El escándalo :VI

De Wikisource, la biblioteca libre.
​El escándalo
Libro VI - La verdad sospechosa​
 de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. La puerta del Purgatorio[editar]

No tengo para qué analizar la anterior escena. ¡Tristísimos sucesos van a servirle ahora mismo de comentario!

Pasó aquella semana sin ningún accidente digno de mención. Los primeros días me preocupó algo el recuerdo de mi altercado con Gregoria; pero después, descansando en mis benévolas intenciones y en la seguridad del cariño de Diego; lisonjeadas mis esperanzas por la ternura paternal que seguía mostrándome don Jaime, y embelesados mi corazón y mi espíritu con la dulce idea de Gabriela y con la expectativa de nuestro próximo casamiento, me desimpresioné de aquella pueril complicación, muy confiado en que no tendría ulteriores consecuencias.

Con esto, y con los muchos y muy agradables quehaceres a que estaba entregado a todas horas, descuidé excesivamente al amargo matrimonio que tantos disgustos iba causándome, y llegó y pasó el otro domingo sin que se me ocurriese enviar a preguntar si había regresado Diego, o más bien dando por supuesto que no había regresado todavía cuando ni me avisaba ni iba a verme.

Las agradables ocupaciones de que he hecho mérito eran todas muy del gusto de don Jaime, pues que le demostraban el rumbo grave y formal que había yo dado a mi antes borrascosa vida. Acababa de vacar el distrito (muy próximo a Madrid) en que radicaban mis mejores bienes, y, con tal motivo, mi administrador y el padre de Gabriela me decidieron a presentarme candidato a la diputación a Cortes. Apoyábame el Gobierno, tan pagado de los servicios diplomáticos que acababa de prestarle en Inglaterra, como deseoso de honrar más y más en mi persona la rehabilitada memoria de mi padre, cuya heroica muerte (según que Gutiérrez y yo la habíamos descrito) seguía siendo muy celebrada en la prensa y en la tribuna; y, por resultas de todo esto, mi casa estaba llena a todas horas de electores influyentes, de personajes políticos que deseaban afiliarme en su bando, de periodistas que ansiaban escribir mi biografía, de poetas que me dedicaban odas, de pretendientes que me pedían destinos y de antiguos camaradas que me pedían dinero.

Veíame, además, invitado a banquetes y saraos por personas de verdadera importancia, que en otro tiempo habían rehuido mi sociedad (damas virtuosas de la nobleza, generales que habían conocido a mi padre, ministros, embajadores, etc.); invitaciones a que yo no dejaba de acudir, para que cada vez fueran más notorias mi reconciliación con la sociedad y mi buena conducta. Agregue usted, por último, los preparativos que hacía yo en mi casa a fin de recibir dignamente a Gabriela (pues ya sólo faltaban dos semanas para nuestro casamiento), y comprenderá que aún dejase pasar días y días, diciéndome a cada instante: «¿Qué será de Diego?»; preguntando a mis criados, siempre que volvía a casa, si mi amigo había estado allí, extrañando que no hubiera parecido ni mandádome recado; no allanándome de modo alguno a creer que estaba en Madrid y que no iba a verme porque Gregoria hubiese logrado indisponerlo conmigo; queriendo persuadirme de que seguía ausente; formando continuos propósitos de mandar a averiguar lo cierto, de escribirle, de llamarlo, de acecharlo en la calle..., y no haciendo, sin embargo, ninguna de estas cosas. ¡Dijérase que una pereza, hija tal vez de la perplejidad, o una perplejidad que tenía mucho de presentimiento, me hacía diferir la explicación de aquel enigma!

Ahora, lo que en modo alguno se me ocurría, ni podía ocurrírseme, era ir a llamar yo mismo a casa de Diego sin antes saber que había regresado y estaba dentro de ella. ¡Me espantaba la idea de volver a encontrarme a solas con Gregoria!

Vime en esto obligado a ir por tres días al que ya denominaba mi distrito, y dos horas antes de la marcha, esto es, a las siete de la noche, me resolví al fin a mandar a mi administrador a casa de Diego con una carta, que decía de esta manera:

«A Diego, o a Gregoria:

»Diego: si estás en Madrid, ven inmediatamente.

»Si no puedes por estar malo, dímelo, y, aunque sin tiempo para nada, iré yo a verte un momento, pues me marcho ahora mismo a mi distrito (!!!), donde permaneceré dos o tres días.

»Gregoria: si no está Diego en Madrid, dígame usted por qué no ha vuelto, qué le pasa, cuándo viene...; ¡en fin, algo que calme mi inquietud!

»Muy ocupado, pero siempre vuestro,

FABIÁN.»

De vuelta el administrador, me dijo:

-Después de llamar muchas veces en casa de su amigo de usted, sin que me respondiesen, abrió al fin la criada el ventanillo y me preguntó: «¿Quién es usted?» «Vengo -le respondí- de parte del señor conde de la Umbría con una carta para don Diego Diego o para su señora, caso de que don Diego no esté en Madrid.» Retiróse la criada sin contestar, y volvió al cabo de un largo rato. «Los señores -me dijo- están durmiendo, y no puedo pasarles carta ni recado alguno.» «Pero ¿están buenos?» -interrogué-. «¡No sé!» -contestó la fámula desabridamente cerrando el ventanillo. Y aquí me tiene usted con la carta..., que no me he atrevido a echar por debajo de la puerta.

Esta relación me llenó al pronto de dolor y espanto, como si mi leal corazón presintiera de un modo informe todo lo que hoy me pasa... «¡Perdí a Diego para siempre! -me dije-: Gregoria ha triunfado.» Pero mi espíritu se sublevó todavía contra la idea de que Diego pudiese dejar de quererme de la noche a la mañana, por mucho que la pérfida Gregoria le predicase en mi daño, y considerando gratuito aquel mi primer recelo, me fijé en este otro, relativamente consolador:

«-Diego está ofendido de que yo no haya ido a verle o a preguntar por él desde que se cumplió el famoso plazo de los dos domingos... Gregoria, por su parte, se habrá complacido en agravar mi conducta, diciéndole que soy ingrato; que los desprecio a él y a ella desde que me veo feliz y agasajado por el mundo, y que ellos deben pagarme el desdén con el desdén. ¡Quién sabe si hasta le habrá dicho todo lo que ocurrió la otra tarde!... Pero, no... De esto no le conviene hablar... ¡Ah! ¡Pobre Diego! ¡Yo lo desenojaré a mi vuelta! ¡Todos sus enfados provienen de hipocondria y de exceso de cariño!... Su mismo proceder de esta noche se explica por la rudeza de su carácter y de su educación, y sobre todo por la costumbre que tiene de tratarme como a un niño de ocho años.»

Pensé entonces dejarle escrita una carta de broma, aunque llena de ternura, que lo amansase hasta mi vuelta; pero me hallaba rodeado de electores; faltaban pocos instantes para la salida del tren, y, mal de mi grado, tuve que partir sin escribirle...

-¡Yo regresaré, mi señora doña Gregoria! -exclamé, al encaminarme a la estación-. ¡Yo regresaré, y mediremos nuestras fuerzas!... ¡Veremos si es tan fácil como usted se imagina privarme del afecto y la confianza de mi único amigo, de mi defensor de siempre, de mi fiador para con Gabriela, y precisamente en las vísperas de mis bodas!

A pesar de tales reflexiones y propósitos, y de lo muy abrumado que, durante los tres días que duró mi ausencia, me vi de recepciones en triunfo, visitas, memoriales, comilonas, serenatas, juntas, exámenes, Te Deum, inauguraciones y demás incumbencias propias de un candidato ministerial que recorre por primera vez los pueblos de su distrito, no logré desechar la inquietud secreta con que emprendí aquel viaje: antes bien fue creciendo hasta ser mi única preocupación e inspirarme al cabo la más viva impaciencia por regresar a Madrid, por hablar con Diego, por atajar los estragos que Gregoria estaría haciendo en nuestra amistad.

Tan luego, pues, como regresé a la corte (o sea en la noche de ayer), sin darme un momento de reposo después de dos días de no dormir ni descansar, y sin detenerme siquiera en mi casa a cambiar de traje, me encaminé a la de mi amigo, con el alma llena de lealtad y de ternura, y decidido a jugar el todo por el todo.

-¿Está don Diego Diego? -pregunté abajo, en la portería.

-Sí, señor -me dijeron-. Acaba de entrar.

Serían las ocho de la noche.

Subí la escalera aceleradamente, y pronto me vi delante de aquella fatídica puerta por donde había entrado ya tres veces rebosando cariño y confianza, y por la cual había salido las tres con el espíritu angustiado. ¡Y, sin embargo, aquélla era la única puerta a que había llamado yo en Madrid con nobles y honestas intenciones! ¡Allí vivía el único matrimonio que para mí había sido inviolable y sagrado; el único hombre a quien por nada del mundo hubiera yo engañado ni ofendido; la única mujer que no lo era para mis ojos, y a la cual habría respetado como a mi propia madre, aunque la Naturaleza le otorgase la hermosura de Venus y todos los encantos de Armida!

