El diablo cojuelo/VIII

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El diablo cojuelo
de Luis Vélez de Guevara
Tranco VIII

Tranco VIII

Ya, para ejecutar su disignio, había tomado doña Tomasa (que siempre tomaba, por cumplir con su nombre y su condición) una litera para Sevilla, y una acémila en que llevar algunos baúles para su ropa blanca y algunas galas, con las del dicho galán soldado, que metiéndose los dos en la dicha litera, partieron de Madrid, como unos hermanos, con la requisitoria que hemos referido. Y a nuestro Astrólogo no le habían dado sepultura, sobre las barajas de un testamento que había hecho unos días antes y descubrieron en un escritorio unos deudos suyos, y estaba la justicia poniendo en razón esta litispendencia. Y el Cojuelo y don Cleofás, que habían dormido hasta las dos de la tarde, por haber andado rondando la noche antes, la mayor parte de ella, por Sevilla, después de haber comido algunos pescados regalados de aquella ciudad y del pan que llaman de Gallegos, que es el mejor del mundo, y habiendo dormido la siesta (bien que el compañero siempre velaba, haciendo diligencias para lisonjear a su dueño en razón de su delito), se subieron al dicho terrado, como la tarde antes, y enseñándole algunos particulares edificios a su compañero, de los que habían quedado sin referir la tarde antes en aquel golfo de pueblos, suspiró dos veces don Cleofás, y preguntole al Cojuelo:

-¿De qué te has acordado, amigo? ¿Qué memorias te han dividido esas dos exhalaciones de fuego desde el corazón a la boca?

-Camarada -le respondió el Estudiante-, acordeme de la calle Mayor de Madrid y de su insigne paseo a estas horas, hasta dar en el Prado.

-Fácil cosa será verle -dijo el Diablillo- tan al vivo como está pasando ahora: pide un espejo a la Huéspeda y tendrás el mejor rato que has tenido en tu vida; que aunque yo, por la posta, en un abrir y cerrar de ojos, te pudiera poner en él, porque las que yo conozco comen alas del viento por cebada, no quiero que dejemos a Sevilla hasta ver en qué paran las diligencias de Cienllamas y las de tu dama, que viene caminando acá, y me hallo en este lugar muy bien, porque alcanzan a él las conciencias de Indias.

A este mismo tiempo subía a su terrado Rufina María, que así se llamaba la Güéspeda, dama entre nogal y granadillo, por no llamarla mulata, gran piloto de los rumbos más secretos de Sevilla, y alfaneque de volar una bolsa de bretón desde su faldriquera a las garras de tanta doncelliponiente como venían a valerse de ella. Iba en jubón de holanda blanca acuchillado, con unas enaguas blancas de cotonía, zapato de ponleví, con escarpín sin media, como es usanza en esta tierra entre la gente tapetada, que a estas horas se subía a su azotea a tocar de la tarántula, con un peine y un espejo que podía ser de armar; y el Cojuelo, viendo la ocasión, se le pidió con mucha cortesía para el dicho efecto, diciendo:

-Bien puede estar aquí la señora Güéspeda; que yo sé que tiene inclinación a estas cosas.

-¡Ay, señor! -respondió la Rufina María-, si son del nigromancia, me pierdo por ellas; que nací en Triana, y sé echar las habas y andar el cedazo mejor que cuantas hay de mi tamaño, y tengo otros primores mejores, que fiaré de vuesas mercedes si me la hacen, aunque todos los que son entendidos me dicen que son disparates.

-No dicen mal -dijo el Cojuelo-; pero, con todo eso, señora Rufina María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi camarada. Esté atenta.

Y tomando el espejo en la mano, dijo:

-Aquí quiero enseñarles a los dos lo que a estas horas pasa en la calle Mayor de Madrid, que esto solo un demonio lo puede hacer, y yo. Y adviértase que en las alabanzas de los señores que pasaren, que es mesa redonda, que cada uno de por sí hace cabecera, y que no es pleito de acreedores, que tienen unos antelaciones a otros.

-¡Ay, señor! -dijo la tal Rufina-, comience vuesa merced, que será mucho de ver; que yo cuando niña estuve en la Corte con una dama que se fue tras de un caballero del hábito de Calatrava que vino a hacer aquí unas pruebas, y después me volvieron mis padres a Sevilla, y quedé con grande inclinación a esa calle, y me holgaría de volverla a ver, aunque sea en este espejo.

