El corsario:V
Apariencia
«¿Ha partido? ¿Ha partido?», al fin exclama Medora en sí volviendo, «¡y ha un instante a mi lado le vi...!» Salta del lecho, cruza con pie ligero los umbrales; y sólo entonces un raudal copioso brota el acerbo lloro: gruesas caen sus lágrimas pesadas, y no siente cómo surcando sus mejillas arden. En su pálida faz desencajada honda huella grabaron los pesares que no borrará el tiempo; la luz pura que animó sus azules ojos de ángel, al mirar el vacío en torno suyo parece que ya lánguida se apague. De pronto ve a Conrado. ¡Oh Dios, cuán lejos! resplandecen sus ojos centellantes, y el fuego ardiente brota en sus pupilas de una pasión frenética a raudales, entre el río de lágrimas que pronto volverá a renacer más abundante. «¡Ha partido!, ¡ha partido!» Convulsiva sus manos lleva al corazón; con ayes después desesperados, las levanta y al cielo pide que sus penas calme. Clava luego los ojos en la playa: mira las velas en la anclada nave izar al fresco viento... ¡Y no se atreve a ver ya más! Con paso vacilante entra y, «¡no es sueño!» sollozando exclama: «¡Lleno de la aflicción está ya el cáliz! Y sin volver atrás los ojos tristes, de roca en roca el angustiado amante baja veloz. Si de la senda estrecha al seguir las revueltas espirales, otra vez ve lo que sus ojos huyen, la torre altiva que domina el valle, donde querida mano, a su regreso, amiga la saluda antes que nadie; y a Medora, la estrella de ventura que tibios rayos en su cielo esparce, de ellas tenaz el pensamiento arranca: si hoy su flaqueza le detiene frágil, si a los bordes se duerme del abismo, mañana al fondo rodará. Y ¿quién sabe? ¿No vale más su amor que su destino...? ¿Por qué no abandonar a los azares de la suerte su vida, y a las olas sus atrevidos, misteriosos planes? Detiénese un momento; mas, resuelto, avanza nuevamente: si un instante el corazón del hombre se enternece, nunca traidor vacilará cobarde de una mujer al lloro jefe osado. Ve por fin su bajel; ve favorable rizar la brisa las dormidas aguas, y levanta su espíritu arrogante. Apresura su marcha, y cuando sordo oye el murmullo que resuena grave, la cadencia armoniosa de los remos, los gritos del marino, y mira hincharse trémula palpitando la ancha lona, y cual adiós de despedida al aire en la playa ondular cándidos lienzos, y ve después el pabellón de sangre que de su buque izado en la alta popa ondea de la brisa al soplo suave, Apenas puede comprender que débil su decidido corazón temblase. Los negros ojos encendidos, lleno el pecho altivo de embriaguez salvaje, cual Conrado otra vez se reconoce, y veloz corre entre las peñas ágil, hasta que al pie de la colina mira extendida la playa dilatarse. Y se detiene; no porque las auras de la vecina mar su sien halaguen: detiene el paso, y el transporte calma que afectado revela su semblante, y su severo aspecto recobrando a sus soldados marcha a presentarse. Bajo máscara falsa de orgullo de su pecho los lúgubres afanes ocultaba Conrado cuidadoso. La austeridad de su arrogancia grave inoportuna indiscreción rechaza y audaz parece que obediencia mande. Si acaso empero el ánimo dudoso aspira a seducir, ¡oh cuán amable disipando el temor, la simpatía vibra en su voz que el corazón atrae! Mas pronto helado soplo de su pecho parece que egoísta el fuego apague: es que al hombre desprecia; es que a sus ojos más la obediencia que el afecto vale. Su guardia fiel a su alredor se agrupa; Juan al encuentro de Conrado sale: -«¿Todos están a la partida prontos? -Todos, señor, esperan en la nave. La última lancha al capitán aguarda. -«¡Mis armas y mi manto!» El corvo alfanje a su cintura ciñe, y de ancha capa en los pliegues envuélvese. «Que llamen a Pedro.» Pedro viene, y cariñoso a su saludo contestando afable, le dice el capitán: -«Esta cartera tus órdenes contiene: aquí mis planes hallarás desenvueltos. Con fiel celo ejecuta mis órdenes: tú sabes ejecutarlas bien. Doble la guardia precava previsora todo ataque; cuando el buque de Anselmo torne al puerto que mis mandatos cumpla. Si reinasen vientos propicios, antes de tres días nos verás: hasta entonces. ¡Dios te guarde!» Y estrechando la mano del pirata, salta con pie resuelto al bote frágil; y los remos armónicos golpean las móviles oleadas, que brillantes de fosfórica luz cúbrense. Llegan al anclado bajel; ya sobre el mástil el jefe reclinado, silencioso, tiende su vista por los anchos mares. Suena agudo un silbido, y los corsarios roncos hacen crujir los tensos cables; y complacido el capitán contempla cómo, al timón obedeciendo, parte veloz el buque del seguro puerto; y en mirar de su gente se complace el animoso ardor, y hasta risueño su esfuerzo excita y su tesón aplaude, y su mirada audaz, de orgullo henchida, en el joven Gonzalo va a fijarse. Mas ¿por qué palidece y débil tiembla? ¿Tan súbito dolor de dónde nace? ¡Ay!, sus ojos la torre y la colina volvieron a encontrar...! ¡Allí su amante...! Quizás los ojos, húmedos en llanto, Medora en el bajel ansiosa clave: jamás con tanto amor sintió Conrado latir su corazón, como ahora late. Empero comprimiéndose, desciende al hondo camarote, y de su viaje objeto y plan descúbrele a Gonzalo. Lámpara amortiguada ante ellos arde; cubren la mesa desplegadas cartas, brújulas, catalejos y compases. Su plática duró hasta media noche; y parece que eterna se dilate aún la noche después: tanto las horas a aquellos corazones anhelantes lentas parecen. Bajo cielo puro las brisas respiraban favorables, y resbalaba sobre el mar el buque como ligero halcón hiende los aires. Los altos promontorios de las islas que al paso encuentran en su curso, audaces con veloz rumbo los corsarios doblan, para llegar al puerto antes que rasgue la renaciente aurora el denso velo de las amigas sombras. Ya distantes miran trémulas luces, y el vigía descubre el golfo estrecho, do las naves descansan del pachá. Y una por una cuentan las velas, y la empresa fácil ya juzgan, viendo en los murientes fuegos que duermen sin temor los musulmanes. Entre los buques enemigos pasa el buque audaz, sin descubrirlo nadie; y en escondido, solitario golfo, al abrigo de un cabo, que gigante la fantástica forma sobre el cielo negra dibuja, silenciosa cae al fondo oculto de la mar el ancla. Los corsarios se aprestan al ataque; nada de arengas vanas: se hallan siempre en mar y en tierra prontos al combate. Inmóvil en la popa, acariciando su luenga cimitarra de abordaje, con aspecto sereno y voz muy baja les habla el capitán... ¡y habla de sangre!