Afligíme al pensar en aquella injusticia de mi suerte, y, refrenando a duras penas las lágrimas, procuré sosegarme y llamé.

De igual manera que cuando mi administrador fue con la carta, tardaron mucho en acudir a ver quién había llamado; pero, entretanto, oí pasos que iban y venían, algún cuchicheo, ruido de puertas que se abrían o se cerraban, y la voz de Diego, que de vez en cuando lanzaba una especie de sofocado rugido.

«-¡Déjame!» «¡Basta!» «¡Que me dejes!» -fueron las palabras suyas que logré percibir.

-El león tiene la cuartana... -pensé yo, con más lástima que susto-. ¡Pobre Diego! Esa mujer le va a abreviar la vida...

Abrieron en esto el ventanillo, y, al través de su celada de metal, vi relucir como dos ascuas...

-¡Soy yo!... -pronuncié, creyendo reconocer los ojos de Diego.

El ventanillo se volvió a cerrar.

Sonaron nuevos pasos, puertas y cuchicheos, y al cabo distinguí la voz de Gregoria que murmuraba sordamente:

-¡Francisca..., no abras! Di que nos hemos acostado...

-¡Ah, pérfida! -murmuré para mí.

Y, tirando otra vez de la campanilla, exclamé a todo trance y en voz muy alta:

-¡Diego!, ¡abre! Ya sé que estáis levantados... Os estoy oyendo... Soy yo... ¡Fabián Conde!

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando la puerta se abrió de pronto, y Diego apareció delante de mí con el sombrero puesto y embozado en la capa.

A nadie más se veía en el recibimiento.

-No escandalices la vecindad... -dijo severamente y sin mirarme-. ¿A qué vienen esos gritos? ¡Ya sabemos que eres Fabián Conde!... ¿Quién sino él se atrevería a llamar así a la puerta de mi casa? Vamos, vamos a la calle...

Y, hablando de este modo, cerró tras sí la puerta y echó a andar por la escalera abajo.

Sufrí con paciencia aquellos insultos, y hasta me alegré del giro que tomaba el negocio. Diego y yo podíamos entendernos mejor en la calle, a solas, que en su casa, delante de su mujer. Y, por lo demás, ¡estaba yo tan seguro de desenojarlo! ¡Lo había visto tantas veces pedirme perdón y abrazarme llorando después de furores y de injusticias por aquel estilo! ¡Tenía tal fe mi cariño en el suyo!

Lo seguí, pues, sin hablar palabra, hasta que, llegados a la calle, le dije:

-Si te parece, iremos a mi casa. Está lloviendo...

-¡Tú no tienes casa, ni la tendrás nunca! -me respondió atrozmente-. Iremos a aquel café, con honores de taberna, donde solíamos codearnos en otro tiempo con los ladrones y los asesinos.

Parte II. El fruto del escándalo[editar]

El Café de Daoiz y Velarde, a que se refería Diego, estaba situado en el barrio de Avapiés; y, con efecto, durante nuestra época de extravagancia y misantropía fuimos allí algunas noches a estudiar filosóficamente el rostro y las costumbres de los malhechores de oficio, como íbamos luego a los hospitales a estudiar los cadáveres de sus víctimas.

-Vamos al Café de Daoiz y Velarde... -respondí, pues, amabilísimamente-. Tendré mucho gusto en recordar allí nuestra vida de hace dos años...

-¡Nunca debimos ir a otra parte! -replicó Diego con terrible ironía-. Aquél era el centro natural de los cómplices de Gutiérrez.

-¡Diego! ¡Por Dios!... -exclamé, sin poder dominarme-. ¡Ve lo que dices!

-Esto no es más que empezar... -respondió el infortunado con la más espantosa calma y mirándome por primera vez.

-Diego, ¿qué te he hecho yo? ¿Qué tienes? ¿Estás malo? -prorrumpí, colocándome delante de él y obligándolo a pararse.

Diego se subió el embozo de la capa hasta cubrirse todo el rostro, pero no sin dejarme ver primero la espantosa descomposición de sus facciones, su calenturienta mirada, su diabólica sonrisa.

-¡Vamos..., vamos adelante! -exclamó al mismo tiempo, apartándome con un brusco empellón y siguiendo su interrumpida marcha.

-¡Dios mío! -pensé-. ¿Si estará loco?

Diego adivinó mi pensamiento; y antes de que yo hubiera vuelto a echar a andar en pos de él, retrocedió hacia mí, desembozóse tranquilamente, y me dijo:

-No creas que estoy loco... ¡Lo he estado hasta ahora, desde el funesto día en que te conocí! Renuncia, pues, a ese pretexto para no seguirme, si, como no dudo, tienes miedo...

-¡Miedo yo! ¿De quién ni por qué?

-Miedo de mí, y miedo de tu propia conciencia. ¡Ah, mentecato!... ¡Tú mismo te has metido en la boca del lobo! ¡Verdad es que, de todas suertes, yo te hubiera buscado pasado mañana!... ¡Me faltaban dos días para ultimar tu proceso!

-¿Qué proceso? ¡Mira, Diego, que me estás matando! ¡Mira que no puedo más!... ¡Sólo a ti te aguantaría yo estas atrocidades, a que, por desdicha, me tienes acostumbrado! ¿Cuál es mi crimen? ¿No haberte visitado en ocho días? ¿Ser más dichoso que tú? ¿Deberte la felicidad? ¿Quererte con todo mi corazón?

-Sígueme..., sígueme... -fue su única respuesta volviendo a echar a andar con arrogancia.

Pero me pareció descubrir en su voz un asomo de enternecimiento y de cariño.

Lo seguí, y pronto llegamos al café.

La única sala que constituye aquel inmundo establecimiento estaba casi llena de hombres y mujeres de mala traza y peor vivir. En todas las mesas había vino o aguardiente. La atmósfera, enrarecida, pestilente y cargada de humo, apenas era respirable.

Nuestra presencia suspendió un momento los gritos, las reyertas y los chabacanos cantares de los concurrentes, que nos miraron como mirarán las arañas a las moscas que caen en sus redes.

Diego penetró hasta lo último de aquel antro, y como hubiese allí una mesilla desocupada, sentóse al otro lado de ella, dando la cara al público, con el aire de temeridad y desafío que le era habitual.

Yo me senté en frente de él, de espaldas a la concurrencia.

-¡Habla! -me dijo entonces el esposo de Gregoria-. ¿A qué ibas esta noche a casa de tu juez? ¿Ibas a darme dinero, como a Gutiérrez, para que ocultase al mundo tus infamias, o a engañarme con pérfidos discursos, como engañaste a Matilde, y luego a Gabriela, y hoy a don Jaime de la Guardia, y siempre a todo el que te ha tendido la mano? Habla, Fabián Conde: Diego el Expósito te escucha.

Estas horribles frases cayeron sobre mi cabeza como plomo derretido; pero temblaba de tal suerte aquel infeliz al tiempo de proferirlas, y daba muestras de padecer tanto física y moralmente, que aún hice un esfuerzo extraordinario y exclamé con afectuosa mansedumbre:

-¡Diego! Te juro por la memoria de mi madre que, si no he ido a verte desde que volviste a Madrid, no ha sido por falta de cariño...

-¡Ya lo sé..., señor conde!

-¡No lo sabes! -le interrumpí-. Tu crees que soy ingrato contigo, que la proximidad de mi enlace con Gabriela, las atenciones y obsequios que me prodiga hoy el mundo, la buena acogida que yo merezco a las familias honradas, la protección del Gobierno, el favor de mis conciudadanos, mi esperanza de ser diputado a Cortes, mi riqueza, que cada día va en aumento, la compañía y el aprecio de don Jaime...; en fin, tantas venturas y prosperidades como hoy me rodean, me han hecho olvidar que a ti te lo debo todo; y que tú has sido mi único amigo en los tiempos de desgracia; que, por defenderme, te hirieron en un desafío; que me salvaste la vida en una enfermedad; que me hiciste recobrar a Gabriela, y que has sido mi generoso fiador a sus ojos y a los de sus padres... ¡Cómo te equivocas, Diego!... Yo te quiero más que nunca; yo te daría mi propia felicidad a ser posible; yo no seré realmente dichoso mientras tú no estés bueno y contento...

-¡Silba, serpiente, silba! -dijo el infortunado, riéndose con amargura-. ¡Reconozco tu aciaga elocuencia!... Pero no esperes volver a engañarme...

-¡Engañarte!... ¿Para qué?

-Para que no te arranque la máscara que llevas hace un año... Para que siga siendo tu fiador y defensor ante el mundo...

-¡Vuelta a la misma! -respondí sentidamente-. Abusas mucho, mi querido Diego, del privilegio que te tengo otorgado de reprenderme y hasta de injuriarme cuando estás de mal humor... Dejémonos de dramas, y vamos al caso.

