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El crimen y el castigo (Pedraza y Páez tr.)/I

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El crimen y el castigo
de Fyodor Dostoyevsky
Parte Primera
I*II*III*IV*V*VI*VII
EL CRIMEN Y EL CASTIGO

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PRIMERA PARTE
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I


Una tarde muy calurosa de principios de julio, salió del cuartito que ocupaba, junto al techo de una gran casa de cinco pisos, un joven, que, lentamente y con aire irresoluto, se dirigió hacia el puente de K***.

Tuvo suerte, al bajar la escalera, de no encontrarse a su patrona que habitaba en el piso cuarto, y cuya cocina, que tenía la puerta constantemente sin cerrar, daba a la escalera. Cuando salía el joven, había de pasar forzosamente bajo el fuego del enemigo, y cada vez que esto ocurría experimentaba aquél una molesta sensación de temor que, humillándole, le hacía fruncir el entrecejo. Tenía una deuda no pequeña con su patrona y le daba vergüenza el encontrarla.

No quiere esto decir que la desgracia le intimidase o abatiese; nada de eso; pero la verdad era que, desde hacía algún tiempo, se hallaba en cierto estado de irritación nerviosa, rayano con la hipocondría. A fuerza de aislarse y de encerrarse en sí mismo, acabó por huir, no solamente de su patrona, sino de toda relación con sus semejantes.

La pobreza le aniquilaba y, sin embargo, dejó de ser sensible a sus efectos. Había renunciado completamente a sus ocupaciones cotidianas y, en el fondo, se burlaba de su patrona y de las medidas que ésta pudiera tomar en contra suya. Pero el verse detenido por ella en la escalera, el oír las tonterías que pudiera dirigirle, el sufrir reclamaciones, amenazas, lamentos y verse obligado a responder con pretextos y mentiras, eran para él cosas insoportables. No; era preferible no ser visto de nadie, y deslizarse como un felino por la escalera

Esta vez él mismo se asombró, cuando estuvo en la calle, del temor de encontrar a su acreedora

«¿Debo asustarme de semejantes simplezas cuando proyecto un golpe tan atrevido?—se decía, riendo de un modo extraño—. Sí... el hombre lo tiene todo entre las manos y lo deja que se le escape en sus propias narices tan sólo a causa de su holgazanería... Es una axioma... Me gustaría saber qué es lo que le da más miedo a la gente... Creo que temen, sobre todo, lo que les saca de sus costumbres habituales... Pero hablo demasiado... Tal vez por el hábito adquirido de monologar con exceso no hago nada... Verdad es que con la misma razón podría decir que es a causa de no hacer nada por lo que hablo tanto. Un mes completo hace que he tomado la costumbre de monologar acurrucado durante días enteros en un rincón, con el espíritu ocupado con mil quimeras. Veamos: ¿por qué me doy esta carrera? ¿Soy capaz de eso? ¿Es serio eso? No, de ningún modo; patrañas que entretienen mi imaginación, puras fantasías.»

Hacía en la calle un calor sofocante. La multitud, la vista de la cal, de los ladrillos, de los andamios y esta fetidez especial, tan conocida de los habitantes de San Petersburgo que no pueden alquilar una casa de campo durante el verano, todo contribuía a irritar cada vez más los nervios del joven. El insoportable olor de las tabernas y figones, muy numerosos en aquellas partes de la ciudad, y los borrachos que a cada paso se encontraba, aunque aquel era día laborable, acabaron por dar al cuadro un repuguante colorido.

Hubo un momento en que los finos rasgos de la fisonomía de nuestro héroe expresaron amargo disgusto. Digamos con este motivo que no carecía de ventajas físicas; era alto, enjuto y bien formado; tenía el cabello castaño y hermosos ojos de color azul obscuro. Poco después cayó en profunda abstracción o más bien en una especie de sopor intelectual. Andaba sin reparar en los objetos que encontraba al paso y sin querer reparar en ellos. De vez en cuando murmuraba algunas palabras; porque, como él reconocía poco antes, tenía por costumbre el monologar. En aquel momento echó de ver que se embrollaban sus ideas, y que estaba muy débil: puede decirse que había pasado dos días sin comer.

