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El bobo del colegio/Acto I

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Elenco
El bobo del colegio
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

:Don Juan y Tristán, amigo suyo:
Don Juan:

No me consueles, Tristán,
que daré voces al cielo.

Tristán:

¿Pues qué has de hacer sin consuelo
en tal desdicha, don Juan?

Don Juan:

Matarme; perder la vida
en que mi pena consiste,
porque una cosa tan triste
mejor estará perdida.
Hoy me han llevado a Valencia
el aliento en que respiro,
la misma luz con que miro,
del alma la misma esencia,
el movimiento con quien
se sustenta el corazón,
mi propia imaginación
y mis discursos también.
Hoy, la junta y armonía
que, para vivir iguales
los instrumentos vitales,
con tal concierto tenía.
Hoy no soy; y si algo soy,
es una sombra de mí,
un retrato del que fui.

Tristán:

¿Hoy dices?

Don Juan:

¿Luego no es hoy?

Tristán:

Ha un mes que falta de aquí
Fulgencia, y hoy te parece.

Don Juan:

Si lo mismo se padece,
hoy es ayer para mí;
hoy es, aunque pase un mes,
si en la misma pena estoy,
que lo que atormenta hoy,
tan hoy como entonces es.
Allá me estaba en mi aldea
que mi mal no presumía,
aunque el alma me decía
que no hay bien que firme sea.
Vine a Salamanca a ver
lo que no veré jamás,
muerto soy.

Tristán:

Gracioso estás.

Don Juan:

Pues dime, ¿qué puedo hacer?

Tristán:

Si fueras cuerdo, Don Juan,
vieras que cualquiera ausencia,
pues era mujer Fulgencia,
no era segura.

Don Juan:

¡Ay, Tristán,
que pintan muy ciego a Amor!

Tristán:

Sola en casa de su hermano,
que vive a lo cortesano
seguro de su valor,
a sus deudos parecía,
formando de esto querella,
que una principal doncella,
ni era bien ni convenía.
Entrábanle a visitar
mil caballeros mancebos,
y estos generosos nuevos
que aquí vienen a gastar
la primera sangre y la plata
primera del avariento
padre, en cuyo pensamiento
más el amor se dilata
que los esperados cursos.
Aquí espadas negras luego,
o naipes, eran su juego;
aquí los largos discursos
sobre aficiones y votos;
aquí cenas y meriendas
en que se alargaban riendas,
y aun iban los frenos rotos.
Y aunque Fulgencia no estaba
presente a aquestas locuras,
juraré, si tú lo juras,
que a este tiempo no rezaba,
sino que por los resquicios
miraba el que más galán
daba, como tú, don Juan,
de haberla mirado indicios.
Esto es cosa natural,
y así fue justo el llevarla
adonde puedan guardarla;
que aquí la guardara mal
un mozo, hermano brioso,
lleno de amigos, que todos,
aunque por diversos modos,
y el mejor más cauteloso,
venían por la doncella
como moscas a la miel.
Vino su tía, y con él
habló largamente en ella.
Y aunque resistió, no pudo
negar tanto la razón,
que no la diese.

Don Juan:

¿Estas son
cosas de sufrir? ¿Qué dudo,
que no me doy muerte aquí?

Tristán:

Su tía, en fin, a Valencia
llevó en un coche a Fulgencia.



Don Juan:

Demonio fue para mí.
¡Oh, tía! ¡Nuevo Plutón
que en ese coche camina
con la bella Proserpina
que me abrasa el corazón!
Tristán, ¿hay cosa en la tierra
que se pudiera excusar
como una tía, o que dar
pueda a un hombre mayor guerra?
¿Qué es esto que llaman tía?
Di, Tristán, ¿quién lo inventó?
¿Por dónde en el mundo entró
tan grande desdicha mía?
¿Hay mar que más mares sorba
que una tía de parientes?
¿Qué tiene de inconvenientes?
¿Qué no enfada, qué no estorba?
Padres y hermanos se mueren;
siempre queda alguna tía:
¿qué no deshace y porfía
contra lo que todos quieren?
El primer tío del mundo
fue Caín; mira quién son.
Pero basta una razón
en que sus malicias fundo,
y es que a todos los villanos
llaman tíos, siendo gente
maliciosa, impertinente,
debajo de hábitos llanos.
En confianza de un tío,
o de una tía avarienta
llena de hacienda y de renta,
pasa un sobrino hambre y frío.
Y después de noventa años,
que vive mucho una tía,
suele darlo a quien le hacía
un presente y mil engaños.
Ven conmigo, que yo haré
conque en Valencia la vea,
si mi padre no rodea
lo que ayer imaginé:
que se muere por casarme.

Tristán:

Mejor será y olvidar.

Don Juan:

Si puede el alma forzar,
podré a dejarla esforzarme.

:Vanse, y entren Garcerán, caballero valenciano, y Marín, lacayo
Garcerán:

Para ser tan nuevo amor,
no ha sido el favor pequeño.

