe forzar doncellas.

REY DE HUNGRÍA:

  ¿Doncellas?

BARTOLO:

Si no es que el miedo
las ha obligado a mentir,
más de seis decirte puedo.

REY DE HUNGRÍA:

¿Qué forma tiene?

SELVAGIO:

En decir
su forma, temblando quedo.
  Él es como una persona,
poco más a menos.

REY DE HUNGRÍA:

Bien
su simplicidad le abona.
¿Y hablara también?

BARTOLO:

También.

REY DE HUNGRÍA:

¿Es fuerte?

BARTOLO:

A nadie perdona.
  Tiene el rostro hacia adelante,
las espaldas hacia atrás
y el cuerpo como un gigante.

REY DE HUNGRÍA:

Calla, que ocasión darás
a que la Reina se espante.

FAUSTINA:

  No me da la fiera espanto,
sino el sol y algún dolor.

MONTERO:

No es fresco este prado tanto
como aquel bosque, señor.

FAUSTINA:

¡Ay, cielo piadoso y santo!
  ¡Que no sé qué siento en mí!

REY DE HUNGRÍA:

Si el bosque es mejor lugar:
mejor, mi Faustina, allí,
podrás la siesta pasar.

SELVAGIO:

Echad, señor, por aquí,
  que yo sé bien la espesura,
hasta el pie de las montañas:
veréis con cuánta hermosura,
entre lirios y espadañas,
un arroyuelo murmura.
Veréis zarzas intricadas
donde las vides colgadas
hacen lazos de mil modos.

REY DE HUNGRÍA:

Vayan a alojarse todos
por las sombras enramadas
  mientras descansa mi esposa;
y, en cayendo el sol ardiente
desta siesta calurosa,
acudirán a la fuente
de aquesta arboleda hermosa.
  Iremos a ver si, acaso,
hallamos este animal...

FAUSTINA:

Notables dolores paso...

REY DE HUNGRÍA:

Que no se ha de ir si es igual,
en las alas, al Pegaso.

(Éntrense, y quede allí el labrador LLORENTE.)
LLORENTE:

  Ya por el bosque se van
a buscar el arroyuelo
en cuya orilla podrán
pasar el sol; que, en el cielo,
altos, sus rayos, están.
  Aunque mucho mejor fuera
que alguno dél te pasara,
¡oh, tirana, injusta y fiera,
más que la que el monte ampara
y asombra nuestra ribera!;
  que esta, en fin, es animal
que baja a buscar sustento,
y tú mujer desigual
de cuyo tirano intento
nos resulta tanto mal:
hiciste matar la hermosa
Teodosia, del Rey esposa,
santa, honesta y adorada
de Hungría, y tu hermana amada,
solo en ser mártir dichosa.
  Voces dan, mas es que allí
va corriendo un jabalí;
y ya el Rey y sus monteros
le van siguiendo ligeros.
Mas, ¡cielos!, ¡quién viene aquí!:
  ¿no es aqueste el animal
espanto de toda Hungría?

(Entra TEODOSIA.)
TEODOSIA:

¡Detente!

LLORENTE:

¡Hay desdicha igual!

TEODOSIA:

No temas, hombre, confía;
que no vengo a hacerte mal.

LLORENTE:

  ¡Ay, señor, por Dios le ruego
que tenga piedad de mí!
[Aparte.]
¡Los ojos tiene de fuego!

TEODOSIA:

¡Escúchame y vuelve en ti!

LLORENTE:

¿Dejarame volver luego?

TEODOSIA:

En oyéndome te irás.

LLORENTE:

¿Qué es lo que quiere?

TEODOSIA:

No más
de saber qué gente es esta.

LLORENTE:

Pienso que de la respuesta
conmigo te enojarás.

TEODOSIA:

  ¿Yo?, ¿por qué?

LLORENTE:

Sepa que son
el Rey y aquella tirana
que fue de Teodosia hermana,
que quiere hacerle Anteón
en figura de Dïana;
  que de este monte han venido
villanos que le han contado
lo que ha robado y comido,
y darle muerte han jurado.

TEODOSIA:

Otra vez lo han pretendido;
no es aquesta la primera.

LLORENTE:

En verdad que no es tan fiera
como en la villa decían.

TEODOSIA:

Fiera soy, pues que me envían
a que entre ellas viva y muera.

LLORENTE:

  Escóndase por su vida;
mire que matarla quieren...

TEODOSIA:

Del cielo estoy defendida.

