El día de difuntos (Gorriti)
Si queréis sorprender los misterios de la vida, visitad este día la morada de los muertos.
A fin de que su memoria no estorbe en las alegrías del año, los vivos la han relegado al reducido espacio de una jornada. En esas veinte y cuatro horas de conmemoración, todos, inconsolables y consolados, todos acuden al cementerio y se agrupan en torno a los sepulcros; los unos para borrar con otras lágrimas las huellas de sus lágrimas; los otros para reemplazar con guirnaldas de hermosas flores la triste yerba del olvido.
Los estragos de la peste han aumentado la lúgubre peregrinación, que desde el alba llenaba las calles vecinas a Maravillas y el prolongado callejón que se extiende fuera de la portada.
A la seis la verja que cierra el recinto exterior del panteón ábrese dando paso a la multitud que lo invade silenciosa, derramándose en sus esplendidos jardines, perfumados con las flores de todas las zonas.
Óyese por todos lados un ruido de puertas como el despertar natural de una populosa metrópoli. Es la ciudad de la muerte, que abre sus sepulcros a la ofrenda del recuerdo.
Y el silencio se puebla de rumores; y se escuchan gritos mezclados de sollozos; y los callados ecos de aquellas bóvedas repiten nombres borrados ya del libro de la vida. El tumulto crece; la multitud se entrega a bulliciosas pláticas, razonadas con extrañas consejas sugeridas por la lectura de los epitafios, esos jeroglíficos del dolor.
¡Murió mártir!
-Decía un mármol, donde ostentaba su belleza soberana una mujer en cuya frente brilla el sol de diez y ocho primaveras.
¡Los días de mi peregrinación fueron cortos y malos!
-Decía otro. Y sobre la bíblica leyenda, un nombre poético entrelazado a una lira, sonaba al oído como una deliciosa melodía.
¡Ay!
-Tenía por única inscripción una lápida aislada como un anatema. ¡Qué historia de decepciones y de dolor cifrara esa lúgubre interjección!
Pero el día se adelanta y los epitafios desaparecen bajo lujosas coronas y perfumados ramilletes.
He allí los mausoleos que se cubren de flores. Aquí sobre un pedestal, a cuyas esculturas se entrelazan ramos de laurel, elévase un hermoso grupo. Es el sepulcro de Althaus. El busto del general corona la cúspide de una columna. Al lado, con un pie sobre el pedestal y el otro asentado en la base de la columna, la estatua de su hija, la bella Grimanesa, en una actitud admirable de gracia, reclina su linda cabeza en el seno paterno, dando a la admiración esos brazos que Fidias envidiara para su Venus.
Cerca de allí, bajo la bóveda de una capilla óyense sollozos desgarradores. Es la viuda de un héroe, que llora sobre su tumba.
Más allá, en tu frío lecho de piedra, duermes, bella Emilia, el eterno sueño. La admiración y el amor envolvieron en doradas nubes de incienso tu corta vida. ¿Qué te ha quedado de todo eso?
¡Y tú también, Martín! tú el hijo mimado de la dicha, el protagonista de las fiestas, el ensueño de las hermosas; ¡cuán solo y olvidado yaces! En tu sepulcro no hay otras flores que las que mi mano ha aglomerado durante un año, y que ahora cambio con este ramillete, cuyo aliento llevará a tu hondo sueño los perfumes de la vida.
Allí están los campeones del 2 de mayo; aquí las víctimas de la fiebre amarilla: Irigoyen y Pacheco, esos astros que tanta luz irradiaron, yacen juntos, como en los versos del poeta.
Y allá, lejos, entre las rosadas adelfas, un emblema de eterno recuerdo señala el sepulcro del hermoso niño, cuya mirada parecía encerrar un secreto del cielo.
Pero abandonemos estos sitios, donde el dolor palpitante, aun pesa en el alma como el mármol que los cubre, y pasemos de los dominios de la muerte a la región de la apoteosis, donde los héroes de la independencia, Lamar, Necochea y Salaverry, duermen bajo las palmas de la inmortalidad.
Al centro del más bello de los jardines que adornan el exterior del vasto edificio; entre bosquecillos de floridos arbustos, y sombreado por un grupo de cipreses, un bellísimo templete de alabastro, eleva su elegante cúpula, coronada de una estatua. Su interior en forma de capilla está cubierto de ricas esculturas en madera y mármol; y el oro y pinturas de exquisito gusto brillan en los muros, en el altar y en la parte interior de la capilla.
Este monumento digno de un semidios es el sepulcro de La-Rosa y Tarragona.
Ciérralo una graciosa verja que corre en torno rematada en sus ángulos por cuatro pilastras. Allí estacionábase agrupada la multitud contemplando aquella magnífica aparición -¡provoca a morir! -dijo a mi lado un joven del pueblo.
Palabras de profunda significación, en aquel hombre que llevaba la blusa del obrero, y que no podía aspirar a esa tumba sino con la muerte gloriosa de los héroes a quienes está destinada.
Sin embargo, la inmortalidad de la gloria no alcanza a iluminar las sombras de la muerte; ¡y llevaríamos de este lugar, desolantes impresiones, sin esa cruz que se eleva, sobre las tumbas como un faro de esperanza y de inmortalidad!...