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El coro de ángeles

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Cuentos amatorios
El coro de ángeles

de Pedro Antonio de Alarcón


- I - Un alma a la moda


Eran las siete menos cuarto de una mañana de Diciembre, y aún no habían llegado al horizonte de Madrid ni tan siquiera noticias de un sol que debió ponerse la tarde antes a las cuatro y media, pero del cual, hacía ya algunas semanas, sólo se sabía en la Corte por escrito, o sea por el almanaque, puesto que las nubes de un obstinado temporal no permitían verlo cara a cara y en persona.

A eso de las siete y cinco minutos recibiose al fin un parte telegráfico, mojado por la lluvia e interrumpido por la niebla, que venía a decir algo parecido a lo siguiente:

«Palacio de la Aurora. -Distrito de Madrid. -Dios a los hombres:

»Señores: Acaba de amanecer un día más. -El de ayer queda archivado por el padre Petavio en la página 347 del legajo 5940 de los tiempos. -Estamos a 13, Santa Lucía. -Hace un frío de todos los demonios. -Dejen ustedes la cama. Cada uno a su trabajo, y cuenten ustedes conmigo. -Muy buenos días».

Excusado es decir que este parte telegráfico cundió con la velocidad del rayo por los cuatro ángulos de la población.

Y, en efecto, pocos momentos después conociose que el sol debía de andar por el cielo, y dio principio en las calles y en las casas una de esas mañanas frías, infalibles, indiferentes a nuestros pesares, que llegan sin que nadie las llame, quizás contra los deseos de alguno, a finalizar una noche de amor o de escándalo, o a poner término a triste vigilia pasada a la cabecera de un moribundo. Mañanas súbitas, inesperadas, alevosas, ni profetizadas por el lucero del alba, ni coronadas por el rocío, ni arreboladas por nubecillas crepusculares, y que, de consiguiente, no hacen madrugar a las flores ni a las niñas de trece años, ni obtienen saludos de las codornices enjauladas en los balcones, ni son desperezadas por el viento perfumado de las selvas. Mañanas, en fin, que se parecen al Diario de Avisos en que se meten en vuestra casa, por debajo de la puerta, todos los días, irremisiblemente, diciéndoos: «El mes adelanta, y vuestros acreedores lo cuentan con los dedos...»; lo cual os hace saltar de la cama, lamentando tener tan buena salud, o deseando ardientemente ser empleado del Gobierno, o pidiendo a Dios que resulten ciertos los pronósticos de que se aproxima el fin del mundo.

Decíamos que dio principio una de esas mañanas.

En aquel momento apareció en la puerta de cierta magnífica casa de la calle del Barquillo un gallardo y elegante joven de veintidós a veintitrés años, el cual miró a la calle, como si temiera ser visto por los transcuntes, y se deslizó después, pegadito a la acera, como si tampoco le acomodara ser divisado desde los balcones de la casa que acababa de abandonar.

Todas estas precauciones eran necesarias, puesto que su traje, nada propio de la hora ni del estado del cielo y de la tierra, daba a entender al menos malicioso que el tal madrugador no vivía allí, y que, sin embargo, allí había pasado la noche...

Nos explicaremos. Acabamos de decir que estaba amaneciendo y que llovía Pues bien; Alejandro (que así se llamaba nuestro joven) iba vestido de baile, a juzgar por su zapato de charol, su corbata blanca, su gibus y su pantalón de finísimo paño negro. -El frac no se veía, gracias a un misericordioso paletot; pero se adivinaba fácilmente. -Era indudable que la noche anterior había habido baile en aquella casa, y era indudable también que el baile se acabó hacía ya algunas horas, a juzgar por el orden y reposo que reinaban en el edificio, y dado asimismo que en la calle no había ningún coche particular ni de alquiler...

Hecho, pues, una sopa (y sin que le importase mucho, según la lentitud con que marchaba), el apuesto joven salió a la calle de Alcalá, subiola perezosamente, y penetró en el café Suizo, cuyas puertas se abrían al público en aquel instante.

El joven estaba pálido y melancólico. De vez en cuando dilataba sus fatigados ojos, como para abarcar de una mirada todos los recuerdos de aquella noche. También hubiérase dicho que le hablaban al oído, al verlo sonreír súbitamente y mover los labios como si contestase al eco de alguna voz. Notábase, en fin, la presencia de una mujer en el espíritu y hasta en el cuerpo de Alejandro.

A esa hora, cuando no se ha dormido, todo nuestro ser está dominado por las circunstancias del insomnio. El que ha pasado la noche en diligencia, cree que viaja todavía. El que en un baile, oye la música en su cerebro, y ve las parejas y las luces, y siente los pisotones y los codazos. El que ha estado solo, durante cuatro horas de misterio, en el gabinete de una gran mujer, siéntese penetrado de su alma, de su vida, de su voz, de su aroma, de su fuego... Y es de ver con qué aire de sonambulismo andan por las calles estos últimos trasnochadores, con qué desdén miran a, cuantos se encuentran, cómo desafían las artes de todas las coquetas habidas y por haber...

Tal era la actitud de Alejandro, con la sola diferencia de que su rostro expresaba, más que amor, asomos de melancolía, o quizás un principio de disgusto; algo, en fin, que había sobrenadado aquella noche en el revuelto mar de ajenas y propias complacencias.

Un mozo del café, que limpiaba los espejos, llegose a él entonces y lo arrancó de sus fantasmagorías eróticas, diciéndole maquinalmente:

-¿Qué va a ser?

Alejandro pidió chocolate. Se lo sirvieron, y lo tomó con visible apetito.

Desde aquel momento comenzó a desvanecerse la sombra de la gran mujer. La boca del joven sabía ya a chocolate, que no a regalados besos, y un cigarro de la Vuelta de Abajo se encargó de disipar en su nariz la última ráfaga del aroma querido...

Bostezó, pues, nuestro desdeñoso Adonis con creciente mal humor, y salió del café rápidamente, conociendo sin duda que había perdido la noche, que tenía mucho sueño, y que, por tanto, perdería también el día.

Seguía lloviendo, cada vez con más fuerza; por lo que se detuvo, y pensó mandar a la Puerta del Sol en busca de un coche de alquiler que le condujese a su casa, calle de Isabel la Católica; pero arrepintiose luego, y, sin reparar en la lluvia, dirigiose a pie a la calle del Príncipe, en medio de la cual se paró delante de una casa, no muy grande, bien que de graciosa y elegante apariencia.

La puerta estaba cerrada todavía, así como todos los balcones. El joven fijó sus ojos en una de las rejas del entresuelo, y permaneció más de media hora inmóvil como una estatua.

Lo que allí pensó fue menos malo que lo que pensó en el café Suizo. Refiramos, pues, sus pensamientos.

