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El caballero de las botas azules/IV

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III
V

Capítulo IV

No hay función sin tarasca,
ni novela sin amores.


¡¡La Corredera del perro!! ¿Sabe alguno de nuestros lectores en dónde existe esa calle de nombre tan poco armonioso? Es posible que no; imagínense, pues, que se halla situada allá en las afueras de Madrid, próxima a algún elegante cementerio; que es larga y angosta, un tanto sucia, siempre desierta, económicamente alumbrada por algún rayo de sol a la hora más alegre del día y adornada de cuando en cuando por algún rostro juvenil que asoma a través de una puerta o de una ventana entornadas, como asoma una rosa por entre la grieta de una losa sepulcral.

Y he aquí cómo, en guerra con el sentimentalismo, puerta de escape de todos los escritores tan ramplones como el autor de El caballero de las botas azules y de otros muchos aficionados a las novelas terriblemente histórico-españolas, nos inclinamos a escribir ahora algún parrafillo melancólico-poético, tomando por tema nada menos que la Corredera del perro.


¡Ay! No en vano nos dio el cielo
corazón para sentir.


Larga es la vida, corta la juventud, y sus flores son de una fugitiva belleza, a las cuales hacen guerra tempestades que con ellas viven y mueren. No; no hay primavera para las flores juveniles del alma, sólo hay estío y otoño; por eso cuando se han marchitado no queda de ellas ni tallo ni cenizas. Sólo queda el recuerdo en tanto no se debilita la memoria.

Y tal le acontecía también a las flores del alma de las jóvenes de la Corredera del perro que no por vivir en tan apartado retiro están exentas de gozar en la tierra las delicias concedidas al resto de la humanidad por nuestros enemigos más encarnizados.

Por aquella triste y silenciosa calle se ven pasar cada día carros fúnebres cuyos perezosos caballos agitan con lentitud sobre la cabeza, en honor de la muerte, altos penachos negros, y los vecinos de la Corredera del perro siguen muchas veces el triste convoy para contemplar cómo el féretro cubierto de nobles insignias, o bien ostentando cruzadas espadas, emblema de honor y mando, penetra silencioso en su estrecho agujero de piedra para no salir jamás a la luz del día.

Otros caminan silenciosos tras de la negra y humilde caja de la Misericordia, llevada sin pompa ni ruido, por tres hombres groseramente vestidos de negro, quienes dejan caer pesadamente el cuerpo muerto en el hoyo profundo abierto en la madre tierra.

Cuando esto acontece, los vecinos de la Corredera del perro se retiran tristes, diciendo: «Así hemos de ser enterrados nosotros».

Tales son los acontecimientos más notables que en el transcurso del año ocurren en aquella olvidada calle, y por esto, sin duda, las pocas jóvenes que por allí se encuentran tienen un aire lánguido y meditabundo en demasía.

Cuando se las ve salir, en bien escaso número por cierto, del colegio de doña Dorotea, algunas cantan, otras ríen, saltan y cuchichean, pero siempre con cierta timidez que inspira simpatía y compasión al que las contempla, siempre mirando hacia la ventana por donde una cabeza enjuta y metida en una especie de escofieta blanca y almidonada, como las que en algunos pueblos ponen a los muertos, aparece fisgoneando huraña:

-Silencio, revoltosas... ¿Cómo se atreven mis discípulas a caminar tan descocadamente por la calle? ¿Qué dirán las gentes de su siempre respetada directora?

Así les grita a lo mejor una voz seca y cascada que sale de la escofieta, y las niñas, semejantes entonces a corderillos, se juntan, se aprietan y con la cabeza humildemente inclinada se dirigen a la verja del cementerio para rezar un Padre nuestro, lo más devotamente que pueden.

Después, ya lejos de la vista de doña Dorotea, se atreven a jugar a los alfileres sobre la blanca arena del camino hasta que suena la primera campanada de la oración, que las hace correr hacia sus tristes nidos, diciendo al despedirse: ¡Hasta mañana!

