El audaz/XVI
Capítulo XVI - Las ideas de fray Jerónimo de Matamala
[editar]I
[editar]Asomaba la aurora por las ventanas y balcones del madrileño horizonte, cuando D. Buenaventura Rotondo y Martín Muriel, que después de los sucesos referidos habían salido a enterarse de ciertos asuntos de indudable urgencia, regresaron a la calle de San Opropio, mas no para descansar ni entregarse a indolente reposo, que podría ser de gran peligro en tales circunstancias. Uno y otro debían andar muy despabilados aquel día, y era preciso obrar con gran actividad antes que fueran descubiertos por la policía, si es que eran dignos de este nombre los perezosos alguaciles y los agentes secretos sostenidos por las autoridades administrativas y religiosas de aquellos benditos tiempos.
Entraron en el cuarto donde Rotondo tenía lo que podríamos llamar su despacho, y cada uno escribió una carta, siendo mucho más larga y meditada la de Martín.
-Ahora -dijo Rotondo doblando la suya- ya sabemos lo que hay que hacer. Es preciso no perder tiempo. La cosa está próxima; y pues usted acepta en este negocio la parte importante que yo le ofrecía, no hay que dormirse. Ya están ahí las personas con quienes debemos entendernos. ¡Oh, amigo! Cuando vaya haciéndose cargo del vasto plan en que estamos metidos, comprenderá qué gran acontecimiento se prepara. Toda la sociedad, lo más selecto en las armas, en las letras, en la piedad, está con nosotros y contra ese infame privado. Ya verá usted. Pero no se puede perder ni un momento. Al instante va usted a hablar con el padre Jerónimo de Matamala, que viene de Toledo y de Aranjuez con instrucciones y claves... ¡Oh!, nos ha puesto en un gran compromiso el buen franciscano dejándose coger ciertos papeles... pero, ¡ca!, si el provincial de la Orden es también de los nuestros...
-¿De modo que no se le perseguirá? -dijo Martín rubricando la firma de su carta.
-No lo creo. Aunque te han enviado aquí al convento de San Francisco como por vía de destierro, no creo que pase de ser una fórmula.
-¿Podré ver tan temprano a fray Jerónimo?
-Sí, al instante. Ayer tarde le he visto yo, y ya está enterado de que contamos con usted, lo cual le causó gran regocijo. Mientras usted se explica con él y se entera de ciertas particularidades, yo me voy a ver a un pájaro gordo que debe haber llegado anoche para entenderse conmigo. ¡Oh, ése sí que es personaje!... Tenemos -añadió, bajando la voz con misterio- una palanca tremenda. Bastará hacer un pequeño esfuerzo para... En fin, despachar pronto. Váyase usted a ver al fraile, mientras yo conferencio con mi hombre. ¡Qué hombre, qué adquisición!
-Pues hasta luego; saldremos solos.
-Sí, que Alifonso y Sotillo se queden aquí. Solos y bien embozados a esta hora, no hay peligro alguno. Ya ve usted cómo estoy yo; ¿quién me conoce en este traje?
En efecto; D. Buenaventura había cambiado por completo de vestido, y aquel señor a quien vimos tan almidonado y tan pulcro en los primeros capítulos de esta historia se había convertido en un hombre del pueblo que podía pasar por barbero.
-Usted -continuó Rotondo, embozándose en su capa- no necesita disfraz. Pocos le conocen, y los inquisidores no hacen de las suyas sino por delación y dentro de las mismas casas... Conque...
-Cada uno por su lado.
-Eso es, y dentro de un rato aquí.
Salieron, y se separaron en la puerta. Martín se dirigió a casa de D. Lino Paniagua, a quien necesitaba encargar una importante comisión antes de avistarse con el franciscano. Cuando el joven llegó a la calle del Burro, el abate, a pesar de que aún era muy temprano, no dormía, y estaba muy ocupado en limpiar su ropa, en dar lustre a sus zapatos, en coger algunos puntos a sus medias y en otros menesteres domésticos que eran la ordinaria tarea matinal de aquella gaceta ambulante. El buen D. Lino, que no era rico, necesitaba atender por sí mismo al realce y esplendor de su persona, según convenía a sus variadas funciones sociales.
