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El capitán Pamphile/Capítulo II

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I
El capitán Pamphile
de Alejandro Dumas (padre)
II
De cómo Jacques I consagró un odio feroz a Gazelle, y esto a propósito de una zanahoria
III

Mi entrada provocó una revolución.

Decamps levantó los ojos del maravilloso pequeño cuadro de Chiens savants que todos conocemos bien, y que él terminaba en ese entonces.

Tom se dejó caer sobre la nariz el leño con el que jugaba y huyó gruñendo hacia su guarida, construida entre dos ventanas.

Jacques I arrojó vivamente su pincel detrás de él y recogió una paja que se llevó inocentemente a la boca con la mano derecha, mientras se rascaba el muslo con la mano izquierda y levantaba estúpidamente los ojos al cielo.

En fin, Mademoiselle Camargo subió lánguidamente un peldaño de su escalera, lo que, en cualquier otra circunstancia, habría podido ser interpretado como un signo de lluvia.

En cuanto a mí, puse a Gazelle en la puerta de la habitación, en el umbral de la cual me había detenido diciendo:

—Querido amigo, he aquí la bestia. Vea usted que soy un hombre de palabra.

Gazelle no se encontraba en un momento afortunado: el movimiento del cabriolé la había desorientado tanto que, probablemente para poner en orden todas sus ideas y para reflexionar sobre su situación durante el viaje, había ocultado toda su persona dentro de la coraza; lo que puse en el piso, entonces, parecía más bien un caparazón vacío.

Sin embargo, cuando Gazelle sintió, por la recuperación de su centro de gravedad, que pisaba un terreno sólido, se aventuró a mostrar su nariz por la abertura superior de su coraza; para mayor seguridad, esa parte de su cuerpo estaba prudentemente acompañada por sus dos patas delanteras. Al mismo tiempo, como si todos los miembros hubiesen unánimemente obedecido a la elasticidad de un resorte interior, las dos patas traseras y la cola aparecieron en la extremidad inferior del caparazón. Cinco minutos más tarde, Gazelle estaba a toda vela.

Se quedó, sin embargo, inmóvil todavía un instante, meciendo la cabeza a izquierda y derecha como para orientarse; después, de manera repentina, sus ojos se quedaron fijos y comenzó a avanzar, tan rápidamente como si le hubiera estado disputando el premio de la carrera a la liebre de La Fontaine, hacia una zanahoria que yacía a los pies de la silla que servía de pedestal a Jacques I.

Éste miró con indiferencia en un principio a la recién llegada dirigirse hacia él, pero cuando se percató del objetivo que ella parecía perseguir, mostró signos de una real inquietud, que manifestó por un gruñido sordo que degeneró, conforme ella ganaba terreno, en gritos agudos interrumpidos por crujidos de dientes. Finalmente, cuando aquélla no se encontraba a más de un pie de distancia del preciado tubérculo, la agitación de Jacques I se tornó en una verdadera desesperación; tomó el respaldo de su silla con una mano y el travesaño recubierto de paja con la otra, y, con la probable esperanza de asustar al parásito que iba a robar su cena, sacudió la silla con toda la fuerza de sus puños, arrojando los dos pies hacia atrás como un caballo que cocea, y acompañando estas acciones de todos los gestos y de todas las muecas que consideraba capaces de quebrantar la impasibilidad automática de su enemigo. Pero todo era inútil; Gazelle no daba por aquello un paso menos rápidamente que el anterior. Jacques I no sabía ya a qué santo encomendarse.

Afortunadamente para Jacques I, llegó en ese momento un socorro inesperado. Tom, que se había retirado a su madriguera a mi llegada, había terminado por familiarizarse con mi presencia y prestaba, como todos nosotros, cierta atención a la escena que se desarrollaba. En un principio asombrado de ver en movimiento a ese animal desconocido, convertido, gracias a mí, en un habitante más de su vivienda, lo había seguido en su carrera hacia la zanahoria con una curiosidad creciente. Entonces, como Tom tampoco despreciaba las zanahorias, cuando vio a Gazelle cerca de alcanzar el preciado tubérculo, dio trotando tres pasos y, levantando su gran pata, la puso pesadamente sobre la espalda de la pobre bestia, quien, golpeando la tierra con todo lo plano de su coraza, entró de inmediato en su caparazón y permaneció inmóvil a dos pulgadas de distancia del comestible que en ese momento ponía en juego una triple ambición.

Tom pareció muy sorprendido de ver desaparecer, como por encantamiento, cabeza, patas y cola. Acercó su nariz al caparazón y sopló ruidosamente en las aberturas; en fin, como para darse perfecta cuenta de la singular organización del objeto que tenía bajo los ojos, lo tomó y giró hacia un lado y hacia otro entre sus patas; después, aparentemente convencido de que se había equivocado al concebir la absurda idea de que una cosa parecida podía caminar, la dejó caer negligentemente, tomó la zanahoria entre los dientes y se dirigió de nuevo a su guarida.