LLORENTE:

Temo que al pasar la esperen
por esta margen florida.
Y después que la miré,
sin temor me aficioné
a su cara, que es tan bella
que de la tarde la estrella
no es tan hermosa, a la fe.
  ¿Dónde vive? Y llevarele
algún regalo de pan
y vino que la consuele.

TEODOSIA:

Casa los montes me dan,
la tierra alojarme suele.
  Vete en buen hora, y no cuentes
a ninguno que me has visto.

LLORENTE:

No solamente a las gentes;
mas verá que me resisto
a estos olmos y a estas fuentes.
  ¡Dios le libre de traidores!

TEODOSIA:

Aun la sangre no es leal.

LLORENTE:

Campos, aguas, plantas, flores,
el que llamáis animal,
merece ser dios de amores.

(Vase el labrador.)
TEODOSIA:

  Asperísimas sierras que en altura
sois ícaros del sol, pues a su llama
ambiciosa la tierra os encarama
para que deis asalto a su hermosura;
las blancas alas de la nieve pura
derrite y como plumas las derrama
en este prado, a sus arroyos cama,
y en aquella laguna, sepoltura:
años he sido vuestra humana fiera;
yo pienso que en mi muerte se declaran
los mismos que intentaron la primera;
mas, aunque cielo y suelo en vós me amparan,
¡qué fuera de los tristes si no hubiera
muerte en que todas las desdichas paran!

(Sale FAUSTINA con un niño en los brazos.)
FAUSTINA:

  ¿Quién con tanta soledad
ha tenido tal suceso?
Pero no fuera por eso
mayor mi infelicidad;
que alguna oculta deidad
a este monte me ha traído,
donde, habiendo el Rey seguido
un jabalí, me dejó
donde solamente yo
todo mi remedio he sido;
  que apenas decir oí
de aqueste animal, ¡oh, rayo
de Hungría!, cuando un desmayo
en el corazón sentí
tan mortal que me caí
en las yerbas de aquel prado;
donde, habiendo despertado,
hallé en juncos y espadañas
el fruto de mis entrañas,
como traidor, desdichado.
  Envolvile como pude,
y del miedo de una voz
que dijo que aquel feroz
animal al agua acude,
para que no me le mude
de mi vientre al suyo fiero,
buscar a mi esposo quiero:
voces no me atrevo a dar,
porque sería llamar
al cruel monstruo primero.

TEODOSIA:

[Aparte.]
Esta es mi enemiga hermana;
Faustina es esta, ¡ay de mí!
¿Es posible que te vi
en este monte, inhumana?
Mas tengo por cosa llana
que el cielo te trujo aquí
porque me vengue de ti
y de tu sangre no goces
el fruto, pues desconoces
la que tuviste de mí.
  No te trujo en vano el cielo
a la aspereza en que vivo;
que, aunque traidora, recibo
con verte en mi mal consuelo.
Que me conozca recelo:
quiero encubrirme la cara
con el cabello. Repara
en que me tienes aquí.

FAUSTINA:

¡Cielos!, ¡la vida perdí!
¡Rey, señor, nadie me ampara!

TEODOSIA:

  Desmayose de mirarme
o el cielo a entender le dio
que la vida pretendió
con reino y honor quitarme.
¡Qué buen tiempo de vengarme
si en mi nobleza cupiera!
Pero si me han hecho fiera:
fiereza podré tener.
Pero no, que soy mujer
y he de ser lo que antes era:
  solo será mi venganza,
pues el cielo lo ha querido,
quitarle este mal nacido
fruto en que está su esperanza;
no ha de ser todo bonanza.
Fiera, cruel, homicida,
no le quitaré la vida;
mas quitarele a tus ojos
para templar los enojos
de que me siento ofendida:
  harele fiera conmigo
lo que durare la mía,
para tener compañía
y en mi pena algún testigo;
no lo verás más contigo,
ni los cielos más te den;
a quien ruego que también
saquen de ser animal
quien padece tanto mal
y se ha visto en tanto bien.
(Tome la criatura.)
  Gente suena, bien será
subirme ese monte arriba;
que mi cueva, en peña viva,
segura del Rey está.
Ya dan voces.

(Dentro.)


MONTERO:

¡Por acá!;
que no está la Reina aquí.

TEODOSIA:

¡Cielos, valedme!

(Éntrese TEODOSIA.)
REY DE HUNGRÍA:

¡Ay de mí!
¡Corred el monte, vasallos!

