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El cabo de vela

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El cabo de vela
de Félix María Samaniego

Salió muy de mañana

a oír misa en la iglesia más cercana

una vieja ochentona

de vista intercadente y voz temblona.

A la del Hospital se dirigía

porque junto vivía,

llevando por no haber amanecido,

de una vela encendido

el cabo en su linterna,

cosa bien útil, aunque no moderna.

Dejémosla que siga su camino

y vamos a contar lo que el destino

le tenía guardado. El día antes

los mozos practicantes

del Hospital cortaron con destreza,

en la disecación, la enorme pieza

de un soldado difunto

y para mantenerla en todo el punto

de su hermoso tamaño,

con un cañón de estaño

la llenaron de viento;

en seguida el pellejo al instrumento

con un torzal ataron

al corte, y como nuevo le dejaron.

Jugaron luego al mingo

con él, y cada cual daba un respingo

cuando se lo tiraban

los unos a los otros que allí estaban,

siendo de tal diablura

objeto su grandísima tiesura.

Después que se cansaron,

a la calle arrojaron

de su fiesta el prolífico instrumento;

y aquí vuelve mi cuento

a buscar a la vieja, que con prisa

por la calle pasó para ir a misa.

No precisa el autor de aquesta historia

si tropezó en la tiesa caniloria

o en otra cosa; pero sí nos dice

que la vieja infelice,

por ir apresurada,

dio en la calle tan fuerte costalada

que se desolló el cutis de una pierna,

y, por el golpe rota la linterna,

perdió el cabo de vela y se vio a oscuras;

¡ causa un porrazo muchas desventuras!

La pobre, al fin, se levantó diciendo:

-¡ Ah, Satanás maldito, ya te entiendo:

mas no te bastarán tus tentaciones

para que pierda yo mis devociones!

Entre tanto, tentaba

el empedrado, por si el cabo hallaba,

y tal fortuna tuvo

que al poco tiempo que buscando

anduvo, dio con la erguida pieza del soldado,

y al cogerla exclamó: -¡ Dios sea loado!

Como no había allí dónde encenderla,

tuvo en la faltriquera que meterla y,

a la iglesia sus pasos dirigiendo,

llegó cuando la puerta iban abriendo.

Oyó misa, y entró en la sacristía

para encender su cabo;

acercóle a una luz que en ella ardía,

pero el maldito nabo

dio con la llama tal chisporroteo

que apagó aquella vela.

La vieja, al ver frustrado su deseo,

al sacristán apela

para que le encendiese;

él le tomó, ignorando lo que fuese,

y le arrimó a la luz de otra bujía;

mas, como chispeaba y nunca ardía,

de la vela a la llama

le examina y exclama:

-¡ Cuerpo de Cristo! ¡ Qué feroz pepino!

Tómelo, hermana, usté, que tendrá tino

para saber lo que con él se hace,

que yo no enciendo velas de esta clase.

Atónita la vieja, entonces mira

con atención al cabo, y más se admira

que el sacristán, diciendo:

-En cincuenta y tres años que siguiendo

estuve la carrera

de moza de portal y de tercera,

no vi un cirio tan tieso y tan soplado.

¡ Quién en sus tiempos se lo hubiera hallado!