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El caballero de las botas azules/XX

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XIX
El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Capítulo XX
XXI

Capítulo XX

El duque llegó a su casa y tendiéndose fatigado sobre un diván dijo:

-¿Acabará esto pronto? A fe que me voy cansando de reírme. Felices nuestros primeros padres, que pasaban la vida alabando a Dios, cuidando de sus rebaños y vestidos con pieles de oveja; ¡maldito el efecto que les hubieran hecho mis botas azules! Mas tu poder, querida Musa, sólo alcanza a añadir nuevas locuras y vanidades a las vanidades y locuras de los hombres. El día que les hicieses cambiar un palacio por una cabaña, te volverían la espalda murmurando que habías discurrido una moda inconveniente. Pero mándales que sobre un palacio edifiquen otro, que intenten levantar una nueva torre de Babel y exclamarán unánimes: ¡éste sí que es un bello adelanto! Diles, en fin, a algunos que, calzando unas botas azules, harán el primer papel en el mundo o la primera figura, siquiera sea ésta la más ridícula entre todas; y hételos con botas azules anunciándose por donde quiera con un cascabel. ¡Aún no he perdido completamente la vergüenza, Musa, aún existe dentro de mí un resto de amor propio que me hace ruborizarme aquí, en donde nadie me ve!... Lo conozco: yo mereciera, el primero, ser arrojado en el pozo de la moderna ciencia en compañía de las historias inspiradas, de los malos versos, de las zarzuelas sublimes y de las novelas que se publican por entregas de a dos cuartos. ¡Concluyamos de una vez!

El duque agitó el cascabel de la varita negra y apareció Zuma, a quien dijo:

-Es preciso acabar pronto la tarea... me aburro ya de mi poder...

-Todo se ha arreglado, dueño mío. Las librerías se hallan casi vacías, los sótanos están llenos, el jardín admirablemente dispuesto y el señor de la Albuérniga al borde de la desesperación. En vano ha viajado, en vano ha ido buscando los lugares más apartados: en todas partes le salían al encuentro para preguntarle por el singularísimo duque de la Gloria su particular amigo. Siguiéronle además en su camino agentes de la policía, empleados del gobierno, hombres de negocios, zapateros y fabricantes de corbatas, editores y escritores. Exigíanle los unos revelaciones que al buen señor no le era posible hacer, secretos que no conocía, y pedíanle otros cartas de recomendación y su influencia para con el hombre más poderoso. Así importunado, vigilado, volvió a tomar el camino de la corte, esperando hallarse en ella más tranquilo que en todos esos pueblecillos y ciudades a donde ha llegado ya la fama del duende azul. Aquí le tenemos, pues, lleno de desaliento, aburrido y desconfiando de volver a recobrar la perdida felicidad.

-Es decir que el fruto ha madurado... perfectamente. ¿Y la de Vinca-Rúa?

-La tertulia económica progresaba rápidamente. Damas hubo, amo mío, que llevaron la sencillez en el vestir hasta el extremo de presentarse con gruesas batas de lino, mientras brillaban en sus cabezas aquellas herraduras de diamantes con cuyo modelo la de Vinca-Rúa fue en el Prado, un día memorable, el asombro de todos. Pues bien, ninguna quiso en esto desmerecer a su lado y se empeñaron fincas, y se pidió dinero a un interés ruinoso, a fin de rivalizar con ella dignamente. La tertulia económica exigía en verdad este sacrificio, pues la diadema era el distintivo más digno de las que formaban tan moralizadora sociedad. Nadie se negó a asistir a ellas, pues, según decían, era preciso que las damas de alto rango enseñasen a las gentes la modestia en el vestir: así se desterrarían las exageraciones del lujo, y las clases acomodadas aprenderían de ellas la virtud del trabajo. ¡He aquí, pues, por qué para todo esto se reunían y hacían calcetas cuyo producto, después de vendidas, debían dedicarse a los necesitados y a los establecimientos de beneficencia!

-¡Sociedad celestial!...

-Cuando el misionero, vuestro amigo, les hizo comprender que mejor que hacer calcetas y vestir batas de lino hubiera sido ceder, para bien de muchos desgraciados, el importe de las diademas, las damas no ocultaron lo indiscreta que les parecía semejante indicación. La de Vinca-Rúa tomó, pues, la palabra para atajar aquellos murmullos y dijo: «Padre, cuanto dice es muy santo y muy bueno, mañana nos reuniremos para deliberar sobre ello y le daremos parte de lo que hayamos acordado». Y, en efecto, diéronle parte al otro día de que, por indisposición de varias damas, no había podido efectuarse la reunión... Las señoras siguieron indispuestas por algunas semanas y la tertulia económica economizó así sus reuniones, hallándose casi extinguida como lámpara sin aceite.

-Ése era su destino... ¿Y las de la calle de Atocha?

-No hay nada comparable a su despecho cuando recuerdan que han sido humilladas por el hombre más notable del siglo. Sueñan, no obstante, con los gorros de dormir, si pudiesen calcetarlos sin que lo supieran las gentes, ¡qué magníficos vestidos estrenarían con los miles de duros que el poderoso duque de la Gloria ofrece por ellos!...

-He aquí cómo es incurable la enfermedad de esas criaturas... más se arraiga en su corazón cuando más se procura arrancarla... Los hombres no saben hacer perfectos actos de contricción sino cuando van a morir, es decir, cuando ya no les es posible pecar más... ¡Oh, Dios... si no fueras tan misericordioso!... ¿Y las viejas?

-Viven cada vez más atormentadas por el demonio de la curiosidad, y ellas, que desde su magnífico escondrijo murmuraban de las locuras de sus semejantes, darán al fin su resbalón, y ya no se conceptuarán más dignas de ser respetadas que las demás mujeres. Asistirán al convite con la librea, amo mío, y aun consentirán en bajar al infierno, por saber los secretos que encierra la vida del señor duque. Respecto a los editores, se arrastran casi a mis pies, para que les revele algo de lo que el gran libro encierra; mas yo, fiel a mi magnífico señor, hago lo que debo mostrándoles el tesoro y escondiéndolo cuando se imaginan que van a tocarlo.

-Mereces mis alabanzas.

-¿Qué más puedo ambicionar?

-Bien; dame ahora las llaves. Es preciso que hoy vea a mi mejor amigo.

-Helas aquí, amo mío... ¡pobre señor!...

-Áspero es el camino de la gloria.