El diablo cojuelo/V

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​El diablo cojuelo​ de Luis Vélez de Guevara
Tranco V

Tranco V

Dentro de muy pocas horas lo fue de volverse a levantar los güéspedes al quitar, haciendo la cuenta con ellos de la noche pasada el güésped de por vida, esperezándose y bostezando de lo trasnochado con el Poeta, y trataron de caminar, ensillando los mozos de mulas y poniendo los frenos al son de seguidillas y jácaras, y brindándose con vino y pullas los unos a los otros, ribeteándolas con tabaco en polvo y en humo, cuando don Cleofás también despertó, tratando de vestirse, con algunas saudades de su dama: que las malas correspondencias de las mujeres a veces despiertan más la voluntad; y antes que diesen las ocho, como había dicho, entró por el aposento el camarada, en traje turquesco, con almalafa y turbante, señales ciertas de venir de aquel país, diciendo:

-¿Heme tardado mucho en el viaje, señor Licenciado?

Él le respondió sonriéndose:

-Menos se tardó vuesa merced desde el cielo al infierno, con haber más leguas, cuando rodó con todos esos príncipes que no han podido gatear otra vez a la maroma de donde cayeron.

-¿Al amigo, señor don Cleofás -respondió el Cojuelo-, chinche en el ojo, como dice el refrán de Castilla? ¡Bueno, bueno!

-Pocos hay -respondió el Estudiante- que en ofreciéndose el chiste, miren esos respetos; pero esto lo digo yo en galantería, y la amistad que hay ya entre nosotros. Mas dejando esto aparte, ¿cómo nos ha ido por esos mundos?

-Hice todo a lo que fui, y mucho más -respondió el genízaro recién venido-, y si quisiera, me jurara por Gran Turco aquella buena gente; que a fe que alguna guarda mejor su palabra, y saben decir verdad y hacer amistades, que vosotros los cristianos.

-¡Qué presto te pagaste! -dijo don Cleofás-. Algún cuarto debes de tener de demonio villano.

-Es imposible -respondió el Cojuelo-, porque descendemos todos de la más noble y más alta Montaña de la tierra y del cielo, y aunque seamos zapateros de viejo, en siendo montañeses, todos somos hidalgos; que muchos de ellos nacen, como los escarabajos y los ratones, de la putrefacción.

-Bien sé que sabes Filosofía -le dijo don Cleofás- mejor que si la hubieras estudiado en Alcalá, y que eres maestro en primeras licencias. Dejemos estas digresiones y acaba de darme cuenta de tu jornada.

-Con el traje del país, como ves -respondió el Diablillo-, por ensuciarlos todos, como cierto amigo que, por desaseado en extremo, ensució el de soldado, el de peregrino y estudiante, volví por los Cantones, por la Bertolina y Ginebra, y no tuve que hacer nada en estos países, porque sus paisanos son demonios de sí mismos, y este es el juro de heredad que más seguro tenemos en el infierno, después de las Indias. Fui a Venecia, por ver una población tan prodigiosa, que está fundada en el mar, y de su natural condición tan bajel de argamasa y sillería, que, como la tiene en peso el piélago Mediterráneo, se vuelve a cualquier viento que le sopla. Estuve en la plaza de San Marcos, platicando con unos criados de unos clarísimos, esta mañana, y hablando en las gacetas de la guerra, les dije que en Constantinopla se había sabido, por espías que estaban en España, que hay grandes prevenciones de ella, y tan prodigiosas, que hasta los difuntos se levantan, al son de las cajas, de los sepulcros para este efecto, y hay quien diga que entre ellos había resucitado el gran Duque de Osuna; y apenas lo acabé de pronunciar, cuando me escurrí, por no perder tiempo en mis diligencias, y, dejando el seno adriático, me sorbí la Marca de Ancona, y por la Romania, a la mano izquierda, dejé a Roma, porque aun los demonios, por cabeza de la Iglesia militante, veneramos su población. Pasé por Florencia a Milán, que no se le da con su castillo dos blancas de la Europa. Vi a Génova la bella, talego del mundo, llena de novedades, y, golfo lanzado, toqué a Vinaroz y a los Alfaques, pasando el de León y Narbona. Llegué a Valencia, que juega cañas dulces con la primavera, metime en La Mancha, que no hay greda que la pueda sacar, entré en Madrid, y supe que unos parientes de tu dama te andaban a buscar para matarte, porque dicen que la has dejado sin reputación; y lo peor es lo que me chismeó Zancadilla, demonio espía del infierno y sobrestante de las tentaciones: que me andaba a buscar Cienllamas con una requisitoria; y soy de parecer, para obviar estos dos riesgos, que pongamos tierra en medio. Vámonos a Andalucía, que es la más ancha del mundo; y pues yo te hago la costa, no tienes que temer nada; que con el romance que dice:

Tendré el invierno en Sevilla
y el veranito en Granada

no hemos de dejar lugar en ella que no trajinemos.

Y volviéndose a la ventana que salía a la calle, le dijo:

-Hágote puerta de mesón. Vamos, y sígueme por ella, don Cleofás; que hemos de ir a comer a la venta de Darazután, que es en Sierra Morena, veintidós o veintitrés leguas de aquí.

-No importa -dijo don Cleofás-, si eres demonio de portante, aunque cojo.

Y diciendo esto, salieron los dos por la ventana, flechados de sí mismos, y el Güésped, desde la puerta, dándole voces al Estudiante cuando le vio por el aire, diciendo que le pagase la cama y la posada, y don Cleofás respondiendo que en volviendo de Andalucía cumpliría con sus obligaciones; y el Güésped, que parecía que lo soñaba, se volvió santiguando y diciendo:

-Pluguiera a Dios, como se me va este, se me fuera el Poeta, aunque se me llevara la cama y todo asida a la cola.

Ya, en esto, el Cojuelo y don Cleofás descubrían la dicha venta, y, apeándose del aire, entraron en ella, pidiendo al Ventero de comer, y él les dijo que no había quedado en la venta más que un conejo y un perdigón, que estaban en aquel asador entreteniéndose a la lumbre.

-Pues trasládenlos a un plato -dijo don Cleofás-, señor Ventero, y venga el salmorejo, poniéndonos la mesa, pan, vino y salero.

El Ventero respondió que fuese en buen hora; pero que esperasen que acabasen de comer unos extranjeros que estaban en eso, porque en la venta no había otra mesa más que la que ellos ocupaban. Don Cleofás dijo:

-Por no esperar, si estos señores nos dan licencia, podremos comer juntos, y ya que ellos van en la silla, nosotros iremos en las ancas.

Y sentándose los dos al paso que lo decían, fue todo uno, trayéndoles el Ventero la porción susodicha, con todas sus adherencias e incidencias, y comenzaron a comer en compañía de los extranjeros, que el uno era francés; el otro inglés; el otro italiano, y el otro tudesco, que había ya pespuntado la comida más aprisa a brindis de vino blanco y clarete, y tenía a orza la testa, con señales de vómito y tiempo borrascoso, tan zorra de cuatro costados, que pudiera temerle el corral de gallinas del Ventero. El italiano preguntó a don Cleofás que de adónde venía, y él le respondió que de Madrid. Repitió el Italiano:

-¿Qué nuevas hay de guerra, señor Español?

Don Cleofás le dijo:

-Agora todo es guerra.

-Y ¿contra quién dicen? -replicó el Francés.

-Contra todo el mundo -le respondió don Cleofás-, para ponerlo todo él a los pies del Rey de España.

-Pues a fe -replicó el Francés- que primero que el Rey de España...

Y antes que acabase la razón el Gabacho, dijo don Cleofás:

-El Rey de España...

Y el Cojuelo le fue a la mano, diciendo:

-Déjame, don Cleofás, responder a mí, que soy español por la vida, y con quien vengo, vengo; que les quiero con alabanzas del Rey de España dar un tapaboca a estos borrachos, que si leen las historias de ella, hallarán que por Rey de Castilla tiene virtud de sacar demonios, que es más generosa cirujía que curar lamparones.

Los estranjeros, habiendo visto callar al Español, estaban muy falsos, cuando el Cojuelo, sentándose mejor y tomando la mano, y en traje castellano que ya había dejado a la guardarropa del viento el turquesco, les dijo:

-Señores míos, mi camarada iba a responder, y a mí, por tener más edad, me toca el hacerlo; escúchenme atentamente, por caridad. El Rey de España es un generosísimo lebrel, que pasa acaso solo por una calle, y no hay gozque en ella que a ladrarle no salga, sin hacer caso de ninguno, hasta que se juntan tantos, que se atreve uno, al desembocar de ella a otra, pensando que es sufrimiento y no desprecio, a besarle con la boca la cola; entonces vuelve, y dando una manotada a unos y otra a otros, huyen todos, de manera que no saben dónde meterse, y queda la calle tan barrida de gozques y con tanto silencio, que aun a ladrar no se atreven, sino a morder las piedras, de rabia. Esto mismo le sucede siempre con los reyes contrarios, con las señorías y potentados, que son todos gozques con Su Majestad Católica; pero guárdese el que se atreviere a besarle la cola; que ha de llevar manotada que escarmiente de suerte a los demás, que no hallen dónde meterse, huyendo de él.

Los estranjeros se comenzaron a escarapelar, y el Francés le dijo:

-¡Ah, bugre, coquín español!

Y el Italiano:

-¡Forfante, marrano español!

Y el Inglés:

-¡Nitesgut español!

Y el Tudesco estaba de suerte, que lo dio por recibido, dando permisión que hablasen los demás por él en aquellas cortes.

Don Cleofás, que los vio palotear y echar espadañas de vino y herejías contra lo que había dicho su camarada, acostumbrado a sufrir poco y al refrán de «quien da luego, da dos veces», levantando el banco en que estaban sentados los dos, dio tras ellos, adelantándose el compañero con las muletas en la mano, manejándolas tan bien, que dio con el Francés en el tejado de otra venta que estaba tres leguas de allí, y en una necesaria de Ciudad Real con el Italiano, porque muriese hacia donde pecan, y con el Inglés, de cabeza en una caldera de agua hirviendo que tenían para pelar un puerco en casa de un labrador de Adamuz; y al Tudesco, que se había anticipado a caer de bruces a los pies de don Cleofás, le volvió al Puerto de Santa María, de donde había salido quince días antes, a dormir la zorra. El Ventero se quiso poner en medio, y dio con él en Peralvillo, entre aquellas cecinas de Gestas, como en su centro.

Volviéronse, con esto, a sentar a comer de los despojos que había dejado el enemigo, muy despacio, y estando en los postreros lances de la comida, entraron algunos mozos de mulas en la venta, llamando al Güésped y pidiendo vino, y tras ellos, en el mismo carruaje, una compañía de representantes que pasaban de Córdoba a la Corte, con gana de tomar un refresco en la venta. Venían las damas en jamugas, con bohemios, sombreros con plumas y mascarillas en los rostros, los chapines, con plata, colgando de los respaldares de los sillones; y ellos, unos con portamanteos sin cojines, y otros sin cojines ni portamanteos, las capas dobladas debajo, las valonas en los sombreros, con alforjas detrás; y los músicos, con las guitarras en cajas delante en los arzones, y algunos de ellos ciclanes de estribos, y otros, eunucos, con los mozos que le sirven a las ancas, unos con espuelas sobre los zapatos y las medias, y otros con botas de rodillera, sin ninguna, otros con varas para hacer andar sus cabalgaduras y las de las mujeres. Los apellidos de los más eran valencianos, y los nombres de las representantas se resolvían en Marianas y Anas Marías, hablando todo recalcado, con el tono de la representación. La conversación con que entraron en la venta era decir que habían robado a Lisboa, asombrado a Córdoba y escandalizado a Sevilla, y que habían de despoblar a Madrid, porque con sola la loa que llevaban para la entrada, de un tundidor de Écija, habían de derribar cuantos autores entrasen en la Corte. Con esto, se fueron arrojando de las cabalgaduras, y los maridos, muy severos, apeando en los brazos a sus mujeres, llamando todos al Güésped,

