El corregidor de Tinta

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Tradiciones peruanas - Segunda serie
El corregidor de Tinta​
 de Ricardo Palma

EL CORREGIDOR DE TINTA
Crónica de la época del trigésimo tercio virrey

Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
«No tengas pena, pariente;
todavía puede ser
que la soga se reviente».

Anónimo



I

Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.

El cura D. Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales, cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva alegría. De pronto sintiose el galope de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas, penetró en la sala del festín.

El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su nobleza y que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad eclesiástica.

Todos los comensales se pusieron de pie a la entrada del corregidor, quien, sin hacer atención en el cacique D. José Gabriel, se dejó caer sobre la silla que éste ocupaba, y noble indio fue a colocarse a otro extremo de la mesa, sin darse por entendido de la falta de cortesía del empingorotado español. Después de algunas frases vulgares, de haber refocilado el estómago con las viandas y remojado la palabra, dijo su señoría:

-No piense vuesa merced que me he pegado un trote desde Yanaoca sólo por darle saludos.

-Usiría sabe -contestó el párroco- que cualquiera que sea la causa que lo trae es siempre bien recibido en esta humilde choza.

-Huélgome por vuesa merced de haberme convencido personalmente de la falsedad de un aviso que recibí ayer, que a haberlo encontrado real, juro cierto que no habría reparado en hopalandas ni tonsura para amarrar a vuesa merced y darle una zurribanda de que guardara memoria en los días de su vida; que mientras yo empuñe la vara, ningún monigote me ha de resollar gordo.

-Dios me es testigo de que no sé a qué vienen las airadas palabras de su señoría -murmuró el cura, intimidado por los impertinentes conceptos de Arriaga.

-Yo me entiendo y bailo solo, Sr. D. Carlos. Bonito es mi pergenio para tolerar que en mi corregimiento, a mis barbas, como quien dice, se lean censuras ni esos papelotes de excomunión que contra mí reparte el viejo loco que anda de provisor en el Cuzco, y ¡por el ánima de mi padre, que esté en gloria, que tengo de hacer mangas y capirotes con el primer cura que se me descantille en mi jurisdicción! ¡Y cuenta que se me suba la mostaza a las narices y me atufe un tantico, que en un verbo me planto en el Cuzco y torno chanfaina y picadillo a esos canónigos barrigudos y abarraganados!

Y enfrascado el corregidor en sus groseras baladronadas, que sólo interrumpía para apurar sendos tragos de vino, no observó que D. Gabriel y algunos de los convidados iban desapareciendo de la sala.

II

A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en dirección a la villa de su residencia, cuando fue enlazado su caballo; y D. Antonio se encontró en medio de cinco hombres armados, en los que reconoció a otros tantos de los comensales del cura.

-Dese preso vuesa merced -le dijo Tupac-Amaru, que era el que acaudillaba el grupo. Y sin dar tiempo al maltrecho corregidor para que opusiera la menor resistencia, le remacharon un par de grillos y lo condujeron a Tungasuca. Inmediatamente salieron indios con pliegos para el Alto Perú y otros lugares, y Tupac-Amaru alzó bandera contra España.

Pocos días después, el 10 de noviembre, destacábase una horca frente a la capilla de Tungasuca; y el altivo español, vestido de uniforme y acompañado de un sacerdote que lo exhortaba a morir cristianamente, oyó al pregonero estas palabras:

Ésta es la justicia que D. José Gabriel I, por la gracia de Dios, inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los madres del Sur, duque y señor de los Amazonas y del gran Paititi, manda hacer en la persona de Antonio de Arriaga por tirano, alevoso, enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario.

En seguida el verdugo, que era un negro esclavo del infeliz corregidor, le arrancó él uniforme en señal de degradación, le vistió una mortaja y le puso la soga al cuello. Mas al suspender el cuerpo, a pocas pulgadas de la tierra, reventó la cuerda; y Arriaga, aprovechando la natural sorpresa que en los indios produjo este incidente, echó a correr en dirección a la capilla, gritando: «¡Salvo soy! ¡A iglesia me llamo! ¡La iglesia me vale!».

