El criterio:13

De Wikisource, la biblioteca libre.
El criterio de Jaime Balmes
Capítulo 13: La buena percepción



I - La idea[editar]

Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.

¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera, que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse, la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea; percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es dable poner en duda, aquello se llama idea.

Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de sí mismo.



II - Regla para percibir bien[editar]

Percibiremos con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a lo que se nos ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el necesario tino para desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al objeto presente.

¿Se me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de abstracciones, nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su complicación y variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no más que como del encerado donde trazo los signos y las figuras, y del entendimiento como del ojo para mirar. Aclararé la regla proponiendo un ejemplo de los más sencillos: una de las definiciones elementales de la geometría.

La circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que no se trata aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido metáforico cuando se la aplica a objetos no geométriros, ni en un sentido lato y grosero, como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo, pues, considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden ideal al cual se aproximará más o menos la realidad.

Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado, o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginacíón de la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.

¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.

Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento, entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al sobresaliente.

-¿Qué es la circunferencia? -preguntáis al primero.

-Es esto que acabo de trazar.

-Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que la otra?

-¡Oh, no! Esta es así..., redonda..., aquí hay un punto...

-¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?

-Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro.

-¿Por qué la llamamos curva?

-Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.

-¿Por qué reentrante?

-Porque vuelve o entra en sí misma.

-Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?

-Sí, señor.

-¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?

-¡Ah! Sí, señor.

-¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?

-Porque... la circunferencia... porque...

En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones necesarias para formar una circunferencia.

Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad y tino de las aplicaciones.

-En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?

-Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si hablamos de superficies.

-Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?

-Me parece que sí..., porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta, que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos igualmente distantes de uno.

-Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?

-No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda una circunferencia, sino un arco.

-Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que será reentrante...

-No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia, y, sin embargo, no es reentrante.

-¿Y la palabra igualmente?

-Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así... sobre el encerado, tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A..., que señalo fuera de ella.

He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.

Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención, aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha equivocado al elegir su carrera.

Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición, etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje oratorio o poético.

Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.

-¡Esto es inimitable -exclama-; es imposible leerlo sin conmoverse profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!

-¡Oh!, sí -le contesta Eustaquio-; esto es muy hermoso; ya nos lo habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las reglas del arte.

Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo, aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la vezdad en este lugar es un conjunto de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita más que una facultad, cuando las necesita todas.



III - Escollo del análisis[editar]

Hasta en las materias donde no entran para nada la imaginación y el sentimiento conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu obligándole a sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter peculiar o por los objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No puede negarse que el análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve admirablemente en muchos casos para darles claridad y precisión; pero es menester no olvidar que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan bien el destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y analizar, Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que sensaciones; por el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas encontraban más que ideas puras, un refinado espiritualismo; Condillac pretende dar razón de los fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan sencillo como es el acercar una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado de todos los sentidos, excepto el olfato; Malebranche busca afanoso un sistema para explicar lo mismo, y, no encontrándole en las criaturas, recurre nada menos que a la esencia de Dios.

En el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que conducen su discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que, guiados por el hilo engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la causa, notaremos que esto procede de que no miran el objeto sino por una cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban, el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.



IV - El tintorero y el filósofo[editar]

Un hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico, y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las preciosas telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa presentaba mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones especiosas. Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos, cenicientos, parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos pedacitos de goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas estaban hirviendo, donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales iban echando unas hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a la calle. El tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias que andaba sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y revolviéndolo todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora acullá, cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso guardar el cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los ingredientes en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran número de materias y manufacturas de inestimable valor.

-Esto se va a desperdiciar todo -decía el analítico-. En esta cavuela hay el ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y que, además, da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para manchar, y cuyas señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta caldera hay el palo C, que podría servir para dar un color grosero y común, pero que no alcanzo cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra: examinando todo por separado, encuentro que usted emplea ingredientes contrarios a lo que usted se propone, y desde ahora doy por seguro que, en vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.

-Todo es posible, señor filósofo -decía el inexorable tintorero, tomando en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas sin compasión en las sucias y pestilentes calderas-; todo es posible, pero para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.

El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa. demostración debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico! Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul; otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el tintorero».



V - Objetos vistos por una sola cara[editar]

Entendimientos por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder lastimosamente por el prurito de desenvolver una serie de ideas que, no representando el objeto sino por un lado, acaban por conducir a resultados extravagantes. De aquí es que con la razón todo se prueba y todo se impugna; y a veces un hombre que tiene evidentemente la verdad de su parte se halla precisado a encastillarse en las convicciones y resistir con las armas, del buen sentido y cordura los ataques de un sofista que se abre paso por todas las hendiduras y se escurre al través de lo más sólido y compacto, como filtrándose por los poros. La misma sobreabundancia de ingenio produce este defecto, como las personas demasiado ágiles y briosas se mantienen difícilmente en un paso mesurado y grave.



VI - Inconvenientes de una percepción demasiado rápida[editar]

Es calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar prevenido contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con frecuencia a los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar el objeto; son como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la superficie de un estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan, mientras otras aves que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con pico calan muy adentro, hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el fondo.

El contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que escriban, suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es todavía peor, comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método, claridad y precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por sus principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden menos de acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que, imitados por otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces, superficialidad y ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco profunda regalando la vista con sus arenas de oro.