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El audaz/XIV

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Capítulo XIV - El baile de candil

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No hacía mucho que habían dado las ocho cuando la Pintosilla principió a recibir a sus numerosos convidados. Dos candiles pendientes del techo tenían la misión de alumbrar el recinto, lo cual no hubieran podido realizar si no recibieran ayuda de un quinqué comprado ex profeso para que el humilde bodegón se pareciera lo más posible a los estrados de la gente de tono. Renunciamos a describir el buffet, como hoy decimos, que consistía en una especie de altar cubierto con una colcha encargada del papel de tapiz; ni nos ocuparemos del sinnúmero de botellas que sobre él había, puestas por orden como los potes de una farmacia, aunque sin letrero donde constara su contenido, que era vino de distintas variedades y colores.

El primero que entró fue Paco Perol, con su capa terciada, su gran sombrero de medio queso y su guitarra, que rasgueaba con mucha destreza. Siguió la elegante y simpática verdulera del Rastro Damiana Mochuelo, y después la distinguida y airosa Monifacia Colchón, comercianta en hígado, tripa y sangre de vaca, y después Gorio Rendija, opulento ropavejero de la calle del Oso, seguido de la interesante castañera denominada la Fraila, establecida en el Mesón de Paredes. Vino luego el discreto Meneos, majo devoto que se ocupaba en ayudar misas y en remendar trapos viejos, y después la elegantísima y majestuosa Andrea la Naranjera, que era una de las notabilidades de la Ribera de Curtidores. No tardó nada el aprovechado joven llamado Pocas-Bragas, que venía de viajar por las principales capitales de Europa, tales como Melilla y Ceuta, ni faltó el respetable y eminente hombre de Estado, llamado tío Suspiro, maestro de las escuelas establecidas en la Carrera de San Francisco para alivio de bolsillos y desconsuelo de caminantes. Estos y otros esclarecidos personajes de ambos sexos llenaron el bodegón; sonó la guitarra, tocada por el bizarro puntillero de la Plaza de Madrid, Blas Cuchara, y Rendija echó al viento con poderosa voz la primera tirana.

-Pero hay pocos estrumentos -dijo la Fraila-. ¡Eh!, tú, Pocas-Bragas, ¿por qué no te has traído la guitarra?

-Denguno toca como él -añadió Monifacia, haciendo fijar la atención en el aludido-. Sabe tocar hasta el minuete, que lo aprendió en el presillo...

-¿Qué es eso de presillos? -dijo el distinguido joven-. No me enriten, que cada uno tiene sus recovecos en la concencia... Pero este pelafustrán de Meneos, que sabe tocar el bajón y el clarinete... Tía Pintosilla, yo que usted trajera la orquesta de los tres coliseos de Madril.

-Vamos, vamos, que se impacienta el auditorio -observó con gravedad el tío Suspiro-. Música, y sáquense a bailar. ¡Ah! Cuchara, saca a Damiana, que es está pudriendo por bailar. ¡Ah, piernecitas de mi alma! ¡Cómo me cosquillean dende que oigo el guitarreo!

-Baile usted conmigo, tío Suspirón -dijo la Naranjera-. Entodavía les hemos de enseñar cómo se menea la zanca.

-Menos disputas y a bailar -ordenó la dueña de la casa, poniendo en perfecto orden de batalla las botellas que estaban sobre el altarejo.

-Pero escucha, Pintosilla -dijo Damiana-, ¿ónde están los usías que dijiste venían a tu casa esta noche? Yo denguno veo.

-Ya vendrán, ya vendrán; oye, me parece que llaman.

En efecto; oyéronse algunos golpecitos en la puerta, abrieron y entró Susana, acompañada del marqués y del Sr. D. Narciso Pluma.


II

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-Vengan usías muy enhorabuena a honrar esta casa -dijo Vicenta.

-¡Ay qué obscuro está esto! -indicó Susana dando algunos pasos hacia el centro del corrillo.