-Esa es la reja de su gabinete (se dijo Alejandro). Enfrente está la puerta de su alcoba. Allí duerme en este instante la niña de diez y siete años. Ha pasado la noche en un sólo sueño, mecida por su inocencia. -¿En qué ha pensado? ¿Qué ha soñado? ¿Se ha acordado de mí? -Anoche, en el baile, cuando vio que me quedaba, a pesar de que se marchaban mis amigos, sonrió con ironía, como echándome en cara mis relaciones con la Baronesa. -¿Eran celos? ¿Era odio? ¿Era amor? ¿Era desprecio? -Yo no sé... ¡Y este es mi mayor martirio! ¡Sólo sé que soy un miserable! -¡Oh, niña sin corazón! ¡orgullosa hermosura! Si es verdad que me amas, ¿por qué no me lo dices cuando te lo pregunto? Y si no me amas, ¿por qué me miras, por qué me enloqueces, porqué me quitas el sueño? -¡Oh, tesoro de perfecciones, escondido a todas las miradas, en la soledad de un lecho virginal! Saber que estás a diez pasos de mí ahí enfrente detrás de esos cristales, indiferente a la pasión, avara de tus hechizos, sorda a la voz de tu juventud, superior a la naturaleza que te ha engendrado; adivinarte en tu indiferente reposo, dormida sobre la palma de la mano derecha, con el brazo izquierdo cruzado sobre el seno, con el lujoso cabello recogido en un ancho bucle, como yo sé que tú duermes, como una vez te he visto dormir; imaginarme el leve ruido de tu respiración, tu vago contorno en la colcha que te cubre, el olvido de ti misma en que te hallas; todo esto me hace aborrecer las caricias de la Baronesa, rejuvenece mi corazón marchito, y me infunde ideas y deseos de una felicidad tan absoluta, que fueran cortas mil existencias para gozarla. -¡Y tú nada sientes, nada deseas, nada sabes! ¡Tú te casarás estúpidamente con otro, y yo no tendré los cuidados de tu vida, ni tú mi confianza, ni yo tus secretos, ni caminaremos juntos por el mundo, ni llevarás mi nombre, ni me llamarás tuyo, ni me pedirás dinero, ni tus hijos serán míos, ni te pondrás luto cuando me muera! -¡Ah, Elisa! ¿Qué haré yo para olvidarte?

Por aquí iba Alejandro en sus cavilaciones, cuando se abrió la puerta de la casa de Elisa, dando paso a una criada que salía y al aguador que entraba.

Nuestro joven giró sobre los tacones y emprendió el camino de su casa.

Al pasar por las Cuatro Calles, fijaban los carteles de los teatros, y leyó en uno de ellos:

Teatro Real. -Saffo.

-¡Me alegro! (pensó, olvidándose de Elisa). ¡Es función par! Les toca a las del Embajador de Tres Estrellas y llevarán a Mariana.

Aquí miró el reloj. Eran las ocho.

Tomó un coche, y se dirigió a su casa.

En ella le aguardaba un billete muy perfumado que acababan de llevar...

Era de la Baronesa.

-¿Qué habrá ocurrido? -pensó Alejandro con cierta alarma. -Hace una hora que nos separamos...

Decía el billete:

«Antes de acostarme necesito repetirte mil veces que...».

-¡Adelante! -exclamó el joven, volviendo la hoja.

«Esta noche voy al teatro del Príncipe. Federico tiene junta, y no me acompaña. ¡Que no dejes de ir, y a sitio donde yo te esté viendo toda la noche. Después tomaremos el té juntos en casa...».

-¡Pues es una friolera! (murmuró Alejandro, arrojando la carta y empezando a desnudarse). -Oye, Bautista(dijo luego a un criado). Esta tarde a las tres vas en casa de la señora Baronesa, y le notificas que estoy malo; y si viene a verme esta noche -(que vendrá)- dile, a fin de que no entre, que mi tío está conmigo. -Ahora manda por una butaca al teatro Real. -Cierra el balcón. -Que no me despierten. -¡Ah! Si viene mi tío, dile que estoy en Aranjuez. A las dos me entras el almuerzo, y luego me llamas a las seis. -No como en casa. -Buenas noches.

Dijo, y se durmió, aborreciendo a la Baronesa, balbuceando el nombre de Elisa, y deseando soñar con Mariana.

No acabaré, empero, este primer capítulo sin advertir a mis lectores que ninguna de estas tres mujeres es la heroína de la presente historia.


- II - Complot


Terminaba el primer acto de Saffo.

Era la noche de Santa Lucía de 1852.

La Novello estaba sublime.

Alejandro se hallaba en un palco de platea con sus amigos Luis y Cipriano, partidarios acérrimos de la D'Angri, que cantaba la parte de Faon.

-¡Quién fuera amado de esa manera! -exclamó Alejandro durante aquella magnífica escena en que la poetisa derriba el ídolo.

-¡Ya no se ama con tanto empuje! -dijo Cipriano.

-¡Saffo es un mito! -repuso el primero, recostándose en un sillón.

¡Amar hasta el suicidio! ¡Eso es imposible!

-¡Eso sólo lo hace una poetisa!

-¡Oh! ¡Ser amado de ese modo! (continuó Alejandro). ¡Ser adorado, idolatrado, canonizado, divinizado! ¡Eso fuera el cielo! Nuestras mujeres de hoy no aman: a mí no me han amado nunca. ¡No bien he faltado en algo a una mujer, cuando ya me ha sustituido con otro amante!... Por consiguiente, todas se amaban a sí mismas, en lugar de amarme a mí...

-Permíteme que te interrumpa... (exclamó Luis, que hasta entonces había callado). -¿Te ha amado alguna mujer de cierta edad?

-Ya sabes... -dijo Alejandro con cierto rubor.

-Bien: la Baronesa del Cedro: treinta y cinco años...; tipo fané... La acepto. -¿Y no has encontrado en ella ese amor rabioso, encarnizado, indestructible, que deseas?

-¡Qué disparate! En esa menos que en ninguna. ¡Y cuidado, que se muere por mí! Pero las mujeres de cierta edad..., no lo dudéis no aman tanto como parece. El último amor de las mujeres, su verano de San Martín, es un egoísmo, de su vanidad o de su temperamento, que no puede halagar a ningún hombre bien organizado. Notad, por de pronto, que en esos amores vespertinos siempre figura, un pollo, un adolescente, un colegial ¿Qué significa esto, sino que lo que ellas aman es el amor que se va, la belleza que se extingue, la juventud que desaparece? -¡Pero todo a costa del infeliz catecúmeno! -¡Ah!... no: ¡yo quiero una mujer que me dé su alma para pasto de mi vida; no un vampiro que chupe la sangre de mi corazón! Antes que amar, quiero ser amado. Quiero, en fin, ser lo que Faon para la poetisa de Lesbos, lo que Felipe el Hermoso para doña Juana la Loca, lo que Endymion fue para la Luna.

-¡Vamos! ya sé lo que necesitas (dijo Luis). -Consuélate, mi buen Alejandro. Una mujer como la que buscas no es difícil de encontrar. ¡Casualmente, o, por mejor decir, desgraciadamente, es el género que más abunda! Ni una idólatra de la materia como doña Juana, ni una poetisa sin suscritores como Saffo, ni una virgen clorótica como la Luna, puede ofrecerte el tesoro de amor que encontrarás en una fea.

-¡En una fea!

-¡Sí! ¡Adoración, sacrificios, holocaustos, rabiosos celos, hambres infinitas, apoteosis, canonizaciones y saltos de Leucades, todo, todo te lo ofrece la hijastra de la naturaleza! Figúrate lo que sería el mar, recibiendo todos los ríos de la tierra, si no emplease su caudal en alimentar las nubes.

- ¡Oh! ¡qué plétora de agua! -dijo Cipriano.

-¡Un Océano pletórico! Eso es una fea. -Ámala y verás. ¡Tendrás amor de sobra, amor de todas clases, amor a toda prueba! -Añade a estas ventajas la de que nadie te disputará su corazón; la de que, muerto tú, no se casará en segundas nupcias, y la de que, por el contrario, se comerá tus huesos, cómo Artemisa los de su marido...

-¡Basta! ¡basta! (gritó Alejandro, riéndose a más no poder).-¡Estoy convencido! -Mañana emprendo la conquista de... de...

-¡Procura que sea bastante fea!

-De... de Casimira Fernández.

-¿Cómo? ¿De la prima de Matilde?

-¿De la que la acompaña a todas partes?

-¡Precisamente!

-¡Jesús! ¡Esa es demasiado!

-Y demasiado recelosa...

-Y demasiado discreta...

-¡Nada! Lo he dicho.

-Pues no sabes lo que has dicho (repuso Luis).-Casimira es inexpugnable.

-¿Cómo?

-Lo que estás oyendo.

-¡Hombre! Siendo tan fea...

-¡Pues por eso mismo! -¿Cuál crees tú que es la mujer más difícil de la tierra?

-¿Cuál ha de ser? ¡Elisa! -suspiró Alejandro melancólicamente.

-¿Quién? ¿La de la calle del Príncipe? ¡Qué disparate! Ninguna mujer hermosa es inexpugnable. ¡Cuanto más bella, más cree en la verdad del sentimiento que la persigue; y la fe, como es ciega, suele tropezar y romperse la crisma! No, Alejandro: el Sebastopol de las mujeres no es, como se ha creído hasta aquí, una de esas reinas de la hermosura, a cuyo corazón no llega ni el grito de muerte de sus víctimas. La verdadera mujer inconquistable es aquella que nació y se crió fea; que sabe que lo es y vive encastillada en su propia desesperación; que tiene el bastante talento para comprender que no puede inspirar deseos, y la bastante dignidad para no mentirse a sí misma fingiendo creer la mentira ajena; que ansía el verdadero amor, y ya que no sacerdotisa, aspira a ser mártir de ese sentimiento; que poseedora, en fin, de un rico diamante envuelto en áspera corteza, prefiere encerrarlo consigo en la tumba a verlo brillar en el pecho de un libertino. -Tal es Casimira. Por eso creo que no la conquistarás.

-¡Te digo que la conquistaré!

-Creerá que te burlas de ella, y te dará calabazas...

-¡Calabazas de Casimira!

-Y tus amigos te silbarán cuando lo sepan...

-Y las muchachas te pondrán la cruz, como a un energúmeno...

-¡Repito que conquistaré a Casimira! -replicó Alejandro.

-¿Cómo?

-¡No sé!

-Necesitas convencerla de que te gusta...

-¡La convenceré!

-De que la crees hermosa...

-¡Se convencerá!

-¡Apuesto a que no!

-Lo que tú quieras.

-Mira que tiene muchísimo talento...

-Yo tengo mucha práctica.

-Pues apostemos tu cochecillo contra mi caballo inglés.

-Apostado.

-¿Qué tiempo te tomas?

-Ocho días (dijo Alejandro después de una pausa). -Dentro de ocho días hay baile en casa de la Baronesa del Cedro. ¡Allí os convenceré de que Casimira me ama!

- ¡No basta eso!

-¡De que Casimira es mi novia! ¡de que cree en mi amor! ¡de que lo acepta!

-Convenido.

-¡Ah! (exclamó nuestro héroe, restregándose las manos). -¡Cómo voy a humillar a la Baronesa, a Elisa y a Mariana! ¡Cuánto voy a divertirme! ¡Y qué hermoso caballo voy a ganar!

Y, diciendo esto, se encaminó al palco de Mariana, que estaba con las hijas del Embajador de... Tres Estrellas.


- III - El campo de batalla


Han pasado los ocho días del plazo de la apuesta. Estamos en casa de la Baronesa del Cedro.

Son las once de la noche.

Los salones pueden apenas contener tan numerosa y animada concurrencia. Piérdese la deslumbrada vista en un océano de luces, de flores, de cintas, de diamantes, de gasas, de plumas, de condecoraciones, de guantes blancos, de hombros desnudos, de calvas relucientes, de trenzas de oro, de azabache, de sonrisas, de gestos, de miradas... Todo bulle, gira, choca, centellea... La orquesta ha comenzado una polca, y sus voluptuosas cadencias inundan de lánguidos delirios todas esas imaginaciones frívolas y ardientes como la locura... -¡Mirad sobre todo a los que bailan! Parecen ramilletes de flores meciéndose al soplo del viento; parecen caprichosas nubes de otoño amontonadas a la tarde en el ocaso; parecen rizadas ondulaciones de un mar transparente bajo un cielo arrebolado; parecen bosques de plumas tornasoladas que el aquilón agita; parecen... ¡qué sé yo lo que parecen!

Alguien ha dicho, y muchos han repetido, que bailar es una tontería...-¡Yo protesto! Bailar es un verdadero placer; está en la naturaleza del hombre ¡Hasta los salvajes bailan! ¡Napoleón y Luis Felipe bailaban también! Y ¿por qué no habían de bailar? -¡Ah! Lleváis en los brazos a una esbelta andaluza de osadas y ardientes formas, dócil como un junco, rebelde como el acero, de moribunda mirada, pálida tez, provocativos labios, descubiertos hombros y perfumada cabellera... La estrecháis a vuestro corazón, oprimís su breve mano, apretáis su flexible cintura, os envolvéis en su hueca falda, nadáis en su aliento, ardéis en sus ojos... La música os empuja, el torbellino os arrastra, la deidad os encadena... Alguna vez le decís balbuciente: «¡Hermosa!», y la hermosa sonríe, y su sonrisa os vuelve loco, y el corazón siente nueva vida, y las sienes laten, y alzáis la frente con desdén soberano, y le decís al porvenir: No te temo, y le decís al pasado: ¡No te conozco!... -¡Ah! ¡Esto es magnífico!

Verdad es que, al salir del baile, mientras se apagan las luces, los músicos se marchan y se abren los balcones, sentís la cabeza pesada, los pies hinchados y el corazón vacío, y os da sueño, y hambre, y remordimiento, y vergüenza Pero ¿qué es la vida material más que una serie de acciones y reacciones por el mismo estilo?

Convengamos, pues, cuando menos, en que las danzas modernas (como el vals, la polca y demás bailes en que las parejas van abrazadas) no son indignas de la majestad del hombre, aunque sí del pudor de la mujer.

Y basta por ahora de coreografía.

. . . . . . . . . .

Sentados en un sofá del gabinete de la Baronesa están nuestro amigos Alejandro, Luis y Cipriano.

-¡Os digo que vendrá! -exclama el primero.

-¿Y dices que has triunfado?

-Completamente. -Por lo cual me debes el caballo...

-Pero cuéntanos...

-No tengo inconveniente. -Ante todo, querido Luis, debo hacerte la justicia de confesar que hablabas como un sabio al sostener que Casimira era la verdadera mujer inconquistable. ¡Tú no sabes lo que he tenido que luchar! Básteos saber que me vi obligado a inventar todo un tratamiento nuevo. Las fórmulas usuales son ineficaces con las feas. Es menester otra literatura, otra táctica y otra lógica distintas de las que se emplean con las simples mujeres. ¡Qué mundos habéis descubierto a mis miradas! ¡Qué inmenso abismo es el corazón humano! -Escuchad mi historia de estos siete días, y reconoced que soy un gran psicólogo.


- IV - Los hijos de Adán y Eva


El primer día busqué a Casimira en el baile de la Embajada inglesa.

Estaba sola, como de costumbre, arrinconada en un gabinete, deseando marcharse y esperando a que su hermosa prima acabase de bailar, para volver a decirle: Vámonos.

¡Nadie la había mirado en toda la noche! ¡Nadie la había sacado a bailar! ¡Nadie le había dicho: Los ojos tienes negros!

Senteme yo a su lado, afectando no reparar en ella, y, después de un prolongado bostezo, exclamé, como si estuviera solo:

-¡Jesús, qué fastidio!

Luego, volviéndome a la beldad, cual si la viese en aquel instante:

-¡Ah! Casimira... (murmuré). -¿Estaba usted ahí? -Perdone mi exclamación Pero es lo cierto que llevo un invierno de aburrirme soberanamente en los bailes.

-¡Oh! Pues yo lo veo a V. bailar, y reír, y coquetear con todas...

-¡Eso es! con todas...; lo cual quiere decir: con ninguna. -¡Qué niñas tan tontas y tan presumidas salen ahora al mundo! Desde que está de moda la educación inglesa, no hay muchacha que pueda sentir el verdadero amor.

Casimira sonrió filosóficamente, como quien dice: ¡Dios es justo!

Hablele en seguida del estado de la atmósfera, y para justificar mi extravagancia de permanecer a su lado -a fin de no alarmarla-, me quejé de cansancio y de dolor de cabeza.

Pasó entonces por el gabinete una mujer hermosísima.

Yo elogié su peinado...

-¡Pero es tonta! -añadí.

-Tiene mucho partido...-dijo Casimira.

-¡No me gusta! (repliqué). -Su belleza no habla al corazón.

Luego pasó otra de las más afamadas, y censuré... su carácter, añadiendo que haría desgraciado al hombre que se casara con ella.

Por último, hablé de retirarme del mundo y dedicarme a la astronomía.

Aquí disertamos sobre la brevedad de la juventud y sobre la instabilidad de los afectos basados en el amor propio...

Casimira hizo un gesto, que venía a significar: ¡Tienen ojos y no ven!

Levanteme entonces, y dije con hipócrita llaneza:

-Me alegro de haber dejado el salón. Su conversación de V. me encanta. Tiene V. mucho talento.

Era lo único que podía elogiarle impunemente.

Casimira alzó los ojos al cielo, como si dijera: ¡Dios mío!, ¿por qué en vez de tanto talento, no me diste un poco de hermosura?

. . . . . . . . . .

Al día siguiente supe, por su prima, que la fea había hallado en mí un fondo de gravedad que nunca hubiera imaginado.

A la noche fui a saludarla en el teatro, y le participé que había reñido con la Baronesa; que me marchaba de Madrid y que odiaba a las mujeres.

Esto era ofrecerle alguna probabilidad, supuesto que ella de todo tiene aspecto menos de mujer.

Califiqué de bonito su traje (elogio contra el cual no pudo protestar su escepticismo, pues, cuando lo llevaba, claro era que le agradaba también), y preguntele el precio y la tienda en que lo había comprado, añadiendo que pensaba enviar uno igual a mi hermana Margarita.

Por consiguiente, en esta segunda sesión me acredité de sincero en el ánimo de Casimira.

. . . . . . . . . .

De la conversación del tercer día, en la tertulia de Ortiz, quedó en la memoria de la joven la frase siguiente, cuya diabólica eficacia reconoceréis:

-¡Tiene V. una cabeza muy artística!

Vosotros habréis observado que, desde que se inventaron las cabezas artísticas, ya han dispuesto las cuarentonas de un requiebro muy cómodo, por lo elástico, que dirigir a sus amantes, aunque éstos sean más feos que Picio. ¡Artístico no quiere decir hermoso, sino bello, y la fealdad es belleza muchas veces! Recordad los cuadros de Rivera o las novelas de Víctor Hugo.

Casimira se tragó el requiebro, y bendijo el arte, que le valía el primer piropo en que había creído.

Luego hablamos de amores, y yo pinté mis desengaños. Le conté historias de novias muertas, de novias traidoras, de novias que me habían aburrido por no saber de qué hablarles, y solté dos o tres frases de este jaez:

-La constancia es un título de Castilla. También creo que hubo en Granada un periódico de este nombre... Buscarla en la mujer, equivale a querer cuadrar el círculo.

Cuando ya se marchaba, le dije:

-¡No se vaya V. tan pronto!... Son las doce...

¡Era la una!!!

Elogié su conversación, su bondad, el timbre de su voz, el aroma... de su pañuelo, y, por último, me quejé de su falta de franqueza conmigo.

-Usted debe de haber sufrido mucho... (concluí). -En su vida de V. hay una gran pena. A V. se le ha muerto alguna persona querida...-Yo se lo cuento a V. todo ¡y V. no me cuenta a mí nada!

-¡Le juro a V. que no he tenido amores con nadie! -respondió Casimira, afectando que mentía.

El «juro a V.» era un pleonasmo en su boca; mas, por lo mismo, probaba que iba olvidándose de su fealdad cuando hablaba conmigo.

. . . . . . . . . .

Al día siguiente, en el baile del Conservatorio, le pregunté con un disimulo digno de Talma:

-¿Por qué no baila V. nunca?

Ella no se atrevió a decirme «porque no me sacan», y me contestó:

-Porque no me gusta.

Y se quedó pensativa.

Preguntábase sin duda en aquel momento si yo tendría conformada la retina de tal modo, que no reflejase su fisonomía tal como era.

Estábamos en el cuarto día.

Yo me aferré en creer, y casi se lo hice creer a Casimira, que su novio estaba ausente, y que por eso la veía triste, sola y empeñada en no bailar.

Negome ligeramente lo del novio, y cargó la mano en que no era esta la causa por que no bailaba.

Prescindí, pues, del baile, y apreté en lo del novio.

Entonces reventó de su pecho la tremenda y anhelada frase:

-Alejandro...,¡Usted se burla!... -¿Quién ha de quererme a mí?

Yo no contesté; fingime agraviado y triste, y saqué otra conversación, aparentando que aparentaba no haberla oído.

Luego -bruscamente- exclamé:

-Casimira, ambos somos muy desgraciados y padecemos el mismo mal: ¡la desconfianza! ¡Usted no cree en el amor, ni yo tampoco! Los dos hemos sido heridos por el mundo en nuestra sensibilidad exquisita. ¡Digámoslo francamente! El hombre sólo ama la estúpida belleza, y la belleza no ama jamás. ¡Esto lo sabemos ambos, y de aquí el que no amaremos nunca! Seamos amigos... Consolémonos mutuamente... Apoyémonos el uno en el otro.

Y, en efecto, para que lo del apoyo no quedase en conversación, aquella noche la llevé del brazo a su casa.

. . . . . . . . . .

Al otro día le envíe el Rafael de Lamartine y la Lelia de Jorge Sand; dos obras espiritualistas, en que la materia no sirve para nada, con gran desesperación de los lectores...

A la noche, comentando pérfidamente estos libros, dije:

-La belleza y la juventud pasan con los años. La virtud, el talento, las cualidades del alma, crecen y se fortifican con la edad. El cuerpo es enemigo del espíritu...

Casimira levantó la frente con orgullo.

-Y, sin embargo (continué), ¡qué delicadeza de sentimiento hay en esos ojos, Casimira! ¡Qué corazón tan vehemente me revelan esas miradas! En vano quiere V. ocultar la energía de su privilegiada naturaleza: los ojos os hacen traición a la sangre... Usted amaría hasta el delirio... ¡Feliz el hombre amado por usted! -¡Oh! ¿Por qué no la conocí a usted antes de perder mis ilusiones? ¿Por qué he prodigado los tesoros de mi alma?... -¡Ah! Bailemos... Necesito aturdirme... -Esta noche va V. a bailar...Yo se lo suplico... -Sólo con V. bailaría yo en el estado en que me encuentro... -¡Desde que la trato a V. de cerca, tengo horror a la frivolidad de esas niñas insustanciales que apenas se dan cuenta de que tienen alma! -¡Bailemos, Casimira! ¡Usted me comprende como nadie!

Casimira bailó conmigo.

De aquí en adelante cambié completamente de táctica. Ya no me dirigí al entendimiento, sino al organismo. -Su cabeza estaba cargada de pólvora: sólo me faltaba ponerle fuego por los sentidos y fingir no ver el incendio. -Ella haría lo demás.

Decía que bailamos. -Era un vals de Straus, lánguido y voluptuoso3 como una tentación. Todo lo que es indiferente para una mujer habituada desde pequeña a ir en brazos de un hombre arrebatada por la música, tenía suma importancia tratándose de Casimira, que durante muchos años había estado importando magnetismo, sin exportar ninguno. Así es que su talle, nunca acariciado, temblaba y chispeaba al contacto de mi brazo. Su corazón bramaba al acercarse al mío. Sus sensaciones vírgenes la ahogaban... La fuerza de su naturaleza, tanto tiempo comprimida, estallaba tumultuosamente ¡Era mujer, era joven, era tierra! ¡Y yo la miraba la miraba la miraba sin cesar, envolviéndola, subyugándola, arrebatándola, pero sin decirle una palabra, sin darme por entendido de lo que veía, como si siempre se bailase así... como si aquello fuese bailar!

-¡Ah! (exclamé de pronto, cuando ya la vi perdida). ¿Se marea V.? ¿Qué me dice esa mirada atónita, desfallecida, agonizante?...

¡Casimira!... ¡Usted es de fuego! ¡Usted es divina! ¡Ahora comprendo todo lo que vale V.!

Casimira estaba desmayada en mis brazos.

Su prima la sacó del salón, diciendo:

-¡Se ha mareado! ¡Falta de costumbre!

Yo me marché a mi casa.

. . . . . . . . . .

Al día siguiente (que era el sexto) fui a visitar a Casimira.

Estaba pálida como la muerte.

Quedamos solos, y quiso hablarme del vals.

Yo me hice el desentendido.

Para mí, aquello había sido... lo que dijo su prima: un mareo hijo de la falta de costumbre...

Ella bajó los ojos como diciendo: ¡Ingrato! ¡No ha sospechado nada!

Yo me despedí tristemente, quedando en ir a la noche al baile de la Condesa.

Casimira, al ver que me marchaba, se puso muy triste, y casi estuvo por decirme que la había engañado; pero reflexionaría sin duda que yo no le había prometido amarla (sino todo lo contrario, aborrecerla como a todas las mujeres, salva la parte de amistad), y contentose con preguntarme:

-¿Está V. enfadado conmigo?

-Yo... no... -¿Por qué?

-Por nada -¡Soy tan cavilosa!...

Le besé la mano, y salí.

Aquella noche bailamos otra vez.

Casimira no se desmayó, y pudo oír perfectamente estas mis palabras subversivas, dichas en aquel momento de delirio que todo lo disculpa:

-Casimira..., tu aliento huele a ámbar. ¡Este vals acabará por enloquecerme! ¡Oh! ¡Tus ojos!... ¡tus ojos!... ¡Casimira!... ¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me amas?

Y tanto se lo repetí, y en tantos tonos, que, con sudores de muerte y mirada de reo en capilla, tartamudeó el sí más tierno, más apasionado, más rico de promesas que nunca ha sonado en mis oídos.

Entonces, y sólo entonces, solté este último requiebro, que yo tengo guardado para las feas:

-Casimira, tú debes de ser muy bien formada.

. . . . . . . . . .

Al otro día era el séptimo.

Y al séptimo descansó, dice la Biblia.

Me ama, pues, Casimira Fernández. -Para conseguirlo, he invertido el orden acostumbrado. Lo último que he hecho ha sido declararme a ella. Cuando me declaré, ya no tenía libertad de raciocinar. Necesitaba creerme y me creyó. Mi declaración fue pura fórmula. Sin ella, todo hubiera sucedido lo mismo. Mi habilidad consiste en haber prejuzgado la cuestión con hechos. Algo, que no era su voluntad ni la mía, se había anticipado a la discusión que precede a todo compromiso. El compromiso fue anterior al deseo de comprometerse. -He aquí la explicación de mi triunfo.

-Mañana te mandaré el caballo... (dijo Luis con verdadera admiración).- Pero antes necesitamos pruebas fehacientes.

-Las tendréis. -Allá aparece la diosa. -¡Observadnos!


- V - Dedicatoria entre paréntesis


(Jóvenes inocentes del sexo femenino, recién llegadas al 21 de Marzo de vuestra vida; puras y hermosas como flores de invernadero; educadas en la más completa ignorancia de la medicina legal, y tan piadosas y tímidas que no podéis presenciar sin lágrimas los gallinicidios culinarios, ni sospechar sin miedo la existencia de troglodita ratón; -a vosotras, inofensivas y dóciles como la paloma y el antiguo progresista; que confesáis al señor cura pecados tan gordos como no haber besado el pan que recogisteis del suelo, o no haber dicho Jesús, María y José al estornudar vuestro novio, o haberos fumado algún cigarrillo de vuestro primo, sólo por conocer el gusto del tabaco; -a vosotras, tan sensibles como bonitas, que os desmayáis en la ópera y en los toros, y que, por todas estas razones, merecéis que la Baronesa del Cedro, a cuya casa vais de tertulia, os llame su Coro de Ángeles; -á vosotras, en fin, Elena, Pura, Mariana, Matilde, Elisa, Consolación, reinas de aquellos salones, os dedico estas humildes páginas, un poco verdes en la forma, pero muy maduras en el fondo, y en que me propongo demostraros clarísimamente que, a pesar de vuestros celestiales atributos, sois tan crueles y desalmadas, que cometéis muchas veces los delitos de robo en cuadrilla y de asesinato con ensañamiento, alevosía y premeditación, sin daros cuenta de lo que hacéis y sin sentir después remordimientos, ni más ni menos que si fueseis discípulas o compañeras de los más feroces bandidos que suelen expiar sus crímenes en la horca.)


- VI - La crucifixión


Conque volvamos al baile.

Decíamos que entró en él Casimira...

¡Casimira, que, por primera vez desde que cumplió doce años, creía en Dios, en la vida, en el amor, en la felicidad puesto que creía en Alejandro!

¡Casimira, cuyas pasiones, grandes y pequeñas, habían despertado juntas en violentísimo tumulto, y que iba aquella noche al baile a ostentar su primera conquista y a vengarse de tantas otras noches de soledad, abandono y pena, pasadas en aquel mismo salón, delante de aquellas mismas afortunadas hermosuras!

¡Casimira, que quitaba un adorador a Mariana, a Elisa, a Matilde, a Pura, a Consolación, a la Baronesa del Cedro... a la dueña de la casa!

¡Casimira, en fin, que en virtud de todo esto se había emperejilado de tal manera, que no había dejado una blonda ni una cinta en sus cómodas y armarios; lo cual quiere decir que iba muy vistosa, demasiado vistosa, imprudentemente vistosa, con su vestido verde mar recargado de adornos de mil clases, con su prendido de rosas carmesíes y de plumas blancas, con su chaqueta de tul, sus lazos de color de canario, sus mangas bordadas, sus guantes de tres botones, su provocativo peinado y su deslumbrador aderezo de brillantes!...

Estaba horrible, épicamente fea, tan ostensiblemente deforme, que todas las miradas se fijaron en ella, y muy particularmente en su cara...

¡Su cara!... -¡No la describiremos!... Somos más misericordiosos que el Coro de Ángeles de la Baronesa del Cedro:

Alejandro se acercó a Casimira...

Pero aquí necesitamos hacer una advertencia.

No sé si habréis notado que Alejandro, en medio de sus defectos y de su aparente crueldad, tenía un resto de corazón. -Alejandro, pues, amaba y compadecía a Casimira hasta cierto punto.

La amaba, porque efectivamente había hallado en ella todo un océano de amor, todo un mundo de sentimiento, todo un cielo de abnegación, de ternura, de gratitud, de adoración fanática. -Lo que no había encontrado en el alma de la Baronesa, lo que le negaba el corazón de Elisa, lo que necesitaba Alejandro para vivir, lo que envidiaba al oír los cantos de Saffo, todo lo había logrado en Casimira Fernández.

Y la compadecía, porque adivinaba que su vanidad de Tenorio, sobreponiéndose a su razón y a su conciencia, lo alejaría de la infeliz, no bien el mundo cruel se riese de su elección... Y el mundo se reiría; porque el mundo no puede sufrir en calma que una mujer tan fea como Casimira llegue a ser bienaventurada sobre la tierra.

Por ganar una apuesta, por satisfacer una feroz curiosidad, habíase acercado Alejandro a la joven; pero, no bien valuó con la vista aquel ignorado tesoro de heroicas cualidades, quizás se le ocurrió ocultar su aventura, amar a Casimira en secreto, abismarse a solas en aquel piélago de generosidad, desconocido hasta entonces para él... ¡Quizás se le ocurrió hacer de ella su madre, su hermana, su amiga, su esposa, la madre de sus hijos, la compañera de su vejez!

Pero ¿y la apuesta? ¿Y su amor propio comprometido? ¿Y pasar a los ojos de Luis y de Cipriano por pretendiente desdeñado de Casimira?

-¡Bien! (se dijo Alejandro definitivamente). -Soportaré con paciencia una silba la noche de la exhibición... ¡Yo tengo crédito!... Este amor pasará por una excentricidad..., por una humorada... Luciré mi monstruo durante una hora, y luego fingiré que lo abandono... Pero no lo abandonaré, sino que seguiré visitándolo en secreto.

Con tales propósitos, y revestido del valor de un mártir, sentose al lado de Casimira y le habló al oído.

La primera que sintió la herida fue la Baronesa del Cedro, olvidada por Alejandro casi completamente durante aquellos días, y que, con su instinto de mujer enamorada, había sospechado la existencia de una nueva rival. Llamó, pues, la atención de su Coro de Ángeles hacia el estrambótico grupo que formaban Alejandro y Casimira hablándose de amor...

El Coro de Ángeles se asombró... y puso el grito en el cielo...

-¡Nos insulta!...

-¡Nos humilla!...

-¡Nos ofende!...

-¡Es menester vengarse! -dijeron a una voz las agraviadas.

-¡Y ella lo cree!...

-No la hacía yo tan tonta...

-¿Sabéis si ha heredado?

Alejandro percibió esta marea creciente de sarcasmos que se acercaba hacia ellos, y sacó a bailar a Casimira.

Casimira estaba loca de placer. El cielo que promete el Evangelio a los mansos, a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los que han hambre y sed de justicia; aquel cielo, única esperanza de la pobre fea durante luengos años de soledad y pena, habíasele acercado tan súbita e inesperadamente, que apenas se daba cuenta del milagro de su redención. ¡Cuánto amaba y bendecía a Dios aquella noche! ¡Qué lluvia de lágrimas ocultas y silenciosas refrescaba su corazón, prematuramente agostado! ¡Qué hermoso era el mundo, y qué buena la especie humana, y qué bello y lisonjero el porvenir!

El Coro de Ángeles andaba entretanto por el salón, diciendo:

-¡Y la saca a bailar!...

-¡Y ella baila!...

-¡Conque sabía y se lo callaba!...

-Debemos dejarlos solos...

-¡Eso es! ¡una manifestación pacífica!...

-¡Retraigámonos como los obreros catalanes cuando se cruzan de brazos y se pasean por la Rambla!

-¡Declarémonos en huelga!

-Pero, niñas, ¡eso va a ser una ruina para mi baile! -exclamó la dueña de la casa.

-Se comprende el terror de estas señoritas (dijo Luis, penetrando en el grupo). Al ver bailar a esa mujer, no he podido menos de exclamar. Vel auctor naturae patitur, vel mundi machina disolvitur.

Todo el mundo se rió de este latín, sin comprenderlo, y entonces Luis y Cipriano contaron los amores de Alejandro y Casimira, tal como acababan de oírlos de boca del mismísimo héroe.

Las bromas, las burlas, los epigramas, llegaron al extremo.

Alejandro lo veía, lo oía, lo adivinaba todo.

Casimira reparó de pronto en que hacía un rato que sólo ella y Alejandro bailaban, y en que todo el mundo los seguía con la vista, riendo y cuchicheando.

Pareciole que un puñal le atravesaba el corazón. Miró a Alejandro, y viole pálido y suduroso, con la expresión de horribles angustias en el semblante. Detúvole entonces con un movimiento convulsivo; y sonriendo tan mansamente, que su resignación habría desarmado a los verdugos de San Bartolomé, pero que no logró desarmar al Coro de Ángeles de la Baronesa, dijo al conturbado y comprometido joven:

-¡Gracias! Estoy cansada... Déjame... Da una vuelta por ahí...