-¡Oh, Sr. D. Martín, usted por aquí a esta hora! -exclamó, dejando sobre la cama la casaca, en cuyo forro estaba restaurando una costura lastimada por el roce-. ¿Qué bueno me trae usted?... Algún encarguillo, ¿eh?
-Sí, señor; quiero que me haga usted el favor de llevar una esquela a cierta persona...
-¡Ah!, ya comprendo, truhán -dijo el abate, sonriendo y clavándose la aguja en la guarnición de una chupa verde mar, del tiempo de Farinelli, que para dentro de casa tenía-. ¿Conque era cierto?... Y usted lo negaba. Esquelitas ¿eh? Yo me encargo de eso por ser usted el interesado, que si no... Vamos, que ha puesto usted una pica en Flandes.
-Agradeceré a usted mucho que se encargue de esto -contestó Martín mostrándola-. Es para el doctor D. Tomás de Albarado y Gibraleón.
-¡Ah!, pues yo creí que era para... Pero ya entiendo, picarón -añadió con malicia, creyendo descubrir un secreto-. Usted se cansa ya de la vida platónica; usted aspira a... y como del doctor puede decirse que es quien dispone del porvenir de Susanita... La pretensión es atrevidilla, Sr. D. Martín; pero si ella está tan enamorada de usted como dicen...
-¿Conque usted llevará la carta? -preguntó el otro sin hacer caso de los comentarios del inocente abate.
-¡Ah!, sí, con mucho gusto. Ojalá viera usted cumplido su deseo. El doctor es una persona excelente. Y a propósito: ¿logró usted que pusieran en libertad al Sr. D. Leonardo? Qué lástima de joven, tan amable, tan...
-No, nada se ha conseguido hasta hoy.
-Es raro, porque estando ella empeñada en sacarle en bien... Y me consta que se preocupó mucho del asunto, no hablaba de otra cosa. Por cierto que ese empeño daba que hablar a la gente, y todos se hacen lenguas sobre el estupendo amor que la madamita siente por usted. Algunos se han escandalizado... ¡Preocupaciones! Todos los que conocen su carácter se han llenado de asombro. ¡Qué genio! ¡Cuidado que tiene rarezas! Ya sabrá usted que se había empeñado en ir al baile de la Pintosilla. Todos en la casa se oponían; pero al fin, el demonio de la muchacha fue. Si cuando dice «esto se hace», no hay remedio, sino que lo ha de hacer.
-¿Y fue por fin a ese baile en los barrios bajos?
-Sí, señor, fue. Vamos, que usted debe saberlo mejor que yo -dijo Paniagua con malicia-. Su familia estaba disgustada, y no crea usted, temían... Anoche a las once, hora a que yo me retiré de la casa, todavía no había vuelto y estaban muy sobre ascuas. ¡Ya lo creo, tan tarde! La fortuna es que había ido con el marqués y con Pluma, que si no... Esa gente de Lavapiés es muy peligrosa.
-¿Conque llevará usted la carta hoy mismo?
-En cuanto salga. Precisamente he de pasar por casa del doctor. Tengo que ir a casa de los señores de Sanahuja, que viven, como usted sabe, pared por medio. ¡Ah, no sabe usted cuánto tengo que hacer hoy! Como esos señores se van a toda prisa para Aranjuez...
-¿Qué señores?
-Los de Sanahuja. Figúrese usted que Pepita está maniática, no puede vivir sino en el campo. Ya usted recordará. Aquella que en la Florida recitaba versos pastoriles y jugaba a los corderos. Yo me figuro que aquella cabeza no está buena. Está tan enfrascada en su manía, que no hay quien la convenza de que todo eso de lo pastoril es pura invención de los poetas, y que en el mundo no han existido jamás Melampos, ni Lisenos, ni Dalmiros, ni Galateas. Pero ni por esas; ella, con la lectura de Meléndez y de Cadalso, se figura que todo aquello es verdad, y quiere ser pastora y hacer la misma vida que los personajes imaginarios que pintan los escritores. ¿Pues qué cree usted? Si ha tenido su padre que quemarle los libros, como hicieron con los de D. Quijote... Es mucha niña aquella. Pues hoy se van para Aranjuez, donde tienen una hermosa finca con su soto y muchos viñedos. La familia, viendo que Pepita no comía ni dormía a causa de su preocupación pastoril, ha resuelto al fin hacerle el gusto y se la llevan esta tarde. De buena gana iría a pasar allí un par de semanas. Ellos me vuelven loco para que vaya, mas no puedo salir de aquí. Yo, Sr. D. Martín, hago en Madrid mucha falta. ¡Pues no es nada los encargos que me han hecho! -añadió pasando la vista por un papel que sobre la mesa tenía-. Vea usted la lista: «Dos capones buenos; cuatro libras de pólvora para el Sr. D. Cleto, que es gran cazador; un brasero grande de los superiores de Alcaraz; un sonajero que no pase de seis reales, para el niño; siete varas de muselina para la mujer del molinero, que es ahijada de la señora y está de parto; ocho purgas de coliquíntida en diez y seis tomas; un juego de ajedrez; avisar al zapatero para que lleve antes de las dos las botas de D. Cleto; ir a contratar un coche, si se encuentra, y si no una galera, a la Cava Baja». Conque vea usted, todos estos encargos corren de mi cuenta, y es preciso despacharlos por la mañana.