Marín:

Enseña a ver.

Garcerán:

Ya le enseño.

Marín:

¿Flor?

Garcerán:

Sí.

Marín:

Buen agüero flor.

Garcerán:

¿Por qué?

Marín:

Porque es esperanza
de fruto.

Garcerán:

Dices verdad;
pero la facilidad,
con que una dicha se alcanza
suélese también tener
en perderle.

Marín:

No podrá,
si ella te ha mirado ya,
y es tan principal mujer.

Garcerán:

No sé que me haya mirado,
sé que, desde que llegó
a Valencia, he sido yo
quien la ha mirado y buscado.
Fue notable dicha mía
posar de mi casa enfrente
su tío, y ser mi pariente.

Marín:

¿No es castellana su tía?

Garcerán:

Sí, Marín, que se casó
con aqueste deudo mío.

Marín:

La moza es de lindo brío;
bien haya quien la parió.

Garcerán:

No le faltará mi amén.

Marín:

¡Pesia a tal, y qué ojos tiene!
Pues pico...

Garcerán:

¡Ay, Marín, que viene
de donde se estudia bien!

Marín:

Pues, ¿pégase a las mujeres
algo de los estudiantes,
o son con ellos pasantes
de sus cursos?

Garcerán:

Necio eres.
Salamanca encierra en sí
todo lo bueno del mundo;
es un liceo segundo:
Atenas se cifra allí.
De su luz el resplandor
también en las casas da,
como donde el fuego está
alcanza en torno el calor.
Donde la sabiduría
está en su trono, Marín.
¿Quién ha de ignorar que, en fin,
vemos hablar cada día
mil aves la lengua humana
porque están entre la gente?

Marín:

Aunque es Julio tu pariente
y su mujer, castellana,
que suelen fiarse más,
mira bien cómo te portas,
cómo alargas, cómo acortas
desde este punto el compás,
porque ya podría ser
que se enfadasen de ti.

Garcerán:

Como ella me quiere a mí,
¿qué puedo, Marín, temer?
Sin visitarla no puedo
conquistar su voluntad,
que se engendra la amistad
perdiendo al respeto el miedo.
Hoy entré segunda vez
en su sala, y vi, Marín…

Marín:

Mas, ¿qué dices? ¿Serafín?
¿Y que su cándida tez
la comparas a los ampos
que de la nieve descienden,
cuando por enero emprenden
igualar montes y campos?
Mas ¿qué dices? ¿Que tenía
por mejillas dos claveles?

Garcerán:

¿Búrlaste ya como sueles?

Marín:

El amor todo es poesía.
De cuando yo fui gorrón,
(que llaman aquí, en Valencia,
 “machucas”) esta sentencia
aprendí de Cicerón,
que dijo que la poesía
era de amores un monte.
Hablando de Anacreonte,
tan dulces versos hacía.

Garcerán:

Yo la vi y, para pintalla,
poeta quisiera ser;
mas para no la ofender,
no quiero agora alaballa.
Llegué y, mirando el tocado,
dije a hurto en voz sutil:
“Con razón ha sido abril
en Valencia celebrado;
pero esta vez ha venido
su azahar de donde es el hielo”.

Marín:

Sí, que el castellano suelo
es por el hielo encogido,
y los naranjos de allá
se tienen entre algodones,
con tiendas y pabellones,
por el hielo que les da.
Son los de acá más corteses;
los de allá, si no te ríes,
son como guadamecíes,
que sirven solo tres meses.
Pero, ¿qué te respondió?

Garcerán:

Diome aquesta flor de azahar.

Marín:

¿Azahar para comenzar?

Garcerán:

Eso dije entonces yo.
Pero ella, abriendo la rosa
o las hojas del clavel,
mostró a lo falso por él
una risa vergonzosa,
y durmiéronsele al sol
los ojos.

Marín:

¿Ojos dormidos?
Malo...

Garcerán:

Porque a mis sentidos
despertase el corazón.

Marín:

Esto de dormir los ojos
cuando no quieren hablar
suele en un alma causar
mil amorosos antojos.
Pero, ¿no es esta?

Garcerán:

Ella es.

Marín:

De Predicadores viene.

Garcerán:

¡Qué lindo talle que tiene!

Marín:

Con tales ojos la ves.

:Escudero, Lisarda, tía, y Fulgencia, dama con mantos
Fulgencia:

Mucho madruga el calor,
señora tía, en Valencia.

Lisarda:

Es esta tierra, Fulgencia,
de más templanza y mejor.

Escudero:

¡Y cómo si es más templada!
¡Líbreme Dios de Castilla!

Fulgencia:

¿Es mala tierra, Chinchilla?

