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El emigrado (Güiraldes)

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El cencerro de cristal
El emigrado

de Ricardo Güiraldes


Era un fauno, de no sé qué templo griego.

Un día dijo: Estoy harto de mármol; volviose carne eterna y corrió, hacia los bosques históricos de amor.

No más ninfas ni driadas. Vaya una costeada, protestó el caprípedo, siquiera allí, durmiendo en mi frialdad, no me aburría.

Pero decidió «recorrer el espinel» y fue, entre matorrales, flechando sus ojos en los rincones obscuros.

Ese mismo día (¡qué coincidencia)!), bajo la sombra oscilante de un sauce, el vicario de una curia cercana reposaba del calor, su sotana sirviéndole de almohada.

El fauno le tiró una manzana (símbolo funesto).

-¿Qué haces ahí, hombre?

¡Símbolo funesto! El fraile mira la fruta maldita y se persigna.

-¡Vade retro!

Sus ojos mortales no ven al Dios, ni oyen sus oídos la risa glotona.

-Basta, agrega, por hoy de meditaciones; vamos a ejercer nuestra piedad y condenar al amor pecaminoso, en nombre de la pureza divina del Cristo.

El fauno recuerda.

Sus siglos de sueño no han borrado la última impresión de vida griega y la causa de su petrificación, tan larga. El Cristo lo había muerto de frío y de asco, al escupir su amor ingenuo.

Odio.

Las patas golpean, chasqueando, el suelo sonoro y como el fraile, en cuatro, estira su diestra hacia el sombrero, recibe en la simbólica coronilla el topazo enfurecido.

¡Finis!

El cadáver no tiene más que podrirse.

Esa misma noche un padre de aspecto meditativo tomaba en el Pireo el transmediterráneo que le depositaría en Marsella.

Nadie reconoció al fauno de los bosques paganos, pues la sotana, disimula muchas cosas...

Extraño, en verdad, aquél clérigo que, al zarpar del puerto, musitaba oraciones, la vista fija en las ruinas del antiguo templo, mientras piadosas lágrimas descendían por las espesas crines de su barba.

-Pobre grande, carcomido de siglos. Resucitarás, como mi mármol, y yo seré tu mejor profeta.

Monte Himeto peregrinado por los poetas, heroico golfo de Salamina... queridas beldades muertas...

Y el fraile hacía crujir las cuentas de su rosario cristiano.

Pasados los sentimentalismos de las despedidas, Capricus entró en reflexiones personales para arreglarse una vida posible. Por el momento seríale útil conservar su género neutro (lo fraile), y fingiendo beatitudes, asimilarse al ambiente.

Las niñas y señoras le agasajaban como a ser inofensivo, hasta consultarlo en ciertos detalles acerca de pecados dudosos; revelando cosas incomprensibles para el fauno, ignorante del bien y del mal en cuestión amor.

No siendo cristiano, nada sabía de la manzana que avergonzó a Adán y Eva de sus desnudeces.

Más aprendió.

Supo que el amor se ejercía por contrato, como otras tantas ocupaciones sociales.

Supo la desvergüenza de hipócritas amadores.

La envidia babosa de las privadas.

La tortura estúpida de las mujeres de verdad, embozaladas por chusma maldiciente.

La muerte en vida de las que sacrifican Venus a Virgo.

La neurosis de visiones grotescas.

Las insípidas noches obligatorias de cónyuges incompatibles.

Los dramas de todos los esclavos de la coyunda legal.

Pero le habían dicho:

-Hay una ciudad que se liberta, donde el amor vence la ley y hace agujeros de ideal en su obscura retorta de exhalaciones pútridas. «París» y Capricus quiso ver París.

Llegado a la gran ciudad, aplastadora recopilación de piedra, su primer visita fue para el Museo del Louvre, donde, según había oído decir, encontraría conocidos de su tierra natal.

En efecto:

Había dioses, fragmentos de dioses. Toda la historia plástica de Grecia expuesta en forma simétrica, como una colección de estampillas.

Capricus se quedó aquel día, con los párpados a medio caer, sumido en una marea de recuerdos.

Era casi mejor que vivir.

Por mucho tiempo, pasó sus tardes entre la melancolía irreal que transudaba del mármol. Y otro individuo hermoso, aunque no quieto, con la enormidad de los mármoles griegos, compartía esas siestas, inscribiendo de tiempo en tiempo frases o comentarios (pensaba Capricus) sobre cuadrangulares cartoncitos que extraía de un bolsillo.

Cuando Capricus soñó bien su sueño, comenzó a interesarse por el del vecino.

-¿Sería igual? En todo caso, parecía hecho de recuerdos.

El hombre esperaba con la vista fija sobre un pedestal; de pronto los ojos vivían, trabajaba con un relámpago febril en las pupilas, y todo se disolvía, como un fugaz recuerdo de soles áticos, enturbiado de bruma normanda.

Habían de hablar y hablaron. Capricus buscando un símil, el otro buscando, tal vez, un tema para sus tarjetas. Y Capricus dijo:

-¡Qué hermoso es el cuerpo humano!

Le respondieron:

-¡El cuerpo humano es indecente, padre!

-Yo no soy padre.

-¿Y la sotana?

-Un disfraz.

Capricus se acercó, confidencialmente.

-Soy un fauno escapado de mi mármol, allá en las ruinas de un templo griego.

-¡Bienvenido!

-...y aquí están los cuernos que mataron al sórdido fraile de quien heredé estos trapos... pero ¿qué sería de un fauno si llegaran a sorprenderlo?

-Le encarcelarían por mistificador... un fauno viviente, es contra toda lógica e implica un engaño.

-¿Y usted qué cree?

-No creo nada.

-¿Ni en mi presencia?

-Ni en su ausencia.

-¿Y es para todo lo mismo?

-No. Creo en lo que, a mi entender, es hermoso.

-Entonces creerás en mí.

-¿En el símbolo del estupro?

-En el símbolo de la atracción, que rige todo destino terrestre y planetario. Pero, antes, me dirás, por qué reniegas de la belleza del cuerpo humano.

-No renegué de su belleza... dije que era indecente... seguidme.

Subieron una escalera, viraron a izquierda y derecha, entraron en una gran sala cuyas paredes se cubrían casi totalmente con coloreados pedazos de tela, encuadrada por monótonas vigas, al parecer de oro labrado.

-Esto es pintura.

Capricus se hizo explicar qué era un cuadro, un museo. La estética, por metros, no entraba en su comprensión.

Vio muchos desnudos. Desnudos manoseados por géneros que, cubriendo pretendidas indecencias, las hacían indecentes. Reconoció episodios de su tierra, a pesar del disfraz de los personajes, ora con corazas medioevales, carnes holandesas o actitudes equívocas; y se dio cuenta de la inmoralidad del trapo que delata.

Vagaron hasta el cansancio y, sin ponerse de acuerdo, volvieron al primitivo salón de esculturas.

Capricus parecía abatido. El otro explicó señalando los mármoles.

-Los griegos representaron mujeres desnudas. Los modernos mujeres desnudadas.

Es un reflejo de lo que verás en la vida.

La mujer desnuda es una mujer despojada de su decencia, tiene un carácter libidinoso, pues se le ha desvestido para el acto. ¿Para qué se desnudaría una mujer?

-Sin embargo, el trapo se pone, ¿valdría decir que la que quieren idealizar con tapujos es, en sí, una indecencia?

-¡Oh! ¡puro criterio!... hoy, por muy pocas, el hombre se vuelve en la calle... son las que llevan algo de estética en sus caritas descubiertas y en lo que se adivina de sus cuerpos... pero ¿una mujer desnuda? Fuera fea con tal que joven, y la baba del bajo deseo fermentará en todo macho.

¡La carne... la carne es la maldecida por la moral vigente... es la inmoralidad, la tentación del espíritu sórdido, la carne es un pretexto de lujuria, un motivo de funciones anatómicas y concupiscencias de chivo o erotismos satánicos, la carne es el cajón de basura que el alma arrastra por la vida...!