Iba tan miserablemente vestido, que otro que no hubiera sido él habría tenido escrúpulos para salir en pleno día con semejantes andrajos. A decir verdad, en aquel barrio se podía ir de cualquier modo. En los alrededores del Mercado del Heno, en e as calles del centro de San Petersburgo habitadas en su mayoría por obreros, a nadie asombra la más rara indumentaria. Pero tan arrogante desdén existía en el alma del joven, que, a pesar de su vergüenza, algunas veces cándida, no le daba ninguna de ostentar en la calle sus harapos

Otra cosa hubiera sido de tropezar alguno de sus amigos o antiguos camaradas, de cuyo encuentro huía siempre... Sin embargo, se detuvo de pronto al notar, merced a esas palabras pronunciadas con voz burlona, que atraía la atención de los paseantes: «¡Ah, eh! un sombrero alemán». El que acababa de lanzar esta exclamación era un borracho a quien conducían, no sabemos dónde ni por qué, en una gran carreta

Con un movimiento convulsivo, el aludido se quitó el sombrero y se puso a examinarlo. Era el tal sombrero de copa alta, comprado en casa de Zimmerman, pero ya muy estropeado, raído, agujereado, cubierto de abolladuras y de manchas, sin alas: en una palabra, horrible. A pesar de todo, lejos de mostrarse herido en su amor propio, el poseedor de aquella especie de gorro experimentó más inquietud que humillación.

—¡Ya me lo figuraba yo!—murmuró en su turbación—; ¡lo había presentido! Pero lo peor es que en una masería como la mía, una tontería insignificante puede echar a perder el negocio. Sí; este sombrero produce demasiado efecto, y el efecto nace precisamente de que es ridículo. Para llevar estos harapos es indispensable usar gorra. Mejor que este mamarracho será una boina vieja. No hay quien lleve semejantes sombreros; de seguro que éste llama la atención a una versta[1]de di tancia. Después lo recordarían y podría ser un indicio; lo importante es no llamar la atención de nadie... Las cosas pequeñas tienen siempre importancia; por ellas suele ser por las que uno se pierde.

No tenía que ir muy lejos; sabía la distancia exacta que separaba su casa del sitio adonde se dirigía; setecientos pasos justos. Los había contado cuando su proyecto no era más que un vago sueño. En aquella época no creía que llegase el día en que se trocara lo imaginado en acción; se limitaba a acariciar en su mente una idea espantosa y seductora a la vez; pero desde aquel tiempo, un mes hacía, comenzaba a considerar las cosas de otro modo. Aunque en todos sus soliloquios se reprochare su falta de energía y su irresolución, habíase ido, sin embargo, habituando poco a poco e involuntariamente, en cierto modo, a mirar como posible la realización de su sueño, no obstante continuar dudando de sí mismo. En aquel momento iba a hacer el ensayo general de su empresa, y a cada paso aumentaba su agitación

Con el co azón desfallecido y el cuerpo agi ado por nervioso temblor, se aproximó a una inmensa casa que daba de un lado al canal y del otro a la calle... Este edificio, dividido en mulrtud de cuartitos de alquiler, tenia por inquilmos industriales de todas las clases, sastres, cerrajeros, cocineras, alemanes de diferentes categorías, mujeres públicas y humildes empleados, etc. Un continuo hormigu ro entraba y salía por las dos puertas. Tres o cuatro dvorniks[2] prestaban sus servicios en esta casa. Con gran satisfacción suya, el joven no encontró a nadie. Después de haber pasado el umbral sin ser notado, tomó por la escalera de la derecha.