-Antes que hacer todo eso, ¿llevará usted mi carta?
-¡Oh, sí, descuide usted! La recibirá dentro de una hora.
Martín se despidió dejando al abate en singular batalla con una mancha de mala calidad que había aparecido en el cuello de su casaca y en sitio donde no podía ser cubierta por el coleto. Sin pérdida de tiempo, y muy seguro de que la carta llegaría a su destino, se dirigió a San Francisco el Grande, ansioso de ver a su amigo fray Jerónimo de Matamala. Hubo de esperar un poco, porque el buen regular estaba diciendo su Misa; pero el Oficio no duró gran rato, y apenas dejó aquél los paños ornamentales, cuando apareció en el claustro, donde Martín le aguardaba contemplando las pinturas de ascetas y mártires que cubrían las paredes de aquel santo recinto.
-¡Martín, querido Martín! -exclamó fray Jerónimo abrazándole-; ven, sube conmigo y hablaremos con más libertad en mi celda.
Subieron, y sentados junto a una mesa de pino que sostenía dos grandes cangilones de chocolate, rodeados de su corte de bollos y bizcochos, comenzaron a matar el hambre y a hablar de esta manera:
II
[editar]-Ya te esperaba, Martincillo -dijo fray Jerónimo-. D. Buenaventura me ha hablado de ti con unos encomios... Está muy satisfecho de ti; ¿no te lo dije? Ahora comprenderás mi buen tino al recomendarte a ese caballero. ¡Ah!, pero tú no has seguido enteramente mis consejos.
-¿Por qué?
-Porque no te has curado de tu manía de hablar mal de Dios y de su santa religión. Martín, te dije al recomendarte a D. Buenaventura, «disimula tus opiniones; mira que no te conviene aparecer así, tan descreído y violento, sobre todo cuando pretendes hacer fortuna». Tú no me has hecho caso según me dijo ayer ese buen señor; tú has asustado a todos con tu imprudente audacia y el desprecio con que hablas de las cosas más santas.
-Qué quiere usted, ya le dije que no me era posible disimular; yo soy así.
-Pero hijo, se hace un esfuerzo; hay muchos que piensan como tú y se lo guardan. Eso es lo que conviene... Pero hablemos de otra cosa. ¿Conque tú estás decidido a cooperar a esta gran obra?
-Sí, padre; y si he de decir a usted la verdad, ni sé claramente cuál es la grande obra, ni qué medios se han de emplear para verla realizada. La desesperación, una serie de circunstancias tristísimas en que me he visto, me impulsan a tomar parte en esa obra, cualquiera que sea. Yo estoy desesperado; yo me veo perseguido sin motivo alguno; me uniré con gusto a todo el que se proponga herir con golpe mortal la corrupción en que vivimos.
-Pues hijo, yo te explicaré. Cuando me viste en Ocaña no quise contarte estos secretos; me pareció que no serías demasiado prudente. Pero como conocía tu carácter impetuoso y decidido, te creí de mucha utilidad y te recomendé al Sr. de Rotondo, esperando que sabría dar noble ocupación a tus grandes cualidades.
-Pero usted ya andaba en estos manejos, padre, aunque tenía empeño en que nada se trasluciera.