Algunos domingos suelen bajar a la gran babel de la corte, sobre todo en tiempo de ferias; pero sus madres las acompañan siempre y las llevan de la mano aun cuando hayan pasado de la niñez y sean ya pequeñas mujercitas.

-No hay que enamorarse, queridas niñas -les dicen-, de tantas cosas como por aquí se ven. Todas estas fruslerías han sido hechas para hacerles gastar dinero a los ricos, y a nosotros los pobres nos sentarían como a una vieja una moña colorada...

-¡Oh Dios! ¿Qué dirían en nuestra calle si os vieran con esos cintajos y adornos?

-¿Y por qué, madre, nadie se ríe en Madrid de las muchachas que los llevan?

-¡Vaya! ¿Si querríais compararos con las gentes de por aquí? Contádselo a doña Dorotea y veréis qué os contesta. Cada cual es quien es.

El nombre de doña Dorotea basta para poner un sello a los labios de las pobres niñas y para que lo contemplen todo como a través de un velo que oculta a medias lo que se anhela conocer. Quizá por la noche sueñan con lo que han admirado en las espaciosas calles y plazas de la gran población y aun se imaginan ser ellas mismas alguna de tantas engalanadas y preciosas jóvenes como por allí transitan; pero al otro día la planchada escofieta de doña Dorotea disipa todas aquellas impresiones como un viento fuerte las espesas nieblas de la mañana. Esta rígida señora funde las almas de sus discípulas -si así podemos decirlo- en unos principios de austeridad tan fuertes que aquellas almas, dócilmente sometidas a su yugo, siguen, con cortas excepciones, una marcha igual hasta la muerte... ¡Quizá la única que debiera seguirse en este mundo...!

Erguida y fuerte todavía como un cedro, doña Dorotea, que cuenta con especial economía sus pasados años, dice que casi... casi... tiene sesenta cumplidos y que recuerda los buenos tiempos de la modestia y del recato, tiempos en que ninguna dama ni mujer se faltaba ni a sí misma ni a los demás. Considérese, pues, hasta dónde tendríamos que remontar la época de su dichosa juventud, a juzgar por la prueba que aduce, sin admitir la menor réplica.

Pero sea como quiera, aconteció que el cielo, bondadoso, le había concedido una hermosa sobrina, en la cual pusiera todo su afecto de solterona, proponiéndose hacer de tan bella criatura un modelo de todas las virtudes, un retrato, en fin, de sí misma, y en sus aspiraciones había llegado a tanto la buena señora que hasta recomendaba a la niña las escofietas blancas como el adorno más lindo y modesto que podía usar una joven hacendosa y digna del aprecio de todos.

Y henos, pues, a la espiritual, a la inocente Mariquita viendo pasar los mejores días de su juventud entre una escofieta almidonada, el gato de la casa y la verja del cementerio.

Sin huerto ni jardín en donde poder pasar alguna hora del día, Mariquita amaba las flores nacidas al pie de las tumbas, y el rumor que hacía el viento al agitar los sauces la impresionaba tan melancólica y dulcemente que siempre que podía robaba algunos momentos para ir a contemplar el jardín de los muertos. ¡Extraño placer, sólo propio, sin duda, de una joven vecina de la Corredera del perro y acostumbrada a la modesta sociedad de doña Dorotea!

Cuando una lluvia benéfica se había derramado sobre las losas de mármol negro, que brillaban entonces como espejos sombríos, y sobre las humildes cruces torcidas por el huracán, pensamientos vagos y misteriosos como el primer rayo del alba vagaban errantes por la mente de la pobre Mariquita... Aquel inmenso silencio que se extendía en torno, aquellos pájaros que venían a piar lenta y cadenciosamente sobre la punta de los cipreses y aquel sol que brillaba tras de una gruesa nube, descolorido como la luna... la hacían permanecer muda y sobrecogida, con el oído atento y la mirada incierta... Las ramas de los sauces barrían desmelenadas el polvo de los sepulcros cobijados bajo su sombra, las rosas deshojándose a cada soplo del viento parecían conversar misteriosamente entre sí, y las blancas arcadas que ocultan millares de esqueletos iban a perderse de una manera vaga allá en donde un ángel, con la cabeza medio oculta entre los pliegues del ropaje, meditaba tristemente sobre un alto mausoleo rodeado de mirtos y enverjados...

