El escándalo :II

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El escándalo
Libro II - Historia del padre de Fabián

de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. Primera versión[editar]

-Padre: yo soy Antonio Luis Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, conde de la Umbría...

El jesuita abrió los ojos, miró atentamente a Fabián y volvió a cerrarlos.

-Paréceme notar -exclamó el joven, mudando de tono- que este título no le es a usted desconocido...

-Lo conozco... como todo el mundo -respondió suavemente el padre Manrique.

-¿Alude usted a la historia de mi padre?

-Sí, señor.

-Pues entonces debo comenzar por decirle a usted que, si sólo conoce su historia como todo el mundo, la ignora completísimamente...; y perdóneme la viveza de estas expresiones.

-Conozco también la rehabilitación de su señor padre (Q.E.P.D.), declarada por el Senado hace poco tiempo -añadió el sacerdote sin abrir los ojos.

-¡Aquélla fue su segunda historia, no menos falsa que la primera! -replicó Fabián con doloroso acento.

-¡Ah!... En ese caso, no he dicho nada...-murmuró el anciano respetuosamente-. Continúe usted, hijo mío.

-Yo le contaré a usted muy luego la historia cierta y positiva... -prosiguió Fabián-. Pero antes cumple a mi propósito decir por qué grados y en qué forma me fui enterando de la tragedia que le costó la vida a mi padre; tragedia que está enlazada íntimamente con mis actuales infortunios.

Contaba yo apenas catorce años, y vivía en una casa de campo del reino de Valencia, sin recordar haber residido nunca en ninguna otra parte, cuando la santa mujer que me había llevado en sus entrañas, y que era todo para mí en el mundo, como yo lo era todo para ella, viéndose próxima a la temprana muerte que le acarrearon sus pesares, llamóme a su lecho de agonía después de haber confesado y comulgado, y allí, en presencia del propio confesor, cura párroco de un pueblecillo próximo, me dijo estas espantosas palabras:

-«Fabián: ¡me voy!... Tengo que dejarte solo sobre la tierra... ¡Lo manda Dios! Ha llegado, pues, el caso de que te hable como se le habla a todo un hombre; que eso serás desde mañana, no obstante tu corta edad: ¡un hombre... libre..., dueño de sus acciones..., sin nadie que lo aconseje y guíe por los mares de la vida!... Fabián: hasta aquí has estado en la creencia de que tu padre, mi difunto esposo, fue un oscuro marino que murió en América, dejándonos un modesto caudal... ¡Pero nada de esto es cierto! Lo cierto es una cosa horrible, que yo debo revelarte para que nunca te la enseñe el mundo por medio de crueles desvíos, o sea, para que jamás hagas imprudentes alardes de tu noble cuna, que al cabo podrías conocer andando el tiempo, aunque yo nada te contase. Fabián: mi marido fue el general don Álvaro Fernández de Lara, conde de la Umbría. Durante la guerra civil estaba bloqueado en una plaza fuerte de la provincia de que era comandante general, y se la vendió a los carlistas por dinero. Para ello se valió de un inspector de policía, llamado Gutiérrez, que mantenía relaciones en el campo del Pretendiente. Pero la traición de ambos fue inútil: en tanto que tu padre salía de la plaza a media noche y entregaba las llaves al enemigo, el jefe político de aquella provincia, advertido de lo que pasaba, atrancó las puertas, las defendió heroicamente a la cabeza de la huérfana guarnición, y consiguió rechazar a los carlistas, bien que teniendo la desgracia de ver morir a su esposa, herida por una bala de los contrarios que penetró en la casa del Gobierno... Los carlistas entonces, viendo que, en lugar de apoderarse de la ciudad, habían tenido muchas bajas en tan estéril lucha, asesinaron a tu padre y a Gutiérrez, y recobraron la suma que les habían entregado. El Gobierno nombró al jefe político marqués de la Fidelidad, y declaró al conde de la Umbría traidor a la patria; embargó a éste sus cuantiosos bienes -que por la desvinculación eran libres-, y suprimió su título de conde para extinguir hasta el recuerdo de aquella felonía. Puedes graduar lo que yo he padecido desde entonces... ¡Bástete ver que tengo treinta y dos años y que me muero! Yo estaba en Madrid contigo cuando ocurrió la desgracia de tu padre, desgracia incomprensible, atendidas las grandes pruebas que hasta entonces había dado de hidalguía, de entereza de carácter, de adhesión a la causa liberal y de indomable valor... No bien tuve noticias de aquella catástrofe, sólo pensé en ti y tu porvenir. Me apresuré, pues, a ocultarte a los ojos del mundo, para que nunca se te reconociese como hijo del desventurado cuyo nombre inspiraba universal horror, y me vine contigo a esta casa de campo, que compré al intento, y donde nadie ha sospechado quiénes somos... Sólo lo sabe, bajo secreto de confesión, el virtuoso eclesiástico que nos escucha, y al cual le debemos, tú el haber recibido educación literaria en esta soledad, y yo consuelos y auxilios de verdadero padre. En su poder se halla todo mi caudal..., quiero decir, todo tu caudal..., mucho mayor de lo que te imaginas, pues asciende a dos millones de reales en oro, billetes del Banco y alhajas... ¡Puedes disfrutarlo sin escrúpulo ni remordimiento alguno! Lo heredé de mis padres. Es el producto de la venta de todas mis fincas, que enajené al enviudar para que no quedase rastro de mi persona. Sigue siempre diciendo que eres hijo del marino Juan Conde..., que nunca existió. Nadie podrá contradecirte, pues hace diez años que el mundo entero nos da por muertos al hijo y a la viuda del conde de la Umbría. El nombre de Fabián Conde, que estás ya acostumbrado a llevar, te lo he formado yo con tu último nombre de pila y con el apellido de mi madre, y detrás de él nadie adivinará al que durante los cuatro primeros años de su vida se llamó Antonio Fernández de Lara. Mi deseo y mi consejo es que, así que yo muera, te vayas a Madrid con el señor cura, el cual hará que ingreses en un colegio o academia donde puedas terminar tu educación literaria, y colocará tu herencia en casa de un banquero. No la malgastes, Fabián... Piensa en el porvenir. Estudia primero mucho; viaja después; trabaja, aunque no lo necesites; créate un nombre por ti mismo; olvida el de tu padre... y sé tan dichoso en esta vida como yo he sido desventurada.»