Conocía ya esta escalera angosta y tenebrosa cuya obscuridad no le desagradaba, pues así no eran de temer las miradas curiosas. «Si ahora tiemblo, ¿qué será cuando venga en serio?», no pudo menos de pensar cuando llegaba al cuarto piso. Allí le cerraron el paso antiguos soldados convertidos en m, ozos de cuerda; mudaban los muebles de uno de los cuartos, ocupado, el joven lo sabía, por un funcionario alemxán y su familia

—Gracias a la marcha del alemán, no habrá durante algún tiempo en ese rellano otro inquilino que la vieja. Esto es bueno saberlo... por lo que pueda suceder.

Así pensó, y tiró del llamador de la casa de la vieja. Débilmente sonó la campanilla, como si fuese de hojalata y no de cobre. Tales son en esas casas las campanillas de todos los pisos

Sin duda había olvidado este detalle; aquel sonido particular debió de traerle repentinamente a la memoria algún recuerdo, porque el joven se estremeció y se alteraron sus nervios. Al cabo de un instante se entreabrió la puerta, y, por la estrecha abertura, la dueña de la casa examinó al recién venido con manifiesta desconfianza; biillaban sus ojillos como dos puntos luminosos en la obscuridad; pero al advertir que había gente en el descansillo se tranquilizó y abrió por completo la puerta. El joven entró en un sombrío recibimiento, dividido en dos por un tabique, tras del cual estaba la cocina. En pie delante del joven, la vieja callaba interrogándole con la vista. Era una mujer de sesenta años, pequeñuela y delgada, de nariz puntiaguda y de mirada maliciosa.

Tenía la cabeza descubierta, y los cabellos, que comenzaban a encanecer, relucían untados de aceite. Llevaba puesto al cuello, que era largo y delgado como la pata de una gallina, una tira de franela, y, a pesar del calor, habíase echado sobre los hombros un abrigo apolillado y amarillento. La vieja tosía a menudo. Debió de mirarla el joven de un modo singular, porque los ojos de la anciana recobraron bruscamente su expresión de desconfianza.

—Raskolnikoff, estudiante. Estuve aquí, en esta casa, hace un mes—se apresuró a decir el joven, medio incuinándose, porque había pensado que lo mejor era mostrarse afable.

—Sí, lo recuerdo, lo recuerdo—respondió la vieja, que no cesaba de mirarle con recelo.

—Pues bien... Vengo otra vez por un asuntillo del mismo género—continuó Raskolnikoff algo desconcertado y sorprendido de la desconfianza que inspiraba

«Quizá esta mujer ha sido siempre lo mismo; pero la otra vez no lo eché de ver»—pensó ti joven desagradablemente impresionado

La vieja permaneció algún tiempo silenciosa como si reflexionase. Luego señaló la puerta de la sala a su visitante, y le dijo haciéndose a un lado para dejarle pasar delante de ella.

—Entre usted.

La salita en la cual fué introducido el joven, tenía tapizadas las paredes de color amarillo; en las ventanas, con cortinas de muselina, habia tiestos de geranios; el sol pomente arrojaba sobre aquello viva claridad. «¡Sin embargo, entonces brillaba el sol de la mism.a manera!»—dijo Raskolnikoff para su coleto y dirigió rápidamente una mirada en torno suyo, para darse cuenta de todos los objetos y grabarlos en la memoria. En la habitación no había nada de particular. Los muebles, de madera amarilla,eran muy viejos: un sofá con gran respaldo vuelto, una mesa de forma ovalfrente a frente del sofá, un lavabo y un espejo entre la dos ventanas, sillas a lo argo de las paredes, dos o tres grabados, sin valor, que representaban señoritas al manas con pájaros en las manos; a esto se reducía el mobiliario.

En un rincón, delante de una pequeña magen, ardía una lámpara; tanto los muebles como el sucio relucían de puro impios.

«Es Isabel la que arregla todo esto»—pensó el joven.

En toda la habitación no se veía un grano de polvo.

«Es preciso venir a las casas de estas malas viejas viudas para ver tanta limpieza»—continuó monologando Raskolnikoff, y miró con curiosidad la cortina de indiana que ocultaba la puerta corre pondiente a otra salita; en esta última, en la que jamás había entrado, estaban la cama y la cómoda de la vieja.

