El bien-te-veo y la comadreja
El zorro, muy ocupado en cazar perdices, iba deslizándose en un surco, tan despacio y con tanto disimulo, que ni un terrón se movía a su paso. Pero por bien que se confundiese con el color del suelo el color de su pelaje, el bien-te-veo desde su nido lo vio y no pudo contener las ganas de hacerlo saber a todos.
-¡Bien te veo, bien te veo! -gritó a voz en cuello-. El zorro se paró, y renegando a media voz:
-¡Imbécil, dijo, que se quiere hacer el vivo!
Y se arrasó en una depresión del terreno, esperando que pasase la tormenta.
Mientras tanto, una comadreja overa había oído los gritos del bien-te-veo, fijándose inmediatamente en el sitio de donde salían.
El bien-te-veo dejó el nido y se vino a reír del zorro: -¡Bien te veo, y bien te veo, y bien te veo!
Y la comadreja, haciéndose la zonza, le preguntó con aire inocente a quién gritaba así. El pájaro le enseñó al zorro escondido; pero la comadreja se hacía la ciega y buscaba al zorro sin quererlo ver, persiguiendo a preguntas al bien-te-veo, pidiéndole que se lo señalase mejor; y el bien-te-veo se lo enseñaba, entreteniéndose en burlarse de la comadreja, tan corta de vista o tan tonta, decía.
Hasta que se acordó de los pichones que había dejado abandonados en el nido, y volvió allá con su vuelo de relámpago amarillo, en tres enviones de armoniosas curvas.
No encontró ya a los pichones; se los había llevado la compañera de la comadreja overa, temible trepadora de árboles, mientras su consorte la entretenía con mil preguntas.
¡Pobre del zonzo que se quiere hacer el vivo, en vez de cuidarse del vivo que se está haciendo el zonzo!