El comendador Mendoza: 25
Capítulo XXIV
Con febril impaciencia aguardó D. Fadrique el plazo que el padre le había pedido.
No hay plazo que no se cumpla, y dicho plazo se cumplió al cabo. Cumpliéronse también los pronósticos del Padre. D. Valentín salió aquel día muy de mañana con el aperador para ir a la casería, de donde no pensaba volver hasta la noche.
El Comendador, que lo espiaba todo, se preparó para la entrevista prometida. El P. Jacinto no se hizo aguardar mucho tiempo y vino a buscarle.
Reconociendo que lo menos peligroso, lo menos ocasionado a males, era que se viesen ambos cómplices, por si lograban entenderse y convenir en algo acerca de la hermosa Clarita, no quiso el padre hablar con Doña Blanca y proponerle una conferencia con el Comendador. Tenía por seguro que se negaría, y que, ya sobre aviso, le haría más difícil, casi imposible, el hacer entrar al Comendador hasta donde ella estuviese. Así, pues, se resolvió por la sorpresa. Sabía las costumbres de la casa, sabía las horas de todo, y todo lo dispuso con sencillez y habilidad.
Antes de las diez de la mañana, una hora después del almuerzo, Clara se retiraba a su cuarto y Doña Blanca se quedaba sola en la sala donde estaba de diario.
El padre se puso en marcha en punto de las diez llevando al Comendador en pos de sí. Entraron en el zaguán, y el padre dio dos aldabonazos.
La voz de una criada gritó desde arriba:
-¿Quién es?
-Ave María purísima. Gente de paz, -contestó el padre.
La moza, que reconoció la voz, tiró del cordel desde un balcón del piso principal que daba al patio. Con este cordel se abría la puerta sin bajar la escalera.
La puerta se abrió, y entraron el Comendador y el fraile, sin que los viese nadie, ni la misma criada que les había abierto, pues entre el patio, a donde daba el balcón en que se hallaba la criada, y la puerta de la calle, había otro zaguán, del cual arrancaba la escalera principal o de los señores.
No bien entró el P. Jacinto con su compañero, cerró de nuevo la puerta y dijo en alta voz:
-Dios te guarde, muchacha.
-Dios guarde a su merced, -contestó ella.
Entonces el Comendador y su guía subieron rápidamente la escalera. Ya en la antesala, donde tampoco había un alma, dijo el fraile a D. Fadrique, señalándole una puerta:
-Allí está Doña Blanca. Entra... háblale; pero ten juicio.
Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió a la puerta señalada, entró, y la volvió a cerrar.
No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada.
-¡Hola! -dijo el P. Jacinto-. ¿Está Doña Blanca sola?
-Sí, padre. -¿No entra su merced a verla?
-No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora, que estará ocupada en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?
-Sí, padre.
-Ea, vete a tus quehaceres, que yo voy a ver a Clarita.
Y, en efecto, el P. Jacinto y la criada se fueron por su lado cada uno.
Entre tanto, D. Fadrique se hallaba ya en presencia de Doña Blanca, sorprendida, pasmada, enojada de tan imprevisto atrevimiento. Sentada en un sillón de brazos, había levantado la cabeza al sonar el pestillo y la puerta que se abría, había visto que la volvía a cerrar quien había entrado, había reconocido al punto al Comendador, y aun casi inmóvil, silenciosa, le miraba de hito en hito, sospechaba si estaría soñando, y apenas si se atrevía a dar crédito a sus ojos.
El Comendador se adelantó lentamente dos o tres pasos.
No saludó de palabra; no pronunció una sola: no hallaba, sin duda, fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión; pero con el gesto, con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era un caballero respetuoso, que pedía humildemente perdón de la astucia y de la audacia que se había visto obligado a emplear para llegar hasta allí. En su rostro se veían las disculpas que de palabra no daba. Si atropellaba respetos, lo hacía con razón suficiente. A par de estas cosas, se leía asimismo en el rostro varonil del Comendador la firme resolución de no salir de allí hasta que se le oyese.
Doña Blanca se hizo al punto cargo de todo esto. Conocía tan bien a aquel hombre, que no necesitaba a veces oírle hablar para penetrar sus intenciones y sus sentimientos. Doña Blanca comprendió que lo menos malo era oírle; que no podía echarle, sin exponerse a dar el mayor de los escándalos. No quiso, sin embargo, aparecer desde luego resignada. Se alzó de su asiento, y antes de que el Comendador hablase, le dijo:
-Váyase V., D. Fadrique, váyase V. ¿Qué palabras, qué explicaciones pueden mediar entre nosotros, que no produzcan una tempestad, sobre todo si nos hablamos sin testigos? ¿Para qué me busca V.? ¿Para qué me provoca? No podemos hablamos; apenas si podemos mirarnos sin herirnos de muerte. ¿Es V. tan cruel, que desea matarme?
-Señora -contestó el Comendador-: si no creyese que cumplo un deber imperioso viniendo hasta aquí, no hubiera venido. Cuando penetro furtivamente en esta sala, es porque tengo razones suficientes para ello.
-¿Qué razones alega V. para venir a turbar mi reposo?
-El interés que me inspira un ser a quien me une estrechísimo lazo.
-Muy disimulado, muy oculto ha tenido V. ese interés durante diez y seis años. No se ha acordado V. de ese ser hasta que por casualidad ha tropezado con él en su camino. Ha sido menester que salga V. de paseo con una sobrina suya, y que esta sobrina tenga una amiga, y que esta amiga vaya con ella, para que el amor paternal, que vivía latente y ni siquiera sospechado allá en las profundidades de su magnánimo corazón, se revele de pronto y dé gallarda y briosa muestra de sí. Si el acaso no nos hubiese traído a vivir en la misma población, o si Clara no hubiese sido amiga de Lucía, aunque en la misma población viviésemos, su interés de V., su amor paternal, sus deberes imperiosos, confiéselo V., dormirían tranquilos en el fondo de esa envidiable y harto cómoda conciencia.
-Justo es que me moteje V. No debo defenderme. Confieso mi culpa. Voy, con todo, a tratar de explicarla y de atenuarla. Yo no podía sospechar que al lado de V., bajo el amparo de una madre cariñosa, corriese mi hija ningún peligro, hallase motivo para ser desventurada.
-Su desventura no proviene de mí solamente. Su desventura proviene del pecado en que fue concebida, y del cual ni V. ni yo, que somos los pecadores, podemos salvarla ni redimirla.
-Ella no es responsable: nadie es responsable de faltas que no comete. Esa transmisión es un absurdo. Es una blasfemia contra la soberana justicia y la bondad del Eterno.
-No llevemos la conversación por ese camino, Sr. D. Fadrique. Si a V. le parece blasfemia lo que yo creo, impiedad y blasfemia me parece a mí cuanto V. dice y piensa. ¿A qué, pues, hablar conmigo de Dios? Deje V. a Dios tranquilo, si por dicha cree en Él, allá a su modo. La desventura de mi hija, llámela V. fatal, llámela como guste, procede de su nacimiento. Pues qué, ¿no ha reconocido V. mismo esa desventura, al querer librar de ella a mi hija, haciendo un gran sacrificio, que yo le agradezco, pero que juzgo ya inútil?
-Alguna verdad hay en lo que V. dice. Yo reconozco que Clara, sin culpa, estaba condenada por la suerte o a sacrificarse o a ser una usurpadora indigna.
-Estamos de acuerdo, salvo que donde V. dice por la suerte, digo yo por el pecado, y no por el pecado de ella, sino por el pecado de otros. Esto es inicuo para V., que no acata los inescrutables designios de la Providencia. Esto es solo misterioso para mí. Por eso es lo mejor no tocar tales cuestiones. Hablemos de aquello en que convenimos. Convenimos en que Clara estaba, sin culpa suya, condenada a una pena.
-Convenimos; pero convenga V. también en que yo la he libertado.
-Si la ha libertado V., habrá sido por una serie de casos fortuitos: porque vio V. a Clara y la reconoció; porque Clara es bonita, ya que, si hubiera sido fea, no se hubiera V. entusiasmado tanto, ni la vanidad de padre hubiera provocado con ímpetu el amor de padre, y porque, en suma, tiene usted bastante dinero que dar, y halla V. un hidalgo con bastante poca vergüenza para tomarle sin motivo justificado.
-A mi vez suplico yo también a V. que no entremos en cuestiones inútiles. Yo no he venido aquí a discretear ni a filosofar.
-Yo no discreteo ni filosofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fue un acaso; no fue algo independiente de nuestro libre albedrío. El que usted haya encontrado a Clara; el que ella sea bonita, por donde juzga V. que no debe casarse con D. Casimiro ni ser monja, y el que tenga V. más de cuatro millones, no son cosas que de su voluntad de V. han dependido. Para V. son casuales, aunque por Dios estuviesen previstas y preparadas, como lo está cuanto ocurre en el universo.
-Vamos, señora, no apure V. mi paciencia. Tan casual será todo eso, como el haber yo encontrado a V. en Lima, el que fuese V. bonita y el que yo no fuese un monstruo de feo. Lo que no fue casual, sino voluntario, fue la caída; pero tampoco es casual, sino voluntario, el rescate. Será casual, no dependerá de mi voluntad el tener cuatro millones, pero es voluntario, es mi voluntad misma el darlos. Clara, no por casualidad, sino por un acto libre, está ya rescatada del cautiverio, al cual, según V. juzga, y no sin razón, se hallaba sometida por otro acto, que no supongo que considere V. más voluntario, más reflexionado, más meditado y más deliberado con perfecta claridad en la conciencia. Hasta este punto el diálogo había sido de pie. Doña Blanca ni se sentaba ni ofrecía asiento al Comendador. Éste, después de un momento de pausa, porque Doña Blanca no respondió al punto a su último razonamiento, dijo con serenidad:
-Mire V., señora: yo no quiero que disertemos ni que divaguemos. Tengo, no obstante, mucho que hablar; y para que la conferencia sea breve, importa proceder sin desorden. El desorden no se evita sino con la comodidad y el reposo. ¿No le parece a V., pues, que sería bueno que nos sentásemos?
Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió hablando.
-Mi resolución -dijo-, es irrevocable. Sea por lo que sea: por un capricho, porque Clara es bonita, porque he tropezado con ella casualmente en mi camino, por lo que a V. se le antoje, yo la he rescatado. Todo lo que herede ella por muerte de su marido de V. lo gozará ya, con años de anticipación, el que debiera heredarle, si Clara no viviese. Viva, pues, Clara. Vengo a pedir a V. su vida.
-A lo que viene V. es a insultarme. ¿Mato yo acaso a Clara?
-Lejos de mí el propósito de insultar a V. Sin querer, podría V. acaso matar a Clara, y esto es lo que vengo a evitar. Para ello estoy resuelto a apelar a todos los medios.
-¿Me amenaza V.?
-No amenazo. Declaro mi pensamiento sin rebozo.
-¿Y qué me toca hacer, según V., para evitar que Clara muera?
-Disuadirla de que sea monja.
-Eso es imposible. Yo no creo que entrar monja sea morir, sino seguir la mejor vida.
-Ya he dicho que no discuto, ni trato de teologías con V. Concedo, pues, que la vida del claustro es la mejor vida; pero es cuando hay vocación para seguirla; cuando no se va al claustro desesperada, casi loca, llena de desatinados terrores.
-Vuelvo a repetir a V. que me deje, Sr. D. Fadrique. ¿Para qué hablar? Nos atormentaremos y no nos entenderemos. Usted llama terrores desatinados al santo temor de Dios, desesperación al menosprecio del mundo, y locura a la humildad cristiana y al recelo de caer en tentación y de faltar a los deberes. Usted considera muerte la vida que en este mundo se asemeja más al vivir de los ángeles. ¿Cómo, pues, hemos de entendernos? Usted me honra más de lo que merezco, pensando que me acusa, al suponer que yo he inspirado a mi hija tales ideas y tales sentimientos.
-Por amor del cielo, mi señora Doña Blanca, yo no sé por quién conjurar a V., en nombre de quién suplicarle, que no involucre las cosas, que no me oiga con prevención, que atienda al bien de su hija, y que no dude de que yo vengo aquí, la molesto con mi presencia y la mortifico con mis palabras, sin prevención también, y sólo por el deseo de ese bien impulsado. ¿Cómo he de condenar yo el santo temor de Dios, el menosprecio del mundo, si es razonable, y la humildad cristiana, que nos lleva a desconfiar de nuestra flaca y pecadora naturaleza? Lo que yo condeno es el delirio. Concedería que Clara tomase el velo aun cuando no le tomase después de pensarlo reflexivamente; aun cuando lo tomase por un rapto fervoroso de devoción; pero lo que no concedo, lo que no consiento es que le tome en un arrebato de desesperación. Sería un suicidio abominable y sacrílego.
-¿Y de dónde infiere V. que Clara está desesperada? ¿Quién se lo ha dicho a V.? ¿Qué motivos tiene ella para desesperarse?
-Nadie me lo ha dicho. Basta mirar a Clara para conocerlo. Usted misma lo conoce. No disimule V. que lo conoce. Si no temiese V. hasta por su vida corporal, ¿no hubiera ya dejado que entrase en el convento? Al darle ahora la libertad que le da, ¿no lo hace V. excitada por el deseo de que su salud se mejore? En cuanto a los motivos de su desesperación, concretamente yo los ignoro; pero los percibo de cierta manera confusa. Usted la ha hecho dudar de sí más de lo que debiera: sin prever un resultado tan funesto, ha infundido V. en su espíritu que está predestinada a pecar si no busca asilo al pie de los altares. En suma, V. la ha envenenado con tal desconfianza, que ella, al sentir los latidos de su corazón juvenil y la lozanía de la vida en su verde primavera; al ver el fuego, si puro, ardiente de sus ojos; al oír la voz de la naturaleza, que la incita a que ame; al soñar acaso con lícitas venturas, logradas en este mundo al lado de un ser de su misma humana condición, se ha figurado que era presa de impuras pasiones, se ha creído perseguida por los monstruos del infierno, y para no ser ella un monstruo, ha querido refugiarse en el santuario.
-Demos que todo eso sea exacto -replicó imperturbable Doña Blanca-. Demos que los hechos son los mismos para V. y para mí. La diferencia subsistirá siempre en la manera de apreciarlos. Si Clara se va al claustro, no ya por puro amor de Dios, sino por temor de ofenderle, por considerarse sobrado frágil para resistir las tempestades del mundo y por miedo de sí misma y del infierno, Clara, a mi ver, no desatina: Clara procede con recto juicio y consumada prudencia. Los motivos de su vocación para la vida religiosa, si no son los más elevados, son buenos. Lejos de mí el tratar de disuadirla, aunque pudiese. A fin de que goce Clara una efímera e incierta dicha en la tierra, no he de oponerme yo a que tome el camino que más derechamente pueda llevarla al cielo. No por dar gusto a V. he de aconsejar yo a Clara, cuando la nave de su vida va a entrar ya en el puerto segurísimo y abrigado, que vuelva la proa y que se engolfe en el piélago borrascoso, donde puede zozobrar y hundirse con eterno hundimiento.
-Sí -interrumpió el Comendador, harto ya-, lo mejor es que se muera para que se salve.
-¿Y cómo negarlo? -respondió fuera de sí Doña Blanca-. Más vale morir que pecar. Si ha de vivir para ser pecadora, para su eterna condenación, para su vergüenza y su oprobio, que muera. ¡Llévatela, Dios mío! Así me hubiera muerto yo. ¡Cuánto más me valiera no haber nacido!
-Los mismos furores de siempre. Está V. como atormentada de un espíritu maligno. Yo me lo sabía. Yo tengo la culpa de todo. Yo hubiera debido robar a mi hija de la casa de V., y criarla conmigo, y hacerla dichosa, y darle mi nombre.
-Bendito sea Dios porque no ha sido así. ¡Criada mi hija por un impío! ¿Qué hubiera sido de ella? ¡Debe de ser repugnante una mujer sin religión!
-No sé lo que será una mujer sin religión, ni hubiera sido mi propósito que mi hija no la tuviera. Lo que sé es que una mujer exaltada por el fanatismo religioso puede hacerse insufrible.
-¡Qué feliz sería yo si tal hubiera aparecido a los ojos de V. desde el principio! ¡Cuántos males se hubieran evitado! Pero V. pensaba entonces de otra manera, y me persiguió con constancia, me pretendió con terquedad, y no hubo medio de seducción, ni mentira, ni engaño, ni blandura de regaladas palabras, ni encarecimiento de amante que muere de amor, ni promesa de darme toda el alma, que V. no emplease para vencer mi honrado desvío. Llegó V. a alucinarme hasta el extremo de anhelar yo perderme por salvar a V. ¡Aquél sí que fue delirio! ¿Pues no llegué a soñar con que, cayendo yo, iba a ganar su alma de V. y a sacarla de la impiedad en que estaba sumida? ¿Pues no me desvanecí hasta el punto de creer que, incurriendo con V. en el pecado, había de levantarle y traerle luego conmigo en la purificación y en la penitencia? ¿De qué artificios no se vale el demonio para envolvernos en sus redes? Yo estaba ciega. Creí ver en V. un hombre extraviado que me enamoraba, que estaba prendado de mí, a quien por amor mío iba yo a cautivar el alma, haciéndola capaz de más altos amores. No advertí que ni siquiera era V. capaz del bajo y criminal amor de la tierra. Usted buscaba sólo la satisfacción de un capricho, un goce fácil, un triunfo de amor propio. V. creyó que, una vez vencido mi desvío, que después de un instante de pasión y de abandono, todo sería paz, todo lo olvidaría yo por V., para que V. me hallase siempre sumisa, alegre, con la risa en los labios. V. imaginó que yo iba a matar en mi alma todo remordimiento, toda vergüenza, toda idea del deber a que había faltado, todo temor de Dios, todo respeto a mi honra, todo sentimiento amargo de su pérdida, todo miedo a las penas del infierno, todo aguijón en la conciencia. Se equivocó V., y por eso le parecí insufrible. Era V. dueño de mi alma; pero, así como en tierra de valientes y generosos, que jamás olvidan lo que deben a su patria, sólo posee el feroz conquistador la tierra que pisa, así V. no me poseía sino cuando hasta de mí misma me olvidaba. Cuando no, me alzaba yo contra V., trataba de limpiar mi culpa con la penitencia, y luchaba siempre por libertarme. ¿Cuánto, no obstante, hubiera debido enorgullecer a V. cada una de sus victorias, aun siendo impío, sí hubiera V. acertado a comprender la grandeza sublime y tempestuosa de las grandes pasiones? Horribles eran aquellas frecuentes luchas; pero V., cuando triunfaba, triunfaba, no sólo de mí, sino de los ángeles que me asistían; de mi fe profunda; del cielo, a quien yo invocaba; del principio del honor arraigado en mi alma, y de mi conciencia acusadora y severa contra mí misma. V., que sólo buscaba alegría y deleite, se fatigó de luchar. Así me liberté del cautiverio infame. Alabado sea Dios, que lo dispuso. Alabado sea Dios, que ha castigado después tan justamente mi culpa; pero, se lo confieso a V., el castigo que más me ha dolido siempre, el que más me duele todavía, es el tener que despreciar al hombre que he amado. Ya lo sabe V. Usted me halla insufrible: yo le hallo a V. despreciable. Váyase de aquí. Salga de aquí, o haré que le echen. ¿Quiere V. delatarme? ¿Quiere V. declararme culpada? Hágalo. No temo ya desventura ni humillación, por grande que sea. Sépalo V. de una vez para siempre: me alegro de que Clara entre en un convento. No seré tan vil, que por miedo de V. falte a mi deber inculcándole lo contrario. Ahora, márchese; salga de mi casa; déjeme tranquila.
Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué había de contestar éste? Doña Blanca pareció frenética a los ojos del Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal caballero si respondía. Guardó silencio. Vio el asunto perdido, al menos por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio.
Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado. Apenas se vio en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del zaguán y se lanzó a la calle, respirando con delicia el ambiente, como quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se hallaba sumergido.