Escudero:

Es por todo extremo helada.
Cuando a Salamanca fui
con cartas de mi señora,
(pienso que era por agora),
me pensé quedar allí.
No es tierra para viudos.
Vale Dios que cierta bota
con un licor, que una gota
puede hacer hablar los mudos,
a mi lado se acostaba,
y pasábamos el frío.

Marín:

Verás el ingenio mío.

Garcerán:

Llega pues.

Marín:

Espera.

Garcerán:

Acaba.

Marín:

Mientras la tía entretengo,
podrás con Fulgencia hablar.

Garcerán:

Hoy quiero experimentar
qué ingenio en mi casa tengo.

Marín:

Mil años te guarde el cielo.

Lisarda:

¡Oh, Marín! ¿Adónde vas?

Garcerán:

¿Puedo hablarte?

Fulgencia:

No podrás,
ya sabes lo que recelo.

Garcerán:

Marín engaña a tu tía.

Fulgencia:

¿Y si parla el escudero?

Garcerán:

Como eso puede el dinero…

Fulgencia:

¡Chinchilla!

Escudero:

Señora mía.

Fulgencia:

Mirad qué os da Garcerán.

Garcerán:

Padre, todo aquesto es nada.
Id mañana a mi posada.

Escudero:

No hay mancebo tan galán,
señora, en toda Valencia;
si os casárades con él,
yo os doy palabra por él,
que os adorase, Fulgencia.
Codíciale la hermosura
de toda aquesta ciudad.

Garcerán:

Allí, padre, os retirad.

Escudero:

No hay sino llamar al cura,
y Dios os haga dichosos.

Fulgencia:

Fuerza del oro, en rigor.

Garcerán:

Más fuerza tiene el amor
en esos ojos hermosos.

Marín:

Como digo, no se halló,
Lisarda, a mi mal remedio,
aunque puse de por medio
cuanto Galeno alcanzó.
Díjome cierta mujer
que estaba hechizado, y creo
que, si es hechizo un deseo,
hechizos deben de ser.

Lisarda:

Gordo estás para hechizado.

Marín:

No es hechizo que enflaquece,
que amor que no se merece
corre despacio y templado.
Lo que enflaquece es deber,
es fiar y es confiar;
mujer que quiere mandar,
que basta decir mujer.
El servir a ingrato dueño,
el pleitear con razón,
el forzar la inclinación,
el poco sustento y sueño.
El andar en opiniones
la honra, que hartos padecen,
los estudios enflaquecen
y las largas pretensiones.
Enflaquece el intentar
y el sufrir verse sujeto,
y a un necio que por discreto
le quieren canonizar.
También enflaquece oír
malos versos, cantar mal,
y al que era ayer vuestro igual,
hoy mandar y hoy presumir.
Enflaquece una visita,
si no os da mucho contento;
un noble lleno de viento,
que a nadie el sombrero quita.
Un lindo todo alfeñique
hecho mujer con bigotes,
y unos ciertos marquesotes
que os hablan por alambique.
El ver a un tonto reír,
y el querer a una mujer
que, habiendo pedido ayer,
también hoy vuelve a pedir.

Lisarda:

Cesa ya, que es infinito
el proceder por enfados.

Marín:

Por amorosos cuidados
me enflaquezco y debilito.
El remedio que me dio
un astrólogo es notable;
mas porque de veras hable,
todo aquesto sucedió…
(Lisarda, hermosa, ¿direlo?).
A mi amo Garcerán,
a quien de honesto y galán
dio tantas partes el cielo,
solicítanle mil damas;
y él es tan casto, señora,
que sus amores ignora,
y solo atiende a sus famas.
Esta que de mí decía
a Garcerán hechizó,
porque no correspondió
al amor que la tenía.
Dicen que el desasosiego
que trae el pobre señor
de los hechizos de amor
y este conjurado fuego
se le quitará si halla
una mujer recogida,
de inculpable y limpia vida,
tal, que pueda el mundo honralla
por su honesta castidad,
y en ayunas le bendice
siete mañanas.

Lisarda:

¿Quién dice,
Marín, esta necedad?

Marín:

¿Necedad? ¡Por Dios, Lisarda,
que no hay en toda Valencia
mayor hombre! Da licencia,
aunque decillo acobarda,
a Fulgencia, tu sobrina,
que bendiga a Garcerán.

Lisarda:

El verte medio truhán
apenas me determina
para enojarme contigo…

Marín:

¿En cosas de castidad
tu virtud y santidad
quiere enojarse conmigo?
¿Esa es la buena opinión
que te da toda Valencia?

Lisarda:

¿Pues por qué ha de echar Fulgencia
a un hombre su bendición?
¿Partes pueden concurrir,
Marín, en una doncella,
ni por casta ni por bella
para poder bendecir?

Marín:

Si está la virtud en ser
doncella casta y hermosa,
¿parécete a ti que es cosa
que no puede suceder?

Lisarda:

De los hechizos oí
que todas son cosas tales.