-Pus que le traigan el teneblario de Jueves Santo -dijo Paco Perol.

-Una silla, una silla pa la señora condesa. Naranjera, levántate tú.

-¡Miste!, que me levante. Pa eso hamos sido las primeras.

-Estos usías a la moderna me apestan -gruñó por lo bajo la Fraila.

-¿Me he de quedar en pie? Pluma, búsqueme usted una silla.

-¡Ah, señora, no la encuentro! -contestó el petimetre, escudriñando por todos lados.

-Caballero, ¿quiere usted quitarse del corrillo, que me estorba? -dijo Damiana, tirando a D. Narciso del faldón de su casaca.

-Vaya una silla -contestó el tío Suspiro, alargando el mueble por encima de las cabezas.

Susana se sentó. El marqués quedó en pie detrás de ella, y Pluma a su derecha, también en pie.

-No se acerque usted tanto -dijo éste a la Fraila-. Va usted a estropear el vestido de la señora.

-¡Pos me gusta! -contestó la castañera-. ¿Por qué no se está en su casa?

-¡Pos no está poco espetada la madamita!

-No sé cómo gustas de la compañía de esta gente -dijo el marqués a Susana.

-Esto me divierte -contestó ella sonriendo-. ¿Me da usted una pastilla?

-¿Eh? -dijo la Fraila empujando a Pluma-. ¿No ve usted, hombre de Dios, que me está pisando?

-Si usted no se arrimara tanto...

-Ya me ha dado usted dos pinchazos con el demonche del espadín.

-Pues aguante y baje la voz, que molesta a la señora.

-Dale con la señora -contestó la Fraila-, aquí toas somos señoras, porque caa uno es caa uno y denguno es mejor que naide.

-Caramba con los usías -murmuró Pocas-Bragas-, ¿y quién los meterá a venir a esta junción?

-Velay; y mosotros maldito si vamos a las suyas.

-¡Qué despreciable gentualla! -dijo Pluma a Susana en voz muy queda.

-¡Eh, so espantajo! -exclamó la Fraila, dirigiéndose a Pluma-. ¿Querrá usted quitarse de enfrente de la luz?

-¡Ah, ustedes perdonen! -repuso el petimetre devorando su enojo y temeroso de que aquella distinguida sociedad hiciera alguna de las suyas.

Y al apartarse a un lado, el movimiento le impelió hacia adelante con tal fuerza, que maquinalmente puso sus manos sobre los hombros de la Naranjera.

-¡Eh, eh! ¿Le parece a usted que tengo yo cara de bastón?

-Es que me caía -balbuceó el joven aturdido.

-Mucha facha y poca substancia -dijo Cuchara.

-Si tiene cara de espital.

En efecto; Pluma, sin duda a consecuencia de sus desastrosos amores, estaba tan pálido y ojeroso que daba compasión.

-No soples fuerte, Monifacia, que va a echar a volar ese caballero.

-Vamos, vamos a bailar y fuera disputas -dijo la Pintosilla, queriendo cortar la chacota que se disparaba contra D. Narciso.

-Pa otra vez estamos mejor sin usías -manifestó la Fralia, encarándose con la Pintosilla.

-Pues eso no es cuenta tuya -respondió la dueña del bodegón con mal humor-, que yo soy reina en mi casa y convío a quien me da la real gana; y el que no quiera verlo, que se plante en la calle.

-Es por el orgullo y el aquel de decir que viene a su casa gente de tono -añadió la Fralia-. Si siempre has de ser Vicenta la Pintosilla, bodegonera y castañera, y estas visitas pa maldita de Dios la cosa sirven, si no es de estorbo.

-Poquito a poco, y cuidado con la lengua -dijo Vicenta, amoscada ya del descortés recibimiento hecho a sus comensales.

-Ya ves entre qué gente nos hemos metido -susurró el marqués al oído de Susana.

-Haya paz y no encharquemos la fiesta -exclamó el tío Suspiro.