Alejandro aprovechó el permiso, y se dirigió en busca de Luis, a fin de preguntarle si estaba ya satisfecho.

-¡Que sea enhorabuena4! -le dijo Matilde al paso.

-¡Tiene V. muy buen gusto! -murmuró Elena a su oído.

-¿Cuándo es la boda? -le preguntó la Baronesa sin mirarlo; -después de lo cual llamó con el abanico a un militar muy hermoso, que la solicitaba hacía tiempo, y que inspiraba más odio y despecho que celos y envidia a la satánica vanidad de Alejandro...

-¡Al fin ha encontrado V. quien le quiera! -le dijo Mariana, entregando una flor al secretario de la embajada de Tres Estrellas.

-¿Quiere V. bailar, Elisa? -balbuceó Alejandro, dirigiéndose a la niña de la calle del Príncipe, a la reina de su corazón, a la esfinge de su vida.

¡Líbreme Dios, Alejandro! (respondió la joven). ¡Antes necesita V. que lo pongan en cuarentena, como a los buques apestados!

Esta última herida despertó su rabia; y decidido a rechazar la fuerza con la fuerza, volviose al lado de Casimira. -Comprendió que, si denotaba debilidad, sería devorado por sus enemigos.

-¡Bailaré con ella toda la noche! (pensó). ¡Yo fatigaré a esas presumidas! ¡Yo les haré ver el temple de mi alma!

Y, dirigiéndose a la fea:

-Casimira (le dijo). Se me había olvidado advertirte que no te comprometas a bailar con nadie ¡Quiero ser tu pareja toda la noche!

¡Qué encargo tan inútil y tan irrisorio!

Pero Casimira dio las gracias al joven con una sublime mirada.

-¿Oyes? (prosiguió Alejandro). Tocan el vals de Straus que hemos bailado dos noches. ¡Bailémoslo, como brindis a nuestro amor, que nació al compás de esas cadencias!...

Casimira se resistió al principio...

Luego respondió:

-Deja que salgan otras parejas...

-Mira... Ya hay tres. ¡Vamos! -replicó Alejandro, trémulo y febril.

-Pero ¿tú me amas? -preguntó Casimira con voz agonizante.

-¡Que si te amo! (contestó el joven con voz vibrante y nerviosa). ¡Como no he amado nunca!... ¡Como ninguna mujer, sino tú, merece ser amada!... -¡Ven!... ¡Ven!... ¡Bailemos!

-¡Sí..., bailemos! -repitió la fea, cuya alma era teatro de la más espantosa lucha.

Toda esta conversación la escucho Elisa.

¡Elisa, que venía diputada por el Coro de Ángeles para separar a Alejandro de Casimira!

¡Elisa, de quien, como sabemos, Alejandro estaba perdidamente enamorado, sin saber si era correspondido, pero sospechándolo con algún fundamento!

¡Elisa, la reina del salón, la niña impasible, la de los lánguidos ojos negros, la de la boca de púrpura, la del pecho de diosa, la de manos de maga, la de voz de sirena!...

Elisa, pues, llamó a Alejandro, sin mirarlo.

-Perdona... (dijo éste a Casimira, cuando la cuitada se disponía a lanzarse al vals, cuando ya soltaba el abanico sobre una silla)... Perdona... Vuelvo al momento...

Y se acercó a la imperturbable hermosura.

-Tenemos mucho que hablar, Alejandro... -dijo Elisa.

-¿Nosotros, Elisa? -exclamó Alejandro, trémulo de júbilo.

-Sí, señor. Sea V. mi pareja en este vals...

-Este vals... (balbuceó Alejandro) lo tengo comprometido...

¿Con la Baronesa? -preguntó Elisa, fingiendo, o no fingiendo (que esto no lo ha sabido nunca nadie) unos celos devoradores.

-¡Yo no tengo compromiso alguno con la Baronesa! -murmuró Alejandro valerosamente.

-¡Ah! será con aquella joven..., ¡con Casimira! -Bien..., vaya V..., Otro día hablaremos... Tenga la bondad de decir a mi primo que lo espero. -Ahora caigo en que le había ofrecido bailar con él toda la noche...

-¡No..., no se lo diré! -exclamó Alejandro, recordando las cosas que pensó ocho días antes en la calle del Príncipe, a las ocho de la mañana.

Y, como siempre que se acercaba a Elisa, todo desapareció ante ella: el orgullo, el honor, la conciencia, la cortesía, la caridad; y, por consiguiente, desaparecieron también ésta vez Luisa, Cipriano, la apuesta, la Baronesa del Cedro, y hasta la infortunada Casimira...

¡Oh, sí! Aquella coqueta de diez y siete años, aquella encantadora Elisa siempre sonriente, aquella implacable tentadora, era mucho más fuerte que el libertino.

¡Ella lo sabía y por hacer alarde de esta fuerza, quizás sacrificaba diariamente su ventura y la de él, en lugar de arrancarlo, con una palabra de cariño, de los brazos de la Baronesa!

Alejandro empezó a decirle apasionadas frases... Ella se manifestó afable como nunca...No sé cómo se enredaron sus brazos..., y ¡helos ya en el torbellino del vals, olvidados del mundo y de sí propios, sin memoria de sus resentimientos, sin proyectos para el porvenir!

Elisa era calculadora. La solidez de su talento podía compararse con la de su voluntad. ¿Quién sabe si al aceptar en broma el papel de rival de Casimira, que le había encomendado toda la reunión, satisfizo su propio deseo de bailar con Alejandro aquella noche?

Ello es que iba ufana, gallarda, voluptuosa, en los brazos del amante de la Baronesa. -Ello es que los dos se miraban con fuego, y se sonreían con dulzura. -Ello es que formaban una pareja encantadora, rica de juventud y de gracia, propia para dar envidia a la inválida vejez, a la desheredada fealdad, al frío y misantrópico desengaño.

Precisamente acabaron de bailar en un extremo del salón, opuesto al en que se hallaba Casimira.

Y allí permanecieron hablando media hora.

Y Alejandro preguntó a Elisa, loco de amor y miedo:

-¿Me quieres?

Y Elisa respondió, con los labios secos y la mirada atónita:

-No.

Sus ojos, entretanto, decían que sí.

De lo cual resultó que Alejandro quedó para toda la noche a los pies de Elisa.

-¿Bailaremos la primera polca? -le preguntó el joven desfallecido de ventura.

-¡Sí! -contestó suavemente Elisa, cuya alma nadie hubiera podido sondear en aquel momento.

-Elisa ¿te acuerdas de Aranjuez? -murmuró Alejandro apasionadamente.

-Déjame ahora... (replicó ella con una inexplicable mezcla de ternura, de celos, de candidez y de perversidad). ¡La Baronesa nos mira!...

En efecto: la Baronesa principiaba a alarmarse, temiendo que Elisa trabajase ya por su propia cuenta.

Levantose, pues, la joven, y dijo:

-Búscame cuando preludien la polca...