y él de nada se dolía


La Autora se asentó en una alfombrilla que la echaron en el suelo; las demás princesas, alrededor, y el Autor andaba solicitando el regalo de todos, como pastor de aquel ganado. Y dijo el Cojuelo:

-Con el señor Autor estoy en pecado mortal de parte de mis camaradas.

-¿Por qué? -dijo don Cleofás.

Respondió el Diablillo:

-Porque es el peor representante del mundo, y hace siempre los demonios en los autos del Corpus, y está perdigado para demonio de veras, y para que haga en el infierno los autores si se representaren comedias; que algunas hacen estas farándulas, que aun para el infierno son malas.

-Uno he visto aquí -dijo don Cleofás-, entre los demás compañeros, que le he deseado cruzar la cara, porque me galanteó en Alcalá una doncella, moza mía, que se enamoró de él viéndole hacer un rey de Dinamarca.

-Doncella -dijo el Cojuelo- debía de ser de allá; pero si quieres -prosiguió- que tomemos los dos venganza del Autor y del Representante, espera y verás cómo lo trazo; porque ahora quieren repartir una comedia con que han de segundar en Madrid, y sobre los papeles has de ver lo que pasa.

Al mismo tiempo que decía esto el Cojuelo, el apuntador de la compañía sacó de una alforja los de una comedia de Claramonte, que había acabado de copiar en Adamuz el tiempo que estuvieron allí, diciendo al Autor:

-Aquí será razón que se repartan estos papeles, entretanto que se adereza la comida y parece el Güésped.

El Autor vino en ello, porque se dejaba gobernar del tal Apuntador, como de hombre que tenía grandísima curia en la comedia, y había sido estudiante en Salamanca, y le llamaban el Filósofo por mal nombre; y llegando con el papel de la segunda dama a Ana María, mujer del que cantaba los bajetes y bailaba los días del Corpus, habiéndole dado la primera dama a Mariana, la mujer del que cobraba y que hacía su parte también en las comedias de tramoya, arrojándole, dijo que ella había entrado para partir entre las dos los primeros papeles, y que siempre le daban los segundos, y que ella podía enseñar a representar a cuantas andaban en la comedia, porque había representado al lado de las mayores representantas del mundo y en la legua la llamaban Amarilis, segunda de este nombre. Esa otra le dijo que no sabría mirar lo que ella con su zapato representaba, respondiéndole esa otra que de cuándo acá tenía tanta soberbia, sabiendo que en Sevilla le prestó hasta las enaguas para hacer el papel de Dido en la gran comedia de don Guillén de Castro, echando a perder la comedia y haciendo que silbasen la compañía.

-Tú eres la silbada -dijo esotra-, y tu ánima.

Llegando a las manos y diciéndose palabras mayores, y tan grandes, que alcanzaron a los maridos; y sacando unos con otros las espadas, comenzó una batalla de comedia, metiéndolos en paz los mozos de mulas con los frenos que acababan de quitar; y dejándolos empelotados, se salieron don Cleofás y el Cojuelo de la venta al camino de Andalucía, quedándose abrasando a cuchilladas la compañía, que fuera un Roncesvalles del molino del papel si el Ventero no llegara con la Hermandad en busca de los dos que se fueron, para prenderlos, con escopetas, chuzos y ballestas; y hallando esta nueva matanza en su venta, y jarros, tinajas y platos hechos tantos en la refriega, los apaciguaron, y prendieron a los dichos representantes para llevarlos a Ciudad Real, habiendo de tener otra pelaza más pesada con el alguacil que los traía a Madrid por orden de los arrendadores, con comisión del Consejo.