Apenas acabó de decir esto la Güéspeda, cuando comenzaron a pasar coches, carrozas, y literas y sillas, y caballeros a caballo, y tanta diversidad de hermosuras y de galas, que parecía que se habían soltado abril y mayo y desatado las estrellas. Y don Cleofás, con tanto ojo, por ver si pasaba doña Tomasa; que todavía la tenía en el corazón, sin haberse templado con tantos desengaños. ¡Oh proclive humanidad nuestra, que con los malos términos se abrasa, y con los agasajos se destempla! Pero la tal doña Tomasa, a aquellas horas, ya había pasado de Illescas en su litera de dos yemas.

La Rufina María estaba sin juicio mirando tantas figuras como en aquel teatro del mundo iban representando papeles diferentes, y dijo al Cojuelo:

-Señor Güésped, enséñeme al Rey y a la Reina; que los deseo ver y no quiero perder esta ocasión.

-Hija -le respondió el Cojuelo-, en estos paseos ordinarios no salen Sus Majestades; si quiere ver sus retratos al vivo, presto llegaremos adonde cumpla su deseo.

-Sea en hora buena -dijo la tal Rufina, y prosiguió diciendo-: ¿Quién es este caballero y gran señor que pasa ahora con tanto lucimiento de lacayos y pajes en ese coche que puede ser carroza del sol?

El Cojuelo le respondió:

-Este es el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco y conde de Módica, terror de Francia en Fuenterrabía.

-¡Ay, señor! -dijo la Rufina-. ¿Aquel nos echó los franceses de España? Dios le guarde muchos años.

-Él y el gran Marqués de los Vélez -respondió el Cojuelo- fueron los Pelayos segundos, sin segundos, de su patria Castilla.

-¿Quién viene en aquella carroza que parece de la Primavera? -preguntó la Rufina.

-Allí viene -dijo el Cojuelo- el conde de Oropesa y Alcaudete, sangre de Toledo, Pimentel y de la real de Portugal, príncipe de grandes partes; y el que va a su mano derecha es el Conde de Luna, su primo, Quiñones y Pimentel, señor de la casa de Benavides en León, hijo primogénito del Conde de Benavente, que es Luna que también resplandece de día. El Conde de Lemos y Andrade, marqués de Sarriá, pertiguero mayor de Santiago, Castro y Enríquez, del gran Duque de Arjona, viene en aquel coche, tan entendido y generoso como gran señor. Y en ese otro, el Conde de Monterrey y Fuentes, presidente de Italia, que ha venido de ser Virrey de Nápoles, dejando de su gobierno tanto aplauso a las dos Sicilias y sucediéndole en esta dignidad el Duque de las Torres, marqués de Liche y de Toral, señor del castillo de Aviados, sumiller de corps de Su Majestad, príncipe de Astillano y duque de Sabioneta, que este título es el más compatible con su grandeza; a quien acompaña, con no menos sangre y divino ingenio, en Italia, el marqués de Alcañizas, Almansa, Enríquez y Borja. Allí viene el Condestable prudentísimo Velasco, gentilhombre de la cámara de Su Majestad, con su hermano el Marqués del Fresno. El Duque de Híjar le sigue, Silva, y Mendoza, y Sarmiento, marqués de Alenquer y Ribadeo, gran cortesano y hombre de a caballo grande en entrambas sillas, que por el último título que hemos dicho tiene privilegio de comer con los Reyes la Pascua de este nombre. Va con él el Marqués de los Balbases, Espinola, cuyo apellido puso su gran padre sobre las estrellas. Allí va el Conde de Altamira, Moscoso y Sandoval, gran señor y caballero en todo, caballerizo mayor de Su Majestad de la Reina. Allí pasa el Marqués de Pobar, Aragón, con don Antonio de Aragón, su hermano, del Consejo de Órdenes y del supremo de la Inquisición. Los que atraviesan en aquel coche ahora son el Marqués de Jódar y el Conde de Peñaranda, del Consejo Real de Castilla, ambos Simancas de la jurispericia como de la nobleza.

-¿Quién son aquellos dos mozos que van juntos -preguntó Rufina-, de una misma edad al parecer, y que llevan llaves doradas?

-El Marqués de la Hinojosa -respondió el Cojuelo-, conde de Aguilar y señor de los Cameros, Ramírez y Arellano, es el uno, y el otro es el Marqués de Aytona, favorecedor de la Música y de la Poesía, que heredó, hasta la posteridad, de su padre, entrambos camaristas.

-¿Qué coche es aquel tan lleno, que va espumando sangre generosísima en tantos bizarros? -preguntó la tal Güéspeda.

-Es del Duque del Infantado -dijo el Cojuelo-, cabeza de los Mendozas y Sandoval de varón, marqués de Santillana y del Cenete, conde de Saldaña y del Real de Manzanares, hijo y retrato de tan gran padre. Los que van con él son el Marqués de Almenara, el más bizarro, galán y bien visto de la Corte, hijo del gran Marqués de Orani, el Almirante de Aragón, perfecto caballero, el Marqués de San Román, caballero de veras, heredero del gran Marqués de Velada, rayo de Orán, de Holanda y Gelanda, y su hermano el Marqués de Salinas, que iguala el alma con el cuerpo, copias vivas de tan gran padre, y don Íñigo Hurtado de Mendoza, primo del Duque del Infantado, grandes caballeros todos y señores, que ellos solos pueden alabarse a ellos mismos con decir quién son; que todas las lenguas de la Fama no bastan. Va con ellos don Francisco de Mendoza, gentilhombre cortesano, favorecido de todos y diestro en entrambas sillas de la espada blanca y negra.

-¿Qué tropa es esta que viene ahora a caballo? -preguntó la Rufina.

-Si pasan a espacio, te lo diré -dijo el Cojuelo-. Estos dos primeros son el Conde de Melgar y el Marqués de Peñafiel, que llevan en sus títulos sus aplausos; don Baltasar de Zúñiga, el Conde de Brandevilla, su hermano, hijos del Marqués de Mirabel, y que lo parecen en todo; el Conde de Medellín, Portocarrero de varón, y el Príncipe de Arambergue, primogénito del Duque de Ariscot; el Marqués de la Guardia, que tiene título de ángel; el Marqués de la Liseda, Silva y Manrique de Lara, y don Diego Gómez de Sandoval, comendador mayor de Calatrava, marqués de Villazores, Añover y Humanes, don Baltasar de Guzmán y Mendoza, heredero de la gran casa de Orgaz; Arias Gonzalo, primogénito del Conde de Puñonrostro, imitando las bizarrías de su padre y afianzando las imitaciones de su muy invencible abuelo. Allí viene el Conde de Molina y don Antonio Mesía de Tobar, su hermano, siendo crédito recíprocamente el uno del otro. Y entre ellos, don Francisco Luzón, blasón de este apellido en Madrid, cuyo magnánimo corazón hallará estrecha posada en un gigante. Va con él don José de Castrejón, deudo suyo, gran caballero, y ambos, sobrinos del ilustrísimo Presidente de Castilla. En este coche que los sigue viene el Duque de Pastrana, cabeza de los Silvas, estudioso príncipe y gran señor, con el Marqués de Palacios, mayordomo del Rey y descendiente único de Men Rodríguez de Sanabria, señor de la Puebla de Sanabria, mayordomo mayor del rey don Pedro; el Conde de Grajal, gran señor, y el Conde Galve, su hermano del Duque, molde de buenos caballeros, y en quien se hallara, si se perdiera, la cortesía. Los demás que van acompañándole son hombres insignes de diferentes profesiones; que este es siempre su séquito. Viene hablando en otro coche con el Príncipe de Esquilache, su tío, y con el Duque de Villahermosa don Carlos, su hermano, este del Consejo de Estado de Su Majestad, y ese otro, príncipe de los ingenios. Va con ellos el duque mozo de Villahermosa, don Fernando, en quien lo entendido y lo bizarro corren parejas, y don Fernando de Borja, comendador mayor de Montesa, de la cámara de Su Majestad, con veintidós cursos de virrey, que se puede graduar de Catón Uticense y Censorino. Allí viene el Marqués de Santa Cruz, Neptuno español y mayordomo mayor de la Reina nuestra señora. Aquel es el Conde de Alba de Liste, con el Marqués de Tabara y el Conde de Puñonrostro. Y tras ellos, el Duque de Nochera, Héctor napolitano y gobernador hoy de Aragón. En ese coche que se sigue viene el Conde de Coruña, Mendoza y Hurtado de las Nueve Musas, honra de los consonantes castellanos, en compañía del Conde de la Puebla de Montalbán, Pacheco y Girón. Allí, el Marqués de Malagón, Ulloa y Saavedra, y el Marqués de Malpica, Barroso y Ribera, y el de Frómista, padre del Marqués de Caracena, celebrado por Marte castellano en Italia, y el Conde de Orgaz, Guzmán y Mendoza, de Santo Domingo y San Ildefonso, todos mayordomos del Rey. Aquel que va en aquel coche es el Marqués de Floresdávila, Zúñiga y Cueva, tío del gran Duque de Alburquerque, que hoy está sirviendo con una pica en Flandes, capitán general de Orán, donde fue asombro del África levantando las banderas de su Rey veinticinco leguas dentro de la Berbería. Allí va el Conde de Castrollano, napolitano Adonis. Allí va el Conde de Garcíes, Quesada y andaluz gallardo, y Marqués de Velmar, el Marqués de Tarazona, Conde de Ayala, Toledo y Fonseca, el Conde de Santisteban y Cocentaina y el Conde de Cifuentes, divinos ingenios; el conde de la Calzada, y tras él, el Duque de Peñaranda, Sandoval y Zúñiga. Y en ese otro coche, don Antonio de Luna y don Claudio Pimentel, del Consejo de Órdenes, Cástor y Pólux de la amistad y de la generosidad.

-¡Ay, señor!, aquel que pasa en aquel coche -dijo la Rufina-, si no me engaño es de Sevilla, y se llama Luis Ponce de Sandoval, marqués de Valdeencinas, y como que me crié en su casa.

El Cojuelo respondió:

-Es un muy gran caballero y el más bien quisto que hay en esta tierra ni en la Corte; que no es pequeño encarecimiento. Y aquel con quien va es el Marqués de Ayamonte, estirado título de Castilla y Zúñiga de varón; y no menos que él es ese que viene en ese coche, el Conde de la Puebla del Maestre, que tiene más maestres en su sangre que condes, mozo de grandes esperanzas, y lo fuera de mayores posesiones si tuviera de su parte la atención de la Fortuna. Allí pasa el Conde de Castrillo, Haro, hermano del gran Marqués del Carpio, presidente de Indias, y tras él, el Marqués de Ladrada y el Conde de Baños, padre y hijo; Cerdas, de la gran casa de Medinaceli. Ese otro es el Marqués de los Trujillos, bizarro caballero. Y tras ellos, el Conde de Fuensalida, con don Jaime Manuel, de la cámara de Su Majestad y hermano del Duque de Maqueda y Nájara, que hoy gobierna el tridente de ambos mares.

-Dígame vuesa merced, señor Licenciado -dijo la Rufina-: ¿qué casas suntuosas son estas que están enfrente de estas joyeras?

-Son del Conde de Oñate -dijo el Diablillo-, timbre esclarecidísimo de los Ladrones de Guevara, Mercurio Mayor de España y Conde de Villamediana, hijo de un padre que hace emperadores, y es hoy presidente de Órdenes.

-Y aquellas gradas que están allí enfrente -prosiguió la tal Rufina María-, tan llenas de gente, ¿de qué templo son, o qué hacen allí tanta variedad de hombres vestidos de diferentes colores?

-Aquellas son las gradas de San Felipe -respondió el Cojuelo-, convento de San Agustín, que es el mentidero de los soldados, de adonde salen las nuevas primero que los sucesos.

-¿Qué entierro es este tan suntuoso que pasa por la calle Mayor? -preguntó don Cleofás, que estaba tan aturdido como la mulata.

-Este es el de nuestro Astrólogo -respondió el Cojuelo-, que ayunó toda su vida, para que se lo coman todos estos en su muerte, y siendo su retiro tan grande cuando vivo, ordenó que le paseasen por la calle Mayor después de muerto, en el testamento que hallaron sus parientes.

-Bellaco coche -dijo don Cleofás- es un ataúd para ese paseo.

-Los más ordinarios son esos -dijo el Cojuelo-, y los que ruedan más en el mundo. Y ahora me parece -prosiguió diciendo- que estarán mis amos menos indignados conmigo, pues la prenda que solicitaban por mí la tienen allá, hasta que vaya esta otra mitad, que es el cuerpo, a regalarse en aquellos baños de piedra azufre.

-¡Con sus tizones se lo coma! -dijo don Cleofás.