El joven hizo una pausa al llegar aquí, y luego añadió con voz tan sorda que semejaba el eco de antiguos sollozos:

-Mi madre falleció aquella misma noche.

El padre Manrique elevó los ojos al cielo, y a los pocos instantes los volvió a entornar melancólicamente.

Reinó otro breve silencio.



Parte II. Un hombre sin nombre[editar]

-Once años después de la muerte de mi madre -continuó Fabián-, era yo en Madrid lo que se suele llamar un hombre de moda. Había estado cuatro años en un colegio, donde aprendí idiomas, música, algunas matemáticas, historia y literatura profanas, equitación, dibujo, esgrima, gimnasia y otras cosas por el estilo; en cambio de las cuales olvidé casi por completo el latín y la filosofía escolástica, de que era deudor al viejo sacerdote. Había hecho un viaje de tres años por Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, deteniéndome sobre todo en esta última nación a estudiar el arte de la escultura, que siempre ha sido mi distracción predilecta y en el que dicen alcancé algunos triunfos. Había, en fin, regresado a España y dádome a conocer en esta villa y corte como hombre bien vestido, como temible duelista, como jinete consumado, como jugador sereno, como decidor agudo y cruel (cuyos sarcasmos contra las flaquezas del prójimo corrían de boca en boca), y como uno de los galanes más afortunados de que hacía mención la crónica de los salones... Perdone usted mis feroces palabras... Le estoy hablando a usted el lenguaje del mundo, no el de mi conciencia de hoy...

Tenía yo a la sazón veinticinco años, y había ya gastado la mitad de mi hacienda, además de sus pingües réditos. De vez en cuando preguntábanse las gentes quién era yo... La calumnia, la fantasía o la parcialidad, es decir, mis muchos enemigos, émulos y rivales, la pequeña corte de aduladores de mis vicios, o las mujeres que se ufanaban de mis preferencias, inventaban entonces tal o cual historia gratuita, negra o brillante, horrible o gloriosa, que al poco tiempo era desmentida, y yo continuaba siendo recibido en todas partes, gracias a la excesiva facilidad que halla en Madrid cualquier hombre bien portado para penetrar hasta las regiones más encumbradas. Recuerdo que fui sucesivamente hermano bastardo de un reyezuelo alemán; hijo sacrílego de un cardenal romano; jefe de una sociedad europea de estafadores; agente secreto del emperador de Francia; un segundo Monte-Cristo, poseedor de minas de brillantes, etc.; y, como resumen de todo, seguían llamándome Fabián Conde, que era lo que mis tarjetas decían.



Parte III. Otro hombre sin nombre[editar]

-En tal situación (esto es, hace por ahora un año), presentóse cierto día en mi casa una especie de caballero majo, como de cincuenta y cinco años de edad, vestido con más lujo que elegancia, y llevando más diamantes que aseo en la bordada pechera de su camisa; tosco y ordinario por naturaleza y por falta de educación, pero desembarazado y resuelto como todas las personas que han cambiado muchas veces de vida y de costumbres; hombre, en fin, robusto y sudoroso, que parecía tostado por el sol de todos los climas, curtido por el aire de todos los mares y familiarizado con todas las policías del mundo... Díjome que hacía poco tiempo había llegado de América y que tenía que hacerme revelaciones importantísimas...

Yo temblé al oír este mero anuncio, adivinando en el acto que aquel personaje de tan sospechosa facha era poseedor de mi secreto e iba a poner el dedo en la envejecida llaga de mi corazón. ¿Qué revelaciones podía tener que hacerme nadie, sin saber antes mi verdadero nombre?

-Espéreme usted un momento... -le dije, pues, dejándolo en la sala.

Y pasé a mi cuarto, cogí un revólver, me lo guardé en el bolsillo, torné en busca del falso caballero, lo conduje al aposento más apartado de la casa, cerré la puerta con llave y pasador, y díjele ásperamente:

-Siéntese usted y hable, explicándome ante todo quién es y por quién me toma.

-Me parecen muy bien todas estas precauciones... -respondió el desconocido, arrellanándose en una butaca con la mayor tranquilidad.

Yo permanecí de pie enfrente de él, pensando (pues debo confesárselo a usted todo) en qué haría de su cadáver, dado caso de que se confirmaran mis recelos; o en si me convendría más tirarme yo mismo un tiro, contentándome con los veinticinco años que había vivido sin que el mundo se enterase de mi desdicha.

-Si resulta que este hombre es el único que sabe la verdad -concluí en mis adentros-, debo matarlo... Pero si resulta que lo saben otras personas, yo soy quien debe morir.

-Mi nombre no viene a cuento ahora... -decía entretanto el forastero-. Pero si el señor se empeña en oír alguno, le diré cualquiera de los que he usado en Asia, África, América y Europa. En cuanto a lo de por quién lo tomo a usted, yo lo tomo por su propia persona; esto es, por Antonio Luis Fabián...

-¡Basta! -exclamé sacando el revólver-. Dispóngase usted a morir.

-¡Bravo mozo! -repuso el hombre de los diamantes sin moverse ni pestañear-. ¡Reconozco tu buena sangre! ¡No hubiera procedido de otra manera el difunto conde de la Umbría!

-¿Cómo sabe usted mi nombre? ¿Quién lo sabe además de usted? -grité fuera de mí-. ¡Responda usted la verdad! ¡Considere que en ello le va la vida!

-¡Tranquilícese, y guarde las armas para mejor ocasión! -replicó el atrevido cosmopolita-. Voy a contestarle al señor a sus preguntas, no por miedo, sino por lástima al estado en que se encuentra, y porque me conviene que recobre la calma antes de pasar a hablarle de negocios. Nadie, sino yo, conoce su verdadero nombre..., y si yo lo conozco, es porque siempre descubro aquello que me propongo descubrir.

