El comendador Mendoza: 30
Capítulo XXIX
La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena que hemos descrito, Doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza de salvarla.
Su hija y Lucía la habían cuidado, la habían velado con el mayor cariño y esmero.
Los accesos de delirio se habían renovado con largas intermitencias de postración.
La cabeza de Doña Blanca se despejó al cabo por completo; pero su estado era digno de lástima: la respiración, corta y anhelante; la voz, alterada y ronca; imposibilidad de estar acostada; necesidad de estar incorporada.
Los médicos declararon al P. Jacinto que había sobrevenido un grave impedimento a la circulación de la sangre en el mismo corazón, y que, si crecía el impedimento, se seguiría la muerte.
El padre dejó percibir a Clara aquel terrible pronóstico, con la mayor delicadeza que pudo, y confesó y administró a la paciente.
En aquel momento supremo, a las puertas de la eternidad, Doña Blanca depuso la dureza de su genio, su orgullo y su amargura, y no guardó en el alma sino la fe vivísima, que hizo renacer en ella las esperanzas ultramundanas y abrió el manantial de las más puras consolaciones.
Doña Blanca llamó a D. Valentín, le abrazó y le suplicó que la perdonase. D. Valentín, muy afligido y lloroso, y no menos humilde, contestó que nada tenía que perdonar; que él era el culpado, pues no había sabido hacer dichosa a una mujer tan santa y tan buena.
El rostro macilento de Doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor. Sus labios exhalaron un triste suspiro.
A Clara la llamó a sí Doña Blanca, le dio un beso en la frente, y le dijo al oído con acento apenas perceptible:
-Di a tu padre que le perdono. Tú, hija mía, sigue los impulsos de tu corazón. Eres libre. Sé honrada. No te cases si no le amas mucho. Mira no te engañes. Lo sé todo... Me lo ha dicho el padre Jacinto. Si le amas y merece tu amor, cásate con él.
Pocos instantes después exhaló Doña Blanca el último suspiro, diciendo con ahogada y sumisa voz:
-¡Jesús me valga!
El dolor de Clara fue profundo. Silenciosamente lloró la muerte de su madre.
Lucía lloró también y trató de mitigar con su afecto el dolor de su amiga.
El P. Jacinto, acostumbrado al espectáculo de la muerte y familiarizado con ella, cerró piadosamente los ojos y la boca de la difunta, que se habían quedado abiertos; puso sus manos en cruz, y la extendió en el lecho.
El débil D. Valentín, cuando vio muerta a su mujer, sintió por un lado una pena muy viva, porque todavía la amaba; pero, por otro lado, según aseguran malas lenguas, que siempre están de sobra, advirtió cierto alivio, cierto desahogo, cierto infame deleite en su alma, como si le quitaran un enorme peso de encima, como si le libertaran de la esclavitud. Tan opuestas pasiones, batallando dentro de su nerviosa y débil constitución, le hicieron romper en risa sardónica. Después se asustó de sí mismo; se creyó peor de lo que era, tuvo miedo del diablo; tuvo vergüenza de que Dios, que todo lo ve, viese la sucia fealdad de su conciencia, y se compungió y amilanó. Acudieron entonces a su memoria los amores pasados, los dulces días de la ilusión, el tiempo en que su mujer le quería; y todo ello enterneció por tal arte aquel pecho nada varonil, que el desgraciado se deshizo en lágrimas, dando sollozos, gemidos y hasta gritos, moviendo a gran compasión el verle y el oírle.
El P. Jacinto llevó a D. Fadrique la noticia de la catástrofe.
Don Fadrique, retirado en su cuarto, aguardaba siempre con ansiedad noticias de la enferma. Esta vez, al mirar al P. Jacinto, el Comendador leyó en su rostro lo que había ocurrido.
-Ha muerto-, dijo el Comendador.
-Ha muerto-, respondió el fraile.
El Comendador no replicó palabra. Inmóvil, de pie, callado, sintió un dolor mezclado de remordimiento. Dos gruesas y amargas lágrimas rodaron por sus mejillas.
-Te ha perdonado -dijo el P. Jacinto.
-¡Ah, padre!... yo no me perdono... Me sería menos insufrible en la memoria el recuerdo de una afrenta no vengada... de una vileza en que yo hubiese incurrido... de una mancha en mi honor... En cualquiera otro caso me sería más fácil conciliarme conmigo mismo. Aunque Dios me perdone... yo no me perdono.