-¡Es que el caso puede ser tragedia!... -replicó él con acento lúgubre-. ¿Olvidas, por ventura, que yo sé que si eres conde, si eres rico, si puedes pronunciar tu apellido desde hace algunos meses, es en virtud de documentos apócrifos, de testigos falsos, de haber supuesto la muerte de Gutiérrez, de haber desfigurado, en fin, la verdadera historia de la muerte de tu padre?

-¿Y a qué viene eso ahora? -exclamé desdeñosamente-. ¿Te has propuesto plagiar a Lázaro? ¿Qué tiene que ver aquella historia con tu enojo?

-Tiene que ver... ¡y mucho! ¿No soy yo tu fiador para con Gabriela?

-Sí que lo eres... ¿Y qué?

-¡Que estoy repasando tu vida..., y me causa horror! ¡Ah, cuánta razón tenía Lázaro aquella noche! ¡Qué asqueroso fue tu pacto con Gutiérrez!

-¡Y tú me lo dices! ¡Tú, impugnador de los discursos de Lázaro! ¡Y me lo dices hoy!...

-¡Sí!¡Yo te lo digo!... ¡Yo, que he abierto los ojos a la luz; yo, que me he arrancado la venda del insensato cariño que me hacía transigir con todas tus iniquidades; yo, que estoy arrepentido y avergonzado de mi lenidad y tolerancia para contigo; yo, que pido perdón a los hombres por haberte amparado, como te amparé varias veces, contra su justa cólera!

-¡Repórtate, Diego, y tengamos la fiesta en paz! -repuse, conteniéndome únicamente en virtud de la sorpresa y la curiosidad que me causaban los discursos de mi antiguo cómplice-. ¿Qué te he hecho para que de pronto me prives de tu acostumbrada indulgencia, y me juzgues con esa severidad intempestiva? ¿Es que te has propuesto que riñamos? ¿Es que te lo ha propuesto... otra persona?

Diego eludió la pregunta y siguió diciendo:

-¡Ni creas que es de hoy el horror que me inspiras!... ¡Aun en los tiempos en que mi amarga misantropía celebraba ferozmente tus atentados contra la sociedad (de que me dabas cuenta diaria), causábame espanto el ver la frescura con que engañabas a los pobres y a los maridos que te admitían en su hogar; la crueldad con que los deshonrabas, por muy amigos tuyos que fuesen; tu satánica maestría para seducir y perder a las pobre hijas de Eva; tu aptitud para mentir, para jurar en falso y para faltar a tus juramentos; tu impiedad, tu egoísmo, tu falta de conciencia!...

Dominé otro impulso de ira y respondí:

-¡Todo eso es verdad!... ¡Todo eso y mucho más he hecho, por desventura mía! Pero no eres tú el llamado a echármelo en cara; ¡tú, el único hombre a quien he sido fiel y leal; tú, a quien he querido y quiero todavía con toda mi alma; tú, a quien nunca he engañado, a quien jamás engañaré...; tú, en fin, que puedes insultarme impunemente, como lo estás haciendo, cuando sabes que no me faltan corazón ni brazo para aniquilar a los que me injurian!...

-¡Me amenazas!... -bramó Diego con fiereza.

-¡No, Diego; no te amenazo..., sino que todavía te pido misericordia! ¡Explícate por piedad! ¡Sepa yo por qué estás así conmigo! ¡Algo debe de ocurrir más grave de lo que yo me figuraba! El no haberte visitado en ocho días no es motivo bastante para tanto enojo... ¡Habla de una vez! ¿Qué te han dicho de mí? ¿Qué te pasa? ¿Es que estás malo? ¿Es que la calentura te hace delirar?... ¡Yo no puedo creer que sin razón ni pretexto alguno hayas principiado a odiarme! ¡Oh, sí!...: tú estás enfermo... muy enfermo... En la cara se te conoce... Pero yo te cuidaré. Anda, vamos...; ven a mi casa... Tú necesitas tomar algo..., necesitas llorar..., necesitas que yo te haga reír... ¡Diego, hermano mío, desarruga ese entrecejo! ¿No me oyes? ¡Yo soy tu Fabián! ¡Yo soy tu amigo de siempre!

-¡Silba, serpiente, silba! -replicó el mísero con supersticioso acento-. ¡Así me atrajiste para morderme en mitad del alma!

-¡No soy yo la serpiente! -prorrumpí entonces a pesar mío-. La serpiente está más cerca de ti...

-¡Cuidado con lo que hablas! -repuso él, dando tal puñetazo en la mesa que todas las conversaciones del café volvieron a cesar por un momento.

-Quiero decir -añadí bajando la voz- que no tengo yo la culpa de que me aborrezca la mujer con quien te has casado...

-¡No la nombres! -rugió como un tigre-. ¡No la nombres, que tu boca la infamaría sólo con mentarla! ¡No la nombres, o te mato aquí mismo!

La sangre se me agolpó a las sienes...; pero todavía exclamé con un resto de prudencia:

-¡Diego! ¡Por Dios! ¡Advierte que nos están mirando, que nos están oyendo... y van a creer que soy un criminal..., que soy un cobarde!...

-Y creerán lo cierto y positivo.

-¡Diego!

-Creerán lo que han de saber muy pronto; lo que todo Madrid pregonará dentro de tres días. ¿No te he dicho ya que estoy terminando tu proceso? Gutiérrez vive... Gutiérrez debe de estar en Madrid... Mañana conoceré su guarida y lo delataré a los tribunales. Pagado este tributo a la justicia, y hechas otras reparaciones que me aconseja mi buena fe, llegará el momento de matarte con mis propias manos.

Faltóme la paciencia.

-¡Nada de eso harás, loco infame! -repuse con voz sorda, pero terrible-. ¡Nada de eso harás; porque, o me pides perdón ahora mismo, reconociendo la ingratitud de que estás dando muestras, o al salir a la calle te mataré como a un perro rabioso! ¡Basta de miramientos! Yo soy yo, y tú eres tú.

-¡Ahí te aguardaba! -replicó él, serenándose como por encanto-. ¡Eso es lo que se llama hablar en razón! Queda, pues, estipulado que nos batiremos a muerte... ¡Oh! ¡Bien sabe Dios que te doy las gracias! ¡No te creía tan valeroso!... ¡Temí tener que asesinarte! Conque no hay más que hablar; todo está arreglado; puedes irte cuando gustes... Pasado mañana te enviaré mis padrinos.

-¡Oh, no! ¡Esto no puede ser! -le respondí entonces con tal explosión de afecto, que se me saltaron las lágrimas-. ¡Tu locura es contagiosa, y me ha hecho desvariar a mí también!... Pero yo me arrepiento de todo lo dicho... Yo retiro mis palabras... Yo no quiero matarte, ni que tú me mates a mí... ¡Sería horrible! ¡Sería una atrocidad! ¡Sería una verdadera sandez sin fundamento alguno! ¡Sin fundamento alguno, Diego!... Créeme... Y, si no, mírame a la cara... ¿Ves como no te atreves a mirarme? Dime tus quejas... ¿Ves como no tienes ninguna?

-No vuelvas a suponer que estoy loco... -contestó Diego sosegadamente-. Es un recurso muy gastado que empeora tu causa. Yo estoy en mi cabal juicio, y prueba de ello es que, desde que me has ofrecido batirte conmigo a muerte, he recobrado la tranquilidad y te hablo con entera calma. Iba diciéndote, o pensaba decirte, que si no te he buscado antes que tú a mí, ha sido porque necesitaba arreglar las cosas de modo que, si me tocase morir en el desafío, no te quedaras riéndote y envenenando al mundo con tus perfidias. En efecto: necesito, no sólo denunciar a la justicia los crímenes (previstos en el Código) que cometisteis Gutiérrez y tú para apoderaros de la embargada hacienda del abominable general conde de la Umbría, sino también aconsejarle a Gabriela que no se case contigo, pues que yo retiro mi fianza; advertirle a don Jaime de la Guardia que tú manchaste el honor de su familia al escarnecer las canas de su hermano el general, y decirle, en fin, al público (por medio de un comunicado que pondré en todos los periódicos) que reniego de ti y de tu amistad; que me arrepiento de haber derramado mi sangre por ti; que todas las personas honradas deben evitar tu contacto como el de un leproso, y que, para impedir que sigas infestando el mundo con tu aliento, te he retado a singular combate, seguro de que Dios me ayudará a quitarte la vida. ¡No dirás ahora que estoy loco!... Conque, adiós, hasta pasado mañana.

Aterrado quedé al oír aquel plan, en cuyo satánico artificio vi la mano de Gregoria; y, no ya dejándome llevar de la ira, sino muy fríamente, conocí que no iba a tener más remedio que matar a Diego aquella misma noche si no conseguía que recobrase el juicio o recobrar yo su cariño y su confianza. De lo contrario, Gregoria había triunfado..., y ¡adiós para mí riquezas, honra, nombre, amor, felicidad, todo! ¡Todo, principiando por Gabriela, suprema aspiración de mi alma!

