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El corazón de la mujer/IV

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Gran arte de vivir es el sufrimiento;
hondo cimiento de la virtud es la paciencia.
JUAN NUREMBERG


-¡Qué casualidad! -exclamó don Enrique-. Yo conocí en Neiva a la hermana de esa misma Mercedes, a Juanita Vargas.

-¿De veras? -preguntamos todos.

-No me queda la menor duda...; qué familia tan desgraciada -añadió-, pues ésta tuvo también mucho que sufrir.

-Cuéntenos usted lo que le sucedió -dijimos en coro.

-La historia sería muy larga de referir.

-¡Mejor! -exclamó don Felipe-, propongo que en cambio cada uno cuente alguna cosa: ¿no es justo, señor cura?

-Por mi parte, yo no me hallo con fuerzas para desempeñar mi...

-Eso no puede ser... un sacerdote es el que más dramas verdaderos ha presenciado... así pues, vaya preparándose.

-¿Veremos..., y usted?

-Yo cumpliré. Y no crean ustedes -añadió volviéndose a donde Matilde y a mí-, no crean que están exentas ustedes de la común obligación.

-Por supuesto -contesté-, pero mientras tanto don Enrique nada dice.

-¡Cómo no! siempre cumplo lo que ofrezco, aunque tal vez les pesará haberme nombrado orador, pues yo nunca lo he sido. Esta narración en boca de otro podría ser interesante; pero mucho me temo que desempeñándola yo resulte fría y monótona.

Ahora muchos años, no sé cuántos, una señora de Neiva de nombre Marcelina volvió de Bogotá, adonde había pasado algún tiempo, y a su regreso, entre las novedades que sus amigas encontraron que criticarle, llevaba una muchacha muy bonita en calidad de costurera o ama de llaves. Juanita Vargas, que así se llamaba, era de un carácter adusto y retraído, pero gracias a sus hermosos ojos, su dulce y melancólica sonrisa unida a modales cultos y aspecto elegante y distinguido, pronto llamó la atención de los neivanos. Entre otros un hijo de la señora Marcelina y un hermano suyo tuvieron graves disgustos a causa de ella; y aunque su conducta fue irreprensible, las mujeres envidiosas de su atractivo y las malas lenguas que no comprenden que puede haber virtud verdadera rodeada de tentaciones, se cebaron en su reputación. Vivía, pues, la pobre niña oculta en la casa de su señora, llorando mientras doña Marcelina le reprochaba a cada instante las bondades que había tenido para con ella.

Por ese tiempo regresó a Neiva e insistió en sus anteriores pretensiones un joven comerciante dueño de una pequeña tienda, escaso de fortuna pero trabajador, quién había sido despedido por Juanita quitándole toda esperanza. Sin embargo, lo muy martirizada que vivía la decidió a vencer su repugnancia y emanciparse aceptando al fin su mano. A doña Marcelina le encantó ese desenlace, pues no podía perdonarle su belleza y el haber tenido que desterrar de Neiva a su hijo por causa de ella, y viéndola vacilar la exasperó para precipitarla a casarse a pesar de la frialdad con que recibía al novio.

Si su vida en casa de doña Marcelina había sido dura y trabajosa, su existencia después de casada fue peor, Bonifacio, su esposo, era un hombre de mal genio, exigente y cuyo carácter hacía cada día más difícil la tarea de agradarle. Llegó Juanita, a desesperarse en términos que un día pidió consejo a su antigua señora, pero ésta la rechazó con rudeza y le hizo comprender que no tenía que esperar nada de ella, por lo que la pobre mujer, viéndose desamparada se propuso ser paciente, inclinó su cabeza al yugo y sufrió callada. Dos niños vinieron a consolarla al cabo, infundiendo algún interés a su existencia.

Hacía ocho o diez años que Juanita se había casado cuando mis negocios me llevaron a Neiva, y Bonifacio, con quién tenía algunas relaciones de comercio, me introdujo a su casa. La distinguida aunque marchita fisonomía de Juanita me llamó la atención, y en breve, al ver sus sufrimientos, la cobré un verdadero cariño originado en la compasión que me inspiró su dulzura en contraste con lo brusco y duro de su marido, representándoseme el cuadro de una delicada flor azotada por una continua tempestad.

Cierto día Bonifacio tuvo que ausentarse a comprar mercancías para su tienda, y a su vuelta notamos, que no salía nunca de casa. Pregunté a Juanita si su esposo estaba enfermo.

«No sé qué pensar -me contestó turbada-, desde que volvió su modo de ser ha cambiado completamente, y aunque dice que nada tiene, vivo encerrado en su cuarto y hasta se hace llevar allí los alimentos, no permitiendo que entremos ni sus hijos ni yo.»

Así se pasaron muchos días, hasta que Juanita, deseosa de buscar algún consuelo a sus penas, me llamó para decirme que no sabía qué hacer con Bonifacio que continuaba encerrado siempre.

«¿Y qué quiere usted que haga?» -le preguntó.

«Que busque algún pretexto para hablarle, y hacerle notar que su conducta incalificable nos llena de afán y no sé que contestar a los que me frecuentan por él. Además -añadió bajando los ojos-, ya casi no hay nada en la tienda: el abandono completo de sus negocios me pone en mil apuros; mi trabajo no alcanza para atender a todos los gastos de la casa...»

¡Pobre mujer! efectivamente estaba extenuada y se comprendía que debía de haber sufrido mucho antes de atreverse, ella tan tímida generalmente, a dirigirse a mí.

Esa noche pudimos hablar a solas Bonifacio y yo. A pesar de la oscuridad de la pieza, apenas entró a ella lo vi tan desfigurado, que comprendí todo; ¡el infeliz estaba lazarino!

-¿Para qué me necesitaba usted con tanta premura? -me preguntó tratando de ocultar sus facciones.

Díjele aunque con embarazo lo que deseaba su mujer.

-¿Y usted no adivina el motivo de mi extraña conducta?

No me atreví a negarle que lo comprendía.

-Sí -exclamó dolorosamente-; ¡ya está muy visible mi mal! Soy repulsivo para todos; noté el movimiento de usted al verme, y ya había notado igual cosa, en mi último viaje, en otras personas..., por eso me oculto como un criminal.

-Pero...

-No hablemos más -prorrumpió poniéndose en pie-, usted tenía curiosidad de verme; ya está satisfecho; ¡vaya ahora a hacerselo saber a todo Neiva! ¿Todavía permanece ahí? -añadió-: infiero que no tendría más que decirme...

Un movimiento de cólera me sobrevino, y dominado por él me dirigí a la puerta del cuarto, pero recordando a la pobre familia me detuve diciéndole:

-No me ha traído la curiosidad, pues ésta, si la tuviera, podría emplearla mejor. Vengo de parte de Juanita, como dije antes, a explicarle que habiendo usted dejado el trabajo completamente, su familia no tiene de qué subsistir.

No me contestó.

-¿Qué piensa usted hacer? -añadí.

-Yo no pienso -me contestó ocultando la cara entre las manos-; ¡soy un desdichado! Escúcheme usted y perdonará mis duras palabras. No soy de aquí: hace mucho tiempo que me dijeron que tenía el germen de ese horrible mal, y esta idea amargaba mi vida y me hacía duro y agrio con cuantos me rodeaban. Me casé sabiendo que mi esposa no me amaba y ésta idea me hacía cruel para con ella..., ¡y ahora, ahora me odiará más que nunca!

Me explicó entonces que deseaba huir de su casa y vivir lejos, muy lejos, y me pidió que le dijera eso a Juanita, suplicándome además que le buscara modo de dejar ocultamente su casa al día siguiente.

Pensé que puesto que Juanita había sufrido tanto con Bonifacio, acogería la idea de una separación si no con gusto, a lo menos sin repugnancia, pero me equivoqué: ¿quién comprende a las mujeres?

Cuando le referí el resultado de nuestra conferencia se manifestó muy agitada y prorrumpiendo en llanto exclamó:

«¡Lazarino! ¡Dios mío... lazarino! ¡y yo que lo acusaba de odio por mí, yo desdichada, no comprendía que su mal genio provenía de sufrimientos atroces!»

Desde ese día Juanita cambió completamente de modales con Bonifacio; en vez de su habitual frialdad manifestó hacia él una infinita compasión que se convirtió en profundo cariño por el desgraciado. Se consagró completamente a servirle y sufría con una santa paciencia el mal humor y las crueles palabras del enfermo, no queriendo separarse de él por ningún pretexto. Pero al fin le hicimos comprender que por el bien de su familia debía alejar al lazarino de su casa, y obtuvimos que le permitiera ir a vivir a una casita separada de su habitación por todo el solar, aislándola mediante una cerca de madera sin puerta, por encima de la cual le pasaban lo que necesitaba.

La salud de Juanita desmejoraba día por día, pues su trabajo apenas alcanzaba para proporcionar comodidades a Bonifacio, descuidando sus propias necesidades. Al cabo de dos o tres años, habiéndome alejado de Neiva, mis negocios me llevaron otra vez allá y fui a visitar a mi pobre heroína. Parecía una sombra, pero valiente como siempre procuraba ocultar sus sufrimientos. Al través del cercado hablé con Bonifacio, y éste me refirió que un tío suyo que tenía un buen curato en una lejana provincia, al saber la situación precaria de su familia, había escrito diciendo que con mucho gusto daría albergue y educación a los hijos de su sobrino, con la condición de que Juanita fuese a atender la casa del curato como ama de llaves; pero ella no había querido absolutamente abandonarlo, desoyendo sus súplicas en favor de sus hijos; aunque el tío había ofrecido dar una generosa pensión al lazarino.

Nada pudo vencer la resistencia de Juanita. Sus dos niños, Pedro y Joaquín, eran inteligentes, pero como no había forma de darles educación crecían entregados al ocio, y eran la plaga de la vecindad, haciendo mil travesuras en las calles y casas de los alrededores. Un día llevaron a Pedro aporreado y gravemente herido de resultas de una pelea que había tenido en la calle. Bonifacio al saberlo se exasperó y exigió que partiera su mujer con sus hijos, diciéndole palabras tan crueles, animado por aquella injusticia hacia todo, que caracteriza a los que sufren esa enfermedad, que Juanita, profundamente afligida, se resignó a cumplir sus órdenes y empezó a preparar el viaje.

Su aspecto era tan tranquilo, su resignación tan silenciosa que temí que tuviera algún proyecto terrible, y así se lo signifiqué.

«¿Se admira usted de mi resignación? -me contestó-: ¿no ve usted que Bonifacio me ha dicho que soy mala madre y mujer desconsiderada y desobediente?»

Al fin llegó el día de la partida. Yo había ofrecido ir a verla por la última vez, y aún no había aclarado cuando llegué a la casa. Las bestias estaban ensilladas y Pedro y Joaquín con sus vestidos de viaje esperaban a su madre para ir a despedirse del infeliz lazarino. Compareció ella al fin, y tomando a los niños de la mano se encaminó a la habitación de su esposo.

Yo la seguí sin ser visto. Llegó al pie de la cerca se arrodilló y con voz apagada llamó a Bonifacio.

Un grito como rugido de pantera, expresión de un dolor inmenso, fue la contestación que se oyó detrás de la cerca. En seguida gritó:

-¡Adiós! ¡adiós...! ¡adiós mis hijos...! ¡mi pobre Juanita...! -los sollozos ahogaron su voz.

¡El llanto de un hombre es siempre tan doloroso! Los niños gritaron de terror, de espanto y Juanita cayó casi exánime al pie de la cerca, apretándola con ambas manos como para romperla.

-¡Bonifacio! -exclamó incorporándose-. No puedo partir..., no me voy...

