El criterio:20

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El criterio
de Jaime Balmes
Capítulo 20: Filosofía de la Historia



I - En qué consiste la filosofía de la Historia. -Dificultad de adquirirla[editar]

No trato aquí de la Historia bajo el aspecto crítico, sino únicamente bajo el filosófico. Lo relativo a la simple investigación de los hechos está explicado en el Capítulo XI.

¿Cuál es el método más a propósito para comprender el espíritu de una época, formarse ideas claras y exactas sobre su carácter, penetrar las causas de los acontecimientos y señalar a cada cual sus propios resultados? Esto equivale a preguntar cuál es el método conveniente para adquirir la verdadera filosofía de la Historia.

¿Será con la elección de los buenos autores? ¿Pero cuáles son los buenos? ¿Quién nos asegura que no los ha guiado la pasión? ¿Quién sale fiador de su imparcialidad? ¿Cuántos son los que han escrito la Historia del modo que se necesita para enseñarnos la filosofía que le corresponde? Batallas, negociaciones, intrigas palaciegas, vidas y muertes de príncipes, cambios de dinastías, de formas políticas, a esto se reducen la mayor parte de las historias; nada que nos pinte al individuo con sus ideas, sus afectos, sus necesidades, sus gustos, sus caprichos, sus costumbres; nada que nos haga asistir a la vida íntima de las familias y de los pueblos; nada que en el estudio de la Historia nos haga comprender la marcha de la Humanidad. Siempre en la política, es decir, en la superficie; siempre en lo abultado y ruidoso, nunca en las entrañas de la sociedad, en la naturaleza de las cosas, en aquellos sucesos que, por recónditos y de poca apariencia, no dejan de ser de la mayor importancia.

En la actualidad se conoce ya este vacío y se trabaja por llenarle. No se escribe la Historia sin que se procure filosofar sobre ella. Esto, que en sí es bueno, tiene otro inconveniente, cual es que en lugar de la verdadera filosofía de la Historia se nos propina con frecuencia la filosofía del historiador. Más vale no filosofar que filosofar mal; si queriendo profundizar la Historia la trastorno, preferible sería que me atuviese al sistema de nombres y fechas.



II - Se indica un medio para adelantar en la filosofía de la Historia[editar]

Preciso es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.

Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchoo imposible, difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.

Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me dejan que desear.



III - Aplicación a la Historia del espíritu humano[editar]

La inteligencia humana tiene su historia, como la tienen los sucesos exteriores; historia tanto más preciosa cuanto nos retrata lo más íntimo del hombre y lo que ejerce sobre él poderosa influencia. Hállanse a cada paso descripciones de escuelas y del carácter y tendencia del pensamiento en esta o aquella época; es decir, que son muchos los historiadores del entendimiento; pero si se desea saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y a menudo totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los autores de la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente necesario revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para el mayor número de los lectores, una sola página de un escritor nos pinta más al vivo su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos los más minuciosos historiadores.



IV - Ejemplo sacado de las fisonomías que aclara lo dicho sobre el modo de adelantar en la filosofía de la Historia[editar]

Si el lector se contenta con lo que le dicen los otros, y no trata de examinarlo por sí mismo, logrará tal vez un conocimiento histórico, pero no intuitivo; sabrá lo que son los hombres y las cosas, pero no lo verá; dará razón de la cosa, pero no será capaz de pintarla. Una comparación aclarará mi pensamiento. Supongamos que se me habla de un sujeto importante que no puedo tratar ni ver, y, curioso yo de saber algo de su figura y modales, pregunto a los que le conocen personalmente. Me dirán, por ejemplo, que es de estatura más que mediana, de espaciosa y despejada frente, cabello negro y caído con cierto desorden, ojos grandes, mirada viva y penetrante, color pálido, facciones animadas y expresivas; que en sus labios asoma con frecuencia la sonrisa de la amabilidad, y que de vez en cuando anuncia algo de maligno; que su palabra es mesurada y grave, pero que con el calor de la conversación se hace rápida, incisiva y hasta fogosa, y así me irán ofreciendo un conjunto físico y moral para darme la idea más aproximada posible; si supongo que estas y otras noticias son exactas, que se me ha descrito con toda fidelidad el original, tengo una idea de lo que es la persona que llamaba mi curiosidad, y podré dar cuenta de ella a quien, como yo, estuviese deseoso de conocerla. Pero ¿es esto bastante para formar un concepto cabal de la misma, para que se me presente a la imaginación tal como es en sí? Ciertamente que no. ¿Queréis una prueba? Suponed que el que ha oído la relación es un retratista de mucho mérito: ¿será capaz de retratar a la persona descrita? Que lo intente, y, concluida la obra, preséntese de improviso el original; es bien seguro que no se le conocerá por la copia.

Todos habremos experimentado por nosotros mismos esta verdad: cien y cien veces habremos oído explicar la fisonomía de una persona; a nuestro modo, nos hemos formado en la imaginación una figura en la cual hemos procurado reunir las cualidades oídas; pues bien: cuando se presenta la persona encontramos tanta diferencia que nos es preciso retocar mucho el trabajo, si no destruirle totalmente. Y es que hay cosas de que es imposible formarse idea clara y exacta sin tenerlas delante, y las hay en gran número y sumamente delicadas, imperceptibles por separado y cuyo conjunto forma lo que llamamos la fisonomía. ¿Cómo explicaréis la diferencia de dos personas muy semejantes? No de otra manera que viéndolas; se parecen en todo, no sabríais decir en qué discrepan; pero hay alguna cosa que no las deja confundir: a la primera ojeada lo percibís, sin atinar lo que es.

He aquí todo mi pensamiento. En las obras críticas se nos ofrecen extensas y tal vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o cuál época, y, a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentasen trozos de escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual conviene, y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros, pero esto no nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados anacronismos. Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si hubiésemos leído los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto aparato de erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto. «El giro del pensamiento -diríamos-, el estilo el lenguaje revelan un escritor de tal época; este trozo es apócrifo; aquí se descubre la mano de tal otro tiempo», y así andaríamos clasificando sin temor de equivocarnos, por más que no pudiésemos hacernos comprender bien de aquellos que, como nosotros, no conociesen de vista a aquellos personajes. Si entonces se nos dijera: «¿Y tal cualidad?, ¿cómo es que no se encuentra aquí?, ¿por qué otra se halla en mayor grado?, ¿por qué...?». «Imposible será -replicaríamos quizá nosotros- satisfacer todos los escrúpulos de usted; lo que puedo asegurar es que los personajes que figuran aquí los tengo bien conocidos y que no puedo equivocarme sobre los rasgos de su fisonomía, porque los he visto muchas veces».