El corsario:VII
Apariencia
-¿De do vienes, dervis? -Hoy me he escapado de la guarida infame del Pirata. -¿Dónde caíste en su poder?, ¿qué día? -Mi caique a Scalanova navegaba, desde la isla de Skio, cuando el cielo quiso su rumbo interrumpir: las armas del corsario apresaron nuestras naves, a su tripulación llevando esclava. Yo no temo la muerte, y no tenía riquezas que perder; sólo mi marcha pudo una noche interrumpir. Mi errante libertad recobré: la frágil barca de un pescador se me brindó a la fuga: y cumpliendo por fin esa esperanza, hoy vengo aquí, do tu poder me escuda: ¿Quién junto a ti, oh Pachá, teme al Pirata? -¿Y qué hace allí? ¿Sus presas y sus rocas a defender soberbio se prepara? ¿Conoce mi intención, sabe que ansío su nido de escorpión dar a las llamas? -Pachá, los ojos tristes de un cautivo al recordar la libertad pasada, mal a su propio vencedor espían. Yo escuché sólo en la vecina playa el murmullo incesante de las olas que en el negro peñón me aprisionaban. Sólo el azul de los tendidos cielos dorados por el sol triste miraba, sol cuya ardiente claridad no pueden los ojos soportar de la desgracia; e intenté, mis cadenas quebrantando, de mi lloro secar la fuente amarga. Mi fácil fuga te dirá que viven sin recordar lo que peligros llamas; ¿pudiera yo, si sospecharan ellos burlar así su activa vigilancia? El centinela que mi fuga ignora no ha de dar la señal de tu llegada... Pachá, mi cuerpo fatigó la lucha que ha sostenido con el mar, y ansía descanso y alimento... Me retiro; paz a ti y a los tuyos. -Tente, aguarda: dervis, yo te lo mando... ¿Lo oyes?... ¡Tente! aquí alimento te traerán mis guardias: participa también de mi banquete. Pero una vez tu cena terminada, escúchame y responde. ¿Lo has oído? Detesto los misterios.» ¿Quién la opaca sombra ha visto que rápida la frente nubló del religioso? Su mirada casi feroz en el diván la fija, y desdeña el banquete que le aguarda; pero fue sólo pasajero rayo de una encendida y apagada rabia. Después sentose silencioso, inmóvil, devuelta al rostro la perdida calma; sírvenle la comida, y él desdeña los manjares cual fruta emponzoñada: Y en verdad que su ayuno y su fatiga a los glotones convidados pasman. -Dervis, ¿qué tienes? ¿Piensas por ventura que sea este festín fiesta cristiana? ¿Odias a mis amigos? ¿Por qué evitas probar la sal, la prenda más sagrada, señal de paz entre contrarias tribus, la que embota la aguda cimitarra, y convierte en hermano al enemigo, a quien la tienda se abre hospitalaria? -Delicado manjar sólo sazona la sal, y mi alimento en la montaña es la áspera raíz, y bebo sólo el agua pura de las fuentes claras. Mis votos y mi regla me prohíben partir con nadie el pan. Si os es extraña esta conducta, y sospecháis que sólo sobre mi frente vuestras iras caigan; pero por todo tu poder, por todo el poder del sultán, mi regla santa yo guardaré, pues temo del profeta la cólera divina, y que mis plantas detenga en el camino hacia la Meca. -Haz lo que quieras, y tu regla guarda; pero contesta a una pregunta: ¿Cuántos son los hombres...? ¡Qué miro...! ¿No es la clara luz de la aurora? ¡No...! ¿Qué sol, qué astro alumbra así las adormidas aguas? ¡Como un lago de fuego resplandecen! ¡Oh Dios! ¡Traición!, ¡traición! ¡Vengan mis guardias! ¿Quién incendió mis buques? ¡Y apartado de ellos estoy...! ¡Mi roja cimitarra! ¡Dervis maldito! ¿Por ventura eran esas las tristes nuevas que guardabas? ¡Un espía tal vez...!; ¡prendedle, atadle...!, El Dervis atrevido se levanta al repentino resplandor, y al punto de continente y de mirada cambia. No es un pobre ermitaño; es un soldado que salta en su caballo de batalla. Arroja el alto gorro que le encubre, el largo manto que le envuelve rasga; brilla en su mano el damasquino alfanje, ciñe su pecho la acerada malla; cubre su frente el casco relumbrante con pluma negra; de sus ojos salta el fuego de sus iras, y esa oscura sombra de duelo que su frente mancha, hace creer al musulmán que sea un genio de esos a que Afrites llaman, demonios cuyos golpes dan la muerte. En tanto horrible el grito se levanta del combate empezado; las antorchas su luz uniendo a la rojiza llama que arde en el mar; el clamoreo confuso, el choque rudo de encontradas armas, truecan la costa en pavoroso infierno. Sangre en el mar y en tierra se derrama Los esclavos huyendo, desconocen el grito que prender al Dervis manda: éste recobra su sereno aspecto y oculta a todos las secretas ansias con que la muerte inevitable espera sólo y allí; que la señal pactada los suyos no aguardaron, y han prendido muy pronto el fuego a la enemiga escuadra. Ve el terror del contrario, el cuerno coge que al lado pende del tahalí de grana, y a su sonido le contestan lejos. -«¡Bien, mis valientes! ¡Bravos camaradas! ¿Cómo pude dudar ni un punto de ellos, y sospechar que así me abandonaran?»