Pero al oír estas palabras cesaron los sollozos del otro lado de la cerca: sucedió una especie de ronquido prolongado, y se oyó al lazarillo correr y cerrar la puerta de su habitación. Entonces me adelanté y tomando de la mano a Juanita, que seguía llamándolo con tristeza desgarradora, la llevé a la casa, la obligué a montar con los niños y los acompañé hasta la salida de la ciudad, a tiempo que se levantaba un sol brillante que inundaba con sus alegres rayos todo el paisaje.

Calló don Enrique.

-¿Y el pobre lazarino quedó abandonado? -preguntamos todos.

-Me falta el epílogo todavía -contestó.

Tuve que ausentarme de Neiva, y cuando algunos meses después volví, mi primera visita fue a Bonifacio. Una mujer al parecer plebeya estaba sentada al pie del cercado del lazarino y le hablaba a la sazón. Al acercarme se levantó presurosa: ¡era Juanita!

-¡Usted aquí! -exclamé.

-Sí... ¿no es este mi lugar?

-¿Pero cómo volvió?

-Usted sabe -me contestó-, la repugnancia con que partía; mas tuve que acceder al consejo de todos, a la necesidad de abrir un porvenir a mis hijos y sobre todo a las órdenes de Bonifacio: pero guardaba en mi pecho un intento que al fin realicé. Luego de instalada en casa del tío de Bonifacio, el doctor Álvarez, conociendo que había cobrado cariño a los niños y que realmente los tomaba bajo su protección, me llené de remordimientos al pensar en la aflicción de este desgraciado, y sin decir nada a persona alguna, sin despedirme, puse por obra mi proyecto, vendí las pocas joyitas que tenía para sobrevenir a los gastos de viaje y una madrugada dejé a mis hijos dormidos y me huí... no los volveré a ver.

Juanita se inclinó para ocultar las lágrimas que le apagaron la voz.

-Y llegó aquí vestida como usted la ve -añadió la voz de Bonifacio detrás de la cerca-. Una noche oí que me llamaban y creí reconocer su voz, pero pensé que era una alucinación; sin embargo, oyéndola de nuevo y persuadido de que sólo Juanita podía acordarse de mí, salí y la encontré... ¿Por qué ha puesto Dios a este ángel a mi lado? No lo comprendo porque no lo merezco.

-¿Y el doctor Álvarez sabe que usted está aquí? -pregunté a Juanita.

-No, ni él, ni nadie. Deseo permanecer oculta. Estoy segura de que continuará protegiendo a los niños, pero al saber en dónde estoy exigiría mi vuelta.

-¿Y de qué vive usted?

-Coso, bordo y el producto de mi trabajo me alcanza para vivir y traerle a Bonifacio tal cual cosa que se le antoja. Mi alojamiento está en otro barrio en donde nadie me conoce, ¡y aún cuando así no fuera quién se ocuparía de mi existencia! La persona a quien encargó el doctor Álvarez que cuidara de Bonifacio viene todos los días, pero no me ha visto.

Todo esto lo decía con suma naturalidad, y con la sencillez de quien refiriese las más comunes acciones de la vida. Su aspecto era más animado, su mirada más viva y se notaba en ella cierta irradiación del alma: ¡tal es la influencia de una noble acción, y la conciencia de un deber cumplido!

No he vuelto a Neiva, y por consiguiente ignoro qué ha sido de aquellos desventurados.



-Esto es sublime -dijo don Felipe-; en este hecho se revela el gran sentimiento de abnegación que es el fondo de un verdadero corazón femenino. Nosotros podemos admirar, creemos adorar, pero rara vez sabernos amar así. ¡Amar hasta el sacrificio sólo por un sentimiento de compasión, amar sin esperanza de recompensa alguna, no está en nuestra naturaleza!

-Ya que usted es tan elocuente respecto de ese sentimiento -dijo mi hermana-, no dudo que recordará algún ejemplo que corrobore sus ideas.

-¡Si hay tantas maneras de amar!

-Pues bien, hablemos de alguna de ellas en particular.

-Ahora no tengo coordinadas mis ideas..., tal vez el señor cura...

-Ya es muy tarde -contestó éste-, y será bueno aplazar nuestras narraciones hasta mañana.