¡Oh...!, la contemplación de aquel cuadro en donde la naturaleza, siempre alegre y hermosa, parece luchar con la muerte para vivir y florecer, producía en el impresionable espíritu de Mariquita una angustia indefinible. Sin saber por qué, derramaba entonces copiosas lágrimas y tornaba después al lado de su tía con los ojos enrojecidos y el rostro más pálido que de costumbre.

-¿Te sientes mal? -le preguntó la vieja una tarde al notar la melancólica expresión de su semblante.

-¡Quizá! -le contestó la niña con extraño acento-; tía, ¿es muy doloroso morir...?

-¿No ha de ser?

-Me parece, sin embargo, que debe uno hallarse muy bien en el sepulcro... A mí me gusta el cementerio, aunque es triste. Sí, me gusta más el cementerio que el novio con quien quieren casarme.

Doña Dorotea la miró con asombro y exclamó después:

-¡Qué destino! ¡Mocosuela de chica, lo que ella sueña...! ¡No he oído otra jamás! Ni me admira que no le guste el novio que a mí tampoco me gustó nunca ninguno, aun cuando me buscaban a centenares, pero de esto a enamorarse del cementerio, diferencia va, y no pequeña. ¿Sabes, criatura, que allí sólo hay gusanos y despojos de cadáveres?

-También hay mármoles y flores...

-¡Flores de muerto...! ¡Qué horror...!, flores cuyo pernicioso aroma marchita la juventud... y sobre todo, señorita, le prohíbo a usted ocuparse de esas cosas impropias de una niña y hasta impías en un alma cristiana. Sólo debemos pensar en la muerte para librarnos de obrar mal, y en el cementerio para rezar por las almas de los que ya no son de este mundo.

Tan justas razones aterrorizaron por un momento a Mariquita, pero sin quitarle su afición a contemplar el mundo de las tumbas, vasto campo para ella de informes ilusiones, hijas quizá de una imaginación ensoñadora y ardiente, pero comprimida por la estrechez de la Corredera del perro y la escofieta de doña Dorotea. Todo cuanto se presentaba a los ojos de Mariquita estaba desierto y árido. Todo era mezquino y sin horizontes menos el cementerio. Allí había flores, sol y espacio.

Por otra parte, Mariquita, a quien su siempre respetada tía se había esforzado en darle una educación demasiado insociable y huraña, y que a los dieciséis años no sabía más que leer torpemente en el catecismo, escribir sin ortografía, coser un poco y jugar a los alfileres, se halló en extremo mortificada el día en que su padre, después de presentarle un joven de lánguido aspecto, tímido y de lasos cabellos rubios, le dijo:

-Éste ha de ser tu marido.

-¡Mi marido...! -se atrevió a murmurar tan pronto como se halló sola-. ¿Para qué quiero yo marido?

Y habiéndole preguntado a su tía sobre el particular, ésta le contestó:

-Un marido viene a ser lo que es tu padre para tu madre.

-¿Y qué es mi padre para mi madre?

-¡Qué tontona has nacido! ¿Pues no lo ves?

Ignoramos por qué doña Dorotea dio tan ambigua respuesta a la inocente Mariquita; pero es el caso que, poco satisfecha la chica, se atrevió un día a repetir la pregunta a cierta vecina que pasaba por discreta y charlatana, cualidades que a decir verdad no se hermanan muy bien que digamos.