Decidí, pues, no omitir medio alguno a fin de reconquistar el corazón de mi amigo, bien que para ello tuviese que destrozárselo. ¿No estaba acaso resuelto a matar o morir por remate de aquella escena? Pues ¿qué me importaba ya todo lo demás?

-¡Detente! -le dije, en virtud de estas reflexiones, cogiéndole de un brazo y obligándole a sentarse de nuevo-. ¡Todavía no hemos concluido!

Aquella acción mía, tan desapoderada y violenta, y la siniestra expresión de hostilidad que debió de leer en mi rostro, asombraron un punto a Diego, paralizándolo completamente; pero no tardó en decir, tratando de volver a levantarse:

-¡Suelte usted! ¡Nuestros padrinos hablarán pasado mañana!

Mas yo le retuve en su asiento, poniendo sobre su hombro mi mano (incontrastable a la sazón como la de un Hércules), y exclamé con mayor furia:

-¡Te digo que no te vas!

-¿Cómo que no me voy?

-¡Como que no te vas! ¡Antes tienes que vomitar todo el veneno que llevas en las entrañas!

-¡Violencias a mí! -rugió Diego con voz sorda, pugnando inútilmente por escapar a la presión de mi mano y buscando con los ojos un arma, una salida, una defensa-. ¿Piensas acaso matarme?

-¡Te mataré si no me oyes! ¡Ya estoy yo loco también, y sabes que soy más fuerte y más valiente que tú!...

-Lo que eres es más desalmado. ¡En este momento tienes cara de asesino!

-¡Atención!... Los señoritos se pelean... Los señoritos vienen a las manos... -pregonaron en esto algunas voces con grosero júbilo.

Y volvió a reinar en el café un silencio burlón, irrespetuoso, agresivo...

Nosotros callamos también, y yo retiré mi mano del hombro de Diego, diciéndole en voz baja:

-Mira a lo que estás dando lugar... ¡Esto es una vergüenza!

Diego se echó a reír con bárbara arrogancia: cruzó los brazos, y miró al público en actitud de provocación y apóstrofe.

-¡Dejadlos!... ¡Están borrachos! ¡Allá ellos! -dijeron con desdén varias mujerzuelas.

Sonaron, pues, algunas carcajadas y silbidos, y muy luego se tornó en cada mesa a la suspendida conversación o a los interrumpidos cantos.

-No he traído armas... -díjome entonces Diego, posando en mí una mirada serena, llena de dignidad y de valentía-. Puedes, por consiguiente, asesinarme a mansalva en el momento que gustes.

-¿Conque es decir -exclamé yo mirándolo de hito en hito- que esto no tiene remedio?

-¡Ninguno, sino batirte a muerte conmigo pasado mañana, o asesinarme esta noche... e ir de resultas a presidio o al cadalso!... Digo esto último, porque en mi casa saben que salí contigo, y, a mayor abundamiento, toda la gentuza que nos rodea se ha enterado ya de nuestra pugna y dará tus señas a la justicia.

Irritóme más y más aquella calma, y dije:

-¡No intentes asustarme, Diego!... ¡Te digo que estoy resuelto a todo antes que verme en la situación a que me quieren llevar tu locuras y la perfidia de aquella mujer!...

-¡Calla!... ¡No la nombres!

-¡No callo! ¡Ahora me toca hablar a mí! Por lo demás, ni el presidio ni el cadalso vienen aquí a cuento para nada. ¡Tengo en el bolsillo un revólver de seis tiros, con el cual hay de sobra para matarme después de haberte matado!

-¡Conozco la historia de ese revólver! Es aquel con que le apuntaste un día a Gutiérrez para ver de escapar de la deshonra. Hoy se repite la escena conmigo, como hubiera podido repetirse con la Guardia civil... ¡Aperreada vida llevas desde que te metiste a conde de mentirijillas!

-¡Peor para ti! -repuse con una cínica ferocidad igual a la suya-. El hombre de la vida de perros, el perro humilde que tan fiel y leal te fue siempre, y a quien tú has tratado en muchas ocasiones con aspereza y esta noche a latigazos y puntapiés, se ha acordado ya de que tiene colmillos de lobo, y va a clavártelos en la garganta si no pones fin a tu injusticia. Responde, pues, hombre feroz: ¿Qué mal te he causado? ¿Qué tienes conmigo?

-Absolutamente nada... -respondió con glacial indiferencia-. Ya te lo di a entender hace poco; lo que me pasa es que no quiero tratarte más; que me he cansado de ti; que quiero purgar el mundo de tu presencia, aunque para ello tenga yo que morir también... ¡Basta ya de Fabián Conde!

¡Con espanto y pena oí aquellos conceptos fatídicos, empapados de tan profundo odio! ¡Parecióme escuchar la voz con que mi propio tedio me aconsejaba en otro tiempo el suicidio!...

Disimulé, con todo, mi profunda emoción, y repliqué:

-Pues que estás resuelto a callar... (porque te abochornas de revelarme el ruin origen de lo que aquí sucede), yo te diré lo que adivino, aunque te desgarren el alma mis expresiones.

-¡Calla!

-¡Te he dicho que no callo! Lo que tú tienes conmigo es que Gregoria...

-¡No la nombres, Fabián!

-¡Sí la nombro! Te decía que Gregoria, herida en su infernal soberbia por el justo desdén con que la traté la otra tarde, yéndome de tu casa de la manera que sabrás...

-¡Yo no sé nada! ¡Yo no quiero saber nada!

-Tú lo sabes todo..., a lo menos tal como te lo habrá contado tu mujer...

-¡Mi mujer no me ha contado cosa alguna! ¡Respétala..., o aquí mismo te destrozo con las manos!

-Tu mujer, tu odiosa mujer... (¡ya ves que me río de tus amenazas!), deseando, como siempre, indisponerme contigo, provocó aquella tarde una horrible escena, que me prometió no contarte...

-¡Ah! ¡Confiesas al fin! -prorrumpió Diego, crispándose de tal modo, que su cara apenas aparecía sobre el nivel de la mesa-. ¡Conque te vas a atrever a decírmelo! ¡Yo quería matarte de otro modo! ¡Yo quería que llevaras a la tumba toda tu infamia dentro del corazón!...

-¡Mientes, Diego! ¡No eras tú quien quería que yo callara, sino ella!... ¡Ella es quien te ha aconsejado que no me oigas, que no me dejes hablar, que no me dejes justificarme! Pero yo hablaré aunque revientes ahí sentado..., aunque mis palabras caigan sobre ti como una lluvia de fuego...

-¡Habla, pues!... Quiero decir: miente como un bellaco, según tu antigua práctica... -replicó el mísero-. Pero ten la bondad de concluir pronto. Voy a escucharte, como escucharía los chillidos de una rata que tuviese cogida bajo el pie... ¡Dios me dé estómago para aguantar las náuseas que vas a causarme!

-¡No he necesitado yo poco valor para soportar a tu mujer las tres veces que he tenido la desventura de hablar con ella! -respondí implacablemente.

Diego, que se había puesto a mirar al techo y a tararear, echóse a reír en vez de contestarme.

-¡No he necesitado, no, poca resignación -continué- para tolerar el mezquino odio que tu Gregoria me profesaba desde antes de conocerme, los ridículos celos con que mira nuestra amistad, la ruin envidia que siente hacia Gabriela! ¡Oh! ¡Sí..., tu mujer nos aborrece a todos!... El cariño que te tengo la estorba; el que tú me tienes la humilla; mi buena conducta la defrauda y exaspera; la felicidad que me prometo al casarme le parece una usurpación, o un hurto, o un escarnio que os hago a vosotros... Sospecha, en fin, la cuitada que no me agradan su carácter ni su figura; cree que la desprecio; cree que la encuentro indigna de ti, y quiere separarnos y desconceptuarme a tus ojos antes de que lo conozcas... Y la verdad, Diego, es que tus temores no son infundados. ¡Gregoria no me gusta! ¡Creo que has hecho mal en casarte con ella!... ¡Es una mujer abominable, que va a costarte la vida!

-¡Ah!, ¡canalla!, ¡embustero!, ¡tramposo!... ¡Cómo reconozco las malas artes con que has engañado y perdido a tantas pobres gentes! -prorrumpió Diego, con tal violencia que me hizo callar-. ¡Así te las compondrías para mantener, como mantuviste a un mismo tiempo, relaciones con tres hermanas!... ¡Así sembrarías la cizaña entre ellas! «He hecho que cada una desconfíe de las otras dos (recuerdo que me contabas), y nunca podrán entenderse ni descubrirme.» ¡Pues y las patrañas que inventaste para que aquel magistrado te creyese sobrino carnal de su mujer! Pero ¿qué más? Tu historia en casa de Matilde, ¿no fue un perpetuo engaño, una continua doblez, una constante superchería?... ¡Y vienes ahora a decirme que no te gusta Gregoria! ¡Y vienes ahora a persuadirme de que debo recelar de ella! ¡Ah, ratero! ¡Ah, truhán! ¡Conque Gregoria te parece abominable!... ¡Sin duda por eso te prevaliste de mi ausencia cierto domingo para entrar en mi casa borracho y dando voces!...