-Es que ésta me anda siempre buscando la sin hueso -continuó la Fraila más agitada, porque entre ella y la Pintosilla existía un resentimiento antiguo.

-Vamos callando, que se me van llenando las narices de mostaza, y... arreparen que están en mi casa.

-Como que estoy por tomar la puerta de la calle -dijo la Fraila-, porque a una no le gusta que la falten, y más esta soberbiona, que hasta ayer era...

-Gomita, gomita la palabra, o si no aquí tengo yo unas tenazas... -contestó la Pintosilla poniéndose en medio del corrillo y amenazando con sus dedos a la castañera.

-Ponte en facha; ¡quiá!, si no tengo ganas de reñir contigo -dijo la otra con desprecio.

-¡Castañera de esquina! -exclamó la Pintosilla con mayor desdén.

-Y a mucha honra, que si no soy de portal es porque no tengo arrimos ni busco comenencias ajenas... Pero no quiero reñir contigo, que si quisiera aquí tengo esta manita derecha que sabe dar unos sopapos...

-Pues yo -dijo la Vicenta poniéndose en jarras-, con la izquierda que te hiciera un poco de viento, te había de echar fuera todas las muelas.

-¿Sí? Estoy bien aquí, Pintosilla, y no quiero echar un paseo por tus costillas.

-Ven si te atreves, y a mí en mi casa nadie me tose, porque soy yo muy reseñora.

-Y yo soy más -dijo la Fraila, levantándose y poniéndose también en jarras-. Y si te pie el cuerpo julepe, aquí estamos.

-Aguarda a que esté de humor, que esta noche no tengo ganas de despacharte al otro barrio -contestó Vicenta con insolente sonrisa y meneando el cuerpo con ademán provocativo.

-Sal, naaja -gritó la Fraila con repentino movimiento y sacando a relucir el reluciente acero de una navaja-. Sal pa darle un besito en la cara a mi señorona.

Un grito unánime resonó en el bodegón. La Fraila se colocó en actitud hostil frente a su rival; pero ésta, lejos de inmutarse, permaneció en la misma postura y dijo con cierta calma jovial, que era la desesperación de la castañera:

-Tente y guarda el alfiler, que el te disparo mis armas de fuego...

-¿Qué armas? -preguntaron algunos, creyendo que la Pintosilla iba a sacar un par de pistolas de debajo de sus enaguas.

-Mis ojos, bestia, que si disparan matan más que cuatro balas.

-No quiero vaciarte.

-Ni yo abrasarte viva.

-Vamos, vamos, se acabó la disputa. Dense las manos y pelillos a la mar, y cada uno se rasque su sarna, que las dos son buenas -dijo el tío Suspiro.

-¿Qué te parece? -dijo el marqués a Susana-. ¡A buena parte hemos venido!

-Si no se hacen nada... -contestó Susana, que no se había alterado gran cosa con aquel principio de epopeya.

-Me he quedado sin sangre en el cuerpo -declaró Pluma, serenándose un tanto cuando vio que la Fraila guardaba el arma homicida.

-Pues esto se acabó -dijo la Pintosilla-, y pues ya me sajogué, sepan que a mi casa viene quien yo quiero, y el que no esté a gusto cierre el pico o a la calle.

-Pues a ver, una tirana, Paco Perol, que esto se acabó.

-Unas seguidillas para que las oiga esta madama.

Ya Cuchara tenía la boca abierta para empezar la seguidilla, cuando se abrió la puerta y entró Sotillo; a poca distancia le seguían Martín Muriel, Alifonso y D. Frutos.


III

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Susana creyó equivocarse al principio: miró con más atención y fijeza, porque el bodegón no estaba muy bien alumbrado, y al fin se convenció de que era Martín en persona. El marqués no pudo reprimir una exclamación de cólera y sorpresa, tanto más justificada cuanto que tenía la seguridad de que el joven estaría a aquellas horas muy guardado en las cárceles de la Inquisición, y Pluma dijo con expresión de candidez que hizo reír a Susana:

-Éste es uno de los que estuvieron aquel día en la Florida.

