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El escándalo :Epílogo

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El escándalo
Epílogo

de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Epílogo

Había pasado un mes desde la muerte de Diego. Era una hermosísima mañana de primavera.

Las campanas del convento en que Gabriela habitaba hacía cerca de tres años repicaban alegremente, aunque, por el calendario, no era día ni víspera de ninguna fiesta eclesiástica.

A la puerta del templo adjunto veíase una silla de posta cargada de maletas y otros objetos de viaje, dentro de la cual no había persona alguna.

En la iglesia sonaba el órgano, acompañando las últimas respuestas de las monjas a las oraciones de una misa cantada; y es lo cierto, que si el que leyere estas postreras páginas de nuestro relato hubiera pasado por allí a tal hora y entrado a saber qué insólita misa era aquélla, habría visto que era la velación de Fabián y de Gabriela, a quienes acababa de unir para siempre el padre Manrique.

En efecto: Gabriela y Fabián estaban arrodillados delante del altar, y cerca de ellos veíase a don Jaime de la Guardia, que había sido padrino del casamiento, y a Lázaro y Juan de Moncada en calidad de testigos.

Habría admirado también entonces el lector con sus propios ojos la peregrina hermosura de Gabriela, acerca de la cual sólo por referencia hemos hablado hasta ahora. ¡Nunca un ángel del cielo ha revestido tan gallarda y arrogante forma humana, ni jamás la clásica belleza soñada por el paganismo reflejó tan intensamente los esplendores del espíritu inmortal a que servía de vaso aquella incomparable figura!

Por lo demás, las monjas, de cuya escondida morada acababa de salir Gabriela a la parte pública de la nave del templo, se habían esmerado en ataviarla, como si fuera una santa imagen, objeto de su culto más fervoroso, a quien adornaran para que recorriese, llevada en procesión, plazas y calles... Cada una le había puesto un lazo, una flor, una humilde joya o un relicario bendito, dándole al mismo tiempo mil besos y abrazos, y bendiciones, y hasta consejos..., que, por su misma religiosa sencillez, podrían ser utilísimos en su nuevo estado. Y, en aquel instante, desde las amplias celosías del coro, las vírgenes del Señor contemplaban con arrobamiento a su compañera, al par que le cantaban, por vía de epitalamio, los solemnes himnos del cotidiano culto a que ellas seguirían consagradas toda su vida.

Gabriela, que ya se había enterado de los terribles acontecimientos que acabamos de referir y de lo mucho que había padecido Fabián por purificar su alma, miraba a éste de vez en cuando, y luego tornaba la vista al altar, como arrastrando y conduciendo con sus ojos los ojos de él a la consideración de Dios y de su infinita misericordia.

El infeliz esposo, apuesto y ufano, aunque bañada todavía su faz de una leve melancolía, miraba alternativamente a su hechicera y santa mujer, al padre Manrique, a Lázaro y a Juan..., como dando a todos gracias por la felicidad que sentía...; y luego alzaba los ojos al Cristo del altar, y rezaba...



Concluida la ceremonia, Gabriela penetró aún en el convento, de donde regresó algunos minutos después vestida de viaje y trayendo en la mano su corona de desposada. Algunas lágrimas humedecían sus mejillas de rosa, indicando con cuánta emoción se había despedido definitivamente de la digna abadesa y sus tiernas hermanas de clausura.

Todas ellas se habían arrimado a la celosía del coro bajo, para ver a la desposada salir de la iglesia; y, cuando observaron que la noble joven se acercaba al altar de la Virgen de las Angustias y ponía a sus pies como ofrenda, su corona de desposada; cuando la vieron pararse en medio del templo y dirigir los brazos hacia el coro, saludándolas con el pañuelo y tirándoles besos de amorosa despedida, una multitud de blancos cendales ondeó detrás de la celosía respondiendo a aquellos adioses; tiernos gemidos resonaron en el recinto sagrado, y lágrimas copiosas corrieron de todos los ojos.

Renunciamos a describir circunstanciadamente las escenas que ocurrieron después en la puerta del templo, cuando los dos recién casados subían en la silla de posta que debía conducirlos a cierta quinta de la carretera de Valencia, desde donde marcharían la siguiente semana a la casa de campo en que se crió Fabián; cuando don Jaime y su hija se abrazaban ternísimamente; cuando Fabián besaba las manos del caballero aragonés; cuando el padre Manrique bendecía una vez y otra a los que no se cansaba de apellidar sus hijos, y cuando Lázaro, apoyado en el hombro de Juan, contemplaba todos aquellos cuadros con amorosa sonrisa, digna de los ángeles del cielo...



Partió el carruaje, y quedaron inmóviles y mudos en al atrio del templo el padre Manrique, don Jaime de la Guardia, Lázaro y su hermano Juan.

Pasado que hubieron algunos minutos, el jesuita, sobreponiéndose a su emoción, dijo:

-¡Cuán misteriosos, pero cuán seguros, son los juicios de Dios! Véase por qué cúmulo de circunstancias Fabián Conde ha conseguido, cuando ya había renunciado a ella, toda la felicidad que deseaba en esta vida. «¡Yo no quiero el paraíso, sino el descanso!» -decíame últimamente, recordando una frase del poeta inglés, para probarme que no debía casarse con Gabriela, a pesar de lo que la amaba y del juramento que le arrancó Diego en su lecho de muerte-. «Pues acepte usted el paraíso como penitencia -le contesté yo-. ¡Bien se me alcanza que le fuera a usted más cómodo no volver a los mares de la vida con tan preciosa carga!... Pero Dios, por medio de aquel moribundo, nos demostró claramente su deseo de que siguiese usted luchando con los huracanes de la sociedad humana, expuesto a que el viento del escándalo, por usted producido, vuelva a hacer zozobrar la nave de su ventura o la de los hijos que le dé Gabriela. Dios no cree, por lo visto, que se ha purificado usted bastante en tres días de purgatorio, y le impone, como resto de penitencia, el continuo temor de que los hombres vuelvan a afligirlo con calumnias, o sea con nuevos frutos del escándalo.» Fabián me dio la razón, y no por otra cosa ha preferido el matrimonio, con sus cuidados y responsabilidades, a los desiertos del Asia con sus rigores y peligros...

-De todo eso se deduce, entre otras cosas -observó don Jaime-, que mi yerno será un modelo de maridos... ¡Y vean ustedes por qué he tenido yo la manga tan ancha en el asunto referente a mi hermano!... Fabián no sedujo a mi cuñada, sino que fue seducido por ella..., como tantos otros...; y, además, la forma y modo en que me confesó su falta me inclinaron a absolverlo. Conque, señores, me despido de ustedes para Aragón, adonde marcho esta tarde... Crean firmemente que me llena de júbilo el haber conocido tan dignas personas en este Madrid, que yo creía enteramente dado al diablo...



Después que el sacerdote y los dos Moncadas hubieron despedido afectuosamente al padre de Gabriela, Lázaro miró solemnemente a Juan y le dijo:

-Ya lo has oído, mi querido hermano. A las veces hay que aceptar la felicidad del mundo como trabajo y sacrificio... A las veces hay que tener la generosidad de ser dichoso... Por eso se ha casado Fabián, y por eso es menester que tú conserves el título de marqués de Pinos (aunque demos secretamente a los pobres las rentas de mi mayorazgo); que vuelvas a América, y que hagas allá tu antigua vida, conservando para ello tus legítimas paterna y materna. A mí me basta y sobra con lo que heredé de mi madre... ¡El caso es no deshonrar a la tuya después de muerta; no deshonrar tampoco la memoria de nuestro padre: no frustrar mis propósitos y trabajos de tanto tiempo; no es en fin, el mundo con la historia en que habría que fundar una rehabilitación... que para nada necesito!

Juan se resistió largamente a aceptar lo que le proponía su hermano; pero terció en la conversación el padre Manrique, y al cabo lograron convencerlo...; por lo que ofreció embarcarse inmediatamente para América.



Marchóse Juan a disponer su viaje, y quedaron solos el padre Manrique y Lázaro.

-¿Y usted, qué piensa hacerse? -interrogó entonces el jesuita al desheredado.

-Yo... -respondió éste como si no entendiera la pregunta- voy a llegarme al cementerio de San Nicolás a visitar al pobre Diego... La mañana está muy hermosa...

-Bien...; pero supongo que nos veremos... -añadió el viejo, estrechándole la mano en señal de estimación.

-Sí, señor... -respondió Lázaro-. Iré a ver a usted con frecuencia, y hasta creo que acabaré por pedirle hospitalidad y quedarme allí definitivamente. En medio de todo, los dos pasamos la vida mirando al cielo más que a la tierra...; pero, a decir verdad, su astronomía de usted me gusta más que la mía.