«Cuatro meses hace que llegué a España, sin otro objeto que saber el paradero de la esposa del conde de la Umbría, y debo declararle al señor que cualquier otro que no fuera mi persona habría desesperado de conseguirlo a poco de dar los primeros pasos... ¡Tan hábilmente habían borrado ustedes las huellas de los suyos! «Debieron de morir pocos meses después que el conde» -me decían unos-. «Debieron irse a Rusia, a Filipinas o al corazón de África» -me contestaron otros-. «Nada ha vuelto a saberse de ellos» -añadían los de más allá-. «La viuda vendió su hacienda propia, y desapareció con su hijo; los mismos parientes del conde y de ella han desesperado de averiguar si son vivos o muertos; sin duda naufragaron en alguna navegación que hicieron con nombres que no eran los suyos...». Así me respondían los más enterados.

»Pero yo no desesperé por mi parte, y me constituí en medio de la Puerta del Sol, es decir, en el centro de toda España, con la nariz a los cuatro vientos, esperando que mi finísimo olfato acabaría por ponerme en la pista de ustedes... Me hice amigo de todos los polizontes de Madrid, y pasábame días y noches preguntándoles, siempre que veía una mujer de cuarenta años o un joven de veinticinco: «¿Quién es ésa? ¿Quién es ése?»; tan luego como notaba que había algo dudoso u obscuro en la historia de aquel personaje, dedicábame a aclararlo por mí mismo.

»Así las cosas, oí hablar del misterioso Fabián Conde y de todas las extravagantes genealogías que le inventaban. Procuré ver a usted: lo vi en el Prado, y lo hallé bastante parecido al difunto conde de la Umbría. «¡Él es!...» -me dije sin vacilar-. Entonces apelé a mi excelente memoria, y ésta me recordó que el hijo del general Fernández de Lara, si bien se llamaba Antonio Luis, cumplía años el 20 de enero, día de San Fabián y San Sebastián, y que el segundo apellido de la señora condesa era Conde. Pero no bastaba esto, y púseme a investigar cómo y cuándo apareció usted en Madrid. Pronto supe que fue a la edad de catorce años y en cierto colegio de la calle de Fuencarral. Fui al colegio, y allí averigüé que Fabián Conde ingresó en él como sobrino y pupilo de un cura de cierta aldea. Encaminéme a la aldea. El cura había muerto; pero todo el mundo me dio razón detallada de la niñez de Fabián, pasada en una casa de campo, a solas con su madre, virtuosísima señora que murió allí, y de quien yo había oído hablar al conde... Pedí entonces un certificado de su partida de sepelio, y en ella encontré el nombre y pila y el apellido paterno de la condesa, seguidos de un gran borrón, al parecer casual, que ni al nuevo cura ni a mí nos permitió leer de quién era viuda aquella señora... Pero, ¿a qué más? Yo no trataba de ganar un pleito, sino de convencerme de una cosa, y de esa cosa ya estaba convencido... Fabián Conde..., quiero decir, usted era hijo del conde de la Umbría...

»Repito a usted, señor, que guarde ese revólver... ¡Mire que si no, va a quedarse sin saber lo que más le interesa!»

-¡Dígamelo usted pronto! -le respondí, volviendo a apuntarle con el arma.

-¡Qué necedad! -continuó el desconocido, sin alterarse ni poco ni mucho-. ¡Pues bien: lo que tengo que añadir, para que ese pícaro revólver se caiga al suelo, es que el nombre del conde de la Umbría puede pronunciarse con la frente muy alta a la faz del universo, y que usted será el primero en proclamar mañana que es el suyo! ¡No a otra cosa he venido de América en busca de usted!

Excuso decir la alegría y el asombro con que oí estas últimas palabras. Aquel hombre, de aspecto tan odioso, me pareció de pronto un ángel del cielo.

-¿Quién es usted? ¿Qué está diciendo? ¡Explíquese, por favor! ¡Tenga piedad de un desgraciado!

Así, gemí, no pudiendo sofocar mi emoción, y caí medio desmayado en los brazos del forastero, quien ya se levantaba para auxiliarme.

Colocóme éste en otra butaca, y luego que me hube serenado, prosiguió:

-«Suspenda usted mi juicio acerca de mi persona, y no me dé gracias ni me cobre cariño. ¡Yo sólo soy acreedor al odio de usted, o a su desprecio! Además, el bien que estoy haciéndole no es desinteresado... ¡Ay! ¡Ojalá lo fuera! ¡Acabo de comprender que debe de ser muy dulce contribuir a la felicidad de alguien!... Pero yo no nací para practicar esta virtud ni ninguna otra... ¡Cada hombre tiene su sino!... En fin, entremos en materia, y óigame el señor sin rechistar, que la historia nos interesa mucho a los dos.»



Parte IV. Segunda versión de la historia del conde de la Umbría[editar]

«El Conde de la Umbría, descendiente de una de las más antiguas casas de Valladolid, poseedor de grandes riquezas, general a los treinta años, casado con una dignísima señora y hombre de gallarda figura, que me parece estar mirando, y de un valor y unos puños sólo comparables a la firmeza de su carácter y a su entusiasmo por la causa liberal, no tenía más que un flaco, que pocos grandes hombres han dejado de tener..., y éste flaco eran las mujeres.

»Durante su mando en la provincia de que era comandante general se enamoró perdidamente de la esposa del gobernador civil (o jefe político, como se decía entonces), hermosísima señora, que no tardó en corresponderle con vida y alma, sin que el jefe político, que era muy celoso, pareciese abrigar la menor sospecha. Llamábase éste don Felipe Núñez, y su mujer, doña Beatriz de Haro.

»Invadió por entonces aquella provincia un verdadero ejército de facciosos, y su padre de usted, que disponía de muy escasas tropas, tuvo que batirse a la defensiva, con gran heroísmo por cierto, hasta que se vio obligado a encerrarse en la capital, que por fortuna era plaza fuerte, bien que no de primer orden ni mucho menos. Una gran tapia aspillerada rodeaba la población, defendida principalmente por un castillo o ciudadela en bastante buen estado, de donde no era fácil apoderarse sin ponerle sitio en toda regla.