Marín:

Si sabes que son iguales,
¿por qué te quejas de mí?
No sabes tú las virtudes
de una doncella en ayunas…

Lisarda:

Di, a ver, si sabes alguna.

Marín:

Importan a mil saludes.
Dame un instante atención.

Lisarda:

¿Qué es aquello? ¿Es Garcerán?

Marín:

Sí, que dándole estarán
la primera bendición.

Lisarda:

¿Pues tú hablas de esa suerte?

Fulgencia:

El lienzo se me cayó,
que Garcerán le alcanzó
bien es delito de muerte.

Lisarda:

Entra en casa, que hay acá
muy diferente recato.

Garcerán:

La llaneza con que os trato
esta licencia me da,
que soy deudo y soy vecino.

Lisarda:

Entra adentro.

Fulgencia:

¡Esto pasó!

Lisarda:

Lo que Marín me contó
tengo yo por desatino.

Marín:

¿No quieres que le bendiga?

Lisarda:

¿Por qué le ha de bendecir,
ni yo tengo de sufrir
que esto en Valencia se diga?

Marín:

¿No? Pues yo haré que mañana
amanezcan a esta puerta
mil pobres.

Lisarda:

¿Y es cosa cierta?

Marín:

Tenla por cierta y por llana;
mira si es mejor sufrir
que bendiga a Garcerán.

Lisarda:

Ahora bien, estos darán
a Valencia qué decir
si no consiento en su ruego…
Garcerán venga, no más.

Marín:

Agora sí que darás
a sus hechizos sosiego.

Lisarda:

Entra dentro.

Fulgencia:

Yo qué sé
de lo que te enoja a ti.

Lisarda:

Venid cuando no esté aquí
Julio. ¿Entendéis?

Garcerán:

Yo vendré.
Váyanse Lisarda y Fulgencia, y el escudero
¿Qué es esto, Marín?

Marín:

Ahora,
de mi ingenio, ¿qué dirás?
Siete mañanas podrás
hablar con esta señora,
consintiéndolo su tía.

Garcerán:

¿Qué dices?

Marín:

Lo que ha pasado.

Garcerán:

¿Siete mañanas?

Marín:

Yo he dado
en la mayor picardía
que se puede imaginar.

Garcerán:

¿Cómo?

Marín:

Dije que en Valencia
muchas hacen diligencia
para poderte engañar;
mas que tú, de puro honesto,
resistes a tu afición,
y una de ellas, con pasión,
te ha hechizado y descompuesto.
Mas que un remedio te dan:
bendecirte una doncella.

Garcerán:

¿Y ha de ser ella?

Marín:

Con ella
puede hablar, Garcerán.
Porque en saliendo su tío
puedes, con esta invención,
venir por su bendición.

Garcerán:

De tus embustes me río.
Ello va como ha de ir:
Fulgencia me muestra amor.

Marín:

Pues, ¿qué te ha dicho, señor,
si es que se puede decir?

Garcerán:

Que me quiere responder;
que licencia le pedí
para escribirla.

Marín:

Eso sí;
y para en ser tu mujer.
No más esas bellaconas
que te gastan cuanto tienes;
vivirás, si te entretienes,
con semejantes personas.
Ama y sirve una doncella
para servicio de Dios,
pues que lo estaréis los dos
en casándote con ella.
¿Hay locura de un mancebo
como verle andar perdido
tras una de estas que ha sido
de mil ignorantes cebo?
Muy pagado de sufrir
otros cuarenta galanes,
ya esconderse por desvanes,
ya por corrales huir
del alguacil y escribano,
y después, muy flaco y tierno,
quejarse por el invierno,
pelarse por el verano;
pues que, si es alguna vieja
con cabellos de azafrán,
de las que polvillos dan,
ni queda barba ni ceja.
Sirve este ángel, eso sí;
no gastes mal esa herencia
tan limitada en Valencia
que apenas hay para ti.
Esta es rica y con su dote
vivirás con más sosiego.

Garcerán:

Lo que es silencio te ruego,
Marín, porque nadie note
que ya de Fulgencia soy.

Marín:

Ya sabes tú mi lealtad.

Garcerán:

Agradeced, voluntad,
el noble dueño que os doy.

Marín:

Adiós, rapante nación.

Garcerán:

¡Ay, divina castellana!

Marín:

Madruga mucho mañana,
que has de ir por su bendición.

:Váyanse y entren Octavio, hermano de Fulgencia, y Celia, dama
Celia:

Después que mi hermano vino
ando con este recato.

Octavio:

Yo, Celia, menos le trato,
por más que a su amor me inclino,
después que faltó en mi casa
el juego y conversación.

Celia:

¿Si ha entendido tu afición
y sabe ya lo que pasa?

Octavio:

Recélome de Tristán,
que andan juntos estos días.

Celia:

Yo sé que a las prendas mías
tiene respeto don Juan,
y si de algo está celoso,
es porque, si quiso bien
a tu hermana, hará también
ese argumento forzoso,
si tú me miras a mí.
Y más después que a Valencia
has enviado a Fulgencia
de que está fuera de sí;
y no querrá que me veas
pues no hay donde se esquitar.

