El corsario:XIV
Apariencia
Y antes de que Conrado le conteste desaparece cual sombra fugitiva; él recoge sus hierros y en silencio sigue sus pasos con inquieta prisa. Un pasadizo tortuoso, oscuro, cruzaron sin saber do conducía: ni lámparas, ni guardas a su paso el prisionero encuentra; al fin, vecina mira una débil luz. ¿Hacia ella debe avanzar? ¿Debe huir? Sus pasos guía a la ventura; un fresco parecido al aire matutino, le acaricia la enardecida frente; y por fin llega a una espaciosa, abierta galería. De la noche que empieza a disiparse la última estrella en los espacios brilla, y otra luz de una estancia allí cercana de repente a Conrado hirió la vista. Se dirige hacia allá, mas de su puerta ve una mujer salir que en torno mira... se adelanta... se vuelve... se detiene... ¡Es ella, en fin...! Su mano no acaricia el puñal matador, ninguna angustia en su semblante pálido se pinta. ¡Bendito sea el corazón piadoso que supo sofocar la ira homicida! Conrado la contempla; ella rehúsa mirar las luces del naciente día; recoge atrás rizados sus cabellos que el blanco rostro y pecho le cubrían, cual si su frente hubiérase inclinado a algún objeto de terror; altiva se acerca hacia el pirata... ¡ay!, olvidada o sin saberlo, vése en su mejilla una pequeña mancha, mancha roja, ¡leve Indicio que el crimen testifica! Conrado ha combatido en cien batallas; ha sentido las penas prometidas a un condenado, artoz remordimiento y tentaciones su alma mortifican; pero jamás el hacha, el cautiverio, ni el terror del espíritu podían hacer latir apresurado el pecho, parar la sangre por sus venas frías, ni conmover su ser, como la mancha que sobre el rostro de Gulnara mira; mancha de sangre que a sus ojos nubla la belleza sin par de su heroína. «Hecho está... ¡Fue preciso...! ¡Selim muere! ¡Caro cuestas, corsario...! ¡Aprisa, aprisa...! Son vanos los reproches; nuestra barca está dispuesta, y se adelanta el día. Los hombres que he ganado, me son fieles; las obras de mi brazo justifican mi desos por ti... Partamos pronto, que esta horrible ribera está maldita.» A una señal ofrécense dispuestos los que Gulnara sobornó, y le libran en silencio a Conrado de sus hierros: sus miembros sueltos con placer agita, como el viento fugaz de las montañas; pero no el peso de su pecho alivian, mayor que el de sus hierros. No pronuncia ni una palabra, y solo se contrista. Gulnara hace otra seña, y una puerta oculta se abre, que el camino indica de la ribera. La ciudad dejando llegan por fin a la anhelada orilla donde las olas murmurando alegres sobre la playa amarillenta expiran. Conrado, absorto en su terror confuso, tras de la esclava del pachá camina: si es que le salva o que le vende ignora; pero inútil será que a ello resista, cual fuera inútil resistir las penas si es que al suplicio de Selim le guían. Ya está a bordo: las velas redondean los blandos soplos de ligera brisa, y el cielo y mar sin emoción contempla, cuando de pronto ofrécese a su vista el negro cabo de gigantes formas donde el ancla arrojó... ¡Dios! ¿Quién podría describir lo que siente? ¡Aquella noche no tuvo igual en su azarosa vida! En ese corto espacio vivió un siglo de terror, de esperanza y de agonía. Del promontorio la extendida sombra envuelve al buque, y en sus manos frías Conrado apoya la abrasada frente, y mil recuerdos en su mente lidian. Todo lo ve: Gonzalo, sus amigos, el triunfo momentáneo, la fatiga, ¡la derrota...! ¿Y Medora? ¿Aguarda acaso aún a su amante en la desierta isla? De pronto se estremece, el rostro vuelve y ve solo... a Gulnara la homicida! Ella observa su pálido semblante, su mirada glacial y repulsiva: se estremece, y en lágrimas bañada cae a sus pies, y abraza sus rodillas. -«Perdóname, Conrado, y aunque el cielo mi acción fatal condene... ¿Qué sería de ti sin ese crimen...? No has oído aún mi disculpa, ¡y mi presencia esquivas! No soy lo que parezco... Mis ideas ha trastornado el miedo... ¿Vivirías si no fuera por mí...? Piensa en ti mismo y aborrece después a quien te libra.» Mal juzgaba a Conrado: él en sí propio de crimen tal la expiación declina, y ocultamente el corazón desgarran penas calladas que profundo anida. Con viento favorable el buque avanza sobre las ondas de la mar tranquilas que juegan murmurando por la popa y con empuje blando lo deslizan. Lejos, muy lejos, se descubre un punto; ya un mástil, ya una vela se divisa. A la pequeña nave de Gulnara en aquel buque señaló el vigía. Despliega nuevas velas, y la prora rápida corta el mar; veloz camina con el terror en sus hinchados flancos. Brilla un tiro, retumba, y la encendida bala atraviesa sin tocar la nave y dentro el mar al sumergirse silba. Conrado salta, y en sus negros ojos el contento ignorado ardiente orilla. -«¡Mirad, mirad mi pabellón sangriento! ¡Ellos son, ellos son! ¡Su nave es mía! No me han abandonado.» -Los corsarios le han conocido y su saludo envían. Botan la lancha al mar y se mantienen a la capa. -«¡Es Conrado!»-ardientes gritan desde el puente del buque, y nadie puede contener de la chusma la alegría. Rápido, satisfecho y a sus labios brotando del orgullo la sonrisa, le ven saltar a bordo de su nave, y rudas sus facciones ilumina el fuego de sus ojos. Todos quieren estrecharle en sus brazos. Él olvida su peligro presente y su derrota; responde a la benévola acogida con dignidad; abraza a Anselmo, y siente que aún no su estrella pálida se eclipsa. Tras la efusión de su placer, sintieron recobrarle sin lucha, que les liga extraño afecto al capitán, y ansiaban por vengarle arrostrar rudas fatigas. Si ellos supieran que a la esclava aquella su libertad el capitán debía, menos escrupulosos que Conrado para lograr su fin, reina la harían. A Gulnara contemplan y entre sí hablan en voz baja, y la irónica sonrisa brilla en sus labios; y la bella sierva, débil y fuerte a un tiempo, el rostro, inclina turbada y ruborosa, y suplicante vuelve a Conrado con temor la vista; baja su velo y permanece muda, los brazos cruza sobre el pecho y fija su mirada en el suelo; que aunque crucen mil sentimientos por su mente altiva, el alma aquella en el amor tan pura, tan llena de odio si el furor la excita, no del rubor de la mujer, el crimen atroz que ha cometido, al rostro priva. Conrado lo conoce, y, sin embargo, siente; ¿qué debe hacer? A la cautiva perdonará, su crimen detestando. Sabe que el cielo con sus santas iras castigará esa falta: olas de llanto que de Gulnara empañan las pupilas no bastarán para lavar su mancha; pero la mano que causó la herida, la misma mano quebrantó sus hierros. Los negros ojos de la esclava mira, y ve su frente pálida inclinarse; la ve cambiada, débil y abatida; ve la mancha de sangre, mas ve blancas de dolor y de espanto sus mejillas. Su mano toma, y tiembla aquella mano tan dulce del amor en las caricias, tan terrible en el odio... Al fin, Conrado se estremece y exclama con voz tímida: -«¡Gulnara! -mas la hermosa no responde. -«¡Gulnara amada!»Su mirada fija en el corsario, y rápida en su seno sollozando de amor se precipita. Para arrancarle de tan dulce asilo no basta su valor; y hasta vacila esa virtud que es la única que resta en su alma ya... Pero Medora misma, el beso que desflora los encantos de su infeliz rival perdonaría: la Compasión lo roba a la Constancia; beso que sin amores deposita sobre unos labios que el deseo abrasa, sobre unos labios que al placer incitan, de do el perfume plácido se exhala que del amor las alas acaricia.