Ir al contenido

El coche misterioso

De Wikisource, la biblioteca libre.
Brisas de primavera
El coche misterrioso

de Julia de Asensi


A la niña Casilda del Río y de Capua.


José y Teresa tenían dos hijos, el mayor, Miguel, que contaba ya doce años y la menor Carolina que acababa de cumplir seis. Como los padres se dedicaban a los trabajos del campo, pues la mujer ayudaba al marido en aquellas faenas, la niña quedaba siempre al cuidado de su hermano, encargando a este que no la perdiera de vista porque Carolina era tan traviesa como pacífico Miguel.

El pobre muchacho era esclavo de sus deberes y a veces se veía burlado por la niña que salía a la calle para jugar con otras criaturas de su edad. Estas escapatorias causaban serios disgustos a Miguel, que antes de encontrar a su hermana ya imaginaba si se había caído al pozo, si la había atropellado algún caballo, o si la había robado un gitano de aquellos que solían pasar por el pueblo, para vender una cabalgadura en la ciudad próxima procurando engañar al más cándido de sus habitantes.

Una tarde, Miguel se entretenía leyendo un libro de cuentos que le había prestado el hijo del maestro de escuela, y cuando echó de ver que había faltado a su obligación no vigilando a Carolina halló, no sin espanto, que la silla donde había visto sentada por última vez a la niña estaba vacía, quedando junto a ella la muñeca de cartón que aquella había vestido con uno de sus trajes viejos.

Miguel soltó precipitadamente el libro, entró en la sala, en la cocina, en los dormitorios, registró los muebles, llamó con angustia a su hermana y salió luego al patio donde encontró la puerta entornada.

-Por allí se ha escapado -exclamó.

Daba a una calle estrecha con escasos edificios. Vio a dos chiquillos que jugaban y les preguntó si habían visto a Carolina.

-Se ha ido en coche -le contestó uno-, en un coche negro que acaba de pasar por aquí.

Miguel, sin pensar en que dejaba sola la casa y con la puerta del patio abierta, echó a correr hacia el camino de la ciudad y vio a bastante distancia un coche que se alejaba con alguna rapidez.

El muchacho era ágil y emprendió una carrera desesperada, tanto que llegó a alcanzar el carruaje antes de que pasara un cuarto de hora desde que lo divisó.

Se fijó entonces en el coche; estaba pintado de negro, excepto las ruedas que eran amarillas; iba herméticamente cerrado y la portezuela que tenía detrás parecía que llevaba echada una llave. Una cortina ocultaba el único cristal que era de color entre azulado y verde, así es que en el interior debía reinar una obscuridad completa. Tiraban del coche dos caballos flacos y feos y los guiaba desde el pescante un negro vestido con prendas encarnadas y amarillas.

A Miguel le impuso algún respeto aquel hombre y apenas se atrevió a preguntarle si había, visto a una niña, dando las señas de su hermana.

-En una calle estrecha -contestó el negro-, la vi jugando en compañía de dos chicos.

Pero Miguel no creyó aquel engaño y decidió seguir al carruaje hasta que se agotasen sus fuerzas. Felizmente no necesitó andar mucho. Antes de llegar a la ciudad, el negro detuvo los caballos ante una posada de miserable aspecto, entró en el patio, desenganchó los caballos y abriendo la portezuela hizo bajar a un anciano que vestía de un modo tan extraño como él. Cerró después de nuevo y ambos entraron en la sala donde se hallaban ya algunos viajeros.

Miguel se escondió entre unos barriles vacíos y cuando se alejaron los dos misteriosos personajes se aproximó al coche.

-¡Carolina! -exclamó.

Le pareció escuchar un lamento dentro del carruaje, pero por más que hizo no logró abrir la portezuela.

Volvió a ocultarse al ver que el negro entraba en el patio, traía una cazuela con comida y, metiéndose en el coche, la dejó allí, sin duda, pensó el niño, para que su hermana no se muriese de hambre.

-¡Quieta o te pego! -dijo el negro con enfado, amenazando a alguien que Miguel no veía-; si intentas salirte te costará caro.

El niño hubiese deseado defender a Carolina que, según sospechaba, quería escaparse para ir a su encuentro, pero ¿qué podía él, débil y pequeño, contra aquel hombre que era una especie de gigante y que quizás estaría armado y vengaría su atrevimiento maltratando a la niña?

El negro se alejó de nuevo y Miguel se acercó otra vez al coche para que su hermana supiese que él estaba allí y hasta cierto punto velaba por ella.

Carolina no le contestaba, pero Miguel lo atribuía al temor de que volviese el terrible negro.

Pasaron así algunas horas, y el niño se durmió en un rincón del patio. Cuando se despertó empezaba a clarear el cielo. Se asomó a la sala de la posada y vio profundamente dormidos, apoyadas las cabezas sobre la mesa, al negro y al anciano.

Una idea cruzó por su mente; puesto que el coche tenía un cristal ¿no podía romperlo y sacar por allí a su hermana?

Cogió una piedra y dio tan fuertes golpes que pronto quedó una abertura bastante grande para que pudiese pasar un niño. Rápidamente saltaron por ella tres figuras pequeñas con trajes encarnados; una se subió por las rejas de la casa hasta llegar al tejado, otra penetró en la sala y se puso a comer un resto de pan; en cuanto a la tercera fue a ocultarse entre los barriles, temiendo sin duda un castigo. Miguel miró por el cristal roto el interior del coche y pudo convencerse de que no había nadie más en él.

Al volverse encontró a su lado al temido negro, que se había levantado hacía un instante.

-¡Al ladrón! -gritó cogiendo al chico por el cuello.

Al oír sus voces, se despertaron el anciano y otros hombres que dormían en la sala y Miguel no vio en su derredor más que brazos levantados en ademán hostil y rostros amenazadores.

Contó lo ocurrido, pero casi nadie le atendió; sólo el viejo pareció darle algún crédito.

-Nosotros -dijo a Miguel-, llevamos estos monos de pueblo en pueblo para que luzcan sus habilidades, que son muchas, sobre todo las de la mona que está en el tejado, y con lo que sacamos vivimos. Como aman la libertad, los tenemos encerrados en ese coche, mandado construir expresamente para nosotros y para ellos. Ahora, en castigo de tu falta, te encargarás de encerrar a los monos, tarea que no es fácil, y pagarás el cristal roto para que podamos seguir nuestro viaje.

Miguel indicó que no tenía dinero, pero uno de los presentes, vidriero de oficio, se comprometió a poner el cristal, quedándose en cambio con la chaqueta del muchacho que estaba casi nueva. La idea de que cogiera a los monos fue de más difícil realización; el pobre niño anduvo en balde detrás de ellos durante algunas horas sin conseguir alcanzarlos; al fin, como los monos tenían hambre, acudieron para que les dieran de almorzar a la voz de su amo, y este después logró encerrarlos de nuevo en el coche.

Miguel, convencido ya de que Carolina no había sido robada por el anciano y por el negro, emprendió triste y cabizbajo la vuelta al lugar. ¿Cómo se presentaría en su casa sin chaqueta, y qué razón daría que explicase la desaparición de su hermana?

Iba entregado a estos pensamientos, cuando antes de llegar al pueblo vio un grupo numeroso que se dirigía en su busca. Al frente se hallaban sus padres y Carolina. Esta, al conocer al niño de lejos, echó a correr, abrazó a Miguel llorando, y le dijo:

-¡Gracias a Dios que te encontramos! Perdóname porque he sido muy mala para ti. Me escondí en la casa de Pedro y Marcelino y les encargué que te hiciesen creer, cuando fueses a preguntar por mí, que me había ido en lo que llamaban en el pueblo el coche misterioso. Cuando supe que te habías marchado detrás del carruaje, te llamé, pero estabas ya lejos y no me oíste. Te esperé el resto de la tarde y toda la noche; me dijeron nuestros padres que yo tendría la culpa si te había pasado algo, y no dejé de llorar ayer y hoy. Ya verás como soy buena, te prometo que no me escaparé más de casa.

Miguel besó a su hermanita y se arrojó luego en los brazos de sus padres, a quienes refirió en breves palabras lo ocurrido.

Carolina no faltó a lo que ofreciera, jamás salió a la calle sin permiso de Miguel; si alguna vez estaba a punto de olvidarlo, su hermano le recordaba su extraña aventura, y la niña se sentaba de nuevo a coser o a jugar con su muñeca de cartón.

Al año siguiente volvió al pueblo el negro guiando el coche misterioso, y los dos hombres y los tres mohos dieron una función en la plaza de la que aún guardan recuerdo los chicos del lugar, particularmente Miguel y Carolina. La niña miró con predilección a la mona con la que llegó a confundirla su hermano cuando iba en el interior del carruaje.


Siguiente cuento: El grano de arena