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El duelo (Larra)

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El duelo
de Mariano José de Larra


Muy incrédulo sería preciso ser para negar que estamos en el siglo de las luces y de la más extremada civilización: el hombre ha dado ya con la verdad, y la razón más severa preside a todas las acciones y costumbres de la generación del año 1835.

Dejaremos a un lado, por no ser hoy de nuestro asunto, la perfección a que se ha llegado en punto a religión y a política, dos cosas esencialísimas en nuestra manera actual de existir, y a que los pueblos dan toda la importancia que indudablemente se merecen. En el primero no tenemos preocupación ninguna, no abrigamos el más mínimo error; y cuando decimos con orgullo que el hombre es el ser más perfecto, la hechura más acabada de la creación, sólo añadimos a las verdades reconocidas otra verdad más innegable todavía. Hacemos muy bien en tener vanidad. Si hemos adelantado en política, dígalo la estabilidad que alcanzamos, la fijación de nuestras ideas y principios; no sólo sabemos ya cuál es el buen gobierno, el único bueno, el verdadero secreto para constituir y conservar una sociedad bien organizada, sino que lo sabemos establecer y lo gozamos, con toda paz y tranquilidad. Acerca de sus bases estamos todos acordes, y es tal nuestra ilustración, que una vez reconocida la verdad y el interés político de la sociedad, toda guerra civil, toda discordia viene a ser imposible entre nosotros; así es que no las hay. Que hubiese guerras en los tiempos bárbaros y de atraso, en los cuales era preciso valerse hasta de la fuerza para hacer conocer al hombre cuál era el Dios a quien había de adorar, o el rey a quien había de servir... nada más natural. Ignorantes entonces los más, y poco ilustrados, no fijadas sus ideas sobre ninguna cosa, forzoso era que fuese presa de multitud de ambiciosos, cuyos intereses estaban encontrados. Empero ahora, en el siglo de la ilustración, es cosa bien difícil que haya una guerra en el mundo; así es que no las hay. Y si las hubiera sería en defensa de derechos positivos, de intereses materiales, no de un apellido, no del nombre de un ídolo. La prueba de esto mismo es bien fácil de encontrar. Esa poca de guerra, «que empieza ahora», en nuestras provincias, es indudablemente por derechos claros y bien entendidos; sobre todo, si alguno de los partidos contendientes pudiese ir a ciegas en la lid, e ignorar lo que defiende, no sería ciertamente el partido más ilustrado, es decir, el liberal. Éste bien sabe por lo que pelea; pelea por lo que tiene, por lo que le han concedido, por lo que él ha conquistado.

En un siglo en que ya se ven las cosas tan claras, y en que ya no es fácil abusar de nadie, en el siglo de las luces, una de las cosas sobre que está más fijada la pública opinión es el honor, quisicosa que, en el sentido que en el día le damos, no se encuentra nombrada en ninguna lengua antigua. Hijo este «honor» de la Edad Media y de la confluencia de los godos y los árabes, se ha ido comprendiendo y perfeccionando a tal grado, a la par de la civilización, que en el día no hay una sola persona que no tenga su honor a su manera: todo el mundo tiene honor.

En los tiempos antiguos, tiempos de confusión y de barbarie, el que faltando a otro abusaba de cualquier superioridad que le daban las circunstancias o su atrevimiento, se infamaba a sí mismo, y sin hablar tanto de honor quedaba deshonrado. Ahora es enteramente al revés. Si una persona baja o mal intencionada le falta a usted, usted es el infamado. ¿Le dan a usted un bofetón? Todo el mundo le desprecia a usted, no al que le dio. ¿Le faltan a usted su mujer, su hija, su querida? Ya no tiene usted honor. ¿Le roban a usted? Usted robado queda pobre, y por consiguiente deshonrado. El que le robó, que quedó rico, es un hombre de honor. Va en el coche de usted y es hombre decente, caballero. Usted se quedó a pie, es usted gente ordinaria, canalla. ¡Milagros todos de la ilustración!

En la historia antigua no se ve un solo ejemplo de un duelo. Agamenón injuria a Aquiles, y Aquiles se encierra en su tienda, pero no le pide satisfacción. Alcibíades alza el palo sobre Temístocles, y el gran Temístocles, según una expresión de nuestra moderna civilización, queda como un cobarde.

El duelo, en medio de la duración del mundo, es una invención de ayer: cerca de seis mil años se ha tardado en comprender que cuando uno se porta mal con otro, le queda siempre un medio de enmendar el daño que le ha hecho, y este medio es matarle. El hombre es lento en todos sus adelantos, y si bien camina indudablemente hacia la verdad, suele tardar en encontrarla.

Pero una vez hallado el desafío, se apresuraron los reyes y los pueblos, visto que era cosa buena, a erigirlo en ley, y por espacio de muchos siglos no hubo entre caballeros otra forma de enjuiciar y sentenciar que el combate. El muerto, el caído era el culpable siempre en aquellos tiempos: la cosa no ha cambiado por cierto. Siguiendo, empero, el curso de nuestros adelantos, se fueron haciendo cabida los jueces en la sociedad, se levantó el edificio de los tribunales con su séquito de escribanos, notarios, autos, fiscales y abogados, que dura todavía y parece tener larga vida, y se convino en que los «juicios de Dios» (así se había llamado a los desafíos jurídicos, merced al empeño de mezclar constantemente a Dios en nuestras pequeñeces) eran cosa mala. Los reyes entonces alzaron la voz en nombre del Altísimo, y dijeron a los pueblos: «No más juicios de Dios; en lo sucesivo nosotros juzgaremos».

Prohibidos los juicios de Dios, no tardaron en prohibirse los duelos; pero si las leyes dijeron: «No os batiréis», los hombres dijeron: «No os obedeceremos»; y un autor de muy buen criterio asegura que las épocas de rigurosa prohibición han sido las más señaladas por el abuso del desafío. Cuando los delitos llegan a ser de cierto bulto no hay pena que los reprima. Efectivamente, decir a un hombre: «No te harás matar, pena de muerte», es provocarle a que se ría del legislador cara a cara; es casi tan ridículo como la pena de muerte establecida en algunos países contra el suicidio; sabia ley que determina que se quite la vida a todo el que se mate, sin duda para su escarmiento.

Se podría hacer a propósito de esto la observación general de que sólo se han obedecido en todos tiempos las leyes que han mandado hacer a los hombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado por caducar. El lector podrá sacar de esto alguna consecuencia importante.

Efectivamente, al prohibirse los duelos en distintas épocas, no se ha hecho más que lo que haría un jardinero que tirase la fruta queriendo acabarla: el árbol en pie todos los años volvería a darle nueva tarea.

Mientras el honor siga entronizado donde se le ha puesto; mientras la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo con la opinión pública, el duelo será una consecuencia forzosa de esta contradicción social. Mientras todo el mundo se ría del que se deje injuriar impunemente, o del que acuda a un tribunal para decir: «Me han injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y una posición ridícula en sociedad. Para todo corazón bien puesto la duda no puede ser de larga duración, y el mismo juez que con la ley en la mano sentencia a pena capital al desafiado indistintamente o al agresor, deja acaso la pluma para tener la espada en desagravio de una ofensa personal.

Por otra parte, si se prescinde de la parte de preocupación más o menos visible o sublime del pundonor, y si se considera en el duelo el mero hecho de satisfacer una cuenta personal, diré francamente que comprendo que el asesino no tenga derecho a quitar la vida a otro, por dos razones: primera, porque se la quita contra su gusto siendo suya; segunda, porque él no da nada en cambio.

Los duelos han tenido sus épocas y sus fases enteramente distintas; en un principio se batían los duelistas a muerte, a todas armas, y tras ellos sus segundos; cada injuria producía entonces una escaramuza. Posteriormente se introdujo el duelo a primera sangre; el primero le comprendo sin disculparle; el segundo ni le comprendo ni le disculpo; es de todas las ridiculeces la mayor; los padrinos o testigos han sucedido a los segundos, y su incumbencia en el día se reduce a impedir que su mala fe abuse del valor o del miedo. Al arma blanca se sustituye muchas veces la pistola, arma del cobarde, con que nada le queda que hacer al valor sino morir; en que la destreza es infame si hay superioridad, e inútil si hay igualdad.

La libertad, empero, si no es la licencia de mi imaginación, me ha llevado más lejos de lo que yo pretendía ir: al comenzar este artículo no era mi objeto explorar si las sociedades modernas entienden bien el honor, ni si esta palabra es algo; individuo de ellas y amamantado con sus preocupaciones, no seré yo quien me ponga de parte de unas leyes que la opinión pública repugna, ni menos de parte de una costumbre que la razón reprueba. Confieso que pensaré siempre en este particular como Rousseau y los más rígidos moralistas y legisladores, y obraré como el primer calavera de Madrid. ¡Triste lote del hombre el de la inconsecuencia!

Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses fui testigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que el desenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación ab ovo.

Mi amigo Carlos, hijo del marqués de..., era heredero de bienes cuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menos apreciable de sus circunstancias. Adorado de sus padres, que habían empleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se presentó en el mundo con talento, con instrucción, con todas esas superfluidades de primera necesidad, con una herencia capaz de asegurar la fortuna de varias familias, con una figura a propósito para hacer la de muchas mujeres, y con un carácter destinado a constituir la de todo el que de él dependiese.

Pero desgraciadamente la diferencia que existe entre los necios y los hombres de talento suele ser sólo que los primeros dicen necedades y los segundos las hacen; mi amigo entró en sociedad, y a poco tiempo hubo de enamorarse; los hombres de imaginación necesitan mujeres muy picantes o muy sensibles, y esta especie de mujeres deben de ser mejores para ajenas que para propias. La joven Adela era sin duda alguna de las picantes; hermosa a sabiendas suyas y con una conciencia de su belleza acaso harto pronunciada, sus padres habían tratado de adornarla de todas las buenas cualidades de sociedad; la sociedad llama buenas cualidades en una mujer lo que se llama alcance en una escopeta y tino en un cazador, es decir, que se había formado a Adela como una arma ofensiva con todas las reglas de la destrucción; en punto a la coquetería era una obra acabada, y capaz de acabar con cualquiera; muy poco sensible, en realidad, podía fingir admirablemente todo ese sentimentalismo, sin el cual no se alcanza en el día una sola victoria; cantaba con una languidez mortal; le miraba a usted con ojos de víctima expirante, siendo ella el verdugo; bailaba como una sílfide desmayada; hablaba con el acento del candor y de la conmoción, y de cuando en cuando un destello de talento o de gracia venía a iluminar su tétrica conversación, como un relámpago derrama una ráfaga de luz sobre una noche oscura.

¿Cómo no adorar a Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor entre la malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el cielo en la tierra.

Los padres no deseaban otra cosa; era un partido brillante, la boda era para entrambos una especulación; de suerte que lo que sin razón de estado no hubiera pasado de ser un amor, una calamidad, pasó a ser un matrimonio. Pero cuando el mundo exige sacrificios los exige completos, y el de Carlos lo fue; la víctima debía ir adornada al altar. Negocio hecho: de allí a poco Carlos y Adela eran uno.

He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buena madre de familia; también puede salir de una tormenta una cosecha: yo soy de opinión que la mujer que empieza mal, acaba peor. Adela fue un ejemplo de esta verdad; medio año hacía que se había unido con santos vínculos a Carlos; la moda exigía cierta separación, cierto abandono. ¿Cuánto no se hubiera reído el mundo de un marido atento a su mujer? Adela, por otra parte, estaba demasiado bien educada para hacer caso de su marido. ¡La sociedad es tan divertida y los jóvenes tan amables! ¿Qué hace usted en un rigodón si le oprimen la mano? ¿Qué contesta usted si le repiten cien veces que es interesante? Si tiene usted visita todos los días, ¿cómo cierra usted sus puertas? Es forzoso abrirlas, y por lo regular de par en par.

Un joven del mejor tono fue más asiduo y mañoso, y Adela abrazó por fin las reglas del gran mundo; el joven era orgulloso, y entre el cúmulo de adoradores de camino trillado parecía despreciar a Adela; con mujeres coquetas y acostumbradas a vencer, rara vez se deja de llegar a la meta por ese camino. ¡Adela no quería faltar a su virtud... pero Eduardo era tan orgulloso! Era preciso humillarlo; esto no era malo; era un juego; siempre se empieza jugando. Cómo se acaba no lo diré, pero así acabó Adela como se acaba siempre.

La mala suerte de mi amigo quiso que entre tanto marido como llega a una edad avanzada diariamente con la venda de himeneo sobre los ojos, él sólo entreviese primero su destino y lo supiese después positivamente. La cosa desgraciadamente fue escandalosa, y el mundo exigía una satisfacción. Carlos hubo de dársela. Eduardo fue retado, y llamado yo como padrino no pude menos de asistir a la satisfacción. A las cinco de la mañana estábamos los contendientes y los padrinos en la puerta de..., de donde nos dirigimos al teatro frecuente de esta especie de luchas. Ésta no era de aquellas que debían acabar con un almuerzo. Una mujer había faltado, y el «honor» exigía en reparación la muerte de dos hombres. Es incomprensible, pero es cierto.

Se eligió el terreno, se dio la señal, y los dos tiros salieron a un tiempo; de allí a poco había expirado un hombre útil a la sociedad. Carlos había caído, pero habían quedado en pie su mujer y su honor.

Un año hizo ayer de la muerte de Carlos; su familia, sus amigos le lloran todavía.

¡He aquí el mundo! ¡He aquí el honor! ¡He aquí el duelo!