Y se alejó en busca de sus amigas, a procurar sin duda que le confirmasen sus poderes, autorizándola a seguir seduciendo al adorador de la fea.

-¿Quién se acerca ahora a Casimira? (pensó Alejandro al verse solo). -Me dará quejas; llorará; y, por otra parte, Elisa creerá que me burlo de las dos.

Hízose, pues, el distraído.

Añádase a esto que Cipriano y Luis se llegaron a él y le declararon vencedor, en vista del cariño y de los celos, de la pasión y de la angustia que revelaba el rostro de Casimira.

¡Ah! sí; Casimira estaba pálida como la muerte; sola, muda, abandonada, presa de la más horrible desesperación.

«Quiero ser tu pareja toda la noche...», le había dicho Alejandro -¡Y Alejandro la había dejado plantada, para irse a bailar con Elisa!

¡Qué burla tan cruel! ¡Qué desencanto tan doloroso! ¡Qué grosería! ¡Qué infamia!

El Coro de Ángeles cuchicheaba, la señalaba con el dedo, y reía desapiadadamente.

Porque es lo cierto que el dolor le sentaba muy mal al rostro de Casimira.

En esto preludió la orquesta una polca.

Casimira esperó..., no ya amor, sino misericordia de parte de Alejandro.

Pero Alejandro bailó la polca con Elisa.

Casimira lloró entonces...

El Coro de Ángeles se burló de aquellas lágrimas, y halló ridículos aquellos celos. -¡En un baile no se llora!

Elisa paró a Alejandro cerca de Casimira, sin que él lo notara.

-Háblame de tu nueva conquista... -le dijo con voz de sirena.

-¡Qué cosas tienes! (replicó Alejandro). Lo de Casimira ha sido una apuesta. -Pregúntaselo a Luis y a Cipriano... -¿Cómo había yo de amar a esa diosa egipcia?

Casimira oyó estas palabras, y se desmayó ¡de veras! -Puedo asegurarlo.

Pero la Baronesa creyó que el desmayo era fingido.

En cuanto al Coro de Ángeles, excusado es decir que halló grotesca la sensibilidad de Casimira.

Su prima acudió a socorrerla, diciendo:

-¡Nada! ¡Lo mismo pasó la otra noche! Se ha empeñado en bailar..., y, ¡ya se ve!... la falta de costumbre...

Alejandro, causa de tan cómicos acontecimientos, fue adorado aquella noche. -La belleza estaba vengada.

Casimira volvió en sí, y dejó el salón sin merecer una mirada de Alejandro.

Elisa le daba un dulce en aquel momento y le enseñaba sus nacarados dientes.

Luis y Cipriano le ofrecían, además del caballo, un festín en celebridad de su triunfo.

El Coro de Ángeles se contaba todas estas cosas entre inocentes carcajadas.

Siguió el baile, y al poco tiempo se marchó Elisa, sin decir a Alejandro ni que sí, ni que no; pero dejándole más enamorado que nunca.

Alejandro se sintió entonces inquieto, sin darse cuenta de la causa, o no queriendo dársela tal vez. Por lo visto, el remordimiento principiaba a agitar su conciencia. Ello es que se puso muy triste su alma, en tanto que su rostro sonreía. Por consiguiente, aprovechó el resto de la noche en reconciliarse con la Baronesa... -Los criminales gustan de estar juntos.

La Baronesa, que era materialista, aunque se fingía a sí misma que lo ignoraba, firmó las paces al momento.

-Quédate el último... -le dijo como ocho días antes.

Y Alejandro se quedó.

. . . . . . . . . .

Ocho días después hubo también baile en casa de la Baronesa.

Pero no asistió Casimira.

El Coro de Ángeles se rió de su ausencia.

-¡La aburrimos! -indicó Elisa.

-¡Se habrá mirado al espejo! -añadió Matilde.

-¡Se habrá retratado al daguerrotipo5! -profirió Mariana.

-¡Se habrá casado con un ciego! -murmuró Consolación.

-¡O se habrá metido monja! -exclamó Elena.

-¡O se habrá muerto! -dijo la Baronesa, sonriéndose de una manera indefinible.

Entonces empezó un rigodón, dando fin a estos comentarios.

Alejandro lo bailó con la Baronesa.

Elisa se burlaba de Alejandro y de sí propia, bailando con un majadero.

Y nadie volvió a acordarse de Casimira.


- VII - Moraleja


¡Casimira! ¡Ah! ¡Casimira!

No habléis nunca de libertad al prisionero.

No habléis de sus hijos a la madre, que los lloró difuntos y que por misericordia de Dios sobrevivió al pesar.

No habléis a los ciegos de la belleza de la luz y de los colores.

Dejad tranquilo al que duerme. No lo despertéis jamás.

Respetad la santa ignorancia de los niños.

No enteréis a los pobres de sus derechos sociales si no podéis satisfacerlos.

No hagáis ostentación de vuestro lujo delante de los miserables.

No turbéis la dolorosa tranquilidad del corazón de una fea.

¡Paz a los muertos!

. . . . . . . . . .

¡Casimira! ¡Ah! ¡Casimira!

El Coro de Ángeles la creyó indigna de ser feliz.

El Coro de Ángeles le robó su felicidad.

El Coro de Ángeles se rió de su desdicha.

¡Casimira ha muerto!

Murió de una caída del cielo a la tierra. -¿No lo habíais sospechado?

Ella peregrinaba tranquila por este valle de miserias.

Alejandro la levantó..., la sublimó al empíreo.

El Coro de Ángeles -vosotras, niñas, a quienes me dirijo- la empujasteis, precipitándola otra vez contra la tierra.

Ha muerto, pues, asesinada.

«Estos delitos no se hallan penados en ningún código» -diría Balzac.

¡Pero a bien que Dios está en los cielos! -decimos nosotros.

Por de pronto, Alejandro y Elisa han sido bien castigados.

Nacieron tan idóneos para agradarse y para ser el uno la ventura del otro, como si estuvieran destinados a vivir perpetuamente unidos; pero una mujer infernal se atravesó entre ellos, separándolos para siempre. ¡La Baronesa, no sólo manchó con sus besos a Alejandro, haciéndole indigno de la adoración de Elisa, sino que acabó por rebajar el carácter de Elisa, induciéndola a casarse con no sé qué pobre hombre! -Desde entonces Elisa y Alejandro se huyen. Su amor instintivo se ha convertido en rencor y soberbia, y su mutua predestinación en adversidad. Desean odiarse, y no pueden, y el tiempo que pasa los convence más y más de que ni la dicha ni el olvido calmarán nunca la desesperación de sus divorciadas existencias.

La misma Baronesa ha encontrado su merecido, pues reemplazó a Alejandro con un capitán de caballería, que, al decir de personas autorizadas, suele pegar prosaicas palizas a la pobre señora.

En cuanto a Casimira, podéis estar seguros de que su cuerpo no es ya más feo ni más bonito que cualquiera otro de los que la tierra pudre y devoran los gusanos, mientras que su alma, purificada por el martirio, luce en la Gloria su imperecedera hermosura rodeada de verdaderos Coros de Ángeles.

Madrid.-1858.http://es.wikisource.org/wiki/El_coro_de_%C3%A1ngeles