-Con su permiso, señora doña Vicenta -dijo Sotillo-, traigo aquí a estos dos amigos que desean conocer esta sociedad.

-Sean bien venidos en mi casa, y tomen asiento, si hallan dónde.

El marqués clavó sus ojos llenos de rencor en Martín, y tembló con la presencia de aquellos hombres en semejante sitio. Tuvo sospechas de que la noche no concluiría sin algo siniestro, y dijo a Susana:

-Vámonos, vámonos al momento.

La joven se volvió, y con una sonrisa que al marqués causó estremecimiento y calofrío, contestó:

-¿Irnos? Estoy muy bien aquí. Vea usted. Ya empiezan a bailar. Pluma, ¿no baila usted? Yo le escogeré pareja entre estas majas.

-¡A bailar, a bailar! -chillaron todos.

Formáronse varias parejas, y las guitarras y las palmadas aturdieron el recinto del bodegón. Todos se movieron: las dos heroínas, cuya contienda hemos descrito, olvidaron por aquel momento sus rencores, y hasta Pluma sintió deseos de salir al corro.

Martín se había sentado junto a Monifacia, y ésta le dijo:

-¿No baila usted, caballero?

-Sí, señora, voy a bailar -contestó el joven muy serio y con una resolución que hizo se fijaran en él las miradas de todos.

-¡Pues ya!, habiendo aquí tan buenas majas. ¿A cuál saca usted?

Muriel se levantó, atravesó el corrillo, y dirigiéndose a Susana, dijo:

-A ésta.

-¡Bravo, bueno!; eso se llama picar alto -observó el tío Suspiro, mientras los demás aplaudían con fuertes palmadas.

El asombro del marqués fue tal, que en el primer momento no se le ocurrió palabra ni ademán alguno para poner correctivo a tanta audacia. No profirió voz alguna hasta que vio a Susana sonreír, levantarse y dar su mano a Martín entre los aplausos de la concurrencia. Entonces se interpuso violentamente entre los dos, y rechazando al joven con fuerza, exclamó:

-¡Canalla!

En aquel instante se abrió la puerta, y una voz dijo desde ella:

-Ténganse a la justicia.

En efecto; la justicia humana, representada en aquella solemne ocasión por Gil Enredilla, Perico Zancas Largas y otros respetables alguaciles del servicio secreto de la policía, traspasaron el umbral de la casa, no con gran susto de los concurrentes, porque estaban acostumbrados a la intervención de aquellos elevados personajes siempre que había una disputa.

La Pintosilla había convenido con ellos en la manera de designar la persona a quien se trataba de aprehender, y la señal consistía en ponerle la mano en el hombro. Luego que los vio puso en práctica su comisión, y deseando no concretar el bromazo a una sola persona, señaló al marqués y a Narciso Pluma, que no tardaron en ser rodeados por aquella patulea.

Nadie se había aún dado cuenta de la situación, cuando uno de los candiles cayó al suelo de un palo, el otro murió de un fuerte soplo, y, por último, el quinqué rodó por el suelo, quedándose la escena en completa obscuridad. Gritaron las mujeres y las risotadas alternaron con los rugidos. Se oyeron gritos de angustia y juramentos como puños; llovían porrazos y mojicones, y los alguaciles no cesaban de invocar el nombre de la real justicia, con lo cual se aumentaba el alboroto y no cesaba la obscuridad. Por fin, uno de los emisarios de la ley trajo luz, y los demás se dedicaron a asegurarse bien de la persona de los delincuentes.

El marqués, cubierto de sudor, rugiendo de ira y sofocado por los esfuerzos que había hecho por desasirse del que le tenía agarrado, miró a todos lados con el mayor afán; pero no vio lo que buscaba. Susanita había desaparecido, lo mismo que Martín, D. Frutos y Sotillo.