El cencerro y la campana
Un cencerro, colgado de un hilo en la puerta de un zaguán, no hacía más, cada vez que se movía la puerta o lo acariciaba el aire, que conversar y charlar, diciendo nimiedades, y riéndose como un loco, con esa boca que tienen los cencerros, abierta hasta las orejas.
Una campana grande, también estaba allí, sosegada en su sitio, hablando muy poco, ella, sólo cuando era necesario, y siempre con importancia y en tono grave.
Por supuesto que se pasaban la vida burlándose el cencerro de la campana, y retando ésta al cencerro.
-¿Sabe que algo de mi alegría no le vendría mal?, señora campana -decía el primero.
Y la otra contestaba diciendo al cencerro que haría muy bien él en tomar algo de su formalidad.
El portero, que todo el día los escuchaba, pensó, como era cierto, que ambos tenían razón. Pero al querer aprovechar para sí el consejo, en vez de aprender a decir con gracia cosas graves, aprendió, el muy zonzo, a decir nimiedades con aires importantes.