Un quejido le cortó la palabra; había hablado con odio, había pegado cada frase como un martillazo sobre el fauno que parecía caer vencido a cada anatema, y su voz concluía por quebrarse ante el propio sacrilegio de sus palabras.

Ahora quedaba estirado de dolor.

El fauno, caído, casi de rodillas, como volteado a golpes, se arrastró hacia él, levantó su rostro, se incorporó, lentamente, hasta que las pupilas entraran en las pupilas y ambos leyeran el dolor.

El poeta, que vio la verdad en la palidez del dios torturado, tuvo la revelación y besó la frente estrechada de martirio.

-Oh, perdona... perdona, pero ahora sé quién eres... perdona que infligiéndome dolor, haya roto algo de tu alma divina... ¡Ven!

El poeta condujo a Capricus hacia el Luxemburgo. Era noche casi. Parejas atardadas. Blancas florescencias de estatuas. Algo, un mezquino hálito de amor, deificaba el ambiente. El poeta, estirando al cielo una mano firme, juró.

-«Por Venus, mi diosa predilecta, la carcasa cristiana caerá del cuerpo humano, como las cortezas de los viejos robles. La belleza será desnuda bajo el beso de los dioses tuyos.»

Y tuvo el honor de que un fauno verdadero le ciñera en la frente una corona hecha por sus manos.

Días después Capricus había colgado los hábitos y eran inseparables.

Corrieron amores, vieron artistas, frecuentaron paseos y volvieron al museo de las estatuas griegas, donde el pensamiento parecía purificarse filtrado en el ambiente de belleza. Allí comentaban lo visto y sentido.

Capricus perdía color, empalidecía como un vulgar calavera y repelía las mujeres, una vez poseídas, como si el hambre lo hubiese obligado a morder una fruta podrida.

El amor en cinco metros cúbicos de aire marchitado de perfumes los «a cotés», las propuestas cínicas de satisfacer vicios complicados le hacían permanecer, turbado, como una monja violada.

¡Pobre Capricus! ¿Quién hubiera creído que un fauno se consumiera, así, de vergüenza?

Sin embargo, su amigo veíalo apagarse como una vela; no había luz ya en su sangre impulsiva. Y cuando se encontraban solos en la sala de los mármoles, Capricus, ni más ni menos que un loco, musitaba, clavando en el mármol de Venus sus ojos encharcados de tristeza.

-Venus, mi Venus; madre de amor transfigurada y transfiguradora, surtidora de amor, carne de éxtasis. ¡Oh!, pobre madre. El amor se ha podrido, se ha podrido...

Y repetía, como un maniático, las tres últimas palabras, con la sensación de expectorar su alma.

Cuando no quedó de Capricus sino una tristeza ambulatoria, dijo a su amigo:

-Oye, yo me voy a mi templo de piedra.

El poeta nada respondía. Bebió la cicuta con rostro indiferente y aprobó el proyecto.

Capricus partió, las brumas se desataron de su alma.

Volvió a ver a su tierra.

Fue donde el fraile reposaba sus blancos huesos, a la sombra oscilante de un sauce. Allí tiró sus ropas y, con la noche propicia, volvió a su templo.

Cosas viejas y dormidas como él lo fuera.

Un sueño de hastío pesó en su cuerpo y con brusca tensión de muslos potentes incorporose al pedestal vacío para volver a ser de mármol.

Los años pasaron sin daño sobre el fauno. No era así de los mortales.

Un día llegó un anciano poeta de extrañas tierras. Ése vivió toda su vida en el siglo que enfermó otrora a Capricus.

Titilando de vejez buscó por la piedra hasta encontrar al amigo de otros años. Miró largo rato y arrodillado gravó en el pedestal palabras amargas.

«El amor no ha resucitado aún. Duerme, yo he muerto».

Y depositando sin gestos su corona, que las manos, hoy de mármol le otorgaron en lejanos tiempos, se fue... simplemente.


«La Porteña», 1915.