—¿Qué quiere usted?—preguntó secamente la dueña de la casa, que, habiendo seguido a su visitante, se colocó frente a él para examinarle de cerca.

—He venido a empeñar una cosa. Véala usted.

Y sacó del bolsillo un reloj de plata viejo y aplastado, que tenía grabado en la tapa un globo. La cadena era de acero.

—Aun no me ha devuelto usted la cantidad que le tengo prestada; anteayer cumplió el plazo.

—Le pagaré aún el interés e otro mes; tenga un poco de paciencia.

—Conste, amiguito, que puedo esperar, si quiero, o vender el objeto empeñado, si se me antoja...

—¿Qué me da por este reloj, Alena Ivanovna?

—Lo que trae aquí es una miseria; esto no vale nada. La otra vez le di a usted dos billetes pequeños por un anillo que se puede comprar nuevo en la joyería por rublo y medio.

—Déme usted cuatro rublos y lo desempeñaré. Perteneció a mi padre. Pronto recibiré dinero.

—Rublo y medio, y he de cobrar el interés por adelantado.

—¡Rublo y medio!—exclamó el joven.

—Acepta usted, ¿sí o no?

—Y dicho esto, la mujer alargó el reloj al visitante. Este lo tomó e iba a retirarse, irritado, cuando reflexionó que la prestamista era su último recurso; además, había ido allí para otra cosa.

—¡Venga el dinero!—dijo con tono brutal.

La vieja buscó las llaves en el bolsillo y entró en la habitación contigua. Cuando el joven se quedó solo en la sala, se puso a escuchar, entregándose a diversos cálculos. A poco oyó cómo la usurera abría la cómoda.

«Debe ser el cajón de arriba—supuso Raskolnikoff—; ahora sé que lleva las llaves en el bolsillo derecho, y que están todas reunidas en una anilla de acero... Una de ellas es tres veces más gruesa que las otras, y tiene las guardas dentadas; esa llave no es de la cómoda, seguramente. Por lo tanto, debe haber alguna caja o alguna arca de hierro... Es curioso. Las llaves de las arcas de hierro son generalmente de esa forma... ¡Pero qué innoble es todo estol...

Volvió a entrar la vieja.

—Mire usted: como cobro una grivna[3] al mes porcada rublo, y empeña usted el reloj en rublo y medióle desquito 15 kopeks y queda satisfecho el interés por adelantado. Además, como usted me suplica que espere otro mes para devolverme los dos rublos que le tengo prestados, me debe usted por este concepto 20 kopeks, que. unidos a los 15 que le desquito, componen 35. Tengo, pues, que darle a usted un rublo y 15 kopeks. Aquí están.

—¡Cómo! ¿De modo que no me da usted ahora más que un rublo y 15 kopeks?

—Nada más tengo que darle a usted.

Tomó el joven el dinero sin discutir. Miraba a la vieja sin darse prisa a marcharse. Parecía tener intención de hacer algo; pero no sabía con precisión lo que deseaba... —Es posible, Alena Ivanovna, que venga pronto con otra cosa... Una cigarrera... de plata... muy bonita... en cuanto me la devuelva un amigo a quien se la he prestado.

Dijo estas palabras con manifiesto embarazo.

—Pues bien, entonces hablaremos.

—Adiós... ¿Sigue usted viviendo sola, sin que su hermana le haga compañía? —preguntó con el tono más indiferente que le fué posible en el momento en que entraba en la antesala.

—¿Y qué le importa a usted mi hermana?

—Es verdad, se lo preguntaba a usted por decir algo... Adiós, Alena Ivanovna.

Raskolnikoff salió muy alterado: al bajar la escalera se detuvo muchas veces como rendido por sus emociones.

«¡Dios mío, cómo subleva el corazón todo esto! —exclamó cuando llegó a la calle—. ¡Es posible, es posible que yo...!

No, es una tontería, un absurdo —añadió resueltamente—. ¿Y ha podido ocurrírseme tan espantosa idea? ¿He de ser yo capaz de tal infamia? ¡Esto es odioso, innoble, repugnante!... ¿Y por espacio de un mes entero yo...?»

