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El equipaje del rey José/XII

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XII

Cuando Jean-Jean y comparsa se empeñaban en llevar a Salvador a la taberna, este iba en tal estado de sombrío estupor y excitación mental que a las palabras de sus amigos, respondía tan sólo:

-¡Él guerrillero, yo francés!... ¡Yo francés, él guerrillero!... ¡Él blanco, yo negro!... ¡Él cielo, yo tierra! ¡Si ese hombre fuera Dios, yo quisiera ser el demonio!

A poco de entrar en la taberna, y antes que lograran hacerle tomar nada, escapose fuera y se dirigió a su casa en lastimoso estado moral y físico, con la razón delirante, el cuerpo flojo y desmayado como el de un beodo, hablando sordamente consigo mismo a veces, y a ratos profiriendo gritos que alarmaban al vecindario. Cuando entró en su casa, hallábanse en ella, a pesar de lo avanzado de la noche, doña Perpetua y el cura, acompañando ambos a doña Fermina. En el centro de la pieza había una mesa puesta con no poco aparato de vasos y platos, desplegándose allí gallardamente todo el lujo de la casa como para una fiesta. Las viandas que sobre ella estaban, habían dejando de humear, enfriadas ya por el largo plazo de espera, y las quijadas de la santa como las del cura se abrían bostezando de apetito y sueño.

-Hijo mío, ¡cuánto nos has hecho esperar! Son las once dadas -dijo doña Fermina, abrazándole-. Pero tú tienes algo, estás amarillo como un muerto. ¿Qué dices ahí entre dientes?

-¡Guerrillero él! ¡francés yo! -murmuró Salvador dejándose caer en una silla.

-Espera, te ayudaré a que te quites el uniforme -dijo la madre-. ¿Se han marchado ya los franceses?

-Salvador -dijo en tono agrio el cura, observando al sargento con severidad-. Un joven de tus cualidades no debe estar en las tabernas hasta hora tan avanzada.

Y como Monsalud no contestase a la advertencia, sino riendo a la manera que ríen los locos, el presbítero añadió, levantándose de su asiento:

-¡Salvador, estás borracho! ¡Qué terribles hábitos se adquieren en el ejército!

-¡Y entre franceses! -añadió la beata-. El Rey les da buen ejemplo para que sean un modelo de sobriedad.

-Ya se te pasará -dijo doña Fermina con maternal benevolencia-. Hijo, ¿quieres dormir?

-Sí, dormir; quiero dormir -repuso con gozo recostándose en un arca.

-Toma primero un bocado, muchacho.

-Sí, tengo hambre -exclamó el jurado abalanzándose a la comida y engullendo descortésmente sin consideración a los demás convidados.

Mas al instante apartó el plato con repugnancia.

-No tengo gana -dijo entre dientes.

El cura se paseaba por la habitación agitado y colérico.

-Los malos hábitos adquiridos no se olvidan en un día -afirmó doña Perpetua, echando al viento la voz por el registro más agridulce-. Esta mañana lo dije y ahora lo repito. Fermina, haz cuenta que no tienes hijo.

Doña Fermina rompió a llorar, y como interrogase cariñosamente al desgraciado joven acerca de sus propósitos y de la enmienda que por la mañana prometiera, este dijo:

-¡Guerrillero él, yo francés, francés toda la vida!

-Salvador -gritó el cura con enojo y fiereza-. Te creí traidor por inexperiencia, mas no vicioso ni degradado... Esta mañana me causabas lástima, ahora me causas horror.

-El pobrecito no sabe lo que se dice, señor cura -añadió la atribulada madre-. Esos pícaros lo han llevado a la cantina, y... por fuerza le han obligado a beber. Pero es un alma de Dios mi hijo. Esta mañana nos prometió dejar para siempre esas aborrecidas banderas, y lo hará, ¿pues no lo ha de hacer...? ¿Te quedarás aquí esta noche? Suelta el uniforme y duerme.

Oyéronse entonces lejanos toques de clarín. Callaron todos sobrecogidos por el son guerrero que parecía venir del campamento francés y Monsalud escuchaba con aparente júbilo. De pronto levantose y gesticulando como un insensato, y con desesperados gritos, gritó de esta manera:

-¡Viva Napoleón! ¡Viva el amo del mundo! ¡Viva Francia! ¡Mueran los guerrilleros!

-Esto no se puede tolerar -exclamó el cura bramando de ira y echando mano al respaldo de la silla que más cerca tenía-. Traidor infame y deslenguado blasfemo, sal de aquí al momento.

-¿Qué has dicho, hijo? -balbució entre angustiosos sollozos doña Fermina temblando como un niño-. Tú, tú, ¿pues no eres...?

-¡Afrancesado, francés hasta morir! -repuso el joven con enérgico brío-. ¡Francés hasta morir!

-Señor cura, señor cura -dijo la madre con tanto espanto como dolor-, ríñalo Vd.

-Buen caso hago yo de los curas -repuso Salvador mirando con desprecio al venerable Respaldiza-. Son los corruptores del linaje humano, como dicen Jean-Jean y Plobertin, que presenciaron la revolución francesa.

Doña Fermina ocultó el rostro entre las manos.

-Señor cura guerrillero -añadió el joven con insolente sarcasmo-, cuidado no le cojamos a Vd. por esos trigos... En mi regimiento no hay piedad para los clérigos armados... ¡Se les coge, se les desnuda, se les ahorca!...

Doña Perpetua se levantó de su asiento como una estatua que de súbito cobra vida para aterrar a los hombres.

-¡Miren la embaucadora! -gritó Monsalud remedando de un modo grotesco los ademanes de la santa mujer-. Vendré a rescatar a mi madre de las garras del demonio, para llevármela a Francia.

La beata y el cura le señalaron la puerta sin proferir una palabra.

-¡Guerrillero él, yo francés! -repitió el joven, no con palabras, sino con aullidos-. Madre, adiós, adiós... Escribiré desde Francia.

Tropezando, haciendo gestos amenazadores y articulando gritos y bravatas poco inteligibles, pero horripilantes como la risa de los locos, salió de la estancia y de la casa, mientras cura y beata auxiliaban a la infeliz madre, que había perdido el conocimiento.