MONTERO:

¡No pueden subir caballos!

REY DE HUNGRÍA:

¡Toda mi gloria perdí!

(Salga el REY y su gente.)
MONTERO:

  ¿Bulto es aquel o me engaño?

REY DE HUNGRÍA:

Si es ella, sin duda es muerta.

MONTERO:

Ella es.

REY DE HUNGRÍA:

Mi bien, despierta,
si no es que en verte me engaño;
mira que tu rostro baño
en lágrimas amorosas.

FAUSTINA:

¿Quién es?

REY DE HUNGRÍA:

Deidades piadosas:
dadle aliento, dadle vida.
¿Es desmayo o es herida?

MONTERO:

Yo pienso que entrambas cosas.

REY DE HUNGRÍA:

  ¡Mi Faustina!

FAUSTINA:

¡Señor mío!

REY DE HUNGRÍA:

¿Qué tienes?

FAUSTINA:

Un grande mal:
aquel feroz animal...

REY DE HUNGRÍA:

[Aparte.]
Dejalla fue desvarío.

FAUSTINA:

... vino atravesando el río
y se me puso delante
con la altura de un gigante;
y el fruto de mis entrañas
se ha llevado a las montañas
de aqueste segundo atlante;
  que luego que te partiste
salió a ver la luz del cielo;
mas puede darte consuelo
que es mujer.

REY DE HUNGRÍA:

¡Ay de mí, triste!
Cielo airado, ¿en qué consiste
que no se logren jamás?
Pero, pues con vida estás,
tratemos de tu reparo.

FAUSTINA:

[Aparte.]
De temor no le declaro
que aquesto merezco y más...

REY DE HUNGRÍA:

  Cazadores y monteros:
¡mi hija lleva una fiera!
Si acaso la ha muerto: muera.
Seguidla todos ligeros:
yo prometo a los primeros
que la vieren o mataren
todo aquello que alcanzaren
a ver desde el mismo puesto.

MONTERO:

Tú verás su muerte presto.

REY DE HUNGRÍA:

Los cielos tu vida amparen.
  Anímate, esposa mía:
muestra agora tu valor.

FAUSTINA:

Es tanto el grave dolor
que la vida desconfía.

REY DE HUNGRÍA:

Toda mortal alegría
viene a parar en tristeza:
al que la estraña fiereza
del monstruo pueda vencer,
hoy le prometo poner
mi corona en la cabeza.

(Váyanse; y entren con ruido de
desembarcación tres caballeros,
PLÁCIDO, FULGENCIO, ARFINDO,
y traigan un NIÑO de pocos años consigo.)
PLÁCIDO:

(Dentro.)
  ¡A costa el barco, a costa!

FULGENCIO:

No permitas
que salga a tierra algún piloto, Arfindo.

ARFINDO:

¡Quédense todos en la nave!

PLÁCIDO:

¡Ténganse!
Que ninguno ha de ver la tierra.

FULGENCIO:

¡A costa!

(Salgan.)
ARFINDO:

¿Qué isla es esta?

PLÁCIDO:

Si verdad te digo,
ni sé si es tierra firme ni si es isla.

FULGENCIO:

Pues estamos de España tan distantes,
¿qué nos importa?

ARFINDO:

De importancia fuera
saber dónde quedaba este inocente.

FULGENCIO:

Si ha de ser pasto de las fieras y aves
deste desierto, poco importa, Arfindo:
trátese de dejarle y quiera el cielo
que este grave delito nos perdone.

ARFINDO:

Yo hago lo que el Conde me ha mandado.
El Conde es mi señor; su hija ha sido
culpada, inobediente y atrevida,
en casarse, Fulgencio, de secreto.
Puesto que se casó con primo suyo,
yo pienso que a los dos dará la muerte,
pues a este niño y nieto suyo intenta
dársela tan estraña, o por lo menos
alejalle de España y Barcelona,
donde jamás se entienda que es su nieto,
si acaso le guardare la fortuna,
cosa que es imposible en este monte.

PLÁCIDO:

No hay imposible a lo que Dios ordena,
ni fortuna ni hado ni suceso;
que todo pende, vive y se conserva
de su divina voluntad.

ARFINDO:

El Conde
fue, en aquesto, más bárbaro que padre.
¿De qué sirvió prender a su sobrino,
siendo segundo hijo de tal príncipe
como es el rey de Nápoles?