Para expresar la agitación que sentía, eran impotentes las exclamaciones y palabras. La sensación de inmenso disgusto que comenzó a oprimirle poco antes cuando se encaminaba a casa de la vieja, alcanzaba ahora intensidad tan grande que el joven no sabía cómo substraerse a semejante suplicio... Caminaba por la acera como un borracho, sin reparar en los transeúntes y tropezándose con ellos. En la calle siguiente volvió a recobrar ánimos y, mirando en torno suyo, advirtió que estaba cerca de una taberna; una escalera situada al nivel de la acera daba entrada a la cueva del establecimiento. Raskolnikoff vio salir en aquel instante a dos borrachos que se apoyaban el uno en el otro, injuriándose recíprocamente.

Vaciló el joven un instante, y después bajó la escalera. Nunca había entrado en una taberna; pero en aquel momento sentía vahídos, le atormentaba ardiente sed. Tenía ganas de beber cerveza fresca, y atribuía su debilidad a lo vacío de estómago. Después de sentarse en un rincón, sombrío y sucio, ante una mesita mugrienta, pidió cerveza y bebió el primer vaso con avidez.

Al punto sintió un gran alivio y se esclarecieron sus ideas.

«Todo esto es absurdo—se dijo ya confortado—. No había motivo para turbarse. ¡Es sencillamente efecto de un mal físico; con un vaso de cerveza y un bizcocho habría recobrado la fuerza de mi inteligencia, la precisión de mis ideas, e vigor de mis resoluciones! ¡Oh, qué insignificante es todo ello!

A pesar de tan desdeñosa conclusión estaba contento, como si se viese libre de un peso enorme, y dirigía miradas amistosas a las personas presentes. Pero al mismo tiempo sospechó que fuese ficticio aquel retorno a la energía.

Quedaba muy poca gente en la taberna; después de los dos borrachos, salió una banda de cinco músicos, y el establecimiento quedó silencioso; no había en él más que tres personas: un individuo algo ebrio, cuyo exterior indicaba un hombre de la clase media, estaba sentado delante de una botella de cerveza. Cerca de él, tendido en el banco, dormitaba un sujeto alto y grueso, de barba blanca, vestido con un largo levitón, y en completo estado de embriaguez.

De cuando en cuando parecía despertarse bruscamente; se ponía a hacer sonar los dedos, apartando los brazos y moviendo rápidamente el busto, sin levantarse del banco sobre el cual estaba echado. Tales gestos y ademanes servían de acompañamiento a una canción necia, de la que el hombre se esforzaba para recordar los versos:

Durante un año entero

yo he acariciado.
Du-ran-te un a-ño en-te-ro
yo he a-ca-ri-cia-do
a mi mujer.

O esta otra:

En la Podiatcheshaïa.

He encontrado a mi vieja...

Nadie hacía caso de la alegría de aquel melómano. Su mismo compañero escuchaba todos aquellos gorjeos en silencio y haciendo muecas de disgusto. El tercer consumidor parecía un antiguo funcionario. «Sentado aparte se llevaba de vez en cuando el vaso a los labios, mirando en derredor suyo; parecía que también él era presa de cierta agitación.


