Ir al contenido

El cura de vericueto/Primera parte/IV

De Wikisource, la biblioteca libre.
III
El cura de vericueto
Primera parte - Capítulo IV

de Leopoldo Alas
V


Don Tomás Celorio, a quien todos los curas del arciprestazgo llamaban familiarmente «Vericueto» por el nombre de su parroquia, llevaba de párroco propietario veinte años, y hacía dos que no se movía de la cama.

Poco a poco le habían ido acorralando los achaques, y cuando ya no pudo defenderse y tuvo que rendirse al peso de su corpachón y de los cánones, que exigieron otro clérigo en la parroquia, admitió el auxilio a regañadientes, tomó al coadjutor como a enemigo solapado de los intereses propios, y no le cedió un ochavo de cuantos derechos le pertenecían, habiendo de atenerse el intruso, que en rigor lo hacía todo, al mezquino sueldo de su Cargo Secundario.

Celorio mandaba y disponía desde la cama cual un Caudillo que, rendido por las heridas en tierra, sigue dirigiendo una batalla. El cura seguía siendo él; nada de economato; un coadjutor como otro cualquiera; no consentía Celorio, ni al obispo en persona, que se le tratara como un trasto inútil. «Yo soy ahora un párroco inmueble, gritaba, pero párroco en funciones; mi iglesia es mía». Y como no podía ir al templo, ejercía la cura de almas desde su lecho como Dios le daba a entender. Su gran afán era no perder un cuarto de cuantos la ley católica le concedía como cura propio de Vericueto. No bautizaba, ni llevaba al Señor a los enfermos, ni casaba ni enterraba a nadie, pero cobraba todo lo que hacía a la caso, y para cumplir con las apariencias, de tarde en tarde, reunía en torno de su lecho a las beatas y a los santurrones de la parroquia, y les enderezaba una plática breve, con voz gangosa y enérgica entonación, predicando siempre en favor de la caridad y el desprecio de los bienes efímeros de este mundo.

También seguía siendo desde la cama padre espiritual de algunas privilegiadas criaturas, viejas místicas que acudían a la cabecera del lecho de nogal convertido en confesionario, y allí, de rodillas junto a la mesilla de noche, declaraban sus culpas, que Celorio oía rascándose el cogote. Lo más gracioso era que no pareciéndole decente escuchar los pecados ajenos, y atar y desatar en mangas de camisa, como un mozo de cordel, reconocía la necesidad de revestirse de ciertas ropas que, sin hacerle salir del lecho, dejarán ver en él al sacerdote. No le servía la sotana, que era demasiado larga... y además porque estaba hecha pedazos. La única que tenía le había durado veinte años, y estaba or todas partes agujereada, inservible; y como en la cama no la necesitaba, había discurrido no comprar otra; siendo, en su opinión, esta una de sus economías más razonables. Pero, gracias a Dios, Ramona, el ama de Celorio, vestía de por vida el hábito de los Dolores, u el cura dio en la peregrina invención de meterse por la cabeza una falda negra, de alpaca, propiedad de Ramona, que la lucía los domingos. Con aquella falda sobre la camisa absolvía Celorio a las hijas de confesión que acudían al pie de su lecho en busca de la gracia.

Lo mismo que la cura de almas y consiguientes derechos de estola y pie de altar, dirigía y cobraba a don Tomás, sin salir de la cama, sus negocios y ganancias temporales: pues dijeran lo que quisiesen allá en palacio, era el párroco de Vericueto tratante en una porción de artículos de consumo, y ejercía en el mercado de la próxima villa de Suaveces una especie de hegemonía económica, que no era monopolio, pero sí supremacía lucrativa. Con gran descaro, y sin miedo a denuncias, Celorio ganaba honradamente, pero con olvido de las leyes eclesiásticas, muy buenos réditos de un capital esparcido en multitud de pequeñas industrias y comercios, tales como la cría de cerdos, las vacas en comuña o aparcería, venta de legumbres, frutas, gallinas y hasta pañuelos de seda en una tienda del aire, o sea puesto ambulante, de baratijas, en que, junto a los colorines de la seda indiana, brillaban las piedras falsas de la joyería, pendientes y collares mezclados y confundidos con rosarios, escapularios, cintas tocadas al Santísimo Cristo de Cueto, y medallas procedentes de Roma y bendecidas por el Papa.