-¡Yo te creí en Madrid! ¡Yo no iba borracho! ¡Miente la malvada si te lo ha dicho!...

-¡Oh, sí!... ¡Es muy malvada! Sin duda por eso le pediste una gran comida..., a fin de que Francisca tuviese que salir, como salió, a la calle...

-Yo traté de impedir que saliera...

-¡Justamente! ¡Y sin duda por eso, no bien se marchó la criada, penetraste en el tocador, adonde mi mujer se había refugiado con su dignidad y su decoro!...

-Iba a decirle... Pero ¿a qué vienen estas explicaciones? ¿Por qué te ríes?

-¡Por nada! ¿Qué cosa más inocente sino que Fabián Conde invada el tocador de una señora que está sola en su casa?

-¡Jesús! -exclamé, principiando a adivinar todo el horror de mi situación.

-¿No era acaso Gregoria una mujer más? -prosiguió Diego-. ¿No era bella? ¿No era la mujer de un amigo?

-¡Diego de mi alma!... ¡no concluyas!... ¡no concluyas!

- ¡Afortunadamente, Gregoria era digna de su esposo!... Afortunadamente lo fue... ¡y Fabián Conde no oyó más que merecidos insultos y valerosas amenazas en contestación a sus infames requerimientos!... Así fue que al poco rato salías de aquella casa ignominiosamente despedido...

-¡Maldición sobre mí!... -clamé, levantándome como loco-. ¿Gregoria te ha dicho eso?

-No ha sido menester... -respondió Diego con la mayor calma-. Esta última parte es de dominio público... ¡Yo soy ya un marido completo! ¡Gracias a ti, mi honra y mi nombre andan ya en lenguas de criadas y mozos de fonda!... Francisca, por ejemplo, sin embargo de no ser muy lince, comprendió perfectamente aquella tarde lo ocurrido entre el calavera que se había convidado a comer y luego se marchaba fingiéndose enfermo, y la señora que se quedaba llorando lágrimas de indignación y de vergüenza. Con el mozo de la fonda no he hablado; pero de seguro entendería lo mismo, o algo peor, y al ver que el festín se frustraba de pronto, guiñaría el ojo diciendo: «Estos amantes han dado a la greña.» ¡Ya ves, hijo de tu padre, si tengo o no tengo necesidad de pegarte un tiro!

-¡Pero, en fin!... -repuse desesperadamente-. ¿Qué dice Gregoria? ¡Gregoria negará eso! ¡Gregoria no puede ser tan desalmada!... ¡Gregoria tendrá religión!

-Gregoria me ha confesado la verdad.

-¿Qué verdad?

-Que la requeriste de amores; que quisiste violentarla y que te echó a la calle. ¡Exactamente lo mismo que se figuró Francisca!

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -grité, tapándome el rostro con las manos.

-Espero que ya me dejarás ir... -prorrumpió Diego, volviendo a levantarse-. ¡Hasta pasado mañana! Mis padrinos irán a las nueve.

Perdí totalmente la cabeza, y abracéme a Diego y principié a besarlo, diciéndole, entre lágrimas y sollozos:

-¡Diego mío! ¡Diego de mi vida! ¡Dime que no lo crees! ¡Dime que todo esto es una broma!

La gente del café principió a rodearnos.

-¡Discursos!, ¡caricias!, ¡embustes!, ¡besos de Judas!, ¡lágrimas de cocodrilo!... ¡He aquí todo lo que yo quería evitar! -exclamó Diego rechazándome-. ¡Por eso callaba! ¡Te conozco tanto!

-¡Diego, por Dios! ¡Por Gabriela! ¡Por Gregoria!... Óyeme..., créeme... ¡Soy inocente!...

-¡Ya sé que has de negar... y que te sobra elocuencia para mentir horas seguidas! Pero perderías el tiempo... ¡Es imposible que engañes a tu antiguo confidente..., al poseedor de todos tus secretos, al registrador de todas tus hazañas! Te sé de memoria.

-Pero Diego..., ¡hoy se trata de ti!

-¡Lo mismo le habrás dicho a los demás!... ¡Déjame, déjame!

-¡Déjele usted! -gritó en esto una especie de manolo cogiéndome de un brazo.

-¡Déjele usted! ¿No ve que está matando a sofocones a ese pobre enfermo? -añadió una mujercilla, plantándose delante de mí.

-¿No oye usted que ni lo cree, ni quiere creerlo? -dijo una buena moza, mirándome de soslayo.

Yo los contemplé a todos con aire de imbécil, y no respondí ni una palabra. Zumbábanme los oídos... Sentía la muerte en el corazón.

-¿Qué es esto? -preguntaron nuevos interlocutores acudiendo al tumulto.

-¡Nada!... ¡Que este señorito ha querido enamorar a la mujer de aquel otro!

-¡Pues que se maten! -exclamó un torero, escupiendo al suelo al pasar por delante de mí.

-¡Ca! ¡Este lindo mozo parece muy cobarde! -replicó la mujercilla-. ¡No así el que se ha ido!

-¡Se ha ido! -repetí maquinalmente.

Y, en efecto, observé que Diego se había marchado, dejándome en manos de aquella chusma.

Di entonces una especie de rugido, y quise correr en pos de Diego; pero veinte personas me sujetaron diciendo:

-¡A la prevención! ¡A la cárcel! ¿Qué va usted a hacer? ¿No le basta haberle requebrado la esposa?

-¡Villanos, atrás! -grité al oír esto último.

Y fue tal mi voz, y di una sacudida tan furiosa, que todos aquellos viles me cedieron paso, de grado o por fuerza, y escapé de allí como el león que rompe los hierros de su jaula.



Parte III. Ajuste de cuentas[editar]

Poco más tengo que decirle a usted, padre mío.

Cuando salí a la calle, Diego no estaba ya en ella. Érame, sin embargo, más indispensable que nunca detenerlo antes de que se encerrase en su casa; volver a la interrumpida refriega entre mi desamparada inocencia y aquella formidable calumnia; hablarle aunque no quisiese oírme; suplicarle, llorar, verter toda mi sangre a sus pies hasta conseguir que me creyera, hasta arrancarle del alma la emponzoñada saeta que le había clavado Gregoria.

¡Ya no me inspiraba mi pobre amigo aquel odio, hijo del miedo, que poco antes me sugirió ideas de matarlo!... ¡Ya me inspiraba tanta compasión como yo mismo! ¡Ya me parecían perdonables sus malos tratamientos, legítima su cólera, respetables y santos sus insultos y sus proyectos de venganza; justa su injusticia, si es lícito hablar de este modo!

¡Desventurado Diego! ¿cómo imaginar desdicha igual a la suya? ¡Creer que yo, su único amigo, el hombre a quien tanto había amado y por quien había expuesto gozoso la vida, había sido ingrato y pérfido hasta el punto de atentar a su felicidad y a su honra! ¡Creer esto, y creerlo con fundamento sobrado! ¡Creerlo porque fatales apariencias así lo comprobaban; porque así lo había sospechado una fiel servidora; porque así se lo había dicho su amada mujer; porque así resultaba verosímil de mi detestable historia, de mis felonías con otros maridos, de mis propias desvergonzadas confidencias! ¿Qué mucho que el infeliz quisiera denunciarme a la execración pública? ¿Qué mucho que desease matarme con sus manos? ¿Cómo no lo había hecho desde el primer momento? ¿Cómo había podido soportar mis discursos durante una hora?

Además, aun prescindiendo de mi conciencia; aun dando sólo oídos a mi egoísmo, yo no podía ya pensar en matar a Diego... ¡Matarlo, equivalía a confirmar para siempre la calumnia! ¡Matarlo, era dejar huérfana y desamparada la verdad! ¡Matarlo, era cerrarme la única puerta por donde podía salir del infierno en que me había metido Gregoria! ¡Matarlo, era dar la razón a la mentira! Gregoria diría a Gabriela, a don Jaime, a todo el mundo: «Fabián Conde ha asesinado a su mejor amigo para evitar que se sepa que antes había atentado a mi honor.»

Todas estas ideas acudieron en tropel a mi imaginación desde que Diego me descubrió la envenenada herida de su inocente alma, y de aquí el renovado afán con que, no bien conseguí escapar del café, me puse a buscarlo por aquellas revueltas calles, sin poder presumir por cuál habría tomado para hacerme perder su pista...

Había dejado de llover, y la luna bogaba en los cielos, por entre rotos y negros nubarrones, como salvada nave después de furiosa tormenta.

-¡Cuándo se verá así mi alma! -pensé con dolorosa envidia, dirigiendo al firmamento una mirada de suprema angustia.

Diego no parecía por ningún lado.

-¡Diego! ¡Diego! -grité insensatamente, como si mi amigo, en el estado en que se hallaba, hubiese de hacerme caso aunque me oyera.

