El corsario:XV
Apariencia
Llegan por fin a la isla solitaria con las últimas luces de la tarde, y la ensenada con alegres cantos suena, que el viento murmurando trae. Todo sonríe; enciéndense los faros; la mar surcan los botes ondulantes; los alegres delfines juguetean sobre las olas, las marinas aves la vuelta de sus huéspedes saludan con sus agudos gritos discordantes. La ansiedad del marino ya adivina tras cada fuego que en las costas arde los amigos que aquella luz encienden. ¡Oh, goces del hogar! Su santa imagen de la Esperanza ante los ojos brilla cuando los mira de los hondos mares. Las luces brillan en el alto faro y en la casa del jefe, que anhelante busca la torre de Medora en vano. ¡Cosa extraña! La hermosa siempre sale a ver los buques que a la costa arriban, y hoy su ventana entre las sombras yace. ¿Por qué su luz los pasos no en camina del caro capitán? Deja la nave Conrado y salta en el pequeño bote; manda al remero que con prisa avance... ¡Oh, si tuviera del halcón las alas para, cual flecha, hacia el peñón lanzarse! De los remeros la tardanza acusa; se arroja al mar, sus olas corta, y ágil salta en la áspera playa, y el sendero toma que allá conduce; parase antes, escucha y no oye nada entre el silencio; la oscuridad domina en tal paraje. Llama a la puerta de la torre; llama más fuertemente, pero no abre nadie. ¡Ni un paso, ni una voz...! Con temblorosa mano golpea... Al fin la puerta se abre y una figura conocida, inmóvil vio en el dintel, mas no la que estrecharle suele en sus brazos. De los labios mudos de la sirvienta ni un suspiro sale. Coge Conrado la linterna en vano, que de sus manos temblorosas cae: allá en el fondo de la estancia oscura otra lámpara da luz vacilante... A ella corre... ¿qué vio? ¿Por qué en el muro, se apoya y teme que sus pies resbalen? Fija la vista, sin hablar, no cesa de contemplar la pavorosa imagen; sus miembros, antes temblorosos, ahora inmóviles están. En semejante lúgubre escena, el alma dolorida en aumentar sus penas se complace. ¡Fue tan hermosa en vida, que la muerte aún en su rostro muéstrase agradable! Las blancas flores que su mano estrecha frescas están, y aumenta los pesares verla cual niña que dormir fingiera. Sus párpados de nieve flojos caen, y ocultan, ¡ay!, bajo su denso velo el rayo aquel de su mirar brillante. La muerte de su trono luminoso arrojó ya la vida; eclipse grande sufren aquellos astros cristalinos. Parece que aún sobre sus labios vague la sonrisa feliz de los amores. En blondos rizos sus cabellos de ángel hasta el seno descienden, y la brisa de primavera en torno los esparce. La palidez de las mejillas, todo indica que llegó el temido trance. ¡Medora ha muerto! Aguárdale una tumba Conrado mudo en el dintel, ¿qué hace? Nada pregunta: inútil la respuesta es a quien mira el mísero cadáver de la que tanto amó... ¡Medora ha muerto! ¿Qué importa cómo...? ¡Ha muerto! ¡Eso es bastante! Amor de la niñez, sola esperanza de sus mejores años, casta imagen de aquella a quien no odió, todo le ha sido arrebatado en infeliz instante. El hombre virtuoso paz encuentra en la región do penetrar no es fácil al criminal: su orgullo le extravía; sólo en el mundo ve penas y afanes, y perdido su amor, perdiolo todo. Y si esto es ilusión, ¿quién separarse pudo jamás de la ilusión que amaba sin sentir el dolor? ¡Cuántos semblantes no velan mal con la mirada estoica un corazón que afligen penas graves! ¡Cuántas ideas lúgubres no oculta de rojos labios la sonrisa amable! Los que sienten con fuerza, la tortura no pueden explicar que al pecho abate. Convergentes a un centro y dolorosos los pensamientos brotan a millares. Buscáis refugio y no le halláis, palabra sin encontrar que vuestro mal retrate. La angustia cierta es muda: el desaliento postra a Conrado; amortecido late su corazón en lúgubre reposo, las lagrimas amargas a raudales brotaban a sus ojos, como un niño; nadie ese llanto vio: tal vez delante de otro jamás llorara. El llanto enjuga el rostro vuelve y silencioso parte, el corazón desesperado y roto. El sol rojizo de las ondas nace sin disipar las penas de Conrado; llega la noche, y negros sus pesares son más que de los cielos las tinieblas; y es que el dolor es ciego, es que anhelante se vuelve siempre al punto más oscuro, no sufre guía y corre hasta estrellarse. Para la dulce sensación nacido fue de Conrado el corazón: el cauce torció el destino al río de su vida y hacia un abismo lo arrastró insondable pero como la gota cristalina que por las peñas de las grutas cae, con el grosero polvo de la tierra dentro del pecho la sintiera helarse. Roca fue que en la cima de los montes resiste las violentas tempestades y a cuyo abrigo y apacible sombra la flor tranquila y perfumada nace, hasta que el rayo al fin al par quebranta endurecida roca y tallo frágil, la débil planta sucumbió sin lucha y seca, el viento la arrastró hasta el valle, mientras los trozos del peñasco roto ennegrecidos y dispersos yacen. Y brilló la mañana y los corsarios hacia Conrado temen acercarse; pero Anselmo dirígese a la torre, que es necesario que a su jefe le hable. No está allí, ni en la playa le distingue; lo buscan por doquier, ¡vanos afanes! Un sol y aun otro sol correr les vieron y con su voz cansar los ecos: nadie les contestó. Los montes, las llanuras, las cavernas exploran; roto un cable hallan por fin que sostenía un bote: no hay duda, el capitán surca los mares, le esperan y vendrá: ¡vana esperanza la que en sus pechos míseros renace! Conrado no volvió, ni ha vuelto nunca. No hay un indicio ni señal que aclare aquel hondo misterio: ¿ha muerto? ¿Vive? Nadie decirlo con certeza sabe. Los piratas lloraron largo tiempo a quien solo ellos lloran: elevarse fúnebre monumento viose en la isla a la memoria de Medora. Nadie pensó dar ni una lápida a Conrado donde el recuerdo de sus hechos graben: ya están grabados en sus toscos pechos. Él ha legado un nombre a las edades que la virtud de amor tan sólo adorne y que mil faltas maldecidas manchen.