- Extiende el brazo y círculos ligeros sobre su frente con su alfanje traza: repara el tiempo que perdió, y un hombre para espantar la muchedumbre basta. Armas soltadas y turbantes rotos la alfombra cubren por el ancha sala, y apenas hay un brazo que se eleve a defender la frente amenazada: hasta el mismo Selim retrocediendo y confundido de sorpresa y rabia, huye, y aun le provoca. El es valiente, pero el furor que su razón embarga le impide combatir, y huye del campo, en su dolor mesándose las barbas. Ya del serrallo por las rotas puertas aquel palacio invaden los piratas, y el musulmán, con voces plañideras, rinde rotos alfanjes a sus plantas; en vano siempre, que su sangre corre de los contrarios al furor; y avanzan, avanzan bravos do el sonido oyeron del clarín que a su lado les llamaba. El ay de los heridos les anuncia que el jefe sigue su obra sanguinaria, y dan un grito de alegría al verle solo y sombrío en la revuelta estancia, Corto es el parabién, pero aún más corta la respuesta. -«Selim se nos escapa, y ha de morir. Si ya arden sus galeras, ¿por qué ese fuego la ciudad no abrasa?» Prontas a obedecerle cien antorchas, del minarete al pórtico las llamas invaden el palacio. Placer fiero píntase de Conrado en las miradas; pero ¿por qué se demudó su rostro? De una mujer la voz desesperada ha resonado, y se conmueve, al punto el corazón que goza en las batallas. -«¡Oh!, derribad las puertas del serrallo, y a esas mujeres con honor salvadlas: pensad tenéis amantes que os esperan; que tras la afrenta viene la venganza. El hombre es mi enemigo: las mujeres débiles son; debemos respetarlas. Yo lo olvidé, y el cielo nunca olvida de cobardía y deshonor la mancha. Corro, vuelo; me siga quien no quiera tal crimen cometer.» Salta las gradas, la puerta incendia del harén, y raudo vuela su pie sobre las rojas ascuas. El humo aspira y rápido lo arroja al ir cruzando estancia tras estancia. Como él, los compañeros que le siguen llegan a tiempo aún: cada pirata lleva en los brazos la mujer llorosa a quien salvó sin contemplar sus gracias. De sus cautivas el terrible miedo se esfuerzan en calmar; sus apagadas fuerzas alientan, y el honor debido a las beldades indefensas guardan: ¡tanto ha sabido transformar Conrado en dulce paz la embravecida rabia! Mas ¿quién es ésa que el Corsario lleva y del furor de los combates salva? Es del pachá la hermosa favorita del pachá a quien Conrado inmolar ansía, la que es en el harén reina temida y al mismo tiempo de Selim esclava. Conrado apenas dirigirle pudo su breve voz a la infeliz Gulnara, que en esa tregua que a la guerra diera la compasión, al ver su retirada no seguida, el contrario se detiene, se reúne luego y torna a la batalla. Selim ha visto sus inmensas fuerzas, ve de Conrado la pequeña banda, y se avergüenza del pasado miedo que entre sus tropas difundió la alarma. «Alá il Alá»-con pavoroso grito dice, y se apresta al punto a la venganza, que aquella rabia que al pavor sucede saciarse sólo en los combates ama. El fuego al fuego se opondrá; la sangre sangre pide, y espada contra espada hará que la victoria retroceda; que la pelea renovó la saña y los que fueron vencedores, ahora serán dichosos si la vida salvan. Conrado del peligro se apercibe, en torno suyo a sus soldados llama: -«¡Un esfuerzo!, y el círculo rompamos que nos encierra.» -Se unen los piratas cansados ya del último combate; se agrupan, forman en columna, cargan, vacilan... ¡Todo se perdió! Ahogados de sus contrarios en la inmensa masa, sitiados por doquier, luchan y luchan aún con valor, mas ya sin esperanza, ¡Ah!, sus filas se han roto, y desbandados muerden el polvo ya. La cuchillada postrera dan con el postrer gemido; no el contrario, el cansancio es quien los mata; y heraldos, aún de sus crispadas manos pueden apenas arrancar las armas.