Iba ya el hidalgo a penetrar en sagrado, cuando se le interpuso el Inca Tupac-Amaru y lo tomó del cuello, diciéndole:

-¡No vale la iglesia a tan gran pícaro como vos! ¡No vale la iglesia a un excomulgado por la Iglesia!

Y volviendo el verdugo a apoderarse del sentenciado, dio pronto remate a su sangrienta misión.


III

Aquí deberíamos dar por terminada la tradición; pero el plan de nuestra obra exige que consagremos algunas líneas por vía de epílogo al virrey en cuya época de mando aconteció este suceso.

El Excmo. Sr. D. Agustín de Jáuregui, natural de Navarra y de la familia de los condes de Miranda y de Teba, caballero de la Orden de Santiago y teniente general de los reales ejércitos, desempeñaba la presidencia de Chile cuando Carlos III relevó con él, injusta y desairosamente, al virrey D. Manuel Guirior. El caballero de Jáuregui llegó a Lima el 21 de junio de 1780, y francamente, que ninguno de sus antecesores recibió el mando bajo peores auspicios.

Por una parte, los salvajes de Chanchamayo acababan de incendiar y saquear varias poblaciones civilizadas; y por otra, el recargo de impuestos y los procedimientos tiránicos del visitador Areche habían producido senos disturbios, en los que muchos corregidores y alcabaleros fueron sacrificados a la cólera popular. Puede decirse que la conflagración era general en el país, sin embargo de que Guirior había declarado en suspenso el cobro de las odiosas y exageradas contribuciones, mientras con mejor acuerdo volvía el monarca sobre sus pasos.

Además en 1779 se declaró la guerra entre España e Inglaterra, y reiterados avisos de Europa afirmaban al nuevo virrey que la reina de los mares alistaba una flota con destino al Pacífico.

Jáuregui (apellido que, en vascuence, significa demasiado señor), en previsión de los amagos piráticos, tuvo que fortificar y artillar la costa, organizar milicias y aumentar la marina de guerra, medidas que reclamaron fuertes gastos, con los que se acrecentó la penuria pública.

Apenas hacía cuatro meses que don Agustín de Jáuregui ocupaba el solio de los virreyes, cuando se tuvo noticia de la muerte dada al corregidor Arriaga, y con ella de que en una extensión de más de trescientas leguas era proclamado por inca y soberano del Perú el cacique Tupac-Amaru.

No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para que entonces hubiese quedado realizada la obra de la Independencia.

El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron prisioneros el inca y sus principales vasallos, con los que se ejercieran los más bárbaros horrores. Hubo lenguas y manos cortadas, cuerpos descuartizados, horca y garrote vil. Areche autorizó barbaridad y media.

Con el suplicio del inca, de su esposa doña Micaela, de sus hijos y hermanos, quedaron los revolucionarios sin un centro de unidad. Sin embargo, la chispa no se extinguió hasta julio de 1783, en que tuvo lugar en Lima la ejecución de D. Felipe Tupac, hermano del infortunado inca, caudillo de los naturales de Huarochirí. «Así -dice el deán Fumes- terminó esta revolución, y difícilmente presentará la historia otra ni más justificada ni menos feliz».

Las armas de la casa de Jáuregui eran: escudo cortinado, el primer cuartel en oro con un roble copado y un jabalí pasante; el segundo de gules y un castillo de plata con bandera; el tercero de azur, con tres flores de lis.

Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín de Jáuregui recibió el regalo de un canastillo de cerezas, fruta a la que era su excelencia muy aficionado, y que apenas hubo comido dos o tres cayó al suelo sin sentido. Treinta horas después se abría en palacio la gran puerta del salón de recepciones; y en un sillón, bajo el dosel, se veía a Jáuregui vestido de gran uniforme. Con arreglo al ceremonial del caso el escribano de cámara, seguido de la Real Audiencia, avanzó hasta pocos pasos del dosel, y dijo en voz alta por tres veces: «¡Excelentísimo señor D. Agustín de Jáuregui!». Y luego, volviéndose al concurso, pronunció esta frase obligada: «Señores, no responde. ¡Falleció! ¡Falleció! ¡Falleció!». En seguida sacó un protocolo, y los oidores estamparon en él sus firmas.

Así vengaron los indios la muerte de Túpac Amaru.