Si a todos estos anzuelos del industrioso párroco acudían los ochavos que con tanto sudor ganaban los aldeanos del contorno, debíase, no a malas artes, ni menos a imposiciones hierocráticas, sino a la lealtad y honradez de las transacciones, a la baratura de los productos, a la parsimonia con que Celorio procuraba cierta ganancia en cada trato, en cada venta, siendo su afán, no el lucro excesivo, fabuloso, en cada caso, sino la muchedumbre de negocios. Su lema era no consentir cohecho ni perdonar derecho; todo lo suyo para él, pero nada más que lo suyo.

«El ojo del amo engorda el caballo», era otra máxima popular que le sirvió de guía y norte mientras pudo andar por su pie. Aunque es claro que, descaradamente, él no se ponía en el mercado detrás del mostrador (un banco portátil) de su tienda a vender arracadas y cintas del Cristo, rondaba por allí cerca: iba, además, de un puesto a otro; de las berzas, repollos y remolachas a la cesta de fruta, y hasta se le veía en el mercado de cerdos, saltar entre los menudos lechoncillos con la sotana un poco levantada, como al descuido, pero muy atento, las transacciones que le importaban harto más que el encargado de la venta. A veces olvidaba todo disimulo, y cuando sus intereses estaban amenazados por exigencias excesivas del comprador, el cura, con toda su actividad y pericia, terciaba en el trato; y hasta llegaba a declararse propietario de la cosa en la venta cuando se ponía en duda el mérito de los productos. Solía esto suceder tratándose de lechugas, tomates y pimientos, que eran el orgullo del buen párroco, hortelano de vocación. Sabía él que declarar la procedencia de aquellos frutos era tanto como hacer su apología, pues la huerta del cura de Vericueto tenía fama muchas leguas a la redonda.

En ocasiones, cuando todos eran de casa, es decir, no había en el mercado gente forastera, Celorio se despojaba de todo disimulo y se sentaba sobre una cesta volcada, entre sus repollos y berzas; y mientras se comía una cebolla que iba remojando en agua, pesaba y repesaba, cobraba la calderilla y entregaba al comprador los cogollos rozagantes, orgullo y amor del buen Columela tonsurado.

Que de estos y otros parecidos excesos llegaban soplos al obispo, ya lo sabía él; pero también le enseñaba la experiencia que el obispo hacía oídos de mercader, porque profesaba a Celorio un cariño cogido allá en la adolescencia, en el seminario, a la edad en que las amistades se injertan para no separarse en la vida.

Siempre le había repugnado la idea de que el lícito comercio estuviera vedado a los clérigos. Parecíale esta prohibición especie de estigma que para siempre deshonraba la industria más universal y necesaria. «Mientras tenga la Iglesia por cosa mala para sus sacerdotes el cambio leal y justo de sus mercancías por dinero, los mercaderes se creerán autorizados para ser algo ladrones. Si el comercio estuviera sólo en manos de quien recibe al Señor en su cuerpo todas las mañanas, y lo recibe dignamente, mejor andarían los negocios; iría el crédito como una seda, se evitarían pleitos, gastos, policía, cien y cien trabas, obra muerta, muy cara y embarazosa, de la vida económica. Quédese para los paganos tener el mismo dios para el robo y para el comercio. Si Jesucristo arrojó del templo a los mercaderes fue por vender en el templo; pero al mandarnos pagar el tributo, que es el precio de la paz y el orden que debemos al Estado, bien nos dijo el Señor que en comprar y vender no hay pecado.

Más aún que tales teorías, la irresistible necesidad del lucro legítimo mantenía a Celorio en aquella situación algo irregular de pastor que convertía a su rebaño en consumidores de sus productos; de párroco que convertía a sus feligreses en parroquianos.

Pero no bastaba ganar, era necesario ahorrar, gastar lo menos posible. Celorio vivía como un cenobita, no por penitencia, no por mortificar la carne, que de todos modos en él prosperaba, gracias al buen natural y a la vida morigerada e higiénica; vivía con muy poco por guardar mucho; y a tanto llegó en él este espíritu de economía, que le sacrificó hasta el instinto de conservación, como lo demostró en el asunto que se llamaba del pique, el cual vamos a ver, por fin, en qué consistía.