El clavo/XIII
- XIII -
Dios dispone
Dios dispone
Por aquí íbamos en nuestra conversación, cuando oímos fuertes aldabonazos en la puerta de la calle.
Eran las dos de la madrugada.
Joaquín y yo nos estremecimos sin saber por qué...
Abrieron; y a los pocos segundos entró en el despacho un hombre que apenas podía respirar, y que exclamaba entrecortadamente con indescriptible júbilo:
-¡Albricias! ¡Albricias, compañero! ¡Hemos vencido!
Era el promotor fiscal del Juzgado.
-Explíquese usted, compañero... -dijo Zarco, alargándole una silla-. ¿Qué ocurre para que venga usted tan a deshora y tan contento?
-Ocurre... ¡Apenas es importante lo que ocurre!... Ocurre que Gabriela Zahara...
-¿Cómo?... ¿Qué?... -interrumpimos a un mismo tiempo Zarco y yo.
-¡Acaba de ser presa!
-¡Presa! -gritó el juez lleno de alegría.
-Sí, señor; ¡presa! -repitió el Fiscal-. La Guardia Civil le seguía la pista hace un mes, y, según acaba de decirme el sereno, que suele acompañarme desde el Casino hasta mi casa, ya la tenemos a buen recaudo en la cárcel de esta muy noble villa...
-Pues vamos allí... -replicó el Juez-. Esta misma noche le tomaremos declaración. Hágame usted el favor de avisar al escribano de la causa. Usted mismo presenciará las actuaciones, atendida la gravedad del caso... Diga usted que manden a llamar también al sepulturero, a fin de que presente por sí propio la cabeza de don Alfonso Gutiérrez, la cual obra en poder del alguacil. Hace tiempo que tengo excogitado este horrible careo de los dos esposos, en la seguridad de que la parricida no podrá negar su crimen al ver aquel clavo de hierro que, en la boca de la calavera parece una lengua acusadora. En cuanto a ti -díjome luego Zarco-, harás el papel de escribiente, para que puedas presenciar, sin quebrantamiento de la ley, escenas tan interesantes...
Nada le contesté. Entregado mi infeliz amigo a su alegría de Juez -permítaseme la frase-, no había concebido la horrible sospecha que, sin duda, os agita ya a vosotros...; sospecha que penetró desde luego en mi corazón, taladrándolo con sus uñas de hierro... ¡Gabriela y Blanca, llegadas a aquella villa en una misma noche, podían ser una sola persona!
-Dígame usted -pregunté al promotor, mientras que Zarco se preparaba para salir-: ¿En dónde estaba Gabriela cuando la prendieron los guardias?
-En la fonda del León -me respondió el Fiscal.
¡Mi angustia no tuvo límites!
Sin embargo, nada podía hacer, nada podía decir, sin comprometer a Zarco, como tampoco debía envenenar el alma de mi amigo comunicándole aquella lúgubre conjetura, que acaso iban a desmentir los hechos. Además, suponiendo que Gabriela y Blanca fueran una misma persona, ¿de qué le valdría al desgraciado el que yo se lo indicase anticipadamente? ¿Qué podía hacer en tan tremendo conflicto? ¿Huir? ¡Yo debía evitarlo, pues era declararse reo! ¿Delegar, fingiendo una indisposición repentina? Equivaldría a desamparar a Blanca, en cuya defensa tanto podría hacer, si su causa le parecía defendible. ¡Mi obligación, por tanto, era guardar silencio y dejar paso a la justicia de Dios!
Tal discurrí por lo menos en aquel súbito lance, cuando no había tiempo ni espacio para soluciones inmediatas... ¡La catástrofe se venía encima con trágica premura!... El Fiscal había dado ya las órdenes de Zarco a los alguaciles, y uno de éstos había ido a la cárcel, a fin de que dispusiesen la sala de Audiencia para recibir al Juzgado. El comandante de la Guardia Civil entraba en aquel momento a dar parte en persona -como muy satisfecho que estaba del caso- de la prisión de Gabriela Zahara... Y algunos trasnochadores, socios del Casino y amigos del Juez, noticiosos de la ocurrencia, iban acudiendo también allí, como a olfatear y presentir las emociones del terrible día en que dama tan principal y tan bella subiese al cadalso... En fin, no había más remedio que ir hasta el borde del abismo, pidiendo a Dios que Gabriela no fuese Blanca.
Disimulé, pues, mi inquietud y callé mis recelos, y a eso de las cuatro de la mañana seguí al juez, al promotor, al escribano, al comandante de la Guardia Civil y a un pelotón de curiosos y de alguaciles, que se trasladaron a la cárcel regocijadamente.