II


Raskolnikoff no estaba habituado a la multitud, y, conforme hemos dicho, desde hacía algún tiempo evitaba las compañías de sus semejantes; pero de repen- te se sintió atraído hacia los hombres. Cualquiera hubiera dicho que se operaba en él una especie de revolución y que el instinto de sociabilidad recobraba sus derechos. Entregado durante un mes completo a los sueños morbosos que la soledad engendra, tan fatigado es- taba nuestro héroe de su aislamiento, que deseaba encontrarse, aunque no fue- se más que un minuto, en un ambiente humano. Así, pues, por innoble que fuese aquella taberna, se sentó ante una de las mesas con verdadero placer. El dueño del establecimiento estaba en otra hábitación; pero salía y entraba fre- cuentemente en la sala. Desde el umbral, sus hermosas botas de altas y rojas vuel- tas atraían inmediatamente las miradas; llevaba un paddiovka y un chaleco de raso negro horriblemente manchado de grasa y no tenía corbata; la cara parecía untada de aceite. Tras el mostrador se hallaba un mozo de catorce años, y otro más joven servía a los parroquianos. Ex- puestas en el apa ador había varias vi- tuallas, trozos de cohombro, galleta ne- gra y bacalao cortado en pedazos; todo exhalaba olor a rancio. El calor era tan insoportable y la atmósfera estaba tan cargada de vapores alcohólicos, que pa- recía imposible pasar en aquella sala cin- co minutos sin emborracharse. Ocurre a veces que nos encontramos con desconocidos que nos interesan por completo a primera vista, antes de cru- zar una palabra con ellos. Esto fué lo que sucedió a Raskolnikoff respecto al indi- viduo que tenía el aspecto de un antiguo funcionario. Más tarde, al acordarse de esta primera impresión, el joven la atribu- yó a un presentimiento. No quitaba los ojos del desconocido, sin duda porque este último no dejaba tampoco de mirar- le, y parecía muy deseoso de trabar con- versación con él. A los demás consumi- dores, y aun al mismo tabernero, los mi- raba con aire impertinente y altanero; eran, evidentemente, personas que esta- ban por debajo de él en condición social y en educación para que se dignase di- rigirles la palabra. Aquel hombre, que había pasado ya de los cincuenta años, era de mediana estatura y de complexión robusta. La cabeza, en gran parte calva, no conser- vaba más que algunos cabellos grises. El rostro largo, amarillo o casi verde, de- nunciaba hábitos de incontinencia; bajo los gruesos párpados brillaban unos oji- llos rojizos, muy vivaces. Lo que más im- presionaba en su fisonomía era la mirada en que la llama de la inteligencia y del entusiasmo se alternaba con no sé qué expresión de locura. Este personaje lle- vaba sobretodo negro, viejo, todo des- garrado, y no gustándole, sin duda, lle- varle abierto, lo abrochaba correctamen- te con el único botón que el sobretodo tenía. El chaleco, de nanquin, dejaba ver la pechera de la camisa rota y llena de manchas. La ausencia de barba denunciaba en él al funcionario; pero debía haberse afeitado en una época bastante remota, porque le azuleaban las mejillas con un pelo muy espeso. Notábase en sus mane- ras cierta gravedad burocrática; pero, en aquel momento, parecía conmovido. Se revolvía los cabellos, y, de tiempo en tiempo, apoyaba los codos en la mesa pringosa, sin temor a mancharse las mangas agujereadas, y reclinaba la ca- beza en las dos manos. Por último, co- menzó a decir en voz alta y firme, mi- rando a Raskolnikoff. — ¿Será una indiscreción por mi parte, señor, hablar con usted? Porque es lo cierto que, a pesar de la sencillez de su traje, mi experiencia distingue en usted un hombre muy bien educado y no un asiduo parroquiano de taberna. Siempre he dado mucha importancia a la educa- ción, unida, por supuesto, a las cualidades Página:El crimen y el castigo.djvu/17 Página:El crimen y el castigo.djvu/18 Página:El crimen y el castigo.djvu/19 Página:El crimen y el castigo.djvu/20 Página:El crimen y el castigo.djvu/21 Página:El crimen y el castigo.djvu/22 Página:El crimen y el castigo.djvu/23 Página:El crimen y el castigo.djvu/24 Página:El crimen y el castigo.djvu/25 Página:El crimen y el castigo.djvu/26 Página:El crimen y el castigo.djvu/27 Página:El crimen y el castigo.djvu/28 Página:El crimen y el castigo.djvu/29 Página:El crimen y el castigo.djvu/30

  1. Es la milla rusa, que equivale poco más o menos a un kilómetro.
  2. Porteros.
  3. Moneda de diez kopeks equivalente a cuatro céntimos de franco. El rublo, que vale unos cuatro francos, se divide en diez kopeks.

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