Los transeúntes se pararon a mirarme, creyéndome loco, o por lo menos ebrio.

-Iré a esperarlo a la puerta de su casa... -pensé entonces-. Tarde o temprano, al cabo ha de entrar en ella; y, aunque desde luego se haya encaminado allí, yo llegaré antes que él...

Y corrí como un verdadero demente, hasta que llegué a la modesta calle en que vivía Diego.

La calle estaba sola.

Indudablemente, Diego no había llegado todavía.

Contuve el paso, y fuime acercando poco a poco a la casa fatal, cuando de pronto reparé que en uno de sus balcones (la puerta se hallaba cerrada) se veía asomada una persona, que supuse fuese Gregoria, inquieta y en acecho hasta la vuelta de su marido.

-¡Sí yo hablara con esta mujer! -ocurrióseme de pronto-. ¡Si me arrojara a sus plantas! ¡Si lograra que se apiadase de mí! ¡Si consiguiera que, aterrada de las consecuencias de su infame calumnia, le confesase a Diego la verdad!...

Por temeraria y necia que pareciese aquella esperanza, eran tales mi tribulación y mi zozobra, que me agarré a ella como a una tabla de salvación, y grité resueltamente:

-¡Gregoria! ¡Hágame usted el favor de decir que abran! No se asuste usted... Nada le ocurre a Diego... Pero es preciso que usted y yo hablemos un instante... ¡Se lo suplico a usted, Gregoria!

Una brutal y ronca risotada respondió a mi súplica.

¡La persona que estaba en el balcón era Diego!

Quedéme helado de espanto. ¿Qué hacía allí? ¿Por dónde había ido? ¿De dónde sacaba fuerzas aquel enfermo para ser tan rápido en su acción, tan seguro en sus cálculos, tan sarcástico y frío en medio de su tremenda furia? ¡Ay de mí! ¡Las sacaba de su propia ira, de su calentura de león, de su bárbara demencia; las sacaba de donde sacó Otelo sus crueles burlas, su grosera retórica, sus ironías de gato que juega con la asegurada víctima, y su ferocidad de tigre carnicero! ¡No había esperanza!

La misma desesperación me hizo, sin embargo, exclamar:

-¡Diego! ¡Di que abran! ¡Te lo suplico!

-¡Sereno! ¡Vecinos! ¡Socorro! ¡En nuestra calle hay un ladrón!... -gritó Diego con voz estentórea-. ¡A ése! ¡A ése!

Lancé un alarido de dolor y huí.

-¡Hasta pasado mañana!... -tronaba en los aires la voz de Diego en el momento que yo salía de su calle.

No me pregunte qué hice ni qué pensé durante el resto de la noche. Apenas lo recuerdo de un modo incoherente y vago. Sólo sé que hasta muy entrada la mañana de hoy anduve como un sonámbulo por todo Madrid; que a lo mejor me encontraba en el campo y volvía a entrar en la población, para salir de ella poco después por el extremo opuesto, y que en dos o tres ocasiones, sin saber cómo, me sorprendí a mí mismo parado delante de aquel caserón en que Lázaro vivía el año pasado y donde no sé si todavía vive...

Más de una vez cogí el aldabón de hierro de su viejísima puerta con ánimo de llamar y arrojarme en brazos de aquel otro amigo de mi vida, diciéndole: «Necesito que los demás crean en mi inocencia, y principio por creer en la tuya. ¡Hay apariencias que engañan y que no pueden desmentirse! Eso te pasaría a ti la noche de tu horrible escena con el marqués de Pinos, y eso me pasa a mí hoy.»

No me atreví, sin embargo, a llamar, pues me parecía oír a Diego exclamar irónicamente: «¡Dios los cría y ellos se juntan! El hipócrita busca al hipócrita; el estafador se entiende con el desheredado; mis enemigos hacen las paces entre sí.»

Recuerdo también que, al ser de día, me hallaba recostado contra la puerta del convento en que habita Gabriela. Una campana, de timbre puro y alegre como la voz de un niño, tocaba a las primeras oraciones que rezan las reclusas vírgenes al tiempo de levantarse. ¡Infinita amargura anegó mi alma!... ¡Quién había de decirle a Gabriela en aquel momento que todas nuestras esperanzas de felicidad se habían disipado con las sombras y ensueños de la pasada noche, y que aquella gozosa campana tocaba a muerto por nuestro amor!... «¡Feliz tú, Gabriela mía! -gemí desconsoladamente-. ¡Feliz tú, que puedes quedarte con inocencia en este santo albergue, y vivir y morir como las rosas de su cercado huerto! ¡Y ay de mí, que no encontraré ya nunca paz ni sobre el mundo ni en mi alma!»

Recuerdo, por último, que a las nueve de la mañana penetraba en mi casa, y leía en la faz de mis antiguos criados pensamientos parecidos al siguiente: «El señor conde se ha cansado de ser hombre de bien, y ha vuelto a su antigua vida pocos días antes de casarse. ¡Pobre señorita Gabriela!»

Si esto leí en la cara de mis servidores, no fue menos amargo lo que me dijeron... Dijéronme que en mi despacho tenía algunos objetos y una carta que don Diego acababa de remitirme...

Los objetos eran: el vestido y el aderezo que regalé a Gregoria cuando se casó, los retratos y el reloj que envié a Diego, algunas bagatelas que le había dado en varias ocasiones, y un gran paquete de dinero en billetes, oro y plata, con un letrero que decía: «Van 25.482 reales.»

La carta... era ésta, que abrasa mis manos:

«Fabián Conde:

»Como ya no te casarás con la sobrina de tu querida, dedico el dinero que he reunido en Torrejón, y que pensaba gastar en tu boda, a pagarte lo que te debo. Adjunto es todo el numerario que hay en mi casa hoy.

»Bien sé que, incluyendo las comidas que me has dado en tu palacio y en la fonda, además de lo que me prestaste cuando mi primera mudanza, y las cuentas mías que antes habías pagado, todavía resultará a tu favor un crédito de doce mil reales... Pero como no quiero que, cuando mañana nos veamos frente a frente y espada en mano, existan entre nosotros lazos de gratitud ni de ninguna especie, justiprecio y taso en la mencionada cantidad de doce mil reales mis visitas y asistencia como médico durante tu larga enfermedad del año pasado, así como la indemnización a que tengo derecho contra ti por resultas de la herida que recibí defendiéndote en el memorable desafío con los padrinos de aquel esposo que te negó la entrada en su tertulia. ¡No dirás que taso cara mi sangre, ni que estimo en mucho mi tiempo, pues ya recordarás que guardé cama cincuenta y tres días con el pecho atravesado de parte a parte! Estamos, pues, en paz.

»Adjuntos son también todos los regalos que nos has hecho a Gregoria y a mí, y que, como ves, no han sido suficientes a comprar nuestra honra.

»Conque hasta mañana. Mis padrinos irán a verte a las nueve en punto. A la misma hora enviaré sus respectivas cartas a Gabriela, a don Jaime, al juez de ese distrito y a los periódicos, refiriéndoles todos tus crímenes. Me avergüenzo de haber sido durante mucho tiempo el único poseedor de ciertos secretos tuyos, el único escandalizado por tus fechorías... ¡Necesito que el escándalo sea universal, para que mueras entre los silbidos y las maldiciones que te lanzará mañana todo el mundo!

DIEGO EL EXPÓSITO.»

«P. D. Te prevengo que, si vuelves a aparecer por mi calle, te echará mano una pareja de guardias civiles, a quienes he dado tus señas. ¡Cómo corrías anoche, gran canalla!»



Fácilmente comprenderá usted en qué agitación habré pasado las seis horas transcurridas desde que recibí esta horrible carta hasta el momento en que vine esta tarde a echarme en brazos de usted... Durante esas horas más de veinte veces he tenido una pistola en la mano para levantarme la tapa de los sesos... Pero, ya se lo dije a usted al entrar aquí: mi dignidad y mi conciencia me impiden suicidarme. ¡Yo no puedo dejar a Gabriela convencida de que he vuelto a engañarla, cuando esto no es cierto! ¡Yo no quiero causar su muerte o su eterna desdicha con un nuevo golpe asestado a su generoso corazón! ¡Yo no quiero que don Jaime de la Guardia, después de haberme perdonado faltas tan grandes, y cuando pudiera pedirme cuentas de las que no conoce, me condene por una que no he cometido! ¡Yo no quiero que el mismo Diego se quede en el mundo con la doble amargura de creer que mi amistad ha sido mentira y de pensar que su rigor ha causado mi muerte! ¡Yo no quiero, en fin, matar mi inocencia, la única vez que de ella puedo ufanarme; matar el amor y la amistad de los que ya me perdonaron mis verdaderas faltas; matar mi memoria en sus corazones, el rezo en sus labios y las lágrimas en sus ojos! ¡Quiero, por el contrario, que cuando me toque morir me lloren los que no tengan razón alguna para haber dejado de amarme! ¡Mi suicidio sería la calumnia propalada, sancionada, ejecutoriada por mí!... ¡Y lo que yo necesito es hacer triunfar la verdad, inspirar fe, ya que no pueda enseñar mi corazón al mundo, ser creído! ¡Padre..., ser creído un solo momento, y después morir!