FULGENCIO:

El día
que vence a la piedad, al deudo y sangre
el agravio que obliga a la venganza:
no tiene la razón su justo imperio;
pareciole, y decía que si fuera
el delito de un mes, o un año, estaba
más de su parte la piedad; mas viendo
que ha tantos años que el agravio dura,
cuantos tiene este niño que traemos:
ellos quiere que mueran en prisiones
y el niño en tierra estraña.

PLÁCIDO:

Yo sospecho
que es bien estraña tierra en la que estamos:
áspero monte y elevada tierra,
río pequeño, arroyos delicados,
sombrosas hayas y robustos robles,
castaños acopados, altos pinos,
cipreses tristes y intricadas zarzas
se descubren aquí sin senda alguna.
Ea, Felipe, aquí esperad un poco;
que queremos cazar por este monte
algún venado o jabalí que pueda
darnos sustento en nuestra nave en tanto
que vamos a la patria: Barcelona.

NIÑO:

  ¿Para qué queréis que espere?
¿No es mejor ir con vosotros?

ARFINDO:

Vamos muy lejos nosotros,
y ir solo Plácido quiere.
  Vós, mi bien, os cansaréis:
mejor es que en este prado,
porque no os canséis, sentado,
que volvamos, esperéis.
  Jugad aquí con las flores
que aqueste arroyo guarnecen
mirando cómo os parecen
en la frescura y colores.
  Sentaos en estas gamarzas,
coged lirios amarillos,
tirad a los pajarillos
piedras por aquellas zarzas.
  Y si viéredes, mis ojos,
que tardamos, bien podéis
dormiros.

NIÑO:

No me engañéis,
que es doblarme los enojos.
  Decidme, amigos, verdad:
si os vais y el abuelo mío
quiere, con rigor impío,
matarme en tal soledad;
  mejor es el desengaño
o mejor que me matéis,
porque allá le aseguréis
los recelos de su daño;
  que mientras más presto muera,
más presto a Dios pediré
venganza.

FULGENCIO:

¡Ay cielos! No sé
qué león, qué tigre, fiera
  hiciera tanta crueldad;
los ojos me baña el llanto.

ARFINDO:

Mientras reparares tanto
en su inocencia y piedad,
  no has de tener corazón
para que pongas el gusto
del Conde, justo o injusto,
en debida ejecución.

FULGENCIO:

  Felipe, quedaos aquí
y, si merendar queréis,
en este lienzo hallaréis
lo que para vós pedí;
  que es todo dulce y muy bueno.

NIÑO:

¿Con ellos no fuera yo?

ARFINDO:

¿Y si os cansáis?

NIÑO:

Antes no.

ARFINDO:

Sí haréis, que está el monte lleno
  de peñascos y de asperezas:
¡quedaos con Dios, Dios os guarde!

NIÑO:

Miren que no vuelvan tarde...

FULGENCIO:

[Aparte.]
Podrá con estas ternezas
  enternecer un diamante.

ARFINDO:

Vamos, señores, de aquí.

(Váyanse.)
NIÑO:

¡Qué bueno quedo, ay de mí,
en soledad semejante!
  Que se van estos sospecho
y me dejan a morir,
pues lloraban al partir
con enternecido pecho.
  Quiero sobre aquesta peña
subirme y mirar el mar.
(Súbese el NIÑO en una peña.)

(Salen LAURO y LLORENTE y BENITO.)
LLORENTE:

Del que la pudiere hallar
no será dicha pequeña.

LAURO:

  No hayas miedo, porque es grande
deste monte la aspereza,
aunque toda su riqueza
a los cazadores mande.
  ¡Oh cuánto me pesaría
que la Reina fuese hallada!
Aunque pienso que vengada
de Faustina moriría
  sólo en haberle quitado
lo que dicen que parió.

NIÑO:

¿Qué miro, mísero yo,
pues nací tan desdichado?
  Ya se han entrado en la mar,
y desde el barco en la nave,
el viento corre süave,
las velas he visto izar.
  Traza ha sido de mi abuelo,
pues a mis padres prendió:
¿qué haré, desdichado yo,
solo en este monte?

LAURO:

¡Ay, cielo!
  ¿No escuchas una voz tierna
quejarse entre estos enebros?

BENITO:

¿Si es ave y dice requiebros
al sol que el mundo gobierna?

NIÑO:

  ¿Qué haré yo, triste de mí,
en tierra estraña?

LLORENTE:

Esta fuente
parece que tristemente
murmura y se queja ansí.

