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El don de la palabra :6

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El don de la palabra - Ramón Campos


Capítulo VI. De la capacidad de los sordos de nacimiento, y de los caracteres de las lenguas


Las palabras pueden considerarse bajo de tres aspectos: como sonidos, como movimientos de la boca, y como figuras visuales en el papel o en otra parte.

Las palabras no son signos imitadores sino en cuanto sonidos. Respecto pues de los sordos pierden el carácter imitativo y mucha parte de su energía, esto es, del auxilio que prestan para figurarse a lo vivo los objetos.

Aquellos signos cuya pronta formación o presencia no está en nuestra mano son más difíciles de renovar o recordar en el pensamiento. En medio de ser tan viva la imaginación en los sueños, si se sueña un libro abierto y se va a leer en él, cuesta trabajo, es muy poco lo que se lee, y rara la vez de hacerlo. Consideradas pues como figuras las palabras, se resisten mucho al dominio del pensamiento; son muy entretenidas para la ligereza de éste; le prestan bien poca, casi ninguna y quizá ninguna ayuda. El pensamiento de quien no tuviese idea de las palabras si no es como figuras lo más que podría hacer sería representarse que estaba o le estaban escribiendo: todos sus cálculos se redujeran a escritura; y cuanto más pausada fuese ésta, más lento sería el ejercicio del pensamiento. En años no daría las vueltas que de otro modo da en minutos. Puede tenerse por cierto que los signos visuales, aunque sean buenos para una comunicación lenta, no lo son para el ejercicio del pensamiento; y toda la ventaja que el pensamiento de los sordos saque de las palabras para su cultivo ha de ser considerándolas como movimientos de la boca. Veamos hasta dónde alcanza esta tela para el vestido del pensamiento, porque puede tener muchas resultas morales, civiles y políticas el acierto en el atrevido paso de escudriñar las facultades intelectuales de los sordos de nacimiento a quienes se da escuela; y también es muy importante para la atrasadísima ciencia de la filosofía, enriquecerla con este nuevo como intelectómetro, que tal vez será el resultado del capítulo presente.

Consideradas las palabras como movimientos sin sonido, cesa la diferencia de las letras vocales a las consonantes, y se pierde un realce grande de las palabras. No pudiendo el sordo percibir entre sílaba y sílaba tanta diferencia como el que se oye, se le queda el pensamiento como una lámpara con poco aceite. La luz pues del pensamiento de los sordos es más amortiguada que la del pensamiento de los que oyen.

Perdida la diferencia de las letras vocales a las consonantes, los movimientos o figuras de la lengua y de los labios se quedan reducidos a la misma naturaleza que los movimientos o figuras de cualquier otra parte del cuerpo, y en suma, a la misma naturaleza de cualesquier figuras en general, sean propias o ajenas; es decir, quedan reducidas las palabras a la propia naturaleza de los signos visuales desmenuzables; o por último, a la naturaleza de la escritura, sin haber otra diferencia que la mayor brevedad en ejecutarlos.

Las sílabas consideradas como sonidos son momentáneas, esto es, hacen unidad de tiempo, consideradas como movimientos o figuras, son sucesivas, son series o cadenas que de suyo se desmenuzan en varios eslabones. A los que oyen les hace la sílaba unidad de sonido: al sordo no le hace unidad de movimiento, y de consiguiente, es difícil de creer le haga unidad de idea. Parece que los sordos deben formar de las sílabas un concepto muy diferente del que hacen los que las oyen; las mirarán solamente como un medio de comunicación.

Al que oye se le casan tanto las sílabas con las cosas en el pensamiento, que no sólo las mira como un medio de comunicación, sino que se le identifican con los objetos por la unidad y presteza con que se los representan. El que no tiene noticia de otra lengua que la suya se figura que el nombre que se sabe a cada cosa es tan propio de ella, que le admira la noticia de haber en otros parajes distinto idioma.

Este casamiento o identificación de la palabra con su objeto parece imposible de hacerse en el pensamiento de los sordos ¿Cómo ha de llegar a confundírseles la palabra o la sílaba con su objeto, si palpan la unidad del objeto y la desunidad de la sílaba? Tan difícil es que los sordos vuelvan sobre sí para dar unidad a las sílabas, y tenerlas por imágines de las cosas, como el que los chinos dividan la unidad de sus sílabas musicales y las desmenucen en letras. A estos el sonido musical les llama toda la atención, y les impide mirar las sílabas como series de movimientos, ¿qué agente se las ha de presentar bajo el aspecto de unidades? Al que anda con poca luz, el cuidado de evitar los tropezones lo distrae de andar con aire de elegancia; pues así los sordos de nacimiento, falto del realce de las vocales, tienen que ocuparse con sobrado ahínco en distinguir los elementos o letras de otra, para pensar nunca en mirarlas bajo el aspecto de unidades. Para confundir las palabras con las cosas es menester pueda escondérsele al pensamiento la desunidad de la palabra; y esta desunidad es imposible la pierda nunca de vista el sordo; era menester que cada palabra fuese un solo movimiento o una sola letra. El lenguaje pues que aprendan los sordos no puede serles lenguaje representador, sino tan sólo excitador, como lo es el lenguaje de accionado. Puede decirse que el lenguaje es para los sordos un accionado de labios, con la inferioridad de ser menos enérgico por razón de su mucha pausa. Dándole la energía, es decir, compendiándole los signos, de modo que denotase cada objeto o cada acción con un solo rasgo, entonces le recae lo que se dijo del lenguaje de accionado en el capítulo tercero.

Si el lenguaje de figuras desmenuza las palabras no puede reunir el pensamiento, y si no las desmenuza, no puede partir el pensamiento de las cualidades y de sus objetos. Infiriéndose de aquí que, en despojando del sonido a la palabra, no es posible infundir ninguna idea abstracta ni general en el entendimiento humano; y que las escuelas ostentosas para los sordos de nacimiento son unos institutos más loables por la intención que por la utilidad, pues a vueltas de enseñarles trabajosísimamente a mal leer, mal hablar y mal escribir, se les da, en vez del lenguaje enérgico que les inspira la naturaleza, un lenguaje flojo y pausado, que bien que los mejora para el comercio de la vida, no por eso da más ejercicio a su pensamiento, ni más extensión a su discurso.

Incapaz el maestro de ponerse en el caso de los alumnos sordos, a cada paso hallará imposible lo que creía fácil, y que carecen de las ideas que pensaba haberles inspirado. Si la escuela de los sordos en París publicase una relación bien circunstanciada de las experiencias de la enseñanza, podría rectificarse esta teórica en caso de necesitarlo, o por lo menos se indicarían las experiencias o probaturas para apurarla. Pero es difícil que un maestro se desentienda del deseo de haber trabajado últimamente, o se humille a confesar haberse engañado en lo que emprendió solemnemente como asequible. Estas circunstancias harán tal vez sospechosas las noticias que se publiquen del éxito en la enseñanza de los sordomudos.

El que tiene oído, aunque parta las palabras en sílabas, no obstante como las otras palabras monosílabas se le hacen naturalmente representadoras o identificables con sus objetos, vence el paso preciso para hacer igualmente representadoras las palabras polisílabas, mirando la desunidad de éstas, no como desunidad, sino como incremento que las palabras toman para modificarse o diferenciarse. Por esto, cuando dos monosílabos se juntan en composición es el uso primordial alterarlos para que liguen bien, y no distraigan la idea de la unidad del significado.

Parecen pues esenciales en las lenguas las palabras monosílabas; y aún puede inferirse que todas las palabras primordiales son naturalmente monosílabas desde que empiezan a ser palabras, es decir, a identificarse con los objetos en el pensamiento. Porque debe entenderse que los fundadores de las lenguas comienzan con gritos de remedo, largos o cortos, según lo pida la naturaleza de cada cosa. Estos gritos, en familiarizándose, se compendian hasta reducirse a una sílaba articulada; Y entonces empiezan a cuadrar con la unidad del objeto y a ser palabras. El que algunas lenguas adultas sean todas monosilábicas prueba lo natural que es la correspondencia entre la unidad del objeto y la unidad de la palabra, confirmando poderosamente la teórica que se ha dado en orden a los sordos.

De qué suerte, principiando todas las lenguas por monosílabos, sigan unas la misma ruta y otras pasen a polisilábicas; esto es, por qué causa unas naciones modifiquen las palabras aumentándoles sílabas, y otras lo hagan sin aumentarlas, no es fácil señalarlo con certeza. El que principiando por monosílabos adquieran luego polisílabos, puede consistir en que algunas consonantes finales, con que se modifiquen las palabras, no puedan pronunciarse sin sonar como si tuviesen alguna vocal posterior, aumentándose así una sílaba. Originadas de aquí las palabras bisílabas, la introducción del acento en la sílaba última las pasa naturalmente a trisílabas en cuanto se las modifica con una consonante final, porque una palabra de dos sílabas acentuada en la segunda vale al oído por una palabra de tres sílabas. Del mismo modo se pasa naturalmente de tres sílabas a cuatro y a más.