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El caballero de las botas azules/Un hombre y una musa

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El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Un hombre y una musa

Un hombre y una musa


PERSONAJES


  • HOMBRE.
  • MUSA.


- I -


HOMBRE.- Ya que has acudido a mi llamamiento, ¡oh musa!, escúchame atenta y propicia, y haz que se cumpla mi más ferviente deseo.

MUSA.- (Oculta tras una espesa nube.) Habla, y que tu lenguaje sea el de la sinceridad. Mi vista es de lince.

HOMBRE.- De ese modo podrás conocer mejor la idea que me anima. Pero quisiera que se disipase el humo denso que te envuelve. ¿Por qué tal recato? ¿Acaso no he de conocerte?

MUSA.- No soy recatada, sino prudente; así que te acostumbres a oírme, te acostumbrarás a verme. Di en tanto, ¿qué quieres?

HOMBRE.- ¡Hasta las musas son coquetas!

MUSA.- Considera que soy musa, pero no dama, y que no debemos perder el tiempo en devaneos.

HOMBRE.- ¡Qué estupidez!... pero seré obediente, en prueba de la sumisión que te debo. Yo quiero que mi voz se haga oír, en medio de la multitud, como la voz del trueno que sobrepuja con su estampido a todos los tumultos de la tierra; quiero que la fama lleve mi nombre de pueblo en pueblo, de nación en nación y que no cesen de repetirlo las generaciones venideras, en el transcurso de muchos siglos.

MUSA.- ¡Necio afán el de la gloria póstuma, cuyo ligero soplo pasará como si tal cosa sobre el esparcido polvo de tus huesos! Cuídate de lo presente y deja de pensar en lo futuro, que ha de ser para ti como si no existiese.

HOMBRE.- ¿Y eres tú, musa, a quien he invocado lleno de ardiente fe, la que me aconsejas el olvido de lo que es más caro a un alma ambiciosa de gloria? ¿Para qué entonces la inspiración del poeta?

MUSA.- ¡Locas aprensiones!... El bien que se toca es el único bien; lo que después de la muerte pasa en el mundo de los vivos, no es nada para el que ha traspasado el umbral de la eternidad.

HOMBRE.- ¿Qué estoy oyendo? ¿Aquella de quien lo espero todo se atreve a llamar nada al rastro de luz que el genio deja en pos de sí? La gloria póstuma, ¿es asimismo una mentira?

MUSA.- ¡Cesa!... ¡Cesa!... si quieres ser mi protegido. No entiendo nada de glorias póstumas, ni de rastros de luz. El poder que ejerzo sobre el vano pensamiento de los mortales, acaba al pie del sepulcro.

HOMBRE.- Estoy confundido... ¡Qué respuestas... qué acritud, qué indigna prosa!... Tú no eres musa, sino una gran bellaca, tan cierto como he nacido nieto de Adán.

MUSA.- He ahí una franqueza poco galante y de mal gusto en boca de un genio.

HOMBRE.- ¿También irónica? ¡Oh! ¿De qué baja ralea desciendes, deidad desconocida? ¿Te pareces por ventura a las otras musas tan cándidas, tan perfumadas y tan dulces como la miel? ¿Si tendré que llorar a mis antiguas amigas de quienes ingrato he renegado por ti?

MUSA.- ¿Tú llorar...? ¿Cómo de esos ojos acostumbrados a sostener las iras de los tiranos, pudiera destilarse ese fuego de dolor que el corazón del hombre sólo exprime en momentos supremos?

HOMBRE.- ¡Taimada! Las lágrimas son patrimonio de todos.

MUSA.- Sea, mi pequeño Jeremías; pero tú sabes que has acudido a mí, fatigado de recorrer las obligadas alamedas del Parnaso. Allí, el vibrante son de las cuerdas del arpa, la armoniosa lira, el eco de la flauta, el murmurio de los arroyos y el canto matinal de los pájaros, habían llegado a poner tan blando tu corazón, tan quebrantado tu ánimo, y tu espíritu tan flojo y vacilante, que, pobre enfermo, sintiendo escapársete la vida, te volviste ansioso hacia mí, para respirar el airecillo regenerador, que yo agitaba vigorosamente con mis alas invisibles.

HOMBRE.- ¡Una musa con alas!...

MUSA.- Llámales abanicos o sopladores si te agrada mejor. Vana cuestión de nombres.

HOMBRE.- ¡Horror!... ¡Abominación!...

MUSA.- ¡Necio de ti!, que buscando mi amparo no sabes abandonar todavía las antiguas preocupaciones. Mas, por última vez te advierto, que si quieres ser mi aliado, dejes de fijarte en las palabras y atiendas sólo a los hechos, que rompas con todo lo que fue, porque mal sentarían a tu nuevo traje los harapos de un viejo vestido.

HOMBRE.- Cualquiera diría al oírte, extravagante deidad, que vas a regenerar el mundo.

MUSA.- Hombre de genio: yo pido a mis discípulos que sean menos charlatanes y más obedientes y sumisos; di, pues, de una vez si es tu deseo entregarte a mí con el ardimiento de una fe sincera y la lealtad más acendrada.

HOMBRE.- ¿También te atreves a pedir ardimiento y lealtad, cuando pareces la antítesis de cuanto presta aliento y poesía al corazón del hombre?

MUSA.- (Alejándose.) Sigue, pues, tu antiguo camino, mortal pertinaz, contumaz y renitente en pasadas culpas y añejos vicios, y no vuelvas a importunarme. Otro más afortunado que tú será mañana el que...

HOMBRE.- (Interrumpiéndola.) Espera... ¿te he dado acaso una respuesta?

MUSA.- (Volviendo a acercarse.) ¡Cuán penetrante aguijón es la envidia!... Pero acabemos de una vez. ¿Quieres ceñir la pensativa y calva frente con la aureola de la gloria?

HOMBRE.- Y de la inmortalidad.

MUSA.- De la popularidad querrás decir, pues ya te he advertido que mi poder acaba en donde empieza el de la muerte. ¿Quieres, en fin, ser mío?

HOMBRE.- ¡Tuyo!... ¡Tuyo!... es eso, ciertamente, mucho pedir... Pero bien... seré tuyo. Inspírame ya, musa desconocida que habitas esas extrañas regiones en donde hasta ahora no ha penetrado el pensamiento humano; inspírame para que pueda cantar en ese nuevo estilo que se me exige, que se espera con avidez, pero que nadie sabe.

MUSA.- No, no se trata de cantar...

HOMBRE.- ¿Empiezas a burlarte de nuevo?

MUSA.- (Mudando de acento.) Tú, mi hijo mimado, a quien destino para lanzar sobre la muchedumbre el grito supremo, óyeme con atención profunda y sumisa. Ya no es Homero, cuyos lejanos acentos van confundiendo su débil murmullo con las azules ondas del mar de la Grecia; ya no es Virgilio, cuyo eco suavísimo, a medida que avanzan los años, se hace más sordo y frío, más lento e ininteligible, como gemido que muere; ya no es Calderón, ni Herrera, ni Garcilaso, cuyas nobles sombras, cuando la clara luna se vela entre nubes blanquecinas y esparce por la tierra una confusa claridad, vagan en torno de las academias y de los teatros modernos, buscando en vano alguna memoria de tus pasados triunfos. Su nombre no resuena en ellos, el rumor de los antiguos aplausos se ha apagado para siempre, y únicamente les es dado ver salir por las estrechas puertas a los nietos de sus nietos que, ensalzando sin conciencia palabras vacías y abortos de raquíticos ingenios, acaban de echar sobre las venerandas tumbas de sus ilustres abuelos una nueva capa de olvido. Avergonzadas entonces, las nobles sombras quieren huir y esconderse en el fondo impenetrable de su eternidad; pero el mundo, encarnizadamente cruel con los caídos, al percibir a través de la noche sus vagos contornos, les grita, -¡Ya fuisteis!, y pasa adelante. He ahí lo que queda de lo pasado.

HOMBRE.- Sin duda, ¡oh musa!, como vives muy alto, se te figura noche tenebrosa acá abajo lo que es purísimo y claro día. No, ni Garcilaso, ni Calderón, ni Herrera, ni ninguno de nuestros buenos poetas morirán nunca para nosotros, ni Homero, ni Virgilio dejarán de existir mientras haya corazones sensibles sobre la tierra.

MUSA.- ¿Cómo me pides entonces nueva inspiración, si en ellos puedes hallar todas las fuentes? Si el mundo está satisfecho con lo que posee, si ninguna de esas sombras ilustres ha perdido su antiguo dominio en la tierra, ni ha desaparecido su memoria, ¿por qué me has dicho: Inspírame, musa desconocida, para que yo pueda cantar en ese nuevo estilo que se me exige, que se espera con avidez, pero que nadie conoce?

HOMBRE.- Gustar de lo nuevo no es despreciar lo viejo.

MUSA.- No se desprecia, pero se olvida, no llena ya las exigencias de las descontentadizas criaturas... no basta a satisfacerlas.

HOMBRE.- ¿Qué es lo que basta entonces? Ése es el secreto que debes revelarme. ¿Acaso Cervantes?...

MUSA.- El hombre contiene en sí mismo cierta materia, dispuesta siempre a empaparse con placer en la burla, a quien un gran genio bañó con la salsa amarga y picante de sus hondas tristezas.

HOMBRE.- Ésta es la única vez que te he oído hablar razonablemente. He aquí, pues, un buen punto de partida. Búscame a semejanza de don Quijote, aunque revestido de modernas y nuevas gracias, un caballero, ya que no hidalgo, porque ya no hay hidalgos...

MUSA.- ¿Y hay caballeros?

HOMBRE.- ¡Injuriosa pregunta! Si no de la Mancha, de Madrid; si no de Madrid, de Cuenca; y aun cuando sea un fullero andaluz, un taimado gallego o un avaro catalán, si te parece que para el caso es igual, le aceptaré de buen grado.

MUSA.- Vuelve la mirada hacia el mediodía.

HOMBRE.- (Lleno de asombro.) ¿Qué es lo que me señalas con esa mano blanca y cubierta de hoyuelos que dejas escapar a través de la niebla que te envuelve? ¿No es aquella la figura del cínico Diógenes que lleva una linterna encendida en medio del día para buscar un hombre?

MUSA.- Ella es.

HOMBRE.- Y ¿qué pretendes, mostrándome esa horrible visión?

MUSA.- Tal como Diógenes buscaba un hombre, tendría yo que buscar un caballero, con tal que ese caballero, a la manera que yo le comprendo, no fueras tú mismo.

HOMBRE.- Yo... ¿qué te atreves a decir?

MUSA.- Tipo acabado de los que hoy por el mundo corren y viven y triunfan, quizá pudieran encontrarse algunos peores que tú; mejores, ninguno.

HOMBRE.- Empiezas a causarme graves recelos, o diablo, y me arrepiento de haberte invocado. Eres voluble y grosera, y jamás, en fin, ha podido soñarse un ser de tu especie, más insolente ni más malicioso.

MUSA.- Para darte una severa lección de filosofía, de una filosofía lúcida y consistente de la cual llevo siempre conmigo la conveniente dosis, no haré caso de tus palabras. Únicamente me dignaré añadir que, puesta la mano sobre el corazón, te interrogues a ti mismo y me digas después, si puedes, quiénes son tus padres.

HOMBRE.- ¿Quieres bajar un poquito más y te lo cuento al oído?

MUSA.- (Lanzando una sonora carcajada.) Él era; lo era y decíamos que no lo era.

HOMBRE.- Musa extravagante, a quien de buena gana haría saber cómo duelen los mojicones dados por un débil mortal, ¿a dónde vas a parar con semejante jerigonza?

MUSA.- A la herida que mana siempre sangre en tu corazón, o más bien dicho, en tu orgullo.

HOMBRE.- ¿Y no has reflexionado que te volveré la espalda y te dejaré partir en mal hora?

MUSA.- Ya es tarde, discípulo mío, para que puedas abandonarme sin pena. Yo poseo ese agridulce patrimonio y encanto de las mujeres que no son bonitas, y que se llama belleza del diablo; de modo que aun cuando en un momento de mal humor me desdeñases, volverías en busca mía; no lo dudes.

HOMBRE.- Pretenciosa... ¿Y para qué iría en tu busca? ¿Para que me hablaras en esa jerga grosera e infernal que lastima el oído?

MUSA.- Es decir ¿que nada mío te gusta? Corriente; pero al menos no quiero que me niegues el don de haber sabido adivinar tu historia y de haber leído en tu corazón.

HOMBRE.- Si sólo de mi historia y de mi corazón se trata, puedes ahorrar palabras inútiles porque de todo eso me hallo muy bien enterado.

MUSA.- Mucho olvidaste que te hace falta recordar y no imagines que, a semejanza de los ociosos, me ocupo de estas cosas para pasar el tiempo. Toda nueva vida requiere una confesión sincera de las pasadas culpas, y como tú no has examinado todavía tu conciencia, quiero librarte generosamente de tan incómodo trabajo. Además, es preciso que te veas tal cual eres y que te conozcas perfectamente a ti mismo, sin cuya circunstancia creerías valer más de lo que vales, y por temor a descender no darías un paso en la escabrosa senda que te espera.

HOMBRE.- Porque no creas que temo las amenazas de un ser como tú, te escucharé algunos momentos más; pero no aquí; pues si las gentes te oyesen, se escandalizarían de tus palabras.

MUSA.- Vámonos, pues, pudoroso cortesano, al bosque vecino, donde para consuelo tuyo y contento mío sólo nos oirán los lobos y las zorras, que, si acertasen a comprendernos, algo podrían aprender de las traiciones e infamias de los hombres.



- II -


MUSA.- Ahora que nadie puede escandalizarse de mis palabras, te diré que quien tiene dañado el corazón no debe horrorizarse de las culpas de sus semejantes, ni temer que le contaminen, cuando más bien pudiera contaminarlos.

HOMBRE.- Mi corazón está limpio y, gracias al cielo, no necesito de tus consejos. ¿Por qué te habré buscado si soy cuanto he ambicionado ser?

MUSA.- ¡Mientes! Pues antes que todo, hubieras querido nacer príncipe y eres un hijo de cualquiera.

HOMBRE.- ¡Mil veces necia! ¿Crees que tengo en más que la mía la sangre de los príncipes, y que no me envanezco de mi humilde cuna?

MUSA.- Nadie debe envanecerse ni avergonzarse de esas cosas, que son, como quien dice, un azar de la suerte; mas no acontece así. Cuando tu lastimada vanidad lo exige, haces alarde de tu oscuro origen, es cierto, pero en el fondo del corazón llevas clavada esta verdad, como si fuese una dura espina, y jamás puedes acordarte sin rubor de que has tenido que vestir la librea de los que se llaman altos señores para parecerte a ellos. ¡Como si un hombre no valiera tanto como otro hombre!

HOMBRE.- ¿Qué estás diciendo? La cuna ni distingue ni engrandece; pero el hombre sabe distinguirse y engrandecerse sobre los demás.

MUSA.- Mostrad cómo.

HOMBRE.- ¿Querrías acaso compararme con un imbécil de esos que pasan a mi lado revolcándose entre el fango como las bestias? Y el rico y el noble, que no saben hacer más que comer y gastar sin tasa lo que el diablo amontona en sus arcas, ¿estarán nunca a la altura del poeta y del sabio, cuya existencia se consume en bien de la humanidad?

MUSA.- ¡Rutinario! El corazón del hombre es un arcano que sólo Dios comprende, y únicamente podré decirte que así el sabio y el poeta como el imbécil, el noble y el rico egoísta creen valer tanto o más que el resto de los humanos. Quién tenga o no razón, es tan problemático como inútil discutirlo.

HOMBRE.- Musa sin seso... si lo que dices fuera verdad, hace mucho tiempo que hubiera renegado de mí mismo. Un estúpido no pudo ser hecho a semejanza de Dios, y es imposible que me parezca a él.

MUSA.- ¡Orgullo y vanidad! ¿Y qué eres tú más que miseria y polvo como ellos? ¡Tú, que te llamas genio y grande hombre y que aspiras a la inmortalidad! Algún talento, audacia y ambición colosal, he aquí los ejes poderosos sobre los que han girado las ruedas de tu fortuna...

HOMBRE.- El pedestal de mi fortuna ha sido el trabajo; la asiduidad y la inteligencia, el escabel que me ha elevado sobre los que me son inferiores.

MUSA.- ¡Tu trabajo!... ampollas de jabón para algunos, así como tu inteligencia.

HOMBRE.- ¡¡La envidia fija siempre en lo alto sus miradas!!

MUSA.- La presunción en todo ve alabanzas y ojos codiciosos, soberbia criatura... ¿De qué puedes estar orgulloso? ¿De haber escrito pomposos artículos llenos de la más acendrada filantropía y de haber desplegado tu mayor ciencia en lanzar anatemas devastadoras contra los enemigos de la patria, es decir, contra los más pequeños y que no podían volver por su honra sino en bien de tu propia gloria? Pues así fue cómo empinándote poco a poco sobre los hombros de los débiles, te fuiste irguiendo audazmente con el aplomo y la gravedad de un hombre que no depende de nadie y que todo lo debe a su talento. Cuando, por fin llegaste a la dorada cumbre en donde la gente de contra y de pro se pasea sin vergüenza, importuna compañera del vano honorcillo que se ha dejado como inútil en el último peldaño de la escalera mágica, te diste de codo con los poderosos, alargaste con llaneza y abnegación tu dedo meñique al miserable que te había servido de escabel (esto porque no te llamasen ingrato), jugaste con sus Excelencias (q. D. g.) tu sueldo de un año, que perdiste, pero cuya pérdida valió a tu orgullo que algunas duquesas te hablasen al oído, y con sólo cinco mil reales, ¡incomprensible maravilla!, diste la vuelta al mundo, reposando después, allende los mares, sobre una tierra virgen, en las Antillas, en fin, en donde los afortunados refrescan la frente abrasada por el calor del clima, en ríos que corren sobre cauces de oro. Cuando después, perfectamente conocedor de la política, de la estética, de la fisiología, de la mineralogía y de las costumbres extranjeras, te devolviste generosamente a la patria (antes del viaje ostentabas una preciosa cabellera, que no daba indicio de tus profundos pensamientos), apareciste en las Cámaras con la cabeza calva y reluciente como la cáscara de un limón verde, interrogaste a los ministros con esa acentuación cómica, que da tanto valor a las palabras más vacías, insultaste a tus adversarios; y tus antiguos amigos viéndote al fin un hombre, que no puede dejar de serlo el que ha visto correr en sus cauces de oro los anchurosos ríos del nuevo mundo, exclamaron desde el interior de su corazón: «Pésanos, amadísimo compañero, de no haber podido ir delante de ti, pero esperamos fervientemente una ocasión propicia para derribarte de tu frágil solio». Entre tanta pompa y tanto brillo, el recuerdo del modesto puchero, con que te criaron tan gordo y tan bien dispuesto tus buenos padres, estaba a cien leguas de ti, o era como si no existiese: tomando el rábano por las hojas creíste que eras tú el que habías levantado tu fortuna, y no que era la fortuna la que te había levantado a ti, y descontento ya de victorias que otros ganaban a semejanza tuya, al lanzarte por el camino que habían elegido, fue cuando has dicho: «¿Qué he hecho y qué soy al fin? ¡diputado y ministro!... ¡ya no es nada de esto la fruta del árbol prohibido!, sino que parece la esperanza de los abogadillos charlatanes y de todo el que tiene derecho a mandar porque manda. Pigmeos, llegan a alcanzar la fruta velada, y ministros y diputados suben y bajan del poder, en estos felices tiempos, como suben y bajan en la olla las habas que no han acabado de cocerse. ¡Y qué sustos, qué luchas, qué descalabros, qué vergüenzas cuando la patria o los émulos, semejantes al maestro que corrige al pequeñuelo azotándolo, corrigen asimismo al diputado y al ministro... obligándole a hacer su dimisión, decorosamente por supuesto, pero con látigo!... No, ninguno de estos triunfos, mezquinos como su origen, deja un verdadero rastro de gloria en pos de sí: casi siempre ha sido el poder el palenque de las doradas medianías y el bazar de los honores que se toman por asalto, y no es nada de esto lo que conviene a un espíritu emprendedor como el mío, cuyos triunfos no debieran tener rival en el mundo. Rico ya y dueño de algunos millones, no quisiera seguir las trilladas sendas de la vida, sino emprender algún trabajo desconocido que llenase de asombro la Europa, que me rodease de una gloria inmortal... pero ¿qué hacer?... ¡Oh! De buena gana escribiría un libro... y lo grabaría con letras de oro..., pero se escriben tantos... ¿Y de qué trataría en él? ¿Quién lo leería? Y aun cuando lo leyesen, ¿recordarían al día siguiente su contenido? ¡Locura! ¿Quién se acuerda más que de sí mismo?... Y, sin embargo, ésa es mi más querida ilusión... ¡mi eterno sueño!».

Lleno de abatimiento, volviste entonces la mirada hacia las antiguas musas y comprendiste que estabas perdido. ¡Nada nuevo te restaba ya! La inspiración, esa divina diosa que algún tiempo sólo se comunicaba con algunos elegidos, dignos de recibir las celestes inspiraciones, correteaba ya por las callejuelas sin salida, guarida de los borrachos, y se paseaba por las calles del brazo de algún barbero o de los sargentos que tienen buena letra. Poemas, dramas, comedias, historias universales y particulares, historias por adivinación y por intuición, por inducción y deducción, novelas civilizadoras, económicas, graves, sentimentales, caballerescas, de buenas y malas costumbres, coloradas y azules, negras y blancas... de todo género, en fin, variado, fácil y difícil, habías visto trabajos de deslumbradoras apariencias y aspiraciones colosales... ¿Qué te restaba, pues, que hacer en ese infierno sin salida, en medio de ese desbordamiento inconmensurable en donde nadie hace justicia a nadie, y en el cual los más ignorantes y más necios, los más audaces y pequeños quieren ser los primeros? He aquí por qué me llamaste, por qué no puedes abandonarme aun cuando ponga en relieve tu vano orgullo y te diga tan amargas verdades, ¡he aquí por qué me buscarás siempre!, pues sin mí serás ¡uno de tantos! y nada más que esto.

HOMBRE.- ¡Oh musa! ¡Qué mentiras, qué verdades y qué impertinencias acabas de echar por esa boca, que no sé si es de tinta o de carmín! Hablaste a tu gusto... ¡vives tan alto!... y aquí me tienes rendido de desaliento y de asombro. Si lo pasado es un sueño, lo presente caos y confusión, y nada las glorias del mundo para el que ha atravesado el umbral de la eternidad, ¿qué me resta ya? En ti, donde tenía cifrada mi postrera esperanza no hallo más que desencanto, presunción y malicia, lo cual aumenta en mucho mi profunda pena, pues aun cuando mi vida haya sido como la de tantos, apariencia y lodo, y haya dado la vuelta al mundo con un puñado de ochavos, y querido aparecer calvo, lo cual es un abuso de ornato y nada más, en el fondo amo ardientemente la poesía, amo lo justo y lo honroso con toda la fuerza de mi corazón, y nada de esto hallo en ti. ¿Si serás, ¡oh musa!, un nuevo Mefistófeles con su pluma de gallo y sus retorcidas uñas?

MUSA.- ¿El diablo?... ¡Qué locura! ¿Acaso el inmortal Béranger no ha cantado muy alegremente: Ha muerto el diablo, el diablo ha muerto? Y he aquí, sin duda, por qué desde entonces, el mundo que se regocijó con tan dichosa nueva, ha inventado darse al progreso indefinido y al movimiento continuo ya que no podía darse al caballero de la pata coja.

HOMBRE.- Algo de verdad hay en lo que dices, maliciosa, pero añaden algunos que, pasada aquella época de efervescencia en que se cantaba la muerte de todos los tiranos, el diablo, hábil prestigiador, ha vuelto a aparecer más de una vez, si no con su pata coja en una forma más académica y menos sospechosa para los tiempos que corren. Y en verdad que al oír tu voz y al notar tus maliciosas tendencias, estoy por creer que el diablo, haciéndose el muerto como la zorra cuando quiere engañar confiadamente a su presa, burló la sagacidad del cantor popular de la Francia.

MUSA.- Inverosímil es que hombre de tal valimiento se haya dejado embaucar por un personaje tan conocido en sus mañas... y creo mejor que Béranger habrá querido llorar con ese estribillo, Ha muerto el diablo, el triste fin de alguno de sus amigos. ¡Séale la tierra leve!

HOMBRE.- ¡Impía! no quiero oírte, pues que tu sarcasmo alcanza hasta los muertos. ¡Ay, triste de mí! Las viejas musas, apenas hallarían fuerza en sus brazos enflaquecidos para sostener uno solo de mis cabellos, mientras que tú serías capaz de ofrecerme por única inspiración la recolección de las cebollas o una copa de cerveza alemana... ¡Y todo esto, cuando yo necesitaba una idea virgen, un trabajo penoso que, al través de vías inaccesibles y contra la corriente de los ríos del mundo, me guiase directamente a la gloria y la inmortalidad!... Todo era un sueño y en verdad que la vida es ya para mí una pesada carga... ¡Porque el suicidio es un crimen! (Se aleja a grandes pasos.)



- III -


HOMBRE.- (Pensativo, pálido y triste, contempla a orillas del río cómo corren las aguas.) Así mí existencia... corre y corre monótona, cansada, y sin acabar nunca... ¡Musa maldita! Bien haces en no acudir a mi voz; mi llamamiento es el de la desesperación, y ¡ojalá me sorprenda la muerte sin volverte a ver! ¿Pero en dónde se encuentra ese ángel sombrío que cierra tantos ojos que quisieran ver la luz, mientras los míos que la detestan permanecen abiertos? (Vuelve a quedar inmóvil y pensativo.)

MUSA.- (Oculta entre la niebla que voltejea sobre una pequeña colina, y haciendo resonar sus palabras a semejanza del viento cuando agita las hojas secas en silenciosos remolinos, o balancea lentamente las altas copas de los cipreses.) ¡Pasa... pasa presto! Extínguete ya, germen de vida, que encierras en tu esencia males, agitaciones y desvelos. Tú no eres más que una pálida y fugitiva sombra, de falsa sonrisa, de aliento impuro, de sangre que miente púrpura cuando rompe la vena irritada, y es veneno que abrasa cuando circula rápida del corazón al cerebro, y del cerebro al corazón, que a su impulso late, sin tregua, sin descanso, hasta la muerte. Pasa, pasa presto; que si haces sentir y amar, y gozar y sufrir y aborrecer, todo sueño al fin, todo mentira, vanidad, ilusión, polvo... nada... tu refugio es el hoyo estrecho, en donde el ataúd perfectamente encajado guarda con primor el cuerpo corrompido que inocentes gusanillos charolados, felpudos, rojos, verles y brillantes, roen con placer infinito, mientras el cadáver reposa inmóvil bajo la elegante losa de mármol, o la enarenada superficie de un cementerio a la última moda. ¡Oh! ¡Qué bien se duerme en la tumba!... ¡Qué amable intimidad la de los gusanillos de mil colores, la de las plantas en germen, y la de la humedad de la madre tierra!... ¡Oh, venturosa calma de los muertos!... ¡Oh, ángel de tinieblas, bellísimo ángel sin olor, color, ni sabor! ¡Oh, tú, cuyo silencioso beso calma, según cuentan algunos, todas las penas y dolores!... ¿Será verdad lo que de ti murmuran los vivos? ¡Los vivos que no han muerto siquiera una vez!... ¿Cómo, pues, le conocen? Por conjeturas, por esas hijas de los espíritus inquietos, y dados a toda clase de pensamientos prohibidos... Mas... ¡cuán engañosas son!... Tú, muerte, eres muda, llegas, hieres y pasas, y ya en vano es interrogar al lecho vacío en donde hace poco se hallaba tendido un cadáver. ¡Un cadáver! ¡Qué palabra!... Ya en vano es alzar el grito al lado del féretro, alumbrado por los cirios, que arden y chisporrotean impasibles, que oscilan a veces y palidecen como si quisiesen apagarse. ¿Qué es todo aquello? Blandones en medio del día, llantos... silencio... asombro en torno... Él o ella allí, en reposo, sin ver, sin oír, sin hablar, en medio de los gemidos, de los que son todavía... A lo lejos, suenan los golpes melancólicos de una campana, y llega por fin la noche, ciérrase una tumba, la gente bulle por calles y plazas... «Ríen y cantan mientras la muerte se acerca silenciosa». Ya no hay féretro ni blandones, ni suena la campana. Él o ella, ¿en dónde están? Cuanto pasó ¿fue un sueño? ¡Acaso...!

HOMBRE.- (Levantándose tembloroso.) ¿Qué acentos de muerte han resonado cerca de mí?... Vagos eran, como las brisas de una noche de verano, pero entendíalos claros y distintos mi entendimiento, como si resonasen dentro de mi propio ser... ¡La muerte! ¡Dios mío! Llamábala hace un instante, y ahora su solo recuerdo trastorna mi cabeza y me hace supersticioso y cobarde..., pero ¿quién ha murmurado esas palabras aquí... a mi lado? ¿Fue el viento quien las trajo hasta mi oído?...

MUSA.- En sus alas te las he enviado...

HOMBRE.- ¡Ah!... ¿conque al fin has atendido a mi llamamiento, musa o demonio?

MUSA.- No he venido por ti, sino por las melancólicas y terroríficas lamentaciones con que diviertes tus ocios...

HOMBRE.- Pues que caigan sobre su odiosa existencia todas las maldiciones que puedan caer sobre la más infame de las criaturas; que impía y desnaturalizada como pareces, tengas el fin que a semejantes seres corresponde. (Quiere huir.)

MUSA.- (Envolviéndolo de repente entre un humo denso y espeso.) ¡Ingrato!... Me llamas y me rechazas, vuelves a llamarme y quieres rechazarme otra vez... Esto no puede pasar así... Aunque eres ingrato como todos los hombres, me mostraré benigna contigo y no te dejaré abandonado a tus caprichos antes de que me conozcas... ¡Mira! (El humo se disipa y aparece una figura elevada y esbelta que viste larga y ceñida túnica, calza unas grandes botas de viaje y lleva chambergo. Su rostro es largo, ovalado y de una expresión ambigua: tiene los ojos pardos, verdes y azules y parecen igualmente dispuestos a hacer guiños picarescamente o a languidecer de amor. Un fino bozo sombrea el labio superior de su boca algo abultada, pero semejante a una granada entreabierta, mientras dos largas trenzas de cabellos le caen sobre la mórbida espalda medio desnuda. En una mano lleva un látigo, y en la otra un ratoncito que salta y retoza con inimitable gracia mientras aprieta entre los dientes un cascabel.)

HOMBRE.- (Contemplándola llena de asombro.) ¡Ah! ¿Conque mi musa era un mari-macho, un ser anfibio de esos que debieran quedar para siempre en el vacío?... ¡Qué abominación!

MUSA.- Todo lo que ha sido hecho es bueno, hombre eminente.

HOMBRE.- Todo, menos tú: un ser semejante nunca podrá ser bueno.

MUSA.- Tendrá su contra y su pro, como todas las cosas.

HOMBRE.- Basta ya de discusiones y dime, por piedad, ¿quién fue la buena madre que te parió, y cuál es tu origen, qué quieres, y a dónde te diriges con tan extraño atavío?

MUSA.- Voy a satisfacer tu justa curiosidad, en cuanto me sea posible, no porque lo merezcas, sino a fin de que concluyas por apreciarme en lo que valgo. Sabe, pues, mortal indómito, que mi primer origen fue el acaso, esa cosa que anda en boca de graves eminencias y de los hombres de mundo, semejante a un caramelo al que se le da vueltas sin poder masticarlo. El ¡acaso! ¿Entiendes tú algo de esto?

HOMBRE.- ¿Para qué lo necesito?

MUSA.- Ya sabía yo que no me contestarías de otro modo, y eso que eres de los instruidos en tales pequeñeces. Pero, como iba diciendo, mi primer origen ha sido esa cosa que no se explica; engendrome la duda y pariome el deseo. Después, vuelta de arriba, vuelta de abajo, resbala aquí y tropieza acullá, fuime criando, a puntapiés, como quien dice; pues mientras los unos me amaban, detestábanme los otros, y unas veces viviendo al prestado, y otras vistiéndome de despojos, fuime criando, como la mala o buena yerba (que no sólo la mala yerba crece) a la sombra de los pensamientos venales y de las imaginaciones ardorosas. Tenía además por mis familiares a la revolución, dama desmelenada y entusiasta si las hay; a la libertad, matrona honrada como ninguna, pero a quien han dado en vestir con tales jaramallas que no la conoce quien la crió; al orden, persona un tanto hipócrita, pero de aspecto inalterable, y al desorden, que anda siempre a puñadas con su antagonista, al honor desacreditado, y no sin razón, en los duelos... y al descaro y al ¿qué se me da a mí?, dos seres los más groseros y mal educados del mundo, pero también los más listos y que saben mejor que nadie abrirse paso por las sendas prohibidas.

HOMBRE.- Infernal conjunto, pero ¿consiste en eso toda tu ciencia, reina de la maldad? El mundo está lleno de truhanes y descarados, y a fe que tus prosélitos no alcanzarán gran cosa por ese camino.

MUSA.- ¿Qué sabes tú de mi ciencia? ¿Puedes acaso ver como yo las estrechas vías que nadie ha recorrido?

HOMBRE.- ¡Nadie! Desde que el mundo es mundo, ¿ninguno habrá posado su mirada en donde tú la posas?

MUSA.- Desde que la raza de Caín se extendió por la tierra, recorro el universo enseñando a mis prosélitos los caminos ocultos que ninguno encontraría sin mi ayuda. Los hombres tienen un ángel que les guía por la senda del cielo, mientras yo les descubro las del mundo.