LAURO:

  No es ave ni es fuente, no;
voz humana me parece:
¿no veis cómo el llanto crece?

NIÑO:

¿Qué culpa he tenido yo
  de la ofensa de mi abuelo?
¡Ay Dios! Entre estos jarales
oigo algunos animales.
¡Piedad, piedad, justo cielo,
  que me vienen a comer!

LAURO:

Quedo, que ya he visto yo
quién se queja.

BENITO:

Pues yo no.

LAURO:

¿Cómo no acabáis de ver
  un niño, en aquella peña,
que está llorando?

BENITO:

¡Es verdad!

LLORENTE:

Las piedras mueve a piedad.

BENITO:

Ricos vestidos enseña.

LAURO:

  Niño que Dios guarde: ¡baja
y dinos qué mal te aqueja!

NIÑO:

¡Ay, señores, no me maten,
que vengo de estrañas tierras!

LAURO:

Español habla, ¡por Dios!

LLORENTE:

Tú puede ser que le entiendas,
que has ido a España.

LAURO:

Yo sí:
tres años estuve en ella.
¡Deciende niño, deciende!;
¡baja del monte, no temas!

NIÑO:

¿Son cristianos?

LAURO:

¿No lo ves
en el traje y en las señas?

NIÑO:

¿Que no son moros?

LAURO:

¡No, amores!

NIÑO:

¿Haranme mal?

LAURO:

¡No lo creas!

NIÑO:

¡Pues ya bajo!

LAURO:

Estraño caso:
¿qué es esto que el cielo ordena?

NIÑO:

Señores, no me hagan mal.

LAURO:

¿Cómo has venido a esta sierra
en traje y lengua español?

NIÑO:

Sepa, señor...

LAURO:

Dilo.

NIÑO:

Sepa
que el conde de Barcelona
tiene una hija y que, della,
soy hijo, y de un caballero,
hijo de un rey de una tierra
que está más allá del mar.
No fue casado con ella,
y mi abuelo, que lo supo,
a mi madre tiene presa;
y a mí me mandó traer
en una nave, a que fuera
lejos de España arrojado
en alguna isla o selva,
por no ensangrentar las manos
en una cosa tan tierna.
¿Qué tierra es aquesta?

LAURO:

Hungría.

NIÑO:

Dígame: ¿matan en ella
a los niños que su abuelo
quiere muy mal?

LAURO:

¡Qué inocencia!
No, mi señor; no, mis ojos:
antes comida, merienda,
juegos, vestidos, regalos,
cama, casa, almuerzo y cena;
yo os llevaré donde estéis
como con la madre vuestra;
que un nieto de un rey merece
que como a quien es le tengan;
podrá ser que Dios permita
que alguna vez se arrepienta
el conde de Barcelona,
y que os busque, estime y quiera
para señor de su estado.

NIÑO:

Ruegue a Dios que verdad sea;
que yo le daré mil cosas.
¿Está su casa aquí cerca?

LAURO:

Detrás de aquestos peñascos.

NIÑO:

¿Y tiene niños en ella?

LAURO:

Uno como vós, mi bien.

NIÑO:

¿Y ha mucho que anda a la escuela?

LAURO:

No, mi rey; que de mi casa
está la villa una legua.

NIÑO:

Yo le enseñaré a leer.

LAURO:

Aunque le importen las letras,
mejor es que le deis armas,
pues los reyes honran dellas
los hidalgos que los sirven.

NIÑO:

Es cuando los reyes reinan,
que no cuando desterrados
van por las tierras ajenas.

LAURO:

¡Qué divina discreción!

LLORENTE:

¿Qué te dice? Que su lengua
no le entendemos nosotros.

LAURO:

Cosas estrañas y nuevas
que algún día las sabréis.
Vamos, mi bien, porque os vea
la que ya tendréis por madre
hasta que gocéis la vuestra.

NIÑO:

Como a mi señora y tía
la serviré.

LAURO:

El cielo quiera
que Nápoles y Aragón
os coronen la cabeza.
¿Qué nombre tenéis?

NIÑO:

Felipe.

LAURO:

Gran valor el nombre muestra.
Si sois como el macedonio
y otro Alejandro os hereda,
seréis señores del mundo.
¿Qué es aquesto?

NIÑO:

La merienda
que me dejaron los hombres
que ya por el mar navegan.

LAURO:

Acá le tendréis mejor:
salid, mi bien, de la selva;
que Dios que os trujo a mi casa
os hará rey en la vuestra.