»Contentáronse, pues, los carlistas, por de pronto, con bloquear estrechamente la plaza, esperando refuerzos para combatirla, y su padre de usted ordenó desde luego que se trasladasen al castillo todos los fondos públicos y todas las oficinas, disponiendo que las autoridades pasasen allí la noche, «a fin, dijo, de poder celebrar consejo con ellas en el caso de que la ciudad fuese atacada repentinamente».

»Pero el verdadero objeto del enamorado general, al dictar esta última orden, fue hacer dormir fuera de casa al jefe político, y facilitarse él los medios de pasar libremente las noches al lado de la hermosa y rendida doña Beatriz. Para ello, así que todo el mundo se acostaba en el castillo, salía de él nuestro conde por una poterna que daba al campo; caminaba pegado a las tapias que rodeaban la ciudad, llegaba a una puertecilla de hierro perteneciente a la huerta del Gobierno Civil, fortísimo edificio que había sido convento de frailes, y allí se encontraba con la persona que servía de intermediaria y confidente en aquellos amores.

»Esta persona era un tal Gutiérrez, inspector de policía y hombre de entera confianza para el jefe político, pero más aficionado a su padre de usted y a su noble querida (de quienes recibía grandes regalos) que al ruin y engañado esposo...; pues a éste no lo quería nadie por lo cruel y soberbio que era; soberbia y crueldad que iban unidas a una cobardía absoluta y a un espíritu artero, falaz e intrigante, basado en la envidia y en la impotencia. Su mujer lo despreciaba; Gutiérrez lo aborrecía. El general se reía de él a todas horas.

»Muchas noches iban ya del indicado manejo. Gutiérrez, encargado por el jefe político de la custodia de su mujer y de su casa, abría la puertecilla de hierro al general y lo conducía a las habitaciones de doña Beatriz a escondidas de toda la servidumbre, y, antes del amanecer, lo acompañaba de nuevo hasta dejarlo fuera de la huerta...

»Así las cosas, llamó un día el jefe político a Gutiérrez; encerróse con él y le dijo:

»'-Lo sé todo. ¡Yo mismo he seguido al general una noche de luna y lo he visto penetrar por la puerta que usted le abría!... Creo que usted y yo nos conocemos lo bastante para no necesitar hablar mucho. Usted calculará lo que yo soy capaz de hacer, y lo que le espera a usted sin remedio humano, si se aparta un punto de mis instrucciones, y yo sé por mi parte todos los prodigios que usted llevará a cabo para librarse de la ruina, del presidio y hasta de la muerte, y ganarse además en pocas horas la cantidad de veinticinco mil duros... Así, pues, me dejo de rodeos, y voy derechamente al negocio. El ejército carlista se halla acampado a menos de una hora de aquí... Esta noche, enseguida que oscurezca, y después de decir al general que mi mujer lo aguarda indefectiblemente a la hora de costumbre, montará usted a caballo e irá a avistarse con el cabecilla***. Le dirá usted, de parte del general Fernández de Lara, conde de la Umbría, que la proposición que rechazó éste la semana pasada de entregar el castillo por medio millón de reales, le parece ya admisible, no precisamente por codicia de la suma, sino porque el conde está disgustado del Gobierno de Madrid, y siente además que las ideas de sus antepasados, favorables al régimen absoluto, principian a bullir en su alma. Hecho el trato, manifestará usted al cabecilla que el general saldrá de la fortaleza esta misma noche a las doce, llevando consigo la llave de la poterna. Los demás artículos del convenio los dejo a la sagacidad de usted, que sabrá componérselas de modo que no se le escapen los veinticinco mil duros..., con los cuales se irá usted a donde yo nunca más le vea, ni puedan alcanzarle las garras de la justicia... ¿Estamos conformes?'

»Gutiérrez, que durante aquel discurso había pesado el pro y el contra de todo; Gutiérrez, que comprendió que, si se negaba a aquella infamia, el jefe político sería tan feroz e implacable con él como disimulado y cobarde seguiría siendo con el intrépido general, a quien nunca se atrevería a pedir cuentas de su honra; el pobre Gutiérrez, que por un lado se veía perdido miserablemente y por otro podía ganarse medio millón a costa de mayores o menores riesgos; Gutiérrez, digo, aceptó lo que se le proponía...

»¿A qué afligir a usted especificándole los repugnantes preparativos de lo que ocurrió aquella noche? Baste decir que cuando el conde de la Umbría se encaminaba, a eso de la una, enteramente solo, a la puertecilla de hierro de la Jefatura, llevando en el bolsillo la llave de la poterna por donde había salido del fuerte, no reparó en que dos hombres lo observaban a la luz de la luna, escondidos entre las hierbas del foso; ni menos descubrió que, a doscientos pasos de allí, había otros tres hombres montados a caballo y ocultos entre los árboles; ni notó, por último, que algo más lejos, en la depresión que formaba el lecho del río, estaban tendidos en el suelo ochocientos facciosos, cuyas blancas boinas y relucientes fusiles parecían vagas refulgencias del astro de la noche.

»Los dos emboscados de a pie eran dos oficiales carlistas que conocían mucho al general.

»Los tres del arbolado eran: Gutiérrez (que tenía ya los veinticinco mil duros en un maletín sujeto a la montura de su caballo), y dos coroneles facciosos que, pistola en mano, custodiaban al polizonte, esperando, para dejarlo huir en libertad con el dinero, a que cierta señal convenida les dijese que los dos oficiales habían reconocido al general Fernández de Lara...

»Sonó al fin en el foso un canto de codorniz, perfectamente imitado con un reclamo de caza, y luego otro, y después un tercero, cada uno de ellos de cierto número de golpes...