-Cierto es, hijo, pero no creí conveniente clarearme demasiado contigo. Yo tenía correspondencia con Rotondo; ya en aquellos días se creía próximo el gran suceso, pero no tanto como ahora.
-¿Y el alma de ese negocio es D. Buenaventura?
-No. Don Buenaventura no es más que un agente que tenemos en Madrid, y no hay palabras con qué elogiarle; porque la verdad es que su astucia, su prudencia, su tacto, han hecho verdaderos milagros. El alma de este negocio es un personaje eminente, un hombre como hay pocos en el mundo, de tanto saber y experiencia, que no encuentro ninguno con quien compararlo entre antiguos ni modernos.
-Dígame el nombre de ese prodigio.
-Se llama D. Juan Escoiquiz, el que fue preceptor del Príncipe, el hombre insigne que vive retirado de la Corte por las intrigas del Guardia, pero que ha de alcanzar de nuevo, yo lo espero, la dirección de su real alumno, y quizá la dirección absoluta de los negocios del Estado; porque no digo yo una nación, sino veinte naciones podría gobernar D. Juan Escoiquiz, que talento le sobra para eso y mucho más.
-Pues mire usted, padre, lo que son las cosas -dijo Muriel-; yo tenía formada idea muy distinta de ese señor canónigo. Por algo que he oído, me le había figurado más vanidoso que sabio y con una ambición tan grande como injustificada.
-Calla, necio -contestó fray Jerónimo-, no sabes lo que te dices. Ya se ve, quien tiene ideas tan equivocadas sobre Dios y la religión, ¿no las ha de tener sobre los hombres?
-Bien, dejemos a un lado sus cualidades y siga usted contando.
-Pues como te iba diciendo, Martincillo, el alma de este asunto es el arcediano de Alcaraz, y los auxiliares más poderosos nada menos que el príncipe Fernando, la princesa María Antonia y... ¡asómbrate!, la Inglaterra.
-¿La nación inglesa?
-Sí; Rotondo es el que se entiende con los agentes del Gobierno inglés, interesado en que caiga este pérfido favorito que nos está arruinando, después que ha dado en la flor de hacer Tratados con Napoleón. ¡Son horribles los proyectos que se atribuyen a ese infame Godoy! Si hasta piensa, según dicen, despachar a los Príncipes para América, con objeto de fundar allá yo no sé qué reinos; por supuesto, que su idea es hacerse rey de España, que de eso y mucho más es capaz ese vil, protegido siempre por la más liviana de las mujeres.
-¿Y qué es lo que piensa hacer? ¿Algún levantamiento nacional?
-Pues eso mismo; has acertado. ¡Si vieras cuántos elementos tenemos! Nobles, plebeyos, clero, magistratura, milicia, todo es nuestro. La causa del Príncipe es la causa del pueblo. Te digo que el éxito no es dudoso. Ahora es la tuya. Martincillo, a ver si te luces.
-¿Y qué tengo yo que hacer?
-¿Y me lo preguntas? ¿Para qué te recomendé yo a D. Buenaventura? ¿Recuerdas lo que hablamos aquella tarde en la huerta del convento? ¿No estás continuamente protestando contra la degradación y la bajeza de la Corte, contra la inmoralidad, contra el atraso en que vivimos? Pues de todo eso, ¿quién tiene la culpa sino el Guardia? Por eso yo te escuchaba, y decía para mí: «Éste es el hombre que hace falta; éste sí que en un día dado sabrá hacer las cosas y arrastrar al pueblo a la victoria».
-¡Arrastrar al pueblo!... -dijo Martín meditando el sentido de estas tres palabras que más de una vez habían bullido en su imaginación.
-Sí, eso, eso mismo. Pero ya te lo damos todo hecho. Todas las comisiones están desempeñadas y no falta más que la tuya, no falta más que un hombre atrevido que tenga la inspiración revolucionaria.
-¿Y desaparecerá la corrupción, la tiranía, todo lo que hay aquí de odioso y contrario a las luces de la época y a la civilización?
-¿Pues quién lo duda? Después será esto un paraíso. Muerto el perro se acaba la rabia. Y cree que lo deseo ardientemente, para que este país se vea bien gobernado y sea lo que debe ser en el mundo. Si no fuera por mi patria, no diera paso alguno en este asunto. Ya tú sabes que yo no tengo ambición y que mi mayor dicha es vivir entre estas cuatro paredes, retirado del bullicio del mundo. Nada me agrada tanto como la soledad. Tú si que puedes sacar gran partido de esto. Quién sabe hasta dónde podrás llegar, sobre todo si sales en bien, como espero, de este negocio.
