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El equipaje del rey José/XXVII

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XXVII

Indudablemente el guerrillero y Genara deseaban pretexto cualquiera para alejarse un trechito y perder de vista por breve momento al abuelo y compañeros de mesa. Disimulando su gozo marcharon tras la desconocida; pero como no tenían prisa de llegar a donde ella iba, la dejaron ir delante y que se alejase todo lo que quisiera. Principiaba a oscurecer. Viéndose solos, reanudaron su coloquio con mayor vehemencia al pie de los olmos, siendo Genara la que con más calor se expresaba. Tomándose las manos, dejáronse ir vagabundos, abandonados a la dulce corriente que de sus mismas palabras y de sus propios movimientos se derivaba.

-Genara de mi vida -decía el guerrillero cuando ya llevaban algunos minutos de paseo, de conversación, de miradas tiernas y de apretones de manos- si es cierto lo que me dices, te perdono, y seré para ti lo que siempre he sido, un esclavo. Día de luto es este para mí, pero si algún consuelo debo recibir, consistirá en palabras de tu boca, Genara de mi corazón; mi vida y mi persona te pertenecen. Te adoro desde que te conocí y te idolatraré hasta la muerte.

-Carlos -repuso la joven con ardor-, si no me crees lo que te he dicho, me enojaré, me pondré enferma, me consumiré de tristeza, me moriré de pesadumbre. Carlos, no lo dudes ni un momento. Si bajé aquella noche a la empalizada de la huerta, fue porque confundí a Salvador contigo... hizo la misma señal... No había dicho dos palabras el traidor, cuando llegaste tú... ¿Lo crees, Carlos? Dime que lo crees, dime que no queda en tu alma una chispa de recelo, y seré la mujer más feliz de la tierra.

-Bien, Genara -dijo Navarro-. Aunque no fuera verdad, debería creerlo. ¿Oíste lo que dijo tu abuelo cuando nos encontramos hace poco? Su deseo era el mismo de mi desgraciado padre, y también el mismo que ha sido por mucho tiempo y es hoy la más cara, la más dulce, la más risueña ilusión de mi vida. Dime una palabra y nuestro destino quedará fijado para siempre, y la noble pasión de mi alma satisfecha, y la elección suprema de la vida santificada por un leal juramento, ante las miradas de Dios que desde el cielo nos está mirando y nos bendice. ¿Genara, quieres ser mi mujer?

Genara contestó arrojándose en los brazos del guerrillero, que la estrechó en ellos amorosamente. Casi en el mismo instante, ambos jóvenes hicieron un movimiento de sorpresa y temor. Alguien les miraba; frente a ellos y a distancia como de cuatro varas estaba una figura delgada y sombría, un hombre completamente vestido de negro, con la cabeza descubierta. Después de dar algunos pasos, se detuvo. Tras él veíase una especie de choza formada por cajas vacías, y en el angosto recinto, de tal manera formado, clareaba la llama de un hogar y se oían algunas voces.

-Aquí es -dijo Navarro viendo la barraca-. Entra y da a esas pobres gentes lo que les traes.

Genara después de dar algunos pasos, lanzó un grito de espanto.

-Navarro, Navarro, defiéndeme -exclamó con angustiosa voz, corriendo a arrojarse en los brazos del guerrillero y dejando caer en el suelo las viandas que llevaba.

-¿Quién es, quién va? -dijo Navarro con turbación en el breve momento que tardó en conocer a la sombría figura que tenía delante.

-Defiéndeme -gritó Genara dando diente con diente-; ese hombre me quiere matar.

El aparecido no había hecho movimiento alguno. Llegose a él Navarro, dejando atrás y a regular trecho a la atemorizada joven y le observó con calma.

-¡Ah!... es Monsalud... poca cosa, poca cosa... No temas, Genara... Esto ni pincha ni corta... A fe que no esperaba verte, Salvador. Creí que habías muerto.

-Hubiera hecho muy mal en morirme -dijo Monsalud- sin cobrar una deuda que tengo contigo.

-¿Conmigo?... ¡ah, ya! -añadió Navarro flemáticamente-. Cuando quieras... ¿Era para ti para quien pedía esa mujer, llamándote seminarista y guerrillero del Fraile?

-¿Qué dices? -preguntó Monsalud, ajeno a las jerarquías inventadas por doña Pepita.

-¡Que eres un farsante, un embustero! -exclamó Navarro perdiendo la serenidad.

-Sí, un embustero, un farsante -repitió Genara alejándose más.

-Pero observo aquí la mano de Dios -añadió Carlos con petulancia-. Con tu disfraz y tu cambio de nombre te has ocultado de todo el ejército, pero no te has ocultado de mí.

-Es verdad -dijo Monsalud con enérgica ira-. Pues aquí me tienes. Puedes delatarme, denunciarme, llevarme arrastrado por los cabellos a donde tus salvajes jefes están haciendo cuentas por ver si algún jurado se escapó de la carnicería de anoche. Yo me salvé; pero ahora te proporciono ocasión de ganar un elogio, quizás un grado... Anda, llévame; di que me has descubierto, que me has cogido, y quizás te den un cigarro.

-Si yo fuera tú, te delataría... -dijo Navarro dando un paso hacia adelante-. Puedes vivir y engañar hasta dentro de un rato... Pero me olvidaba de que te hemos traído de comer.

Navarro, recogiendo del suelo lo que había caído, lo arrojó a los pies de Monsalud, que no hizo ademán alguno, dando a entender que no recibía limosna.

-¿Hasta dentro de un rato? -dijo Salvador-. ¿Por qué no ahora mismo?

Doña Pepita atraída por las voces, presenciaba la singular escena sin comprender una palabra; mas no se le ocultaba que allí había peligro para Monsalud, y llegándose al otro, le dijo con amargura:

-Señor militar, no delate Vd. a mi pobre hermano... No, ¿para qué mentir? no es mi hermano, es mi amigo... Es un muchacho honrado y leal. Ya que escapó, déjele Vd. vivir.

Una figura macilenta y oscura se arrastraba a cuatro pies por el suelo, semejándose por la oscuridad de la noche a un gran perro de Terranova. Era el oidor que recogía los restos de la comida.

-¡Yo delatar! -exclamó Navarro-. Señora, esté Vd. tranquila. No haremos ningún daño a su...

-A su amigo -murmuró Genara acercándose al grupo y clavando sus ojos con ansiedad profunda en el semblante de la desconocida señora.

-No le haremos ningún daño -añadió con ironía Navarro, tomando la mano de Genara, como para retirarse con ella-, pero el amiguito se muere de hambre y de miedo: cuídele Vd.

Volvieron la espalda Navarro y Genara. Después de una breve disputa con doña Pepita, Salvador se separó de esta para seguir a los prometidos esposos.

-Detengámonos -dijo Navarro a su presunta consorte-. Viene detrás, y puede herirnos por la espalda.

-¡Pero aquella mujer, aquella mujer! -exclamó Genara apretando los puños y temblando de ira-. ¿La viste? ¿Has oído insolencia igual? ¿Pues no dijo que era su?...

-Su cortejo... Salvador es muchacho de muy malas costumbres.

-¡Cuando tal dijo...! -añadió Genara con la exaltación propia de su carácter en determinadas ocasiones -. ¡Oh! Navarro, no tienes alma... ¿por qué no abofeteaste a esa infame mujer?

Baraona y los tres amigos, viendo la tardanza de los dos jóvenes, se adelantaban a su encuentro.

-Vamos, que es muy tarde. Aprisa, niños... ¿qué habláis ahí?... Hombre, ¡como si no tuvieran tiempo de charlar hasta que se les seque la lengua!...

-Aprisita, aprisita -dijo el capellán, arropándose con su manteo-. La noche está fresca.

-Ya se ve... Como ellos están en la flor de su edad y conservan todo el calor de la vida -murmuró el canónigo con cierta expresión envidiosa.

Genara y Navarro llegaron al fin.

-¿Qué tienes, hijita? -dijo Baraona advirtiendo mucha palidez y trastorno en el semblante de su nieta.

-No es nada -replicó Carlos-. Hemos visto escenas muy lastimosas en la barraca. ¡Cuánta desgracia y miseria en este triste campo, señor Baraona!

-Sí, lo comprendo; pero la guerra es guerra.

-La guerra tiene que ser guerra, es claro -repitió el capellán.

-Pues claro: ¿qué ha de ser la guerra sino guerra? -murmuró el canónigo.

-Evidentemente la guerra es y será siempre guerra -añadió el secretario de la Inquisición.

-Al coche, pronto al coche.

Un vehículo, del cual no se podía decir fijamente si era coche o catedral, se acercó al sitio donde estaban los amigos.

-Carlos, supongo que no podrás venir con nosotros -indicó Baraona, subiendo penosamente con el auxilio de un criado.

-Me es imposible.

-¡Ah! no había visto a esa persona que te acompaña, buenas noches, Sr... -dijo D. Miguel saludando a Monsalud, el cual siguiendo a Carlos, había quedado a cierta distancia.

-Es un amigo a quien casualmente acabo de encontrar.

-¡Ah! muy señor mío... -dijo Baraona.

-Por muchos años... -gruñó el capellán.

-¡En marcha, en marcha! -exclamó el canónigo.

-Hasta mañana -dijo Navarro a Genara cuando subía y se internaba dentro de la máquina-. Hasta mañana.

Genara miraba hacia fuera con estupor.

-¿No me contestas? Te he dicho que hasta mañana -añadió Navarro ofendido de la profunda abstracción de su futura esposa.

-¡Si Dios quiere! -repuso al fin Genara.

Y el monumental coche partió arrastrado por poderosas mulas.