»'-Nuestros amigos nos dan cuenta de que el conde de la Umbría ha cumplido su palabra y se halla fuera del castillo... -dijeron entonces a Gutiérrez sus guardianes, desmontando las pistolas-. Puede usted marcharse cuando guste.'

»Gutiérrez no aguardó a que le repitieran la indicación: metió espuela a su caballo y desapareció a todo escape, dirigiéndose a una intrincada sierra que distaba de allí muy poco.

»Entretanto, los dos coroneles por un lado y los dos oficiales por otro, avanzaban hacia la puertecilla de hierro de la Jefatura Política, sitio en que Gutiérrez les había dicho que los aguardaría el general...

»Éste, a juzgar por su actitud, no había sospechado nada al oír el canto de la codorniz, ni divisado todavía bulto alguno; pero, al llegar a la puertecilla que daba paso al edén de sus amores y no encontrarla abierta, ni a Gutiérrez esperándolo, según costumbre, comprendió sin duda que sucedía algo grave...; recelo que debió de subir de punto al oír no muy lejos pisadas de caballos...

»Ello es que los oficiales carlistas dicen (me lo han dicho a mí) que entonces lo vieron desembozarse pausadamente, terciarse la capa, coger con la mano izquierda la espada desnuda que hasta aquel momento había llevado debajo del brazo, y empuñar con la derecha una pistola...; pues es de advertir que su padre de usted, aunque se vestía de paisano para aquellas escapatorias, iba siempre muy prevenido de armas, a fin de defender, no tanto su persona, cuando la llave de la poterna, caso de algún tropiezo en tan solitarios parajes.

»Dispuesto así a la lucha, trató de desandar lo andado y volverse al castillo; pero no había dado veinte pasos en aquella dirección, y pasaba precisamente por debajo de unos altos balcones de la Jefatura Política que miraban al campo, cuando los dos coroneles y los dos oficiales carlistas, aquéllos a caballo y éstos a pie, avanzaron descubiertamente a su encuentro, haciéndole señas con pañuelos blancos, y diciéndole con voz baja y cautelosa:

»'-¡Eh, general..., general! ¡Que estamos aquí!'

»La contestación del general fueron dos pistoletazos, que derribaron por tierra a ambos coroneles.

»'-¡Traición!' -gritaron a una voz los cuatro facciosos.

»'-¡Traición, traición! ¡Atrancad la poterna!' -gritó por su parte el conde de la Umbría, arremetiendo espada en mano contra los dos oficiales.

»De los dos coroneles, el uno estaba ya muerto y el otro luchaba con la agonía.

»'-¡Traición, traición!' -apellidaban entretanto mil y mil voces dentro del castillo y de la ciudad.

»'-¡Traición!' -repetía al mismo tiempo en el campo un inmenso vocerío.

»'-¡Atrancad la poterna!' -seguía clamando el conde de la Umbría con estentóreo acento.

»'-¡Viva Isabel II! ¡Viva María Cristina!' -se gritaba en las murallas.

»'-¡Adelante! ¡Fuego! ¡Viva Carlos V!' -respondían los facciosos, avanzando hacia el castillo.

»'-¡General! ¡Entregue usted la llave, y nosotros le pondremos en salvo! -decían en aquel instante los dos oficiales carlistas a su padre de usted, apuntándole con las pistolas, al par que retrocedían ante su terrible espada-. ¡Nosotros no queremos matar a un valiente!... Hemos servido a sus órdenes... ¡Entregue usted la llave, y en paz! ¡Somos los encargados de recogerla!...'

»'-¡Tirad, cobardes! -les respondía el conde, persiguiendo, ora al uno, ora al otro, y sin poder alcanzar a ninguno-. ¡Esta llave no se apartará de mi pecho sino con la vida!'

»'-¡Luego es usted dos veces traidor, señor conde -replicó un oficial-; traidor a los suyos y a los nuestros! ¿Conque es decir que nos ha hecho usted fuego, no por equivocación, sino por perfidia?...'

»'-¡Yo no soy traidor a nadie! -respondió su padre de usted-. ¡Los traidores sois vosotros! ¡Desnudad las espadas, y venid entrambos contra mí!'

»'-¡Pues muera usted!' -repuso uno de los oficiales, disparándole dos tiros a un mismo tiempo.

»El general cayó de rodillas, pero sin soltar la espada.

»'-¡Ríndase usted! -le dijo el otro oficial- ¡Usted explicará su conducta, y nuestro Rey lo indultará!'

»'-¡Acaba de matarme, perro, o acércate a mí con la espada en la mano!' -respondió el conde, poniéndose en pie mediante un esfuerzo prodigioso.

»'-¡Ah! ¡No lo matéis!...' -cuentan los oficiales que gritó en esto una voz de mujer, allá en los altos balcones de la Jefatura.

»Pero también dicen que, aunque alzaron la vista, no descubrieron a nadie en aquellos balcones. Quienquiera que hubiese gritado, había huido...

»'-¡Batíos, cobardes!' -proseguía el general, conociendo que se le acababa el aliento.

»'-¡Toma..., ya que te empeñas en morir!' -dijo el segundo oficial.

»Y disparó a tres pasos sobre el conde de la Umbría, hiriéndole en mitad del corazón.

»'-¡Así!' -dijo su padre de usted.

»Y cayó muerto.

»Los dos oficiales registraron enseguida el cadáver, apoderándose de la llave de la poterna, y corrieron a incorporarse a su gente, exclamando:

»'-¡Adelante, hijos! ¡Aquí está la llave! ¡El castillo es nuestro!'

»Pero el infame jefe político no se dormía entretanto, sino que ya ponía por obra la digna farsa que le valió el título de marqués de la Fidelidad.

»Sólo con atrancar sólidamente la poterna, como mandó atrancarla desde luego, el castillo era inexpugnable..., a lo menos para ochocientos hombres de infantería... Por consiguiente, toda la defensa que dirigió aquella noche, y que tanto elogiaron algunas personas pagadas por él, se redujo a estarse metido en una torre, mientras las tropas disparaban algunos tiros a los carlistas que se acercaban a la poterna.

»No tardaron éstos en conocer que aquel portillo estaba atrancado y más defendido que ningún otro, por lo mismo que ellos poseían su llave, y, después de perder algunos hombres en infructuosas tentativas, se retiraron a su campamento, llevando como único trofeo el cadáver del general, que tan caro les había costado...

»En cambio, el jefe político había tenido suerte en todo. Doña Beatriz, enterada, por una frase que Gutiérrez pudo decirle antes de marchar, de que su marido estaba en el secreto de cuanto había pasado entre el general y ella, y sabedora además de que su idolatrado amante había perdido vida y honra por su causa, se suicidó aquella misma noche, durante el tiroteo entre liberales y carlistas, disparándose un pistoletazo sobre el corazón...

»Así lo referían a la mañana siguiente dos criados, que acudieron al tiro y vieron el arma, humeante todavía, en manos de la desgraciada... Pero después el jefe político lo arregló todo de forma que resultase que una bala carlista lo había dejado viudo, con lo cual echó un nuevo velo sobre las para él deshonrosas causas de aquel suicidio, y se captó más y más la generosa compasión y productiva gratitud de sus conciudadanos, representados por el Gobierno y por las Cortes...

»No quedaron menos desfigurados los demás trágicos sucesos de aquella noche. Con las versiones contradictorias que corrieron en el campo carlista y con las especies que cundió mañosamente el jefe político formóse una falsa historia oficial, reducida a que el conde de la Umbría vendió efectivamente la plaza y tomó el dinero, y a que los carlistas, creyéndose engañados al ver que se defendía la guarnición, dieron muerte al general y a Gutiérrez, y recobraron los veinticinco mil duros.

»Negaban los facciosos este último extremo; pero como los dos coroneles murieron, el uno en el acto y el otro a las pocas horas, sin poder articular palabra, no pudo averiguarse nada sobre Gutiérrez.

»En cuanto a los dos oficiales, avergonzados del pavor que les causó hasta el último instante el intrépido conde de la Umbría, guardáronse muy bien de contar las nobles y animosas palabras que le oyeron, y que tal vez hubieran evitado la nota de infamia que manchó su sepulcro...

»Finalmente: Gutiérrez desapareció de España, sin que se haya vuelto a saber de él, y, por tanto, no ha habido manera hasta ahora de contradecir lo que los periódicos, el Gobierno, las Cortes y todo el mundo dijeron en desdoro de su padre de usted y en honra y gloria del jefe político -el cual es hoy marqués, grande de España, senador del Reino, candidato al Ministerio de Hacienda y uno de los hombres más ricos de Madrid...-; esto último por haberse casado en segundas nupcias con una vieja que le llevó muchos millones y que le dejó por heredero...

»Conque ya sabe usted la historia de la muerte del conde de la Umbría. ¡Figúrese usted ahora el partido que podemos sacar de ella!»



Parte V .Tercera versión. Proyecto de contrato. El padre Manrique enciende la luz[editar]

-Terminado que hubo de hablar el desconocido -continuó Fabián-, salí yo de la especie de inanición y somnolencia en que me habían abismado tan espantosas revelaciones... Más de una vez, durante aquel relato, me había arrancado dulcísimas lágrimas la trágica figura de mi padre, que por primera vez aparecía ante mis ojos despojado de su hopa de ignominia... y digno de mi piedad filial y de mi respeto... Otras veces había llorado de ira y ardido en sed de venganza al considerar la infame conducta del llamado marqués de la Fidelidad. Otras había temblado al ver morir a doña Beatriz de Haro y a los dos coroneles por culpa de aquellos terribles amores, que me recordaban juntamente la desgraciada estrella de mi adorada madre... Y, como resumen de tan profundas emociones, experimentaba una feroz alegría, que encerraba mucho de egoísmo... ¡Ya podía ser soberbio! ¡Ya podía levantar la frente al par de todos los nacidos! ¡Ya tenía nombre; ya tenía honra; ya tenía padre!... ¿Qué me importaba todo lo demás?

Sin embargo, pronto se despertaron nuevas inquietudes en mi espíritu. ¿Quién era aquel hombre, revelador de tan importante secreto? ¿Quién me respondía de que su relato fuera verdad? Y, aunque lo fuera, ¿cómo probarlo a los ojos del mundo? ¿Cómo separar la historia militar y política de mi padre, tan pura y tan luciente, de aquel oscuro drama que había costado la vida a doña Beatriz? ¿Cómo justificar al conde de la Umbría en lo tocante a la patria, sin denunciarlo en lo tocante a la familia, sin revelar aquel doble adulterio que no dejaría de hacerlo odioso al público y a los jueces, y sin deshonrar las cenizas de la triste mujer que se suicidó por su culpa?...

El desconocido, adivinando mis reflexiones, las interrumpió con este desenfadado epílogo:

«-No cavile más el señor... Todo lo tengo arreglado convenientemente, en la previsión de los nobles escrúpulos con que lucha en este momento. ¡Yo soy un hombre práctico! Su padre de usted será rehabilitado, sin que salga a relucir la verdadera causa de su muerte...»

-Pues, entonces, ¿cómo?...

«-¡Verá usted! Los dos oficiales carlistas que lo mataron para quitarle la llave, entraron luego en el Convenio de Vergara, son hoy brigadieres y viven en Madrid...»

-¡Yo los mataré a ellos hoy mismo! -exclamé-. ¡Dígame usted sus nombres!...

«-Se los diré a usted; pero será para que les dé las gracias. Aquellos bravos militares, que no hicieron más que cumplir con su deber, se hallan dispuestos a declarar la verdad...; esto es, a decir bajo juramento que, mientras ellos se batían con el general Fernández de Lara, le oyeron gritar muchas veces: «¡Traición! ¡A las armas! ¡Atrancad la poterna! ¡Viva Isabel II!» Cuento además con algunos sujetos que eran entonces soldados de la Reina, y con otros que eran facciosos, todos los cuales tomaron parte en aquel tiroteo, y declararán... al tenor de lo que yo les diga... ¡Con el dinero se arregla todo! Por último, el mismo Gutiérrez atestiguará...»

-¡Gutiérrez! -prorrumpí, herido de una repentina sospecha-. ¡Conque Gutiérrez vive! ¡Entonces ya sé quién es usted!... ¡Usted es Gutiérrez!

Y contemplé a aquel hombre con el horror que podrá usted imaginarse.

El desconocido me miró tristemente; sacó unos papeles del bolsillo y prosiguió de esta manera:

«-Aquí tiene usted una partida de sepelio, de la cual resulta que Gutiérrez falleció hace un año en Buenos Aires. Y aquí traigo además una carta suya, escrita la víspera de su muerte, y dirigida al hijo del conde de la Umbría, en la que se acusa de haber sido el único causante del triste fin e inmerecido deshonor póstumo de tan digno soldado. Esta carta, dictada por los remordimientos, será la piedra fundamental de la información que abrirá el Senado. Gutiérrez oculta en ella todo lo concerniente al jefe político y a su esposa, a fin de que la defensa del general no vaya acompañada de escandalosas revelaciones que le enajenen al hombre las simpatías del público y de la Cámara. Así es que se limita a decir que, sabedor, como jefe de policía, de que el general salía del castillo algunas noches por la poterna, disfrazado y solo, pues no se fiaba de nadie, a observar si el enemigo intentaba alguna sorpresa, excogitó aquella diabólica trama para estafar, como estafó, a los carlistas en la cantidad de veinticinco mil duros; añade que vio a su honrado padre de usted morir como un héroe; indica los testigos que pueden declararlo todo, y concluye pidiéndole a usted perdón... ¡a fin de que Dios pueda perdonarlo a él! Por cierto que Gutiérrez lloraba al escribir estas últimas frases...»

-Yo lo perdono... -respondí solemnemente-. Yo lo perdono..., y le agradezco el bien que me hace ahora. Además, él no procedió contra mi padre por odio ni con libertad de acción... Lo que hizo..., lo hizo por salvarse a sí propio y por codicia de una gran suma de dinero... ¡Perdonado está aquel miserable!

El desconocido se puso, no digo pálido, sino de color de tierra, en tanto que yo pronunciaba estas palabras..., hasta que, por último, cayó de rodillas ante mí y murmuró con sordo acento:

«-¡Gracias, señor conde!... ¡Gracias! Yo soy Gutiérrez.»

Renuncio a describir a usted la escena que se siguió. Más de una hora pasé sin poder avenirme a hablar ni a mirar a aquel hombre que se arrastraba a mis pies justificándose a su manera, recordándome que ya lo había perdonado, y ofreciéndome rehabilitar a mi padre en el término de ocho días...

Esta última idea acabó por sobreponerse en mí a todas las demás, y entonces... ¡sólo entonces! le dije a Gutiérrez sin mirarlo:

-Por veinticinco mil duros causó usted la muerte y la deshonra de mi padre... ¿Cuánto dinero me pide usted ahora por su rehabilitación?

«-A usted ninguno, señor conde, si no quiere dármelo -respondió Gutiérrez, levantándose y yendo a ponerse detrás de mi butaca para librarme de su presencia-. Soy pobre...; ¡he perdido al juego aquella cantidad!...; tengo familia en América..., pero a usted no le intereso nada (sino aquello que sea su voluntad), por devolverle, como le voy a devolver, o le devolverá el Senado, el título de Conde y la secuestrada hacienda de su señor padre..., caudal que, dicho sea entre nosotros, asciende a más de ocho millones.»

-Pues ¿quién podrá pagarle a usted estos nuevos oficios, caso que yo me resista a ello?...

«-En primer lugar, usted no se resistirá de manera alguna, cuando sea poseedor, gracias a mí, de un caudal tan enorme... ¡Yo le conozco a usted... y para ello no hay más que mirarlo a la cara! En segundo lugar, yo me daría siempre por muy recompensado con su perdón de usted y con verme libre de unos remordimientos que..., la verdad..., me molestan mucho desde que me casé y tuve hijos... ¿Usted se asombra? ¡Ah, señor conde!, yo no soy bueno..., pero tampoco soy una fiera..., y ¡bien sabe Dios que siempre tuve afición a su padre de usted y a doña Beatriz! Por último: a falta de otra recompensa... (vea usted si soy franco), cuento ya con hacerle pagar cara mi vuelta a Europa al verdadero infame..., al verdadero Judas...»

-¿A quién?

«-¡Al autor de todo!... ¡Al marqués de la Fidelidad! ¡Quince mil duros le va a costar mi reaparición!»

-¡Eso no lo espere usted! ¡Al marqués de la Fidelidad lo habré yo matado mañana a estas horas!

«-Confío en que el señor conde no hará tampoco semejante locura -replicó Gutiérrez-, pues equivaldría a imposibilitar la rehabilitación del general Fernández de Lara. ¡Sólo el ilustre senador, marqués de la Fidelidad, puede conseguirla; sólo él, candidato para el Ministerio de Hacienda, tiene autoridad e influencia bastantes a conseguir que las Cortes deroguen las leyes y decretos que se fulminaron contra el supuesto reo de alta traición!...»

-¡Pero es que el marqués de la Fidelidad -añadí yo- no se prestará a defender a mi padre, al amante de su esposa!...

«-¡Precisamente porque su padre de usted fue amante de su esposa se aprestará a defenderlo, o, más bien dicho, está ya decidido a realizarlo!...»

-No veo la razón...

«-Nada más sencillo. Antes de venir acá he tenido con él varias entrevistas, y habládole... como yo sé hablar con los malhechores. Resultado: el marqués se compromete a declarar en favor del conde de la Umbría; a decir en pleno Senado que, en efecto, aquella noche creyó reconocer su voz que gritaba: «¡Traición!...» «¡Atrancad la poterna!»; a interponer su valimiento con el presidente del Consejo de Ministros para ganar la votación, y a darme a mí además quince mil duros: todo ello con tal de que yo no publique, como lo haría en otro caso, aun a costa de mi sangre, su propia ignominia; esto es, los amores de su difunta mujer con el general Fernández de Lara, la insigne cobardía con que rehuyó pedirle a éste cuenta de su honra, la aleve misión que me confió de ir en busca de los carlistas, la ridícula farsa de la defensa del castillo, la heroica muerte de su padre de usted, consecuencia de aquellas infamias, el suicidio de doña Beatriz de Haro, y, en fin, tantas y tantas indignidades como dieron origen al irrisorio marquesado de la Fidelidad. Tengo testigos de todo y para todo, principiando por aquellos criados que presenciaron la muerte de doña Beatriz... Ya ve usted que no he perdido el tiempo durante los cuatro meses que llevo en España. Además, hele dicho al marqués que el hijo del conde de la Umbría existe (bien que ocultándole que usted lo sea), y le he amenazado con que, si se niega a complacernos, tendrá que habérselas con una espada no menos temible que la de aquel ilustre prócer, ¡con la espada del heredero de su valor y de sus agravios!.. ¡No dude usted, pues, de que el antiguo jefe político dirá desde la tribuna todo lo que yo quiera!... ¡Tanto más, cuanto que él me conoce y sabe que no adelantaría nada con descubrir mi nombre y entregarme a la justicia! ¡Yo camino siempre sobre seguro!»

-¡Está bien! ¡Concluyamos! -exclamé, por último, con febril impaciencia, fatigado de la lógica, del estilo y de la compañía de aquel hombre siniestro, a quien me ligaba la desventura-. ¿Qué tengo yo que hacer?

«-¿Usted? ¡Casi nada! -respondió Gutiérrez; alargándole un pliego por encima del respaldo de la butaca-. Firmar esta petición y remitirla al Senado. El marqués de la Fidelidad la apoyará cuando se dé cuenta de ella; se abrirá una información parlamentaria; usted presentará entonces los documentos del difunto Gutiérrez y los testigos que yo le iré indicando, y punto concluido... Nuestro marqués hará el resto.»

-Pues deje usted ahí ese papel, y vuelva mañana... -repuse con mayor fatiga.

«-Es decir, que... ¿acepta usted?»

-¡Le repito a usted que vuelva mañana!... Necesito reflexionar... Estoy malo... Tengo fiebre... ¡Suplico a usted que se marche!

Así dije, y arrojé al suelo la llave del cuarto.

Gutiérrez la recogió sin hablar palabra; abrió la puerta y desapareció andando de puntillas.

Yo permanecí sumergido en la butaca, hasta que las sombras de la noche me advirtieron que hacía seis horas que me hallaba allí solo, entregado, más bien que a reflexiones, al delirio de la calentura. Estaba realmente enfermo...

Y, sin embargo, ¿qué era aquel conflicto comparado con la tribulación que hoy me envuelve? Entonces, bien que mal, orillé prontamente y sin grandes dificultades aquel primer abismo que se abrió ante mi conciencia... Pero hoy, ¿cómo salir de la profunda sima en que he caído? ¿Cómo salvarme si usted no me salva?

-No involucremos las cosas... -prorrumpió el padre Manrique al llegar a este punto-. Lo urgente ahora es saber cómo orilló su conciencia de usted (lo de orillar me ha caído en gracia) el mencionado primer abismo.

No debió comprender Fabián la intención de aquellas palabras, pues que replicó sencillamente:

-¡No me negará usted que la proposición de Gutiérrez merecía pensarse, ni menos extrañará el que me repugnara tratar con aquel hombre!... ¡Ah! Mi situación era espantosa, dificilísima...

El jesuita respondió:

-Espantosa... sigue siéndolo. Difícil... no lo era en modo alguno.

-¿Qué quiere usted decir, padre mío?

-Más adelante me comprenderá usted... Pero observo que se nos ha hecho de noche y que estamos a oscuras... Con licencia de usted, voy a encender una vela. ¡Ah! Los días son ahora muy cortos... Se parecen a la vida. Mas he aquí que ya tenemos luz... ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

Fabián se llevó la mano a la frente al oír esta salutación; pero luego la retiró ruborizado, como no atreviéndose a santiguarse...

El padre Manrique, que lo miraba de soslayo, sonrióse con la más exquisita gracia, y le dijo aparentando indiferencia:

-Puede usted continuar su historia, señor conde.

Fabián se santiguó entonces aceleradamente, y enseguida saludó al anciano con una leve inclinación de cabeza.

Reinó un majestuoso silencio.

-Muchas gracias... -exclamó al cabo de él el padre Manrique-. Es usted muy fino..., muy atento...

-¿Por qué lo dice usted? -tartamudeó el joven.

-Por la cortesía y el respeto de que me ha dado muestras, santiguándose contra su voluntad... Ciertamente, yo habría preferido verle a usted saludar con alma y vida, en esta solemne hora, a Aquel que dio luz al mundo y derramó su sangre por nosotros... Pero, en fin, ¡algo es algo! ¡Cuando usted ha repetido mi acción no le parecerá del todo mala..., y hasta podrá ser que, con el tiempo, rinda homenaje espontáneamente a nuestro divino Jesús! ¡Le debe tanto bien el género humano!

-¡Padre! -exclamó el conde, poniéndose encarnado hasta los ojos e irguiéndose con arrogancia-. Al entrar aquí le dije ingenuamente...

-¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! -interrumpió el jesuita-. Usted no es religioso... No hablemos más de eso... No tiene usted que incomodarse... ¡Mi ánimo no ha sido, ni será nunca, violentar la conciencia de usted!...

-Yo amo y reverencio la moral de Jesucristo... -continuó Fabián-. Pero sería hipócrita, sería un impostor, si dijese...

-¡Nada! ¡Nada, joven!... ¡Como usted guste!... -insistió el anciano, atajándole otra vez la palabra con expresivos ademanes-. Todavía no es tiempo de volver a hablar de esas cosas... Continúe usted... Estábamos en el primer abismo. Veamos cómo logró usted orillarlo.

Fabián bajó la cabeza humildemente, y al cabo de un rato prosiguió hablando así: