El caballero de las botas azules/X

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IX
El caballero de las botas azules​​
Cuento extraño (1867) de Rosalía de Castro
Capítulo X
XI

Capítulo X

Más triste que la noche estaba la pobre Mariquita esperando la contestación a la carta que había escrito al duque, y más gruñona doña Dorotea que perro viejo en noche de invierno. Dos días habían pasado desde el desgraciado acontecimiento del gato; pero a pesar de esto no cesaba la vieja de reñir porque Mariquita, después de haber tardado dos largas horas en ir tras del minino ladrón, no había podido al fin quitarle la salchicha.

-Nunca, nunca lo podré olvidar -decía la vieja-, nunca podré perdonarte que se la hayas dejado engullir todita.

-Pero, señora -respondió Mariquita con los ojos bajos y con las mejillas encendidas-. ¿Cómo había de cogerla si él mismo se huyó con ella al tejado?

-¡Dale, dale!... ¿en qué te entretuviste entonces dos horas largas? ¿Vamos a ver?

-En esperar a que bajara.

-En esperar a que se la comiera, di mejor, tontona, más tonta que Bertoldino, mientras el pobre Melchorcillo se moría aquí de impaciencia al ver que su novia no volvía. Y sabe Dios lo que hubiera dicho para su interior, si tan bonazo no hubiera nacido, al saber que su futura mujercilla, a quien cree hacendosa como una hormiga, no tenía siquiera maña para quitarle al gato lo que se llevó entre los dientes.

-De lo que él dijera poco me cuido yo.

-¿Cómo? ¿Descuidada y respondona a un tiempo? ¡Y qué descoco... y qué aquél!... Virgen María... ¿Es ésta la sobrina que he tenido siempre a la sombra de mi brazo? ¿Si se habrá vuelto loca esta chica?

-Mire usted, tía; cada vez que le veo pienso que sí...

-Pero ¿a quién?

-A Melchor.

-¡Vamos! De oírla parece que todo el histérico se me revuelve y se me quiere salir a borbotones por la boca... ¿Conque todavía estamos con ésas cuando vais a hacer bodas?...

-Hágalas él con quien quiera, tía, que yo buscaré quien me ha menester.

-¡Ay! ¿Qué es lo que acabo de oír por estos oídos siempre respetados y honestos? ¡Que buscará quien le ha menester! ¡Ay, ay!... ¡que perdidica la tengo, como perla caída en el mar!... Y yo que le decía la otra tarde a Melchor: «Más se me parece que si la hubiera parido». ¿Qué murmurará ahora el mozo y las gentes?... Si a quien la enseñó imita, mala maestra, peor discípula. Jesús, María... ¡Cómo me va a envejecer este disgusto!... A casa de mi hermano voy a contarlo lo que sucede para que busque un remedio a tamaños males. Y tú, descastada y más ingrata que Judas -añadió con mayor enojo-, cuida en tanto de que el gato no se lleve otra vez la salchicha; pues ya que quitársela de los dientes no sabes, tampoco se la dejes robar.

Dicho esto, salió la vieja encaminándose derechita a la calle del Clavo en donde vivía su hermano mientras la pobre Mariquita, inclinando la cabeza sobre las rodillas, se puso a sollozar como una Magdalena.

¡Oh!, ¡y no era aquel llanto de esos que se enjugan cual lluvia de verano! Subyugada la desdichada niña por la tiránica ignorancia de doña Dorotea y herida en medio del corazón por el fantasma azul cuya imagen no podía apartar del pensamiento, sola, en fin, con su pasión y su pena, se sentía morir como planta sin sol o como insecto que sin fuerzas para romper el débil capullo se ahoga antes de haber hecho brillar a la luz sus alas de colores.

¿Qué es lo que veía Mariquita al extender la mirada en torno suyo? Una calle sombría, una tía gruñona e inflexible y un novio cuyo solo recuerdo la hacía estremecer de angustia.

Si hay algo horrible y detestable para una niña que empieza a amar, es el marido que la previsión paternal ha sabido desentrañar de alguna mina oculta. Padres e hijos tienen comúnmente sobre este punto gustos diametralmente opuestos, y mientras los primeros atienden a lo que ordena una razonada conveniencia, se encuentran los otros subyugados por la voz del corazón, única fuerza que les domina en la edad del amor, la más bella de la vida.

Mas ni aun en esa edad rodeada de cuanto hermoso encierra la existencia, ni aun en esa edad en que el fantasma de la muerte sólo se distingue como una sombra vana y en la que el ceñudo rostro del desencanto asoma apenas el contorno de su desgreñada melena al través de las primeras ilusiones, dejamos de sufrir honda y profundamente... ¡Ay!, también entonces la dicha se escurre de entre nuestras manos aprisa y sin sentirla, tal como se escurren las aguas de un río bajo la helada superficie que el sol abrillanta con sus rayos...

Mariquita permaneció llorando largo tiempo hasta que cansada de gemir dobló la labor y se encaminó hacia el cementerio. ¿No era allí en donde esperaba volver a encontrar su adorada visión?

-Si mi tía y mi padre vienen y no me encuentran -dijo-, me reñirán... me reñirán mucho, pero ya no me importa.

Era la primera vez que no le importaba a Mariquita que su tía y su padre la riñesen, lo cual da la medida de su dolor.

Con los ojos enrojecidos y pálida como la misma muerte llegó al cementerio; mas como era una linda muchacha, todavía parecía hermosa con su bata de percal graciosamente ceñida a la cintura, el pañuelito de seda descuidadamente caído sobre la espalda y las manos cruzadas sobre la cabeza. Al contemplarla inmóvil al pie de una sepultura que el enterrador abría pausadamente, creyérasela virgen acabada de levantarse de entre el polvo de los sudarios y que conservaba todavía en su frente el sello de divinos y melancólicos recuerdos.

Conocíala el sepulturero de verla siempre en torno de las tumbas y al notar aquella tarde el abandono de su actitud y la palidez de su semblante, le dijo:

-¿Qué se te ha perdido entre los muertos, niña, que siempre andas registrando por aquí? ¿Quieres acaso venir a morar con ellos? Lo imagino, pues tienes hoy una cara de arrepentida que a las claras está pidiendo sepultura.

Mariquita no se inmutó siquiera al oír tan brutales palabras, sino que con un acento de ansiedad y de tristeza inexplicables preguntó:

-Señor Blas, ¿nunca le han hablado a usted los muertos?

-¿Qué dices, chica? ¡Ellos hablar! ¿Si pensarás que son amigos de conversación? Pregúntales cómo les va y si te responden que me entierren como les entierro a ellos.

Rióse el sepulturero de su grosera chanza, pero como su risa fue a resonar de una manera lúgubre en los nichos vacíos Mariquita se alejó de él adelantando un paso hacia la abierta sepultura.

-¡Eh! -añadió el enterrador...-. ¿Te ha dado el pasmo? Si así prosigues acercándote caerás en el hoyo... apártate...

Pero Mariquita tampoco hizo el menor caso de esta advertencia. Se hallaba completamente absorbida en la contemplación de aquel agujero estrecho y cuadrilongo que el azadón impulsado por el fuerte brazo que le movía ahondaba cada vez más.

Bien pronto el hombre de las tumbas, después de haber escogido los huesos por allí esparcidos y de amontonarlos sobre una especie de carreta, se alejó por algún tiempo dejando sola a la contristada niña.

Fue de ver entonces cómo esta criatura, presa de un melancólico frenesí, saltó con extraña alegría en el fondo de la sepultura y se tendió allí cuan larga era.

-¡Parece hecha para mí!... -murmuró después, y cerrando enseguida los ojos y cruzando las manos sobre el pecho añadió-: ¡Oh, qué bien me encuentro de este modo! Si pudiera ahora dormir, y el señor Blas, creyéndome muerta, me cubriese con la húmeda tierra, ya no volvería a oír los gruñidos de mi tía ni a ver la triste figura de Melchor. El ángel de mi guarda llevaría mi alma al cielo, mi cuerpo quedaría descansando en esta cama tan blanda y tan fresca, en esta cama que el sol visitaría cada día, y la pena que siento no me lastimaría más el corazón.

Ni un instante el recuerdo del azulado fantasma vino a mezclarse a las lúgubres cuanto locas ilusiones de la triste niña. Dijérase que el ángel que había invocado para que llevase su alma al trono de Dios apartaba de su pensamiento, en aquellos momentos que esperaba la muerte, la imagen profunda del que despertara el primer sentimiento de amor terrenal en su inocente pecho.

De repente creyó oír que la hierba se agitaba en torno suyo... ¿era el viento de la tarde?, ¿era el vuelo de un pájaro?... no... eran pasos que se acercaban... Mariquita se incorporó llena de sobresalto pero en el mismo instante volvió a caer lanzando un grito... Un rostro blanco como un pedazo de mármol acababa de inclinarse sobre la sepultura...

-Niña... ¿qué haces ahí? -le preguntó enseguida una voz armoniosa-. ¿Has resucitado?, ¿por qué tiemblas?, ¿qué tienes?

-Vergüenza... mucha vergüenza... -replicó Mariquita con el rostro oculto bajo una punta del delantal.

-¡Vergüenza! -replicó la voz...-, ¿la vergüenza te obligó a ocultarte ahí?

-No, señor, porque no la he sentido hasta este mismo instante... lo que me obligó a meterme aquí fue el deseo de morir para no ver más a Melchor.

-Melchor.. ¡sospechoso nombre!... ¿y qué te ha hecho ese Melchor para que abrigues en tu corazón tan criminal deseo?

-Se quiere casar conmigo como ya se lo he escrito a usted en mi carta.

-¡Mariquita! ¡Eres tú Mariquita!... -exclamó lleno de sorpresa el duque de la Gloria, pues no era otro el que hablaba, y, alargando sus brazos hacia la niña, añadió con cierta expresión de lástima-: Ven; sal de ese horrible agujero... y hablemos, ya que me has conocido.

En efecto, sólo la perspicacia, o más bien dicho, el instinto de un alma por primera vez enamorada, pudo hacer que Mariquita reconociese al fantasma de sus sueños.

Envuelto el duque en una larga capa negra y sin llevar aquellas botas que le hacían aparecer tan maravilloso y fantástico, apenas podía adivinarse en él al duende extraordinario sino por la blancura del rostro, la elegancia del porte y la mirada penetrante y burlona de aquellos negros ojos que chispeaban, bajo el ala caída de un sombrero de castor.

No sin esfuerzo consintió Mariquita en salir de la sepultura ayudada por el que amaba; mas tan pronto se vio fuera de ella, se alejó del duque ligera como una corza, cubierto el semblante por el más vivo rubor que haya teñido jamás las mejillas de una niña.

-¡Muchacha singular!... -exclamó aquél mientras la contemplaba en su carrera-. ¿Por qué huyes? Mas... ella se detendrá al fin para hablarme.

Engañosa creencia... Toda la experiencia de los hombres no basta muchas veces para adivinar siquiera los secretos de un corazón inocente.

No huía Mariquita por coquetería ni por un vano capricho, sino que, sintiéndose de repente avergonzada por haberle escrito al duque, quería ocultarse de él como si pretendiese así mitigar el mal que ya no podía deshacer.

La loca fortuna había dispuesto, no obstante, que Mariquita se viese aquella tarde colocada entre dos abismos... Mientras se alejaba del duque, Melchor, que iba a visitarla con el pantalón color canela y el chaleco verde, le salió al encuentro en medio de la calle.

La niña quedó por un instante inmóvil... pero no vaciló largo tiempo, cual si el duque tuviese el poder de conjurar la melancólica visión que acababa de interponerse en su camino, corrió de nuevo hacia él, diciéndole en un acento que revelaba el estado de su corazón:

-¡Es él, señor! ¡Es él! ¡Véale usted qué flaco y qué feo es! Caballero, ¡por el amor de Dios! ¡Si usted no quiere ser mi marido, dígame a quién he de pedir permiso para que me entierren viva!

Esta salida, y la triste figura de Melchorcillo que les contemplaba desde lejos con la incertidumbre y el asombro pintados en el semblante, le hubieran hecho soltar al duque la más sonora carcajada de su vida, si la actitud de Mariquita no revelase al mismo tiempo una profunda desesperación.

-Atiende, niña -le dijo entonces despacio y cariñosamente-, no te aflijas de ese modo. Si así sigues, no habrán de enterrarte viva, sino muerta... sufre y calla por ahora, disimula tu dolor, que pronto he de decirte cosas que aliviarán tu pena.

-Pues dígamelas usted ya. ¿Sé yo acaso disimular? ¿Quién me ha enseñado a eso? -respondió la muchacha con impaciencia y enojo.

-Las mujeres sabéis esas cosas sin aprenderlas -repuso el duque sonriendo maliciosamente.

-Eso sucederá en Madrid -contestó Mariquita con la mayor sencillez y desenfado-; pero en mi calle la que no viene al colegio de mi tía, gracias si sabe rezar.

-Pues bien -añadió el duque sin poder renunciar por completo a usar con tan simplota niña su tono irónico y burlón-. Sea como quiera, ¿por qué tratas tan ásperamente a ese pobre mozo? Sin duda parece ser muy sensible a los rigores del frío; pero, al mismo tiempo, debe de hallarse muy enamorado de ti.

La mirada que Mariquita dejó caer sobre el duque al oír estas palabras fue tan fiera y encerraba tan dolorosa reconvención, que aquél no pudo menos de cogerle cariñosamente la mano y decirle con cierta emoción:

-Perdóname... eres como una sensitiva... pero, en verdad, no es bueno que una mujer sea ingrata. ¿Qué dirías de mí, si amándome tú como te ama Melchor, te tratara como le tratas?

-¿Podría eso suceder? No... no quiero saberlo... -exclamó Mariquita con horror, y se alejó otra vez del duque yendo a ocultarse en su casa.

Pero doña Dorotea y su padre que acababan de aparecer en lo alto de la calle habían llegado a tiempo para ver que un caballero envuelto en una capa negra había estrechado entre las suyas la mano de Mariquita, mientras Melchor, sin atreverse a ir ni hacia adelante ni hacia atrás, permanecía fijo en medio de la calle, contemplando aquella escena que alumbrada por el crepúsculo debía parecerle iluminada por el infierno.

En cambio, doña Dorotea, que había adivinado a la primera mirada lo que significaba semejante cuadro, no pudo menos que exclamar llena de consternación mientras ocultaba el rostro entre las manos.

-¡Ay!... Pedro de mi alma, que hemos llegado tarde... ya buscó... ya buscó... lo que le ha menester.

Apoyóse entonces en el brazo de su atribulado hermano, y le impidió así correr tras del seductor caballero de la capa negra, quien, por no comprometer más a la pobre Mariquita, se deslizó rápidamente por una cercana travesía.