-Pero en resumidas cuentas -dijo Martín-, ¿qué es lo que tengo yo que hacer?
-Eso, Rotondo es quien te lo ha de decir ce por be. Yo lo que tengo entendido es que va a haber un levantamiento en Toledo cuando la Corte esté en Aranjuez, que será de un día a otro. En Toledo se prepara un hambre ficticia para que el pueblo se amotine más fácilmente. Después en todas las ciudades principales hay comisionados que están en relación con Juntas secretas establecidas desde hace tiempo, a pesar de la policía. A ti, por lo que he entendido, te encuentran pintiparado para el caso; tú tienes un carácter resuelto y atrevido y unas ideas revolucionarias que ya, ya... Mira si tuve acierto al enviarte al Sr. D. Buenaventura.
-¿Y cuándo?
-Creo que no habrá tiempo que perder. Yo he tenido cartas de D. Buenaventura, y además anoche ha llegado el Sr. D. Pedro Regalado Corchón, que es una de las personas más comprometidas y más entusiastas por nuestra causa, a pesar de ser novicio en ella.
-¿Y quién es ese señor?
-Un inquisidor dé Toledo, el que goza de más influjo en aquel Tribunal; persona de gran talento y prestigio.
-¿Conque también hay inquisidores en esta danza? -dijo Martín con asombro, sospechando de la bondad de una cosa en que se interesaba aquel santo Tribunal.
-Si te digo que todas las clases de la sociedad... ¡Pues poco irritados están los señores del Santo Oficio contra el Guardia! ¡Si vieras qué hombre tan eminente es el padre Corchón! Como que ha escrito catorce tomos sobre el Señor San José y otros muchos que tiene comenzados sobre diversas materias sagradas y profanas. Costó trabajo meterle en este fregado; pero al fin entró, y desde que en Toledo trabó amistad con el secretario de aquel Tribunal se ha vuelto entusiasta. Anoche llegó a Madrid, y ése es el que ha de precisar la ocasión y el cómo y cuándo. Porque has de saber que él y Escoiquiz son uña y carne. ¡Pues digo si tienen pesquis uno y otro! En la Secretaría de Estado les querría mirar yo a ver si el Sr. Napoleón se reía de nosotros.
-¿Conque hay inquisidores en esta danza? -repitió Martín-. Lo pregunto porque yo precisamente ando a vueltas con el Santo Oficio, y por un milagro no estoy ya en las garras de los inquisidores durmiendo a la sombra.
-Pues qué, ¿te han perseguido?
-Sí, por brujo, francmasón, vampiro y no sé qué más -contestó el joven con amargo desdén.
-¡Ah! -dijo fray Jerónimo-, tú no quieres seguir mi consejo. En dondequiera que estés, y en presencia de personas desconocidas, te despachas a tu gusto sobre política y religión, y así no es extraño que alguien te haya denunciado.
-Antes de intentar prenderme a mí esos infames, habían preso al pobre Leonardo.
-Ya lo he sabido; y en verdad no me causó gran asombro, porque lo cierto es que era muy calavera.
-Ni él ni yo hemos cometido falta alguna que merezca esa persecución horrorosa.
-Pero hijo, ya tú ves -dijo el padre con aflicción-, vosotros sois muy deslenguados; habláis sin ningún respeto de las cosas más sagradas, y tenéis gusto en insultar a los ministros del Altísimo, dignos más que nadie de veneración y acatamiento. Piensa lo que quieras, pero guárdatelo, sobre todo delante de personas extrañas. ¡Oh!, si tú moderaras un poco la lengua, serías un hombre perfecto. Pues hijo, yo creía que en Madrid te habrías corregido un poco.
