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El crédito

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El crédito

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Al oír sonar el maíz en el morral, el zaino levantó la cabeza, y, sin dejar de mascar la gramilla verde que estaba saboreando cerca de la tranquera, echó una miradita hacia el pesebre. Paso a paso, mordiendo el pasto corto, se venía acercando, sabiendo de antemano que no lo iban a olvidar y que se aproximaba la hora.

-«Zaino, vení», dijo el capataz; y el animal regalón echó a trotar, entró al corral y extendiendo el pescuezo, buscó con el hocico la abertura del morral.

Algo petizón, con la cabeza un poco fuerte, la oreja pequeña y bien formada, el ojo negro y vivo, la crin y la cola negras, abundantes y gallardamente atadas, de pecho ancho y hondo, zaino colorado de pelo, con la punta de las patas negra, por cierto no era, con todo, ningún animal de valor, y no hubieran dado por él muchas libras esterlinas en Londres.

Pero era el crédito del patrón. ¡El crédito! es decir, el compañero fiel de las grandes fatigas; el único con el cual se puede contar, cuando se ofrece un galope largo, de quince, veinte leguas y más.

Para las diez primeras, no necesitaba rebenque.

Impaciente en el palenque, algo ligero al montar, un poco loco al salir, arisco los días de mucho viento, pronto comprendía por la dirección dada por el jinete, por el peso del recado, por el modo de andar, con poco, mucho o ningún apuro, si se trataba de un viaje largo o corto, o de un paseo por el campo.

Y una vez convencido de que era cosa seria, ya dejaba de compadrear, sosteniendo con una constancia sin igual un paso parejo, tendido, capaz de tragarse leguas y leguas sin sentir, y sin hacerlas sentir mucho más al amo, de que si las hubiera galopado en un sillón.

Y esto último es ya de alguna importancia: no es el zaino el primer crédito que el patrón haya tenido; pasan los años y con ellos la robusta juventud, la flexibilidad del cuerpo. Han muerto ya dos o tres, altos, briosos, espantadizos, ligeros, locos, que han durado pocos años cada uno, pues a fuerza de galopar, de correr carreras, de pegar pechadas, de lucirse, por fin, y de darse corte, se han mancado, deshecho, inutilizado.

Por allí andan otros, príncipes destronados, buscando con los demás caballos del establecimiento su vida por el campo, ensillados una que otra vez por algún peón para el servicio.

Al zaino lo cuidan más y no le piden mucha elegancia; es un poco bajo, más fácil para montar. Aunque guste todavía su porte marcial, la calidad que más aprecia en él su amo es: la resistencia.

-«¡Sabe ser guapo!» dice con orgullo.

Pasarán algunos años más; el zaino andará tirando agua en el jahuel, bichoco, flaco, con la cola en porra, y con abrojos en la crin; haciéndose el sordo cuando oiga sonar el maíz en el morral, y el ciego al ver otro caballo en el pesebre, bien cepillado y rasqueteado, lustroso y demasiado gordo para ser guapo como ha sido él.

-«¡Nunca tropieza!» dice el amo al ponderar su nuevo crédito. No le pido ya veinte leguas al día, y con tal que al recorrer el campo, no lo pegue alguna rodada inesperada, le encuentra mucho mérito.

También pasará este, y pasarán otros, y vendrá el tiempo, para el amo, de declarar con melancolía: que su crédito tiene «un tranco como hamaca.»