Jacques no estaba contento: no había contado con que el servicio que le hacía su amigo Tom estaría corrompido por un rasgo parecido de egoísmo; así que, puesto que no tenía a su camarada el mismo respeto que a la recién llegada, saltó vivamente de la silla donde había prudentemente permanecido durante la escena que acabamos de describir, y, tomando con una mano, por su verde cabellera, la zanahoria que Tom sostenía por la raíz, se armó de todas sus fuerzas, haciendo muecas, amenazando, crujiendo los dientes, y, con la mano que le quedaba libre, daba fuertes bofetadas en la nariz de su pacífico antagonista, quien, sin responder, pero también sin soltar el objeto en litigio, se limitaba a replegar sus orejas sobre el cuello y a cerrar sus pequeños ojos negros cada vez que la ágil mano de Jacques hacía contacto con su gran figura. Al final, la victoria fue, como ocurre generalmente, no del más fuerte, sino del más atrevido. Tom abrió los dientes, y Jacques, poseedor de la dichosa zanahoria, se abalanzó sobre una escala, llevando consigo la recompensa del combate, que fue a esconder detrás de un yeso de Malaguti, sobre una repisa a seis pies del suelo; terminada esta operación, descendió más tranquilamente, seguro de que no había ni oso ni tortuga capaces de ir a buscarla allí.

Llegado al último escalón, a punto de poner los pies en tierra, se detuvo prudentemente y, poniendo los ojos sobre Gazelle, a quien había olvidado en el calor de la disputa con Tom, se dio cuenta de que ésta se encontraba en una posición nada ofensiva.

En efecto, Tom, en lugar de recolocarla cuidadosamente en el lugar de donde la había tomado, la había, como dijimos, dejado caer negligentemente al azar, de suerte que al recuperar el sentido, la desdichada bestia, en lugar de encontrarse en su situación normal, es decir sobre el vientre, se hallaba sobre la espalda, posición, como todos sabemos, supremamente desagradable a todo individuo de la raza de los quelonios.

Fue fácil ver en la expresión de confianza con la cual Jacques se acercó a Gazelle que él había juzgado en un principio que la situación en la que ésta se encontraba la dejaba incapaz de defenderse. Sin embargo, llegado a medio pie del monstrum horrendum, se detuvo un instante, miró dentro de la abertura más cercana a él, y se puso, con un aire de negligencia, a girarla con precaución, examinándola casi como un general hace con una ciudad que desea asediar. Terminado el reconocimiento, estiró lentamente la mano y tocó la extremidad de la coraza con la punta del dedo; inmediatamente después, arrojándose ágilmente hacia atrás, se puso, sin perder de vista su objeto de interés, a bailar alegremente sobre manos y pies, acompañando este movimiento con una especie de canto de victoria que le era habitual cada vez que, por una dificultad vencida o un peligro afrontado, creía merecer felicitarse por su astucia o su valor.

Sin embargo, el canto y la danza se interrumpieron repentinamente; una nueva idea atravesó el cerebro de Jacques, y pareció absorber todas sus facultades pensantes. Miró atentamente a la tortuga, a la cual su mano, al tocarla, había producido un movimiento oscilatorio que volvía más prolongada la forma esférica de su coraza. Se acercó caminando de lado como un cangrejo; después, estando cerca de ella, se elevó sobre ambas piernas y la montó como un caballero a su caballo; al fin, completamente seguro, aparentemente, por el estudio profundo que acababa de realizar, se sentó sobre ese asiento móvil, e imprimiéndole, sin que por esto sus pies se separasen del suelo, un rápido movimiento de oscilación, se balanceó alegremente, rascándose el costado y entornando los ojos, gestos que, para aquéllos que lo conocen, eran la expresión de una felicidad indefinible.

De pronto, Jacques pegó un grito agudo, dio un salto perpendicular de tres pies, calló sobre los riñones y, abalanzándose hacia su escalera, se refugió tras la cabeza de Malaguti. Ese revuelo fue provocado por Gazelle, quien, cansada de un juego en el que el placer evidentemente no era para ella, había al fin dado signos de vida al arañar con sus patas frías y agudas los muslos de Jacques I, quien fue tan sorprendido por esa agresión que no esperaba menos que un ataque por ese lado.

En ese momento entró un comprador, y Decamps me hizo seña de que deseaba quedarse solo. Tomé mi sombrero y mi bastón, y me alejé.

Me encontraba en el rellano cuando Decamps volvió a llamarme.

—A propósito —me dijo— venga usted mañana a pasar la velada con nosotros.

—¿Qué sucede, pues, mañana?

— Tenemos cena y lectura

—¡Bah!

—Así es, Mademoiselle Camargo debe comer cien moscas, y Jadin leer un manuscrito.