Octavio:

No la envié por pensar,
y esto es razón que me creas,
que me importaba guardalla,
pero porque solo estoy,
y por disculpa te doy
siendo justo acreditalla,
la llaneza y la verdad
con que siempre te he servido.

Celia:

Confieso, Octavio, que ha sido
cosa que mi voluntad
pudo rendir a la tuya;
porque, si no procedieras
tan casto, lo que perdieras
de mi condición se arguya.

Entren don Juan y Tristán
Don Juan:

[...]
Buena libertad, por Dios.

Octavio:

Ya nos han visto a los dos.

Celia:

Tristán y Don Juan.

Don Juan:

¿Qué es esto, Octavio, tú aquí?
Y tú, Celia, ¿esto tratabas?

Octavio:

Cuando tú en mi casa entrabas,
¿preguntábate eso a ti?

Don Juan:

Yo nunca tu hermana hablé.
{{Pt|Octavio:|
El venirte yo a buscar
¿puede dar qué sospechar,
si de paso pregunté
a tu hermana cómo estaba?

Don Juan:

Si la enviaste a Valencia
por recatos de tu ausencia
y alguno que la miraba,
¿parécete que no son
los demás tan cuidadosos?

Octavio:

Estos recatos celosos
de solos mis deudos son;
mas, si te parece a ti
que ha sido justa advertencia,
como yo envié a Fulgencia,
envía a Celia de aquí;
que si venirte a buscar,
como a buscarme venías,
te pone esas fantasías,
ya no te quiero obligar
ni tenerte por amigo.

Don Juan:

Pues, ¿qué me puedes querer?

Octavio:

Que me la des por mujer;
mira qué presto lo digo.

Don Juan:

No niego, Octavio, que es justo
y que en ello ganaremos;
pero si un trueco no hacemos,
no podré hacerte ese gusto.
{{Pt|Octavio:|
¿Cómo?
{{Pt|Don Juan:|
Que me des tu hermana
y que la traigas aquí.

Octavio:

Bien me atrevo a darte el sí
y hacerte escritura llana.
Pero traella no puedo,
menos que estando casado,
que con eso disculpado
de pedirla a Julio quedo,
pues diré que en Salamanca
podrá estar con mi mujer.

Don Juan:

Con eso te quiero hacer
mi sangre y mi hacienda franca,
que venida aquí Fulgencia,
mi hermana negociará
su voluntad.

Octavio:

Ella está,
como sabes, en Valencia,
y no de muy buena gana,
aunque es la tierra tan bella.
Yo me partiré por ella
y la traeré con tu hermana.

Don Juan:

Dale la mano.

Celia:

El concierto
que habéis hecho me ha obligado,
aunque con pecho turbado,
a no mostralle encubierto.
Mi mano es esta.

Tristán:

Y yo os doy
a los dos el parabién,
pues que me alcanza también
por lo que tan vuestro soy.

Octavio:

Para serviros será.

Don Juan:

De Celia el dote es tan claro
que en decirle no reparo.

Octavio:

Ese en su virtud está.

Don Juan:

Venid, comeréis conmigo,
y Tristán se quedará,
por amigo, y porque ya
es el más cierto testigo.

Tristán:

Ninguno de vuestro bien
mayor contento recibe.

Octavio:

Ya no hay quien de vos me prive.

Celia:

Ni a mí de tan alto bien.
Aunque hace resistencia
al gozo de este placer
un pesar.

Octavio:

¿Cuál?

Celia:

El saber
que os habéis de ir a Valencia.

Octavio:

No temáis, que sabré ser
tan galán que alcance al ir
el mal de verme partir
al bien de verme volver.
:Entran Lisarda y Fulgencia

Fulgencia:

Todo, señora, me agrada.
Cierto que es bella ciudad,
de notable majestad
y hermosamente cercada;
parece toda un jardín;
ricos edificios tiene.
A ser a mis ojos viene
la mejor que he visto, en fin.
Es de linda vista el mar,
y tan cerca de sus muros
que, a no estar de sí seguros,
los pudieran alterar.
Hame dado gran placer
ir en el coche por ella;
ver el agua y no temella:
gran fiesta para mujer.
Es apacible su gente,
es en extremo amorosa.

Lisarda:

Para como estoy celosa,
me pesa que te contente;
que decir bien de un lugar
tan presto me da sospecha.

Fulgencia:

Estás a tus celos hecha
con que me quieres culpar.
Yo digo bien de Valencia
por sí misma.

Lisarda:

¿Y quién llegó
cuando el coche se apartó
de nuestra gente, Fulgencia?

Fulgencia:

Piensas tú que yo le vi.

Lisarda:

¿Luego también no le hablaste?

Fulgencia:

Lo poco que tú escuchaste
al que me habló respondí.

Lisarda:

Tú veniste a defenderte
a este reino donde estás,
pero pienso…

Fulgencia:

No hables más,
que me enojas de esa suerte,
que yo en Salamanca fui
espejo de honestidad,
y seré en esta ciudad
lo que tú sabrás de mí.

:Entre Marín, lacayo:

Marín:

¿Está aquí?

Lisarda:

¿No me ves?
¿Cómo te entras de esa suerte?

Marín:

Licencia tengo de verte,
y vengo a que me la des,
para que le dé Fulgencia
a Garcerán, mi señor,
su bendición.

Lisarda:

¿Hay rigor,
hay crueldad e impertinencia
como la de este lacayo?

Fulgencia:

Pues, ¿qué importa que bendiga
a un hombre, si el mal le obliga
a tanta pena y desmayo?

Lisarda:

¿No importa que hables con él?

Fulgencia:

Hablo en su salud, no más.

Marín:

Extraña, señora, estás,
y con Garcerán, cruel.
Después que su bendición
esta señora le ofrece,
de sus males convalece.

Lisarda:

¿Hay semejante invención?
¿Qué santidad has hallado
en Fulgencia, mi sobrina,
que sirva de medicina
a un caballero hechizado?
Si Julio sabe que yo
lo sufro, me ha de matar.

Fulgencia:

¿Pues quiéresme tú quitar
la gracia que Dios me dio?

Lisarda:

¿Cómo gracia?

Fulgencia:

En bendecir.

Lisarda:

Ahora lo confirmo más,
pues que de su parte estás…

Fulgencia:

No lo acabes de decir.
Di, Marín, a Garcerán
que venga al instante a casa;
que la gracia se me pasa,
y no le aprovecharán
mis bendiciones después.

Lisarda:

¿Hay libertad semejante?

Marín:

Ya está Garcerán delante.

:Garcerán entre:

Garcerán:

Ya estoy, señora, a tus pies,
pidiendo la bendición.

Fulgencia:

Haz que me quieres besar
la mano y podrete dar
un papel.

Garcerán:

Linda invención.
Pero advierte que también
traigo del de ayer respuesta.

Lisarda:

¿Hay insolencia como esta?
¿Qué es lo que mis ojos ven?

Fulgencia:

Dios, Garcerán, te bendiga.

Garcerán:

Dame, señora, la mano.

Lisarda:

¿La mano?

Marín:

Pues eso es llano,
que la bendición le obliga.

Lisarda:

¿Y qué le ha dado?

Marín:

La ofrenda,
a modo de feligrés.
Mas óyeme, que después
tomarás de todo enmienda.

Lisarda:

¿Pues delante de los dos
te pones?

Marín:

Oye una cosa;
la más nueva y prodigiosa
que ha visto el mundo, por Dios.

Lisarda:

Alcahuete, ya te entiendo.

Marín:

Eso es poco y mal hablado.
Mas oye lo que ha pasado,
que es un caso tan horrendo
que han de temblar cuantos viven.

Lisarda:

Ya sé que me engañas; mira
que me provocas ira.

Marín:

De las damas se reciben,
por favor, los bofetones.
Pega, bien tienes en qué.

Lisarda:

Mas, ¿qué has de hacer que te dé
si delante te me pones?

Marín:

Dasme, y dices que darás;
volver a darme pretendes;
pero mientras más me ofendes
pienso que me quieres más.
:Fermín, lacayo de camino:

Fermín:

¿No hay un hombre en esta casa,
o no es, por ventura, aquesta?

Lisarda:

¿Qué grita y qué gente es esta?

Fulgencia:

Mira, mi bien, lo que pasa.

Fermín:

¿Vive Julio aquí?

Lisarda:

Sí vive.

Fermín:

¿Es vuestra merced Lisarda?

Lisarda:

Yo soy.

Fermín:

Su licencia aguarda,
y para entrar se apercibe,
un caballero que llega
de Salamanca.

Fulgencia:

¡Ay de mí,
mi hermano!

Fermín:

Señora, sí.
:Éntrese:
Lisarda ¡Oh mocedad, siempre ciega!
¿Qué ha de hacer, si aquí los ve?

Fulgencia:

Tía, detrás de aquel paño
podrán estar.

Lisarda:

Este daño,
¿no me dirás cómo fue
avisado, y aun temido?

Garcerán:

Señoras, ¿qué importa verme?

Lisarda:

Darle sospecha a tenerme
por lo que jamás he sido.
Métanse los dos allí,
que, luego que entre, se irán.

Marín:

Temblando voy, Garcerán.

Garcerán:

Entra, gallina.

Marín:

¿Yo?

Garcerán:

Sí.

Lisarda:

En estas cosas me pones
por tu locura, Fulgencia.
[…]
:Entre Octavio, de camino, y Fermín vuelva:

Octavio:

Tales son las ocasiones;
mas, primero que te abrace,
me ha de dar su bendición
mi tía.

Lisarda:

Mejores son
unas que Fulgencia hace.
Dale la tuya, que ya
tendrás bien hecha la mano.

Fulgencia:

¿Qué venida es esta, hermano?
¿Es a verme? No será;
que no te debe mi amor
finezas tan de galán.

Octavio:

¿Cómo mis tíos están?

Lisarda:

Julio está mucho mejor
de sus achaques; y yo,
como me ves. ¿Vienes bueno?

Octavio:

Bueno, y de contento lleno,
que tu vista le aumentó,
y el hallar buena a mi hermana
causa de aqueste camino.

Fulgencia:

Que me has casado imagino…

Octavio:

No fue tu esperanza vana.
Pero queda concertado;
y yo, desposado ya
con quien dos veces hará
tu marido mi cuñado.

Fulgencia:

¿Desposado estás?

Octavio:

Sí, hermana,
que ya con Celia lo estoy.

Fulgencia:

Bueno, el parabién te doy.

Lisarda:

No pensé que castellana
me ganara por la mano;
pensé casarte en Valencia.

Octavio:

Ya no diréis que Fulgencia
no puede estar con su hermano.
Por ella vengo, Lisarda.

Lisarda:

Bien lo echaba yo de ver.

Octavio:

De don Juan eres mujer,
que por momentos te aguarda.
Apenas me desposé,
cuando hizo que por ti
tomase la posta.

Fulgencia:

Y di,
¿cómo sabes que yo iré?

Octavio:

Como es para tu remedio
y quieres bien a don Juan.

Fulgencia:

:(Aparte)
(¡Ay, cielos, que Garcerán
está ahora de por medio!)

Octavio:

¿Qué dices?

Fulgencia:

Que no es razón
que tan aprisa me lleves.

Octavio:

Tú cumplirás lo que debes
conforme a tu obligación.

Fulgencia:

Lleva, señora, a mi hermano
a descansar.

Octavio:

Si es vergüenza,
haz, Fulgencia, que la venza
el estilo cortesano;
que estas dudas y temores
ya son para las aldeas.

Lisarda:

Ven, sobrino, si deseas
descansar de estos calores.
Y créeme que agradezco,
aunque a Fulgencia he perdido,
que tenga noble marido.

Fulgencia:

Yo en extremo me entristezco.

Octavio:

No le pesa, aunque parece
que lo siente de otro modo…

Lisarda:

Suceda, sobrino, todo
como Fulgencia merece;
que me huelgo porque acá
se excuse una bendición
que me puso en confusión.

Octavio:

Allá también la tendrá.
:Fermín.

Fermín:

¿Señor?

Octavio:

Parte luego
y busca y concierta un coche,
porque sola aquesta noche
tendré en Valencia sosiego.

Fermín:

Que no falte estoy muy cierto.

Lisarda:

¿Tanta prisa?

Octavio:

¿Y no es forzosa?

Lisarda:

Amores son de tu esposa.

Octavio:

Estoy en su ausencia muerto.
:Váyanse

:Fulgencia sola

Fulgencia:

¡Qué poco dura el bien a un desdichado!
¡Qué cortas son las horas que le tiene!
Pues, con la prisa que a su casa viene,
más es huésped partido que llegado.
¡Ay, Garcerán, para perdido, hallado!
¡Qué imposible paciencia nos conviene!
Parece que la suerte el mal previene
para que corra tras el bien que ha dado.
Aun apenas mis desdichas fueron dicha,
cuando Fortuna se desdice de ellas,
trocándolas en penas y desdichas.
¡Ay, Dios! ¡Cuán menos fuera no tenellas!
Que al desdichado, si le vienen dichas,
es para la desdicha de perdellas.
:Salga
:Salgan Garcerán y Marín

Garcerán:

Detente, Fulgencia, un poco.

Fulgencia:

¿No eres ido?

Garcerán:

No he podido,
aunque de verme tu hermano
me puse a tanto peligro.
¿Qué esto? ¡Ay, cielo! ¿A qué viene
que, aunque lo tengo entendido,
es tan incrédulo amor,
que no quiere, como has visto,
porque estaba en medio un paño
dar crédito a los oídos?

Fulgencia:

¿Qué te puedo yo decir
si escuchaste lo que dijo?
A Salamanca me vuelve,
y ha de ser tan de improviso
que, aunque ha sido atrevimiento
quedarte aquí, lo he tenido
por notable dicha mía
para hablar, mi bien, contigo
estas últimas palabras.

Garcerán:

¿Qué dices?

Fulgencia:

Que te suplico
tengas memoria de mí,
pues con lágrimas la pido,
que, aunque en ojos de mujer
son fáciles, yo te digo
que salen del corazón.

Garcerán:

¡Ay, Fulgencia! ¿Que no quiso
mi fortuna que durase
tu bien más tiempo conmigo
del que ha sido menester
para llorarle perdido?
¿Que te llevan de Valencia?
¿Que te he de perder y vivo?
¿Que no es de esta casa incendio
el aire de mis suspiros?
¿Que no doy voces? ¿Que estoy…?

Fulgencia:

Advierte, Garcerán mío,
que aunque de muchos dolores
se descansa dando gritos,
en este importa el silencio,
tu vida y mi honor.

Garcerán:

No ha sido
este suceso desdicha,
ni fuerza del hado impío,
ni influencia de los cielos,
ni mudanza de los signos,
ni oposición de la Luna,
ni otro sangriento prodigio,
sino rayo acelerado
que sobre nosotros vino
para abrasar hasta el alma
las potencias y sentido.
¿Dónde vas? ¿Dónde me dejas?
¿Es posible que han tenido
tan tristes y ásperos fines
tan regalados principios,
que no te han de ver mis ojos?

Marín:

De tu locura me admiro.
Advierte, señor, que estás
donde, si fueses sentido,
nos han de quitar la vida.

Garcerán:

Marín, ya estoy sin juicio;
ni discurre la razón,
ni de su lumbre me sirvo;
todo es confusa niebla.

Marín:

Mira que este mozo altivo
es hermano de Fulgencia,
y de Lisarda sobrino;
y que si siente tus voces,
por su honor y el de su tío,
ha de hacer un disparate.

Fulgencia:

Garcerán, en este sitio
te vi, te quise y te amé,
y en el mismo me despido
de ti, tan firme, que todo
lo que te he dicho confirmo.
Ya puede ser que don Juan
viniese a ser mi marido,
puesto que sabrás muy presto
lo mucho que lo resisto;
pero poderte olvidar,
no lo creas en más siglos
que han de vivir nuestras almas,
y tristezas van conmigo,
que me quitarán la vida
antes que llegue a los riscos
que del alto Guadarrama
encubren nieves y pinos.
Escríbeme, Garcerán,
y verás cómo te envío
mil almas en cada letra.

Garcerán:

Haz cuenta que ya te escribo,
que Marín irá y vendrá
por la posta este camino,
más veces que tiene rayos
el sol que en tu frente miro.

Marín:

Yo iré, señora, y vendré
como navío de aviso
por el mar de vuestro amor,
todos los lienzos tendidos.
Ya iré picando alazanes,
ya melados, ya morcillos,
ya bayos, ya machos rucios.
ya zainos y ya mohínos.
No se habrá visto estafeta
de los yanaconas indios
que vaya con más presteza
desde Chacona a Tambico.
Cuando estés en Salamanca
seré arriero de libros
de vuestras cartas de amor,
y, por no ser conocido,
me fingiré licenciado;
que yo sé que, por lo fino,
me ha dado borla Segovia.

Garcerán:

Mi bien, aunque es desvarío
tomarse tanta licencia
un hombre que es tan indigno,
por ser el último bien,
dame un abrazo.

Fulgencia:

Ya he dicho
:Abrázanse
que he de ser tuya. Eso es menos.

Garcerán:

¡Ay Dios, quién fuera contigo!
¿Acordaraste de mí,
que con un amor tan limpio
te he querido, en solo un mes,
lo que pudiera en mil siglos?

Fulgencia:

Por esos brazos lo juro;
pero yo también te pido
que de mí tengas memoria.

Garcerán:

Fulgencia, Dios me es testigo
que, de todas mis acciones,
mis potencias y sentidos,
sola esa prenda me dejas.

Marín:

Aunque es también desatino
tomarse tanta licencia
un lacayo tan intrínseco,
por ser el último bien,
aunque te manche el vestido,
te suplico que me abraces.

Fulgencia:

Marín, seamos amigos,
y acuérdale a Garcerán
lo mucho que me ha debido
por este amoroso abrazo.

Marín:

¡Ay Dios, quién fuera contigo
por gozar en Salamanca
los aires del Tabladillo!

Fulgencia:

Adiós, Garcerán.

Garcerán:

Adiós.
:Váyase Fulgencia

Marín:

Sal presto, que anda rüido,
y pienso que Julio viene.

Garcerán:

Marín, ponte de camino,
que ha mucho que estoy ausente.

Marín:
Garcerán:

¡Qué mal conoces mis bríos!
Haz cuenta, Marín, que entrambos
a Salamanca partimos.

Marín:

¿Tú a Salamanca?

Garcerán:

Yo, pues;
pon tres o cuatro vestidos
en una maleta luego.

Marín:

Ni respondo ni replico.

Garcerán:

¡Adiós, amada Valencia,
hermosos Campos Elíseos;
que voy, siguiendo mi sol,
a los castellanos fríos!

Marín:

¡Adiós, dulce malvasía,
congrets, vipocras, mariscos,
que voy siguiendo a mi amo
al Tormes salamanquino,
donde, sin ser estudiante,
me den algún beneficio!