-Al contrario. Las persecuciones, los desengaños que he sufrido, y, por último, la vil celada que acaban de tenderme, ha exacerbado en mí aquel rencor inveterado que tanto le sorprendió a usted la tarde que hablamos en el convento de Ocaña. No fue mi ánimo al principio ceder a las sugestiones de D. Buenaventura, que me quería comprometer en una conspiración cuyos medios yo no conocía bien y cuyos fines no me parecían grandes ni dignos. Soñando ya con algo más alto, más eficaz, más útil para mi país y para la civilización, cerré los oídos a los reclamos que entonces se me hicieron con bastante empeño; pero hoy las circunstancias han variado para mí: estoy amenazado de perecer en un calabozo de la Inquisición con muerte ignorada y vil, sin provecho para causa alguna; todas las puertas se me cierran; parece que la sociedad ve en mi una temerosa fiera que es preciso enjaular o exterminar para que no devore cuanto halle a su paso. ¿Qué puedo hacer en esta situación? Arrojarme en brazos de todo aquel que por cualquier medio se ocupe en conmover este edificio minado y ruinoso en que vivimos; ayudar a todo el que parezca dispuesto a protestar contra las leyes, contra las costumbres, contra las altas personas de la España contemporánea. Y no reflexiono, no mido el verdadero alcance de la empresa en que tomo parte; me basta que sea una negación de todo esto que me rodea. He aceptado a ciegas la cooperación que se me ha ofrecido, y lo hago llevado más bien por un sentimiento de encono, por una especie de crueldad nacida intempestivamente en mi corazón, que por el cálculo frío que debe preceder a todas las grandes resoluciones. ¡Ah!, ahora comprendo los excesos y las violencias que acompañan a las primeras violencias populares, y me explico ciertos crímenes que la razón no acierta a justificar. Por lo que en mí pasa comprendo lo que puede ser la pasión de innumerables seres vejados y maltratados por una tiranía de siglos; comprendo las catástrofes de la venganza popular, llevada a cabo por hombres sin instrucción ni conocimiento alguno del mundo y de la sociedad; me explico que la multitud no se detenga, sino que avance siempre, destruyendo todo lo que encuentra al paso, acordándose sólo de sus agravios y olvidando toda la ley de humanidad. ¿Y esa gente se espanta de que la cuerda estalle, cuando ellos están estirando, estirando, sin comprender que por una ley invariable toda resistencia tiene su límite y toda tiranía tiene su día terrible más tarde o más temprano?
Fray Jerónimo de Matamala se quedó muy pensativo al oír estas palabras, no sabiendo si aplaudir o censurar la viva imprecación del revolucionario, en quien veía más celo del necesario para el caso. Él, sin embargo, como subalterno en la conspiración, se reservaba sus sentimientos en aquel asunto, confiando en que D. Buenaventura, dada su gran experiencia, no podría equivocarse en elección tan delicada.
-Bien -dijo al fin levantándose-. Todo lo que haya de bueno en tus ideas, Martincillo, lo has de ver realizado. Buen ánimo, y espera a que te den órdenes. Ya verás al reverendo Corchón; él y D. Buenaventura son los que en Madrid tienen hoy la clave del asunto. Yo creo que me iré otra vez a Ocaña o al mismo Toledo, porque has de saber que el provincial es también de la partida, y cuando yo creía que me iba a ser impuesta alguna pena por el descuidillo de las cartas, me encuentro con que me agasajan y consideran más de lo que merece este pobre fraile sin influencia ni poder.
-¿Y dónde veré a ese Sr. Corchón? Porque me interesa mucho hablar con él.
-¡Oh! Don Buenaventura te presentará. ¡Verás qué hombre, qué talento, qué vasta instrucción!... ¿Sabes que me parece que es hora de que te retires? -añadió bajando la voz y atendiendo al ruido de pasos que se oía por el claustro, junto a la puerta de la celda-. Porque aunque aquí me consideran, no quiero infundir sospechas.
-Adiós, y nos veremos antes de que usted vaya a Toledo.
-Sí, y me quedo rogando por ti, Martincillo, por el impío, por el ateo, por el francmasón, por este diablillo atrevido y procaz a quien la Providencia, a pesar de todo, reserva un porvenir de gloria. Adiós.
Le abrazó, y el joven dejó a su amigo enfrascado en grandes dudas sobre el grado de revolución que en aquellos tiempos podía emplearse sin peligro. Su perplejidad no concluyó en todo el día, y paseándose por el claustro, rezando en el coro y sentado en la huerta, no cesaba de repetir: «Es mucho hombre para tan poca cosa».