HOMBRE.- ¡Por eso no distingo en ti el más leve rayo de celeste luz! Eres puramente una hija del lodo formado por las escorias de las criaturas... Pero..., ser incomprensible..., ¿cómo has acudido a mi voz? ¿No he invocado la nueva musa? ¿Y cómo, existiendo desde que la raza de Caín se extendió por la tierra, puedes llamarte nueva?

MUSA.- Hasta que Dios llame a los hombres a juicio, viviré sin envejecer jamás, ni perder nada de mis encantos: ayer fui el vapor, hoy seré musa; mañana... me llamaré el movimiento continuo o la cuadratura del círculo... ¿quién sabe lo que de mí saldrá?... Pero la ciega humanidad seguirá siempre mis pasos y me rendirá culto, proclamándome la soberana del mundo.

HOMBRE.- Acaba... dime tu nombre.

MUSA.- ¿No has adivinado aún? Me llamo la Novedad.

HOMBRE.- ¡Ah!... comprendo, musa; soy tuyo en cuerpo y alma. Manda y obedeceré.

MUSA.- No en vano mis ojos te habían seguido desde lo alto. ¡Ea, pues! Te haré el más popular de los hombres y miles de corazones se estremecerán de curiosidad y emoción a tu paso.

HOMBRE.- ¿Por qué senda vas a lanzarme?

MUSA.- ¡Qué impaciencia! Difícil es, tal como lo has pedido. Lo que no se tolera, lo que irrita, lo que provoca y atrae el ridículo serán tus armas.

HOMBRE.- ¡Cómo!... ¿Querrás hacer de mí un bribón, o un verdadero Quijote?

MUSA.- No; porque de lo uno y de lo otro tienes ya tu parte...

HOMBRE.- ¡Siempre provocativa!... ¡Ah!, te temo como a un demonio burlón; te estoy mirando, y ya me pareces hombre, ya diablo, ya cortesana. La atmósfera en que te envuelves es tan vaga, y tus pensamientos y tus palabras suben y bajan con tal velocidad la escala de todos los tonos que has llegado a causarme pavor.

MUSA.- Déjate de vanos escrúpulos y rompe de una vez con las pasadas preocupaciones. Te hice ver cómo eres todo un héroe de nuestros tiempos, y ahora añadiré que para que puedas cumplir tus gloriosos votos, sólo falta que te instruya en mi ciencia, dándote parte de mi manera de ser y una apariencia extraña y maravillosa. Con esto triunfarás, cautivarás y representarás la más aplaudida y ridícula y singular comedia de tu siglo. Los espectadores se devanarán los sesos por comprender su argumento, y te juro que no lo conseguirán, así como nadie los comprende a ellos, sobre todo cuando, con el furor y el entusiasmo con que el Hidalgo de la Mancha emprendía sus hazañas, hacen que su pobre ingenio se prodigue y desparrame en miles de pliegos, vanamente escritos pero perfectamente impresos. Valor, pues, para resistir y arrostrar las luchas que te esperan. Valor para reírte de ti mismo y vencer a mis amigos y enemigos... ¿Qué más puede ambicionar un hombre en el siglo de las caricaturas que hacer la suya propia y la de los demás ante un auditorio conmovido?... ¡Oh, dicha inefable!... Ahora, ¡adiós!

HOMBRE.- ¿No has de instruirme?

MUSA.- Esta noche iré a hablarte en secreto al ladito de tu cabecera... El mundo debe ser espectador de tus maravillas, pero no saber lo que a ti solo revelaré. Adiós y no me olvides... mi genio queda contigo y ya no eres el mismo. (Desaparece.)

HOMBRE.- (Caminando lentamente.) Parece que me siento regenerado y que un extraño espíritu, no sublime, pero nuevo y burlón anima todo mi ser. ¡Cuán ridículas me parecen todas esas gentes que corren y atraviesan la calle, ataviadas a la última moda!... ¡Qué peinados!... ¡Qué trajes! ¡Qué farsa!... Si estuviese dispuesto a que yo me salvara... muy horrible debería parecerme en el cielo el recuerdo del mundo.

UNO.- (Viéndole pasar.) ¿Has visto qué rostro el de ese hombre alto y delgado que acaba de tropezarnos?

OTRO.- Sí: ¡qué pálido, qué severo y qué burlón!

EL PRIMERO.- No es sólo eso, sino que es el retrato de Napoleón I. Me pareció que le estaba viendo en Santa Elena.

OTRO.- Pues, ¿qué?, ¿sabes tú por ventura qué semblante tenía Napoleón en la isla de su destierro?

EL PRIMERO.- ¡Como que le he visto por espacio de una hora entera!...

OTRO.- ¿Estás loco? Si no habías tú nacido cuando él ha muerto... ¿cómo pudiste verle?

EL PRIMERO.- ¡Toma! Le he visto en el panorama tan perfectamente como ahora os veo a vosotros... Acababan de colocarle en el féretro y tenía la cara ni más ni menos que la de ese que acaba de pasar.

TODOS.- ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!, ¡ah!