A eso vengo. En mi desesperación, viendo llegar el día de mañana, y con él todos los horrores que me prepara Diego, recordé que la fama hablaba de un virtuoso y sabio sacerdote que sabía curar los más acerbos males del espíritu, y aquí me tiene usted en busca de sus consejos; en busca de Dios, si a Dios se le puede hallar; en busca de los consuelos de la religión cristiana, si esa religión tiene consuelos para los incrédulos; en busca de la paz del claustro, si los calumniados son en él admitidos... En fin..., ¡no sé a qué..., pues mi pobre alma se agita en un océano de dudas!... ¡Ello es que aquí estoy!

¡Y si supiera usted cómo he venido! ¡Si supiera usted hasta dónde ha llegado el escarnio que ha hecho hoy de mí la desventura!... Es un incidente trivial, pero que resume y simboliza en mi concepto toda mi malhadada historia. No bien resolví venir a hablar con usted, di orden de que engancharan un carruaje, y mis criados, viendo que era Carnaval, y recordando mis costumbres de los años anteriores, dedujeron que mi intención sería ir a la gran mascarada del Prado... Acordaron, pues, enganchar el más irrisorio y profano de mis coches, aquel en que siempre había ido yo a las máscaras, una especie de picota de ignominia que se llama cesto, al cual me subí maquinalmente. En él aparecí a las tres de la tarde, a la hora del Juicio Final, en la Puerta del Sol... ¡Allí he sido reconocido y befado por mis antiguos camaradas o émulos de libertinaje!... ¡Allí he sido insultado, silbado, apedreado por la plebe, y de allí he tenido que salir en precipitada fuga, perseguido por los aullidos de los hombres y por los ladridos de los perros, como un enemigo de la humana especie, como un réprobo, como un paria, como el grotesco símbolo del Carnaval y del escándalo!...

Ahora bien, padre mío: llegó el momento de que usted hable. No una vez sola, sino muchas, durante mi larga relación, me ha prometido hallar fácil remedio a mis desdichas... por grandes que ellas fuesen. No sé si, después de conocerlas en toda su extensión, seguirá usted pensando del mismo modo. Yo considero totalmente imposible salir del infierno en que me hallo.



Parte IV. Dictamen del padre Manrique[editar]

Serían las nueve de la noche cuando Fabián dejó de hablar.

¡Cosa rara! La última parte de aquella especie de confesión, con ser la más triste y horrorosa, pareció complacer mucho al padre Manrique y tranquilizarlo por completo. Lo decimos, porque mientras el joven refería su violentísima escena con Diego y los tremendos peligros que de resultas de ella le amenazaban, el rostro del jesuita fue bañándose de una leve sonrisa de satisfacción y júbilo, que más asomaba a sus ojos que a sus labios.

-¡Pues, señor! -exclamó al fin, retrepándose en la silla y mirando de hito en hito al aristócrata-. ¡Demos gracias a la Providencia divina..., aunque usted no crea en ella, según ha tenido la ingenuidad de confesarme!... De todo cuanto me ha relatado usted se deduce que no hay nada perdido, y que, muy al contrario, está usted de enhorabuena.

Fabián miró con asombro al padre Manrique.

El anciano se sonrió, y añadió con cierto donaire:

-¡Apostaría cualquier cosa a que sé lo que está usted pensando! «Este buen señor (acaba usted de decirse) no se ha hecho cargo de mi situación, o va a prevalerse de ella para poner el paño de púlpito, predicarme un sermón rutinario contra la marcha del siglo, desagraviar a la perseguida Iglesia romana, ganarle un soldado a la Compañía de Jesús y ver de atraerme a su escuela política...» (¡Pues dicho se está que, a los ojos de usted, seré yo un carlista furibundo, o, cuando menos, un terrible neocatólico, partidario de la fusión dinástica!) Con franqueza, señor don Fabián, ¿no ha sido este su recelo de usted, al ver la tranquilidad con que le he asegurado que no hay nada perdido? ¿No es verdad que principia usted a desconfiar de mí, creyendo que más voy a trabajar pro domo mea que por la felicidad de usted y de sus amigos, pareciéndome en ello al médico especialista que receta una misma fórmula contra toda clase de males, menos cuidadoso de sanar a los pacientes que de vender su específico y hacer prosélitos?

Fabián bajó la cabeza y suspiró, como pesaroso de haber comenzado a recelar lo mismo que el sacerdote acababa de decir.

-¡Perfectísimamente! -prosiguió el padre Manrique, alzando abiertas las dos manos en señal de tolerancia y de parlamento-. ¡No tema usted que vaya yo a enfadarme! ¡Estamos muy acostumbrados a mayores injusticias! Sin embargo, bueno será que estudiemos a fondo la dolencia, y veamos si podría ser curada por otro procedimiento diferente del mío. Para ello principiaré, como suelen los doctores, haciendo el resumen de la historia del mal y lo que pudiéramos llamar su diagnóstico. El pronóstico y el tratamiento vendrán después... Tenga usted calma entretanto, y perdóneme el que yo también la tenga... Desde ahora hasta las nueve de la mañana, que irán a su casa de usted los padrinos de Diego y que éste hará las demás atrocidades que se le han ocurrido, podemos arreglarlo todo. ¡Ya verá usted cómo, para estos males tan espantosos, hay en el farmacopea del antiguo régimen remedios más heroicos y eficaces que el desafío y el suicidio!

Y, así diciendo, el jesuita se levantó, renovó la vela del candelero, y dio algunas vueltas por la habitación, restregándose las manos y con la cabeza muy baja, como quien recoge sus ideas; hasta que al fin se paró delante del joven, y dijo:

-Inútil creo explicar a usted el origen de la crisis accidental en que hoy se halla, ni indicarle el nombre de esa revelación de la antigua ruina de su espíritu... ¡Ya los ha vislumbrado usted por sí solo, a pesar de lo muy turbios que están todavía los cristales de su conciencia!

¡Usted, señor Fernández, además de vicioso, ha sido siempre fanfarrón del vicio; usted se ha complacido en escandalizar el mundo con sus maldades; usted ha tenido a gloria ser reputado como el libertino más audaz, o sea como el seductor más... afortunado de la corte... (me valgo de palabras de usted), y, no bastándole a su infernal soberbia tamaño escándalo, fue depositando en la memoria de Diego aquellos secretos que un joven bien educado no revela al público cuando el público no los trasluce por sí mismo...; fue usted, digo, contándole diariamente al que hoy es esposo de Gregoria todas las iniquidades y torpezas de que se valía usted para corromper a las mujeres de sus amigos; para abusar de la confianza de éstos; para engañar a cuantas personas le tendían la mano; para sacrificar, en fin, la paz y la ventura de innumerables familias en aras del brutal egoísmo y feroz concupiscencia a que rendía usted grosero culto, como si Dios no le hubiese dado un alma!...

-Bien..., sí...: ¡todo eso es verdad! -tartamudeó el antiguo calavera, como impaciente de llegar a las conclusiones o remedios.

-¡Primera premisa!... -continuó tranquilamente el anciano-. Y, puesto que acaba usted de decirme: «concedo majorem», paso a formular la menor. Diego, el mísero expósito, enemigo como usted, de la sociedad (cual si la sociedad tuviera la culpa de que la madre de aquel infeliz hubiese sido pecadora y desnaturalizada, y de que su padre de usted hubiese hecho traición a su esposa y al marido de doña Beatriz de Haro); Diego, repito, que no contaba con las cualidades personales ni con los bienes de fortuna necesarios para guerrear ventajosamente contra las clases nobles, ricas y elegantes, que le inspiraban especial aborrecimiento y envidia, se apoderó de usted como de un dorado puñal que esgrimir contra ellas desde la sombra; se empapó gustoso en las cotidianas confidencias que usted le hacía acerca de los daños que acababa de causar en el hogar ajeno; aplaudió todas aquellas ruindades y demasías, no porque dejaran de parecerle odiosas, sino porque las utilizaba para satisfacer sus propios odios, y era, en suma, demonio tentador que lo sublevaba a usted contra un Olimpo de que el infeliz se consideraba desheredado. Por eso luchó siempre con Lázaro, que (practicándolo o no, cosa que todavía ignoramos) predicaba el bien absoluto; por eso fue durante mucho tiempo el más cruel enemigo de Gabriela y se esmeró en impedir que usted siguiera sus santos consejos; y por eso ahogó cuidadosamente todos los buenos instintos de su corazón de usted, hasta el día en que el pobre cunero, favorecido ya por la suerte, ocupó un mediano puesto en el concierto humano, sintió apego a la vida, se acordó de que tenía corazón, y pensó en casarse, en transigir con sus prójimos, en formar parte de la sociedad, en fundar una casa y una familia... Asustóse entonces de su propia obra; sintió haber excitado hasta la ferocidad sus pasiones de usted, y tal vez pensó en dejar de tratarle, no decidiéndose a ello por egoísmo, o sea por seguir disfrutando de la protección de todo un conde... Se alegró, pues, mucho de ver que usted entraba también en la senda de la virtud...; pero, recelando todavía que no tuviese usted valor y constancia para perseverar en ella, preparóse contra las eventualidades del porvenir... De aquí el afán con que se dedicó de pronto a restablecer las relaciones entre usted y Gabriela; de aquí el constituirse en fiador para con ella y para con sus padres; de aquí el exigirle a usted juramentos de no reincidir en las antiguas faltas; de aquí, finalmente, el que procediera en todo y por todo como quien, habiendo enseñado a otro a tirar piedras al tejado ajeno, se encontraba repentinamente con que él iba a tener el suyo de vidrio.

-¡Ésa..., ésa es la pura verdad! -exclamó Fabián Conde, recibiendo como un consuelo la propia austera justicia de aquel resumen.

-Pues saquemos ahora la consecuencia... -siguió diciendo el religioso-. Diego no era el único escandalizado por los excesos de su antigua vida de usted. Estábalo igualmente todo el mundo, y estábalo Gregoria... ¡Qué digo!... ¡Lo estaba hasta la humilde sirvienta de la casa!... ¡Recordemos, si no, el irreverente apóstrofe con que Francisca lo saludó a usted al conocerle!... En cuanto al escándalo especial de Gregoria, debo añadir que era de una naturaleza muy complicada y dañina... Aquella mujer, más vana que concienzuda, más presuntuosa que honrada, no temía tanto el que usted pusiese los ojos en ella, como el que la considerase indigna de semejante agresión... ¡Ah! ¡La ruina espiritual que su historia de usted le había causado era completa! Gregoria tenía curiosidad..., ¡solamente curiosidad!, de oír las mágicas frases de que se habría valido el dragón infernal llamado Fabián Conde para seducir a tantas y tantas Evas; aspiraba además a la gloria de ser más fuerte que aquellas desgraciadas, y de rechazar y confundir al héroe de tan ruidosas aventuras; necesitaba, sobre todo, hacer patente a Diego que usted la hallaba agradable, envidiable, apetecible, a fin de que el altanero hipocondriaco (aquel hombre de quien me ha dicho usted que se volvía loco a la idea de estar en ridículo) no se avergonzase ni se arrepintiese nunca de haberse casado con ella... Agreguemos, finalmente, la diabólica, espinosísima escena de aquel domingo por la tarde, en que Eva y el Dragón se vieron solos en ausencia del amargado consorte (escena que tan herida y humillada dejó a Gregoria), y comprenderemos que haya incurrido en la vil tentación de levantarle a usted la calumnia más verosímil y mejor urdida que saliera jamás de los talleres del demonio...

-¡Calumnia horrible!..., ¿no es cierto? -interrumpió el joven, apoderándose de las manos del eclesiástico-. ¡Calumnia infame, en que Diego no podrá menos de creer, diga yo lo que diga y haga lo que haga!...

-De eso iba a hablarle a usted en este momento... -respondió el anciano-. Diego, mi querido señor don Fabián, debía sospechar más o menos distintamente (antes de que usted se lo dijera anoche, en ocasión en que ya no le convenía creerlo) que su muy querida y por él celebrada Gregoria le inspiraba a usted desdén o antipatía, y la ciega vanidad y torpe egoísmo del marido, procediendo con una mala fe que no es ésta la sazón de analizar psicológicamente, le habrán hecho escamotearse a sí propio la humillante verdad y encariñarse con la lisonjera mentira inventada por su esposa... pues así queda consolado y vengado a un tiempo mismo, aunque esto implique en realidad una monstruosa contradicción de su conciencia. Por otra parte, el morboso cariño que Diego le profesa a usted («formidable amistad» lo denominó Lázaro en cierta ocasión) se hallaba estos últimos meses muy lastimado; la natural envidia del hipocondriaco estaba muy enfurecida, y su misantropía se había trocado en despecho y saña al ver que usted era ya dichoso por sí y ante sí; que para nada tenía que acudir a él, que reunía usted ya todo cuanto a él le faltaba..., nombre, gloria, salud, gallardía, riquezas, valimiento social, y hasta albores o posibilidades de Fe, de divina Gracia, de favor con nuestro Eterno Padre, mediante la intervención de Gabriela..., y, por resultas de ese despecho, Diego necesitaba un motivo, un pretexto, un asomo de razón, para fundar cargos contra usted; para declararle la guerra; para destruir su dicha, retirando la tan ponderada fianza; para aislarlo a usted de nuevo; para reducirlo otra vez a su obediencia; para volver a hacerlo su esclavo. ¡Considere usted, pues, con cuánta fruición y prontitud habrá dado crédito el infortunado a la calumnia de Gregoria, comprobada por apariencias funestísimas y por la sincera declaración de la fámula! Añada usted (y esto es lo más grave de todo) los antecedentes de su propia historia; el alarde que siempre hizo usted, especialísimamente ante Diego (quien se lo recordó anoche en el café), de sus infames empresas amatorias, de su ningún respeto a la honra ajena, de su arte consumado para mentir, de su elocuencia infernal para defenderse y obtener la absolución de padres y maridos, aun en los casos más apurados, más patentes, más indudables..., y habremos de convenir, mi querido señor Fernández, en que por los medios puramente externos, con discursos, con pruebas, con testigos, con lágrimas, con la espada, con la pistola, matando, dejándose matar, matándose usted mismo, ¡de manera alguna podrá usted sincerarse a los ojos de Diego! ¡Por todo lo cual, hijo mío -concluyó el jesuita con terrible acento-, el escándalo ha dado sus frutos: el fardo de sus pecados de usted ha caído a última hora sobre la cabeza del antiguo Tenorio, aplastándolo, anonadándolo bajo su peso! ¡Todo el mundo dirá que Diego tiene razón! ¡Nadie, nadie le creerá a usted bajo su palabra! ¡Don Jaime, Gabriela, el público, todos se alejarán de usted con horror y espanto, al ver que, después del que llamarán su fingido arrepentimiento, ha atentado al honor y a la felicidad de su único amigo! En resumen: ¡está usted perdido sin remedio... ante el juicio humano! ¡No tiene usted escape! ¡Ha sido usted cogido en sus propias redes, y no le queda más arbitrio que entregarse a discreción, que deponer las armas terrenas, que dejar las banderas del mundo, que declararse mi prisionero y que fiar su triste suerte a la misericordia de Dios!

-¡Ay de mí! -gimió Fabián desconsoladamente-. ¡Conque venimos a parar en que debo huir de la calumnia como de una acusación merecida, y encerrarme en la soledad del claustro!

-¡No!, ¡mil veces no! -respondió el padre Manrique con indignación y cólera-. ¡Yo no le aconsejaré a usted nunca semejante cobardía! ¡Eso fuera apelar a un recurso hipócritamente piadoso, inventado por los escritores románticos, en sus dramas o en sus novelas, como medio anodino de dejar impunes los crímenes no penados por las leyes humanas, haciendo que el veterano o inválido del vicio descansase en la paz de una Cartuja, libre de todo riesgo, mientras que en el mundo manaban sangre las heridas que dejó abiertas! ¡En el caso presente, rechazo el convento con la misma indignación que el duelo y el suicidio y que todo lo que sea huir de la batalla en que está usted empeñado! Al decirle a usted, pues, que es mi prisionero, no he querido significarle que se quede aquí conmigo, sino que está usted acorralado por los hombres y obligado a entregarse a Dios... Pero ¿quién le habla a usted de claustros? ¡Al mundo, señor Fernández, al mundo! ¡A combatir por el bien!, ¡a purificar su alma!, ¡a redimirla de sus prójimos!, ¡a salvar a los inocentes de la epidemia del escándalo!, ¡a deshacer todo el mal que les ha hecho!, ¡a purgar y a pagar lo que ya no puede remediarse!, ¡a impedir, en una palabra, que sea definitiva la ruina espiritual en que ha sumido usted a Gregoria y a Diego, y que va a trascender al corazón de Gabriela y de don Jaime! ¡No muera usted defendiéndose interesadamente!... ¡Pero muera usted, si es necesario, defendiendo el bien, confesando la verdad, acatando la Justicia divina, tratando de conquistar el cielo! ¡Muera usted, en fin, edificando al mundo con sus obras!

-¡Padre! -exclamó Fabián con profundo desaliento-. Sus consejos de usted no pueden ser más santos...; pero, desgraciadamente, en el caso actual no tienen aplicación alguna. Usted olvida lo apremiante y angustioso de mi situación... ¡Dentro de pocas horas Diego me habrá delatado a la justicia humana, a los tribunales, al público, a don Jaime, a Gabriela!... ¡a mi pobre Gabriela, que no podrá resistir este nuevo golpe! ¡Dentro de pocas horas todos sabrán que mi padