El corsario:IV

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El corsario de Lord Byron


 Detúvose un momento pensativo, 
 hasta que vio a lo lejos los piratas 
 lentos perderse en la torcida senda. 
 Y entonces exclamó: «¡Nuevas extrañas! 
 mil riesgos afronté, y hoy este riesgo 
 paréceme el postrero. La esperanza 
 abandonó mi corazón; mas firme 
 no cederá rendido en la batalla 
 mi incansable valor, ni mis soldados 
 desmayar me verán. Empresa es ardua 
 al encuentro correr del enemigo; 
 mas precavamos su feroz venganza: 
 a atacarnos no venga, y este asilo 
 sangrienta escena de sus iras haga. 
 ¡Oh! Si mi plan obstáculos no encuentra; 
 si la fortuna nos sonríe grata, 
 verterán sus esposas llanto acerbo 
 en torno de sus piras funerarias. 
 Quizás incautos duermen: ¡que los sueños 
 con los halagos de su dulce magia 
 les acaricien! Con fulgor más vivo 
 nunca los despertó risueña el alba, 
 que el luminoso incendio que esta noche 
 entre las sombras vibrará sus llamas. 
 ¡Vientos, sednos propicios! ¿Y Medora...? 
 ¡Oh, débil corazón! Que al menos su alma 
 no agobie el peso que la mía oprime. 
 ¿Por qué mi osado espíritu desmaya? 
 ¡Y valiente yo fui...! ¡Mérito escaso 
 do valientes son todos! También clava 
 su aguijón el insecto y audaz lucha 
 cuando una fuerza superior le ataca. 
 Propio del hombre al par y de la fiera, 
 ese vulgar valor que el riesgo inflama 
 bien poco es para mí: más altos fines 
 ansió lograr un día mi constancia. 
 Con serena firmeza y bravo arrojo 
 a luchar enseñé a mi corta banda 
 contra crecida hueste; la conduje 
 con sagaz tino al triunfo que comprabas 
 escasas gotas de su sangre...Y ahora 
 más recurso no resta; ya no basta 
 mi ciencia perspicaz. ¡Victoria o muerte! 
 Pues bien; venga la muerte: no me espanta. 
 Mas ¿llevar a esos fieles compañeros 
 a cierta perdición...?¡Oh! ¡Jamás nada 
 mi destino importome; mas mi orgullo 
 cuánto, cuánto sufriera, si asechanza 
 a mis pies escondida me burlase! 
 ¿Debo mi vida y mi poder y fama 
 así a un albur jugar? ¡Duro destino! 
 Conrado, acusa a tu demencia infausta; 
 al destino no acuses: el destino 
 aún tiene tiempo de salvarte. ¡Aguarda! 

 Así, consigo hablando, distraído, 
 a la cumbre trepó, do coronaba 
 verde colina su soberbia torre. 
 Detúvose al umbral de pronto: su alma 
 el timbre melancólico y sonoro 
 de la voz dulce que jamás le cansa 
 hirió fascinador. Entre los hierros 
 que protectores cierran la ventana, 
 brotaba triste su armonioso acento 
 que iba a perderse en las tranquilas auras, 
 y así del tierno pájaro cautivo 
 decía el canto que entonó en la jaula: 


1º
 
 Mi corazón en misteriosa calma 
 dulce secreto de placer oculta; 
 cuando me miras, te lo dice el alma; 
 y luego allá en su fondo lo sepulta.» 


2º
 
 «Luz que no apaga las tinieblas arde 
 con tibios rayos en el alma mía. 
 Si inútil es que sus destellos guarde, 
 ¿por qué así en lucha con la sombra fría?» 


3º

 «Sin consagrarme un triste pensamiento 
 no pases por delante de mi tumba: 
 lo que en mi amarga soledad más siento 
 es que me olvidarás cuando sucumba.» 

4º

 «Oye piadoso mi postrer gemido: 
 el valor no te veda que me llores. 
 Ven, y lo único dame que te pido: 
 ¡Una lágrima premie mis amores!» 


