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El cardenal Cisneros/LXV

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LXV.

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Aparte de la cuestión de orden público, y relacionada intimamente con ella, teníamos entonces en España una cuestión gravísima, que era la de la familia Real. Estaba de un lado la viuda del Rey Católico, la Reina Germana, que siempre. habia de ser un elemento de perturbación; estaba el Infante D. Fernando, muy querido de los Españoles y manejado por algunos magnates, que querían explotar esta popularidad del Príncipe, llevándole hasta la rebelión para levantarse ellos con él, y por último, estaba la que podíamos considerar verdadera Reina, Reina legítima de España, la pobre Doña Juana, que aunque víctima de sus habituales alucinaciones, podia también ser bandera de sedicion para algunos en contra de D. Cárlos.

Cuando murió D. Fernando, movido de alguna piedad por su última compañera, aparte de su dote, dejóla 30.000 ducados de renta á cobrar de las de Nápóles, y como se temia que esta renta en manos de una persona, francesa de origen, podia favorecer en el reino de Nápoles los restos del partido angevino, mucho más cuando se temia que aquella Princesa quisiera casarse segunda vez con el Príncipe de Tarento, entonces prisionero en España, quiso la Corte de Flándes cambiar aquella dotacion, que debia cobrar en tan lejanas tierras, por las villas de Arévalo, Olmedo, Madrigal y Santa María de Nieva, que ya habían servido de dote en otra ocasión á la madre de la Reina Católica. Convino en ello Doña Germana, gracias á la discrecion é industria del Cardenal; pero cuando lo supo el Conde de Cuellar, movido por su esposa é incitado por algunos Grandes que le prometian su ayuda, se apoderó á viva fuerza de Arévalo, y no quiso entregarla. Conocía Cisneros íntimamente al Conde de Cuellar, á cuyo bondadoso carácter hacía justicia; pero viendo que hacía poco caso de sus exhortaciones amistosas, dispuso que el Comisario Real, Cornejo, acompañado de un buen contingente de tropas, se dirigiese á Arévalo para tomar la villa de grado ó por fuerza, anunciando que serian tratados como reos de lesa majestad los que se opusiesen, confiscándoseles sus bienes y expulsándolos para siempre á ellos y á sus hijos de entre las filas de la nobleza. Rindióse el Conde, y lo perdonó el Cardenal, aunque sabiendo que la mano del Almirante de Castilla y de otros Nobles habia movido estas revueltas secretamente para no correr ningún riesgo, como hacen tantos y tantos conspiradores de todos tiempos: cuando dio cuenta al Rey de estos sucesos, hablando de los últimos, decia: «Que la obediencia que los vasallos deben al Soberano es cosa frágil si no se mantiene con el respeto y con el temor, y que en todos los Estados, y principalmente en España, la disciplina no se mantiene sino con estos ejemplares.» Mientras Cisneros pasaba por estos disgustos para dar á Doña Germana la posesión de estas villas, la ilustre viuda tenía tratos secretos con los amigos del Infante D. Fernando para colocarlo en el Trono, para lo cual podían servir de no poco su autoridad y las cuatro villas que recientemente se la daban, tan bien fortificadas éstas, que era común decir en España: Quien posea á Olmedo y Arévalo será, Señor de Castilla. Tuvo noticias Cisneros de estos principios de conspiracion, y él, que tan despierto estaba en todas las cosas que se relacionaban con el Infante, tomó medidas rápidas y eficaces, dejando sólo á la Reina las rentas de Madrigal, y reservando á la Corona las otras tres villas, por suponer que así lo reclamaban, como consta que lo hizo Arévalo, porque privilegios que le otorgaron antiguos Reyes no le permitian pertenecer á otros dominios que al del Soberano reinante.

En cuanto al Infante D. Fernando, ya se recordará lo que atrás queda dicho respecto á las pretensiones que tuvo de gobernar á Castilla cuando murió su abuelo. Cisneros, desde entonces, no perdió de vista todos sus pasos, hasta tal punto que el mismo Cardenal dice que fué á Guadalupe sólo con este objeto, llevándole á vivir consigo y pidiendo que se nombrasen dos personas para su guarda, una de las cuales podia ser Adriano, enviando á decir á la Corte de Flándes que «esto conviene que se provea muy secretamente y sin dilación nynguna.» Querían los Flamencos cortar por lo sano en este asunto grave y delicadísimo, pues pretendían llevar á Flándes al Infante; pero no era esta la opinión de Cisneros, porque temia que su marcha fuese ocasion de grandes disturbios. Amaba á D. Fernando, mas á pesar de esto, Cisneros, como hombre de Estado y como hombre de conciencia, defendía resueltamente la causa de la legitimidad representada en D. Cárlos, por lo cual nombró una persona de confianza que, al mando de alguna fuerza, diera guardia al Infante, en apariencia de honor, en realidad para vigilarle y vigilar á los de su casa que lo traían alborotado contra su propio hermano. Por lo que después se hizo, compréndese que Cisneros tenía la opinion del Obispo de Avila, su agente en Flándes, que quería que cuanto ántes viniera á España D. Cárlos, y entonces, de acuerdo con el Cardenal, podría verse qué es lo que se hacía con D. Fernando, á quien podría darse el Austria, el Tirol y algunos otros Estados de la Casa de Borgoña, cosa que al fin tuvo lugar, dando principio D. Fernando á la Casa de Austria, que siguió reinando en Alemania cuando ya había acabado en España [1].

No ménos se preocupaba la Corte de Flándes de la Reina Doña Juana. Don Cárlos quería que Cisneros nombrase una persona que estuviera cerca de su madre hasta que él envíase otra de su completa confianza, á fin de que «seyendo muy bien tratada aya tan buena guarda y recabdo que si algunos quisieren alterar su buena intención no puedan y en esto aya gran cuydado y porque é ninguno pertenece más mirar por la honra contentamiento y consolacion de la Reyna mi Señora que á mí, los que en esto quisieren meter la mano no ternan buena intencion [2]

Cuando llegó esta carta á poder de Cisneros, ya éste se habia anticipado á todas las previsiones de D. Cárlos, de tal manera que después de darle cuenta de lo que habia hecho, decia y suplicaba al Rey «que quanto á esto no se haga mudanza ninguna hasta que vuestra Alteza bienaventurada venga á estos sus reynos porque ello está proveydo como conviene: y en todo lo demás que toca á la salud de la rreyna mi Señora y á su servicio, acá se ha dado la órden que es menester, y se ha rremediado muy cumplidamente [3]

Cisneros habia procedido en este asunto con circunspección, con patriotismo y con humanidad. Reemplazó á D. Luis Ferrer, que era el Gobernador del castillo de Tordesillas, donde se alojaba la Reina, hombre adusto, grave, cargado de años y poco apto para la misión que se le habia confiado, con D. Fernando, Duque de Talavera, ilustre de nacimiento y hombre de inventiva, á propósito para distraer á la Reina tanto como para guardarla; cumpliendo como leal. Así es que á poco de entrar en el ejercicio de sus funciones, Doña Juana, que ántes no quería ver á nadie, ni vestirse, ni aun comer, ni dormir sino sobre el suelo, empezó á cambiar de aficiones, de gustos y de hábitos, dándola á entender que así imitaba á la gran Reina su madre. Cuando obraba bien la decian: Así lo habria hecho Doña Isabel; y al contrario, cuando no querían que obrase de un modo determinado, la repetian: No habría obrado así la difunta Reina. Cisneros, que visitaba alguna que otra vez á Doña Juana para conocer su estado, recomendó que se siguiese este procedimiento con ella, procedimiento que produjo tan buenos resultados que ocasionaron una trasformacion completa en Doña Juana, cosa que elogiaron y agradecieron todos en Castilla, en donde compadecian y amaban á la infeliz hija de los Reyes Católicos.


  1. Archivo de Simancas. — Estado.— Legajo núm. 496. —Fólios 14 al 18.
  2. Archivo de Simancas. — Estado. — Legajo núm. 3. — Fólio 354.
  3. Carta LXXV de la Colección de los Sres. Gayangos y la Fuente.