-Atiende, niña, y atiende como es debido -le dijo aquélla por complacerla y complacerse a sí misma con aquel ratito de conversación-. Un marido, hija mía, es o puede ser muchas cosas a la vez: amparo y desamparo, amigo y enemigo, mala o buena fortuna... Verdad es que la Iglesia nos le da siempre por compañero cariñoso, pero el pícaro mundo, por compañero y por tirano como me lo ha dado a mí ¡Perdónele Dios al mundo, y, porque no diga, perdónele también a mi difunto, ya que después de haber sido tan tornadizo y peleón se aquietó al fin con la muerte! Porque has de saber, Mariquita, que cada cual habla de la feria como le va en ella. Algunas dicen que un marido es la gracia del cielo, la sal del pan; otras..., yo las conozco y tú también, aún le hacen la cruz después de muerto. Pero es el caso que se manda que la mujer ame y respete al que se le ha dado para ser apoyo de su debilidad (yo siempre he pensado, niña mía, que mejor que eso fueran dinero y buena salud) y, en fin, que le obedezca y le cuide y mil cosas más que sólo la práctica enseña..., pero...¡que si quieres! Todo ello, muy bueno para contado y malísimo para cumplido, pues por más que yo procuraba portarme bien con el mío, niña, nunca pude alcanzarlo. El muy hijo de su madre todo lo entendía a trompicones, y erre y más erre con que habíamos de arañarnos; ya se ve: como él mandaba, yo no me podía negar. ¿Entendiste, Mariquita? Pues bien, te diré todavía, porque te quiero, que si el matrimonio es cruz vale más andar sin cruz que con ella, que el buey suelto bien se lame y que para una boca basta una sopa.

El discurso de la charlatana vecina, que tan sin conciencia aborrecía los lazos de himeneo, hizo su efecto en Mariquita que sintió aumentarse en su corazón el instintivo horror que el joven lánguido y de lasos cabellos le inspiraba.

Además, su tía doña Dorotea le había hecho formar una idea muy elevada de las mujeres y, no pudiendo comprender la muchacha en su verdadera acepción la palabra debilidad aplicada a su sexo, pensó muy razonablemente que no habiéndose sentido nunca ni enferma ni débil podía muy bien rehusar un apoyo que no necesitaba. Permaneció, pues, tranquila con esta idea, si bien, faltando algo a su existencia monótona y uniforme, iba a buscar ese algo al cementerio. Como ya hemos dicho, el sol, los mármoles y las flores del fúnebre recinto halagaban melancólicamente aquella imaginación ensoñadora.

Era un domingo por la tarde. Las niñas de la Corredera del perro jugaban juntas en un corral vecino, doña Dorotea había salido a visitar a una amiga enferma, y Mariquita, como pocas veces le acontecía, quedó sola en casa.

-Hoy sí que podré permanecer mucho tiempo en el cementerio -pensó enseguida. Y echando la llave a la puerta se encaminó ligera hacia el asilo de los muertos. Para mayor fortuna, la puerta estaba entornada, pero Mariquita oyó allá dentro ruido de voces, y como era en extremo tímida se retiró un poco lejos, tomando asiento en una piedra del camino esperando ansiosa que dejasen libre aquel triste recinto.

Sus deseos se vieron al punto cumplidos. Bien pronto un caballero, alto y delgado como un álamo joven, pálido... pálido... vestido de negro... y con unas botas azules y brillantísimas que le llegaban hasta la rodilla, se presentó a los ojos de Mariquita. Deslumbrada quedó al pronto cual si hubiese mirado al sol, y al notar la uniforme blancura del rostro del desconocido, y aquel resplandor que le rodeaba, llegó a imaginarse que era aquél el fantasma de los sepulcros... mas el fantasma hablaba y reía, y como no hablan ni ríen los fantasmas se convenció de que tan maravillosa visión pertenecía al mundo de los vivos.

El caballero en tanto, sin cuidarse de quien tan atentamente le miraba, prosiguió hablando con el sepulturero, y así pudo Mariquita contemplarle a su gusto, desde los pies a la cabeza y desde la cabeza a los pies sin pestañear siquiera y sin tomar apenas aliento. Sucedíale a la niña que cuanto más le miraba, mayor placer y encanto le causaba verle, al contrario de lo que le pasaba a su presunto marido, que cuanto más le veía menos gusto tenía en mirarle produciéndole enojos el solo recuerdo de sus lasos cabellos.

No se crea que Mariquita dejó de hacer al punto tan notable comparación. Al contrario, muy deprisa se le vino a las mientes, y con ella una así como aversión profunda a la sombría y estrecha calle de la Corredera del perro juntamente con la escofieta de doña Dorotea. Y no hablemos ya de su prometido, infeliz víctima de un ciego destino: ¡ay!, quizá en aquellos instantes, para él de ignorada desventura, soñaba amoroso con la adorada de su corazón. ¡Vosotros los que veis tranquilos a una pobre hormiga perecer bajo vuestra planta, pensad en las incertidumbres del porvenir y no os fiéis de las sonrisas de la felicidad!

Después que el caballero de las botas azules se despidió del sepulturero, fuese alejando hacia la corte por caminos extraviados y solitarios, y fuele Mariquita siguiendo como si la atrajese con su resplandor hasta que ya cerca de Madrid entró el caballero en un coche y desapareció.

La muchacha volvió entonces en sí como asustada y, tornando presurosa a desandar lo andado, no cesaba de decir cual si estuviese loca:

-Pobre de mí, ¿por qué he venido tan lejos? Y mi tía que me estará esperando a la puerta... ¡loca que soy! ¡La culpa de todo esto la tiene ese marido con quien quieren casarme!

¡Razonamiento extraño el de Mariquita! Él prueba cuán injusto es, a veces, el corazón del hombre. Por fortuna, la siempre respetada directora doña Dorotea, ocupada en hacer horchatas para la enferma, no había llegado aún y Mariquita no sufrió el castigo de la primera falta, quedando por ello muy contenta. Mas la conciencia, que no duerme si es que no está tranquila, tuvo despierta a la niña toda la noche haciéndole sentir remordimientos y agitaciones que nunca había conocido.

-Una vez que es preciso casarse -pensaba-, ¿por qué mi padre no me dará por marido a aquel caballero?

Esta idea no la abandonó ni un instante en los días que transcurrieron siendo para ella como una fiebre ardiente que consume la vida. Sin poder gozar momento de reposo, soñando, despierta y dormida, con el caballero de las botas azules, empezó a enflaquecer rápidamente.

-¡Si volviese a verle! -repetía sin cesar. Y corría hacia la verja del cementerio.

Quince días de estas luchas bastaran para tornarla pálida y ojerosa como una verdadera enferma. Las vecinas le decían riendo que se había quedado sin sangre, y, muy inquieta su tía por tal mudanza, avisó al padre de la niña, el cual determinó casarla antes de lo que había pensado a ver si con la alegría de las bodas se le curaba la melancolía.

-Melchor -le dijo al novio-, ponte de tiros largos y ve a ver a Mariquita para decirle algo que la contente y te haga mayor lugar en su corazón; por casta y modesta que sea una joven, siempre gusta de arrumacos y de galanterías.

¡Qué más quiso Melchor! Vistióse al punto el pantalón color de avellana, el chaleco verde y la levita negra de los domingos, hizo que le cortasen los cabellos, y, afeitado como un colegial, calóse el sombrero y se encaminó hacia la Corredera del perro pensando en el amorosísimo discurso con que iba a herir de medio a medio el corazón de su prometida.

-¿Cómo ha de estar contenta -iba diciendo el desdichado-, si nunca han permitido que le declarase mi sentir? Pero cuando sepa que no hay momento que no me acuerde de ella hasta olvidarme del bocado que llevo a la boca, cuando sepa que tengo hecho para ella un lindo nido de rosas..., y cogiéndole la mano derecha -que esto está permitido entre dos que se van a casar- le repita: quiérote... quiérote... Mariquita mía, quiérote más que a todos y no hablemos de ello... ¡oh, cómo entonces, de descolorida que está ahora, se tornará coloradilla como una manzana!

Loco con tanta felicidad como le esperaba, Melchor no aguardó siquiera a que las discípulas de doña Dorotea hubiesen salido, sino que en su aturdimiento se coló de rondón en donde se hallaban reunidas, quedándose al punto en extremo avergonzado y dejando a Mariquita más muerta que viva.

¡Ay! su novio vestido de gala la horrorizó, haciéndole lanzar un grito que no pudo reprimir.

-¿Qué te sucede? -le preguntó su tía.

-Me he pinchado -repuso ella tartamudeando.

Doña Dorotea, a pesar de su suspicacia, pareció quedar convencida y se dirigió a sus discípulas con complaciente sonrisa, diciéndolas:

-Vamos, niñas, hoy os permito salir un cuarto de hora antes de lo acostumbrado, aunque mañana lo estaréis de más, porque vuestros padres no me pagan para que os conceda indebidas vacaciones.

Obedientes las chicas, se levantaron unas tras otras, pero mientras doblaban la labor y fingían buscar algo que se les había perdido iban aproximándose disimuladamente a Mariquita y diciéndole en voz baja:

-¡Qué feo es Melchorcillo, Virgen de Atocha!

-Parece un lagarto.

-Mariquita... ¡Puf!, huele a cera este chico.

-Te casas con la pared y no asistiré a tu boda.

Y otras mil cosas a este tenor que de rechazo llegaban a oídos del infeliz amante, cuyos ojos se hallaban casi preñados de lágrimas.

-¿Qué cuchicheos son esos, señoritas? -gruñó por fin la anciana cuyo oído no estaba ya muy experto.

-Rezábamos a la hora.

-Pues ¿da hora?

-Ha de dar, y lo mismo ganarán las ánimas benditas con que recemos antes. Beso a usted la mano, doña Dorotea, hasta mañana si Dios quiere; doña Dorotea, usted descanse. Adiós, don Melchor; que usted quede con Dios.

Tenían casi siempre todas aquellas niñas el aire grave, modesto y melancólico que ya hemos descrito; pero al despedirse esta tarde del pobre mozo vagaba en sus labios una sonrisa que hubiera hecho honor a la más experta y burlona cortesana... ¡Pícara malicia que con nosotros naces!

-Tome usted asiento a mi lado, Melchor -le dijo la vieja al novio tan pronto como quedaron solos-, y tú, Mariquita, levanta esa cabeza que yo te lo permito. Usted no extrañará que se muestre tan tímida y ruborosa, porque, como yo la he educado a mi manera, apenas se atreve a alzar los ojos para mirar a nadie como yo no se lo diga. Mejor esposa no podría usted encontrarla en diez leguas a la redonda, porque, aun cuando yo fuera su propia madre, no se me parecería más de lo que se me parece. Eso sí; no sabe nada de nada y no como otras, que en todo quieren meterse y aprender lo que no les conviene. De casa a la iglesia y de la iglesia a casa, siempre a mi lado y siempre a la sombra de mi brazo; tal fue su vida y lo mismo entiende de las cosas del mundo que si no existiesen. Cieguita la tengo, como un gatito recién nacido... ¿qué más se le puede pedir? Pues de cuerpo y de rostro bien se la ve, pero ahí la tiene usted, Melchor amigo, ¡hace algún tiempo parece que se le acaba la vida!... A ver si usted la contenta, ¿eh?

De un tirón echó doña Dorotea este discurso, y tan poseída estaba de su papel de tía y directora, y tan metida en su almidonada escofieta que no podía ver que así el novio como la novia se hallaban cual sobre espinas y muy lejos de atender a sus palabras.

Sólo Dios sabe cómo hubieran salido de tal atolladero Mariquita y Melchor cuando ocurrió que el gato, que no entendía de bodas, pasó corriendo por la escalera llevándose en la boca la salchicha reservada para la cena.

Doña Dorotea no pudo entonces conservar su habitual serenidad. Era aquel un lance imprevisto, de esos que vienen a sorprendernos traidoramente en medio de una ignorancia feliz; por eso, fuera de sí la buena señora, se levantó acongojada de su gran sillón exclamando:

-¡Cógelo! ¡Mariquita, cógelo, que se huye!... ¡A él! ¡Mariquita... a él!

Obedeció al punto Mariquita lanzándose rápidamente en pos del minino ladrón; pero dos horas después no habían aparecido todavía ni Mariquita ni la salchicha, ni el gato...

Desgraciado Melchor... ¡Melchor naciste!