 Pasó el umbral; por corredor oscuro 
 entró Conrado en la escondida estancia 
 cuando de la canción la postres nota 
 en la bóveda estrecha resonaba. 
 -«¡Cuán triste es tu cantar, Medora mía! 
 -¡Alegre piensas que en tu ausencia amarga 
 pudiera resonar! Aun cuando lejos 
 no escuchas nunca mis cantares, mi alma 
 en sus acentos dócil se revela; 
 eco son de mi pecho sus palabras, 
 y aunque cierre mis labios el silencio, 
 mi amante corazón no mudo calla. 
 En solitario lecho, cuántas veces 
 de borrascosa tempestad las alas 
 dieron mis sueños al dormido viento, 
 y el blando soplo que la costa halaga 
 en mi mente zumbó como el mugido 
 que amenazante el huracán presagia, 
 y escuché al dulce son de su murmurio 
 de canto funeral la voz aciaga 
 que tu muerte llorando, tu cadáver 
 flotar hacía en las inquietas aguas! 
 Y saltando del lecho temerosa, 
 iba a ver si la luz ya vacilaba 
 del faro amigo en la elevada torre, 
 y temiendo que manos mercenarias 
 dejáranla morir, yo cuidadosa 
 daba alimento a su propicia llama. 
 Largas horas, insomne, de los astros 
 en el sereno azul la lenta marcha 
 con los ojos seguía, y esperando 
 la brisa que precede a la mañana 
 con soplo fresco, a la tardía aurora 
 llamaba loca en mis mortales ansias. 
 Y tristes sus destellos las tinieblas 
 rompían... ¡y a mi lado tú aún no estabas! 
 Por la llanura de la mar tendía 
 humedecida en llanto la mirada, 
 y ni mi acerbo lloro, ni mis votos 
 me hacían ver en la extensión lejana 
 del horizonte límpido, de un buque 
 brillar sobre el azul la vela blanca. 
 Hoy por fin a mis ojos anhelantes 
 apareció en el mar ligera mancha: 
 era un buque; acercose, pasó. Y otro 
 llega después y vira hacia la playa: 
 ¡ay! ¡Aquél era el tuyo! Que no tornen 
 esos días, Conrado: dulce calma 
 en este grato albergue la paz brinda; 
 ricos tesoros escondidos guardas; 
 y el cielo puro que risueño brilla 
 y el campo fértil con sus verdes galas, 
 a terminar aquí la errante vida 
 en el reposo del placer te llaman. 
 no los peligros temo; bien lo sabes: 
 sólo tiemblo por ti, cuando te lanzas 
 huyendo de mis brazos, a la muerte. 
 ¡Oh!, profundo misterio encierra tu alma, 
 que tan dulce conmigo, su ternura 
 tenaz reprime y su pasión contrasta. 
 -Sí: ¡misterio profundo! El desengaño 
 envenenó mi vida, y de heces agrias 
 llenó mi corazón: hollarle quiso 
 del hombre cruel la desdeñosa planta 
 cual inerte gusano, y rencoroso 
 víbora levantose a la venganza. 
 Otro bien no le resta al alma mía, 
 Medora, que tu amor: jamás de la alta 
 región serena de los cielos vino 
 rayo de compasión e iluminarla, 
 este odio al mundo que te aflige tanto, 
 de mi amor forma parte: están en mi alma 
 estos dos sentimientos tan unidos, 
 que entrambos morirán si los separan; 
 y el día que a los hombres amar pueda 
 te dejaré de amar. Pero, no; nada, 
 nada temas, Medora; mi pasado 
 harto ya te asegura mi constancia. 
 Tuyo es mi porvenir. Mas hoy de nuevo 
 al rigor de la suerte, resignada 
 cede, querida mía; aún es preciso... 
 oh, mi ausencia esta vez no será larga, 
 aún es preciso separarnos.-¡Cielos! 
 Bien lo previó mi corazón: ¡cuán raudas 
 de mis sueños de amor las ilusiones 
 vi los cielos cruzar de la esperanza! 
 ¡A estas horas partir...! ¡Oh!, no es posible, 
 sujeto apenas de la inmóvil ancla 
 duerme ese buque en el tranquilo golfo; 
 y el otro aún en la mar... ¿Ves cuál descansan 
 de la ruda fatiga los morinos 
 al sol tendidos en la extensa playa? 
 En vano quieres que a afrontar se arrojen 
 de nuevo tras de ti la mar contraria. 
 Tú burlas, amor mío, mi flaqueza, 
 y en combatir mi espíritu te ensayas 
 y en templarlo al peligro; mas no irrites 
 un débil corazón que tanto te ama 
 y tu sangrienta mofa mataría. 
 Calla, Conrado de mi vida, calla: 
 ven y feliz dividirás conmigo 
 de tu frugal festín la mesa parca 
 que complacida preparé; y bien poco 
 tu sobriedad nuestros desvelos cansa. 
 Pero, mira, Conrado; complacida 
 yo la fruta escogí más sazonada, 
 aquélla que con tintas más hermosas 
 brillar he visto en las fecundas ramas. 
 Para buscar la fuente que más frescas 
 vierte en puro raudal sus linfas claras 
 tres veces de los próximos collados 
 he recorrido la umbrosas faldas 
 Verás cuán dulces tus sedientos labios 
 refresca hoy el sorbete. ¿No te agrada 
 verle brillar en el tallado vaso 
 de límpido cristal? Jamás embriaga 
 de la fecunda vid el jugo ardiente 
 tu pecho austero: cuando alegre pasa 
 de mano en mano en el festín la copa, 
 sobrio cual musulmán, de ti la apartas. 
 Ven; dispuesta la mesa, ya te espera; 
 y la encendida lámpara de plata 
 no teme, llena de dorado aceite, 
 las sombras densas que la luz apagan. 
 La mesa alegre, a tu servicio atentas, 
 circundarán mis jóvenes esclavas, 
 y entonaré con ellas dulces cantos, 
 o enlazaremos armoniosas danzas. 
 Si quieres que tu espíritu adormezca, 
 las cuerdas vibraré de mi guitarra 
 tan dulces a tu oído; y si no quieres, 
 en el libro de Ariosto, las desgracias, 
 de la infeliz Olimpia leeremos, 
 de Olimpia, crudamente abandonada 
 por quien tanto la amó. Y ¡ay!, en perfidia 
 hora a su burlador aventajaras 
 si de mi lado huyeres. Y a aquel otro, 
 ya sabes tú quién digo: una mañana 
 vi a tus labios brotar leve sonrisa 
 cuando el isolte de la pobre Ariadna 
 dejonos ver el despejado embiente, 
 y te mostré la roca solitaria, 
 y te dije, temblando de que un día 
 mi sospecha fatal se realizara: 
 «¡así me dejará Conrado en su isla!» 
 Y feliz me engañé: con fiel constancia 
 Conrado ha vuelto siempre.-¡Siempre! ¡Siempre! 
 Y siempre volverá, ¡Medora amada! 
 Mientras de vida un resto en este mundo 
 y en el cielo le quede una esperanza, 
 volverá siempre a ti. Pero del tiempo 
 en raudo vuelo los momentos pasan 
 y a la hora traen de la partida. ¿Cuáles 
 mir proyectos hoy son? ¿A do me arrastran? 
 ¡Ay! ¿Para qué decírtelo, Medora; 
 si he de acabar por la fatal palabra 
 que nos desune, ¡adiós! Y bien quisiera 
 si tiempo hubiese, revelar... ¿Te alarmas? 
 ¡Oh!, no; por mi no temas: mis contrarios 
 temibles hoy no son: valiente guardia 
 quiero que vele de la torre en torno, 
 e impensados ataques burle cauta. 
 Sola no quedarás; nuestras matronas 
 y tus jóvenes siervas te distraigan 
 de la ausencia en las horas. Cuando torne 
 gozaremos por fin en dulce calma 
 de asegurada paz grato reposo. 
 Pero, ¿qué escucho? ¿Es la trompeta? Calla: 
 ¡Oh!, sí; ya Juan dio la señal. ¡Un beso...! 
 ¡Otro! ¡Otro más...! ¡Adiós!» 

