El comendador Mendoza: 19
Capítulo XVIII
Después de haberse enterado de la conversación entre el fraile y Doña Blanca, el Comendador se abstuvo de tomar una resolución precipitada. Se contentó con rogar a su maestro que no se volviese a Villabermeja, que siguiese frecuentando la casa de Doña Blanca y que tratase de desvanecer todo recelo en dicha señora, prometiéndole no hablar con Clarita de la proyectada boda ni decirle nada en contra de los deseos de su madre.
El Comendador quería meditar, y meditó largamente, sobre el asunto. Sus meditaciones (ya hemos dicho que el Comendador era descreído) no podían ser muy piadosas. Era también el Comendador alegre, fino y sereno, y nada podían tener de apasionadas sus meditaciones. Su espíritu analítico le presentaba, sin embargo, todas las dificultades del caso.
No cabía la menor duda. La criatura lindísima y simpática que a él debía el ser estaba condenada, o a vivir como usurpadora indigna de lo que no le pertenecía, o a casarse con D. Casimiro, o a ser monja. Uno de estos tres extremos era inevitable, a no causar un escándalo espantoso o a no realizar un difícil rescate.
Doña Blanca tenía razón, salvo que para tenerla no era menester mostrarse tan hosca y tan poco amena con todo el género humano, empezando por su infeliz marido.
Para D. Fadrique había un ideal económico más fundamental que el político. Este ideal era que toda riqueza, todos los bienes de fortuna llevasen a ser un día, cuando la sociedad tocase ya en la perfección deseada, signo infalible de laboriosidad, de talento y de honradez en quien los había adquirido; que el ser rico fuese como innegable título de nobleza, ganado por uno mismo o por el progenitor que le ha dejado los bienes.
Bien sabía D. Fadrique que este término estaba aun remotísimo, pero sabía además que el mejor modo de acercarse a él era el de hacer todo negocio suponiéndole ya llegado; esto es, como si no hubiese riqueza mal adquirida en la tierra. Lo contrario sería conspirar a que prevaleciese el villano refrán de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y contribuir a que la vida, la historia, el desenvolvimiento civilizador de la sociedad sean una trama inacabable de bellaquerías.
Fundado en estos principios, desechaba de sí D. Fadrique el pensamiento de que en cada lugar del mundo habría de seguro un enjambre de madres en el caso de Doña Blanca y una multitud de hijas o de hijos en el caso de Clarita, para los cuales el problema moral, de tan difícil solución, que atormentaba a Doña Blanca, era como si no fuese, dejándolos disfrutar de la hacienda que la suerte y la ley les otorgaban, sin el menor escrúpulo y con la mayor frescura. Desechaba también la idea, algo cómica, pero más que posible, de que el mismo D. Casimiro, por circunstancias análogas, podría tener menos derecho que Clarita a la herencia, aunque toda fuese vinculada; de que D. Valentín, su padre o su abuelo, podrían también no haber tenido derecho, y de que sólo Dios sabe, aunque tal vez el diablo no lo ignore, por qué arcaduces subterráneos y por qué intrincados caminos ha venido a cada cual lo que por herencia disfruta. En estos casos la fe debe salvar; pero en el caso de Doña Blanca no había fe que valiese contra la evidencia que ella tenía. Cerrar los ojos, vendárselos y remedar fe era una infamia. D. Fadrique, condenando en su corazón y en su inteligencia serena los furores de Doña Blanca, la aplaudía y ensalzaba de que pensase con rectitud y con nobleza. Vaya a quien vaya, merézcale o no, tenga derecho o no le tenga derecho aquel a quien un bien se destina, son cosas que importan poco ante la superior consideración de que ese bien me consta que no es mío y de que sólo le gozo por engaño, por cielito y por mentira.
Como D. Fadrique era persona de mucho seso y sentido común, aunque se hallaba en época de reformas, sistemas y ensueños de toda clase, no pensó en condenar la herencia. Sin el grandísimo deleite de dejar ricos a nuestros hijos, se perdería el mayor estímulo para el trabajo, para el buen orden, para la aplicación y para aguzar y ejercitar el ingenio. D. Fadrique reconocía no obstante, que si estaba lejos aún el día en que sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese día, era dar buen ejemplo en contra. La razón de Doña Blanca salía siempre triunfante de cada laberinto de reflexiones en que D. Fadrique se abismaba.
Había un mal moral que pedía remedio. Hasta aquí iba D. Fadrique de acuerdo con la idea de Doña Blanca. ¿Era el remedio peor que el mal? El remedio era duro; pero D. Fadrique comprendía que no era peor que la enfermedad, y que era menester aplicarle no habiendo otro.
El remedio podía aplicarse de dos maneras. O casando a Clarita con D. Casimiro, y, esto era fácil, o haciéndola tomar el velo. Esto segundo, a pesar de lo mundano, impío y anti-religioso que era D. Fadrique, le parecía mil veces mejor. Comprendía, no obstante, que para que Clarita entrase en un convento sin saber ella por qué, era necesario que alguien le infundiese la vocación. Tal trabajo no podía tomarle su madre. Sólo el P. Jacinto podría persuadir a Clarita a que se retirase al claustro.
Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un sentimiento misterioso, de un objeto, a su ver, impalpable y hasta incomprensible. Al Comendador se le antojaba esto una nefanda monstruosidad; pero la prefería a ver, a imaginar a Clara entre los secos brazos de D. Casimiro; y en su orgullo de hidalgo, y en su afán de no verse él mismo mentiroso y fullero, y de no pensar menos noblemente que una mujer fanática y desatinada, lo prefería todo a que Clarita se alzase en su día con los bienes de D. Valentín.
El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo, por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar a él. No quería a Clara poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño. Era, pues, indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita.
A pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador ejercía tanto dominio sobre sí, que nada dejaba notar.
Paseaba con Lucía por las huertas o charlaba con ella y procuraba esquivar sus preguntas inquisitoriales.
Así transcurrieron ocho días. Durante ellos se informó el Comendador, con el mayor secreto y diligencia, del valor exacto de todos los bienes de D. Valentín. Pasaban de cuatro millones de reales.
Bastante se apesadumbró, no debemos ocultarlo, de que D. Valentín hubiese llegado a ser tan rico. El Comendador tenía poquísimo más capital, sumando el valor de algunas finquillas que había comprado cerca de Villabermeja, y lo que tenía en varias casas de banca en la Gran Bretaña y en Madrid. Su decisión, a pesar de la pesadumbre, fue firme, con todo.
El Comendador sabía y estimaba cuánto vale el dinero. La vanidad de haberle adquirido diestra y honradamente le daba para él mayor hechizo. Pero ¿en qué mejor podía emplearse el caudal, la ganancia y el ahorro de toda una vida activa, el fruto del brío, del trabajo y del ingenio, que en salvar a un ser tan querido y que tan digno era de serlo?
Suponiéndose ya el Comendador despojado de cuatro millones, se miraba reducido a la triste condición de un hidalgo labriego, que o tendría que salir otra vez a buscar fortuna, o tendría que acomodarse a vivir mal y humildemente en Villabermeja. Esto no le arredró.
Eliminadas, pues, varias soluciones, el problema quedó claro y sencillo. La única dificultad que había que vencer era la de pasar a poder de D. Casimiro, de modo tan natural, que apartase toda sospecha, una suma de cuatro millones, y hacer valer y constar, como era justo, este sacrificio cerca de Doña Blanca, para que la terrible señora reconociese a su hija por libre de toda obligación y por apta para recibir, en su día, los bienes todos de D. Valentín, como devolución, y no como herencia.