Y la Rufina estaba absorta mirando su calle Mayor, que no les entendió la plática, y volviéndose a ella el Cojuelo, le dijo:

-Ya vamos llegando, señora Güéspeda, donde cumpla lo que desea; que esa es la Puerta del Sol y la plaza de armas de la mejor fruta que hay en Madrid. Aquella bellísima fuente de lapislázuli y alabastro es la del Buen Suceso, adonde, como en pleito de acreedores, están los aguadores gallegos y coritos gozando de sus antelaciones para llenar de agua los cántaros. Aquella es la Victoria, de frailes mínimos de San Francisco de Paula, retrato de aquel humilde y seráfico portento que en el palacio de Dios ocupa el asiento de nuestro soberbio príncipe Lucifer; y mire allí enfrente los retratos que yo le prometí enseñar; -sin estar la dicha mulata en la plática que hacia don Cleofás había dirigido el tal Cojuelo, y diciendo:

-¡Qué linda hilera de señores, que parece que están vivos!

-El Rey nuestro señor es el primero -dijo el Cojuelo.

-¡Qué hombre está! -dijo la mulata-. ¡Qué bizarros bigotes tiene y cómo parece rey en la cara y en el arte! ¡Qué hermosa que está junto a él la Reina nuestra señora, y qué bien vestida y tocada! ¡Dios nos la guarde! Y aquel niño de oro que se sigue luego, ¿quién es?

-El Príncipe nuestro señor -dijo don Cleofás-, que pienso que le crió Dios en la turquesa de los ángeles.

-Dios le bendiga -replicó Rufina-, y mi ojo no le haga mal; y viviendo más que el mundo, nunca herede a su padre, y viva su padre más siglos que tiene almenas en su monarquía. ¡Ay, señor! -prosiguió Rufina-, ¿quién es aquel caballero que, al parecer, está vestido a la turquesca, con aquella señora tan linda al lado, vestida a la española?

-No es -dijo el Cojuelo- traje turquesco; que es la usanza húngara, como ha sido rey de Hungría: que es Ferdinando de Austria, cesáreo emperador de Alemania y rey de Romanos, y la emperatriz su esposa María, serenísima infanta de Castilla, que hasta los demonios -volviéndose a don Cleofás- celebramos sus grandezas.

-¿Quién es aquel de tan hermosa cara y tan alentadas guedejas -preguntó la mulata-, que está también en la cuadrilla vestido de soldado, tan galán, tan bizarro y tan airoso, que se lleva los ojos de todos y tiene tanto auditorio mirándole?

-Aquel es el serenísimo infante don Fernando -respondió el Cojuelo-, que está por su hermano gobernando los estados de Flandes y es arzobispo de Toledo y cardenal de España, y ha dado al infierno las mayores entradas de franceses y holandeses que ha tenido jamás después que se representa en él la eternidad de Dios, aunque entren las de Jerjes y Darío, y pienso que ha de hacer dar grada a mujeres de las luteranas, calvinistas y protestantes que siguen la seta de sus maridos, tanto, que los más de los días vuelve el dinero al purgatorio.

-Gana me da, si pudiera -dijo la mulata-, de dalle mil besos.

-En país está -dijo don Cleofás-, que tendrá el original bastante mercadería de eso; que esta ceremonia dejó Judas sembrada en aquellos países.

-¡Oh, cómo me pesa -dijo la Rufina- que va anocheciendo y encubriéndose el concurso de la calle Mayor!

-Ya todo ha bajado al Prado -dijo el Cojuelo-, y no hay nada que ver en ella; tome vuesa merced su espejo; que otro día le enseñaremos en él el río de Manzanares, que se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él, no teniendo agua, que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche, como río navarrisco, siendo el más merendado y cenado de cuantos ríos hay en el mundo.

-El más caudal dél es -dijo don Cleofás-, pues lleva más hombres, mujeres y coches que pescados los dos mares.

-Ya me espantaba yo -dijo el Cojuelo- que no volvías por tu río. Respóndele eso al vizcaíno que dijo: «O vende puente, o compra río.»

-No ha menester mayor río Madrid -dijo don Cleofás-, pues hay muchos en él que se ahogan en poca agua, y en menos se ahogara aquel regidor que entró en el ayuntamiento de las ranas del Molino quemado.

-¡Qué galante eres -dijo el Cojuelo-, don Cleofás, hasta contra tus regidores!

Bajándose con esto de la azotea, y la Rufina protestando al Cojuelo que le había de cumplir la palabra el día siguiente. Todo lo cual y lo que más sucediere se deja para esotro tranco.