 Y se levanta; 
 y en los abiertos brazos de Conrado 
 ella se arroja, y con pasión le abraza; 
 y sobre el pecho de su fiel amante 
 ocultando la faz que el llanto baña, 
 siente junto a sus labios conmovido 
 latir su corazón. El clavar ansia 
 en los azules ojos de Medora 
 trémula de emoción tierna mirada, 
 mas no se atreve a levantar su frente 
 que inclina débil aflicción amarga. 
 La blonda, destrenzada cabellera, 
 cae en desorden por su esbelta espalda, 
 y los brazos que amante la sujetan 
 los rizos de oro cubren. Y se apagan 
 y apenas ya palpitan los latidos 
 en su fiel pecho que el amor llenara. 
 Y retumba el cañón: a los corsarios 
 el propicio crepúsculo al mar llama; 
 se ocultó el sol, y en su dolor Conrado 
 maldice al sol con insensata rabia. 
 Contra su pecho oprime enternecido 
 y la oprime otra vez, y no se cansa 
 de estrechar a la mante que en sus brazos 
 implora su piedad desconsolada. 
 Y la lleva arrastrando hasta su lecho; 
 la contempla un instante: en corta pausa 
 piensa que para él no hay en el mundo 
 otro bien que su amor; y en duda amarga 
 vacila.-Mas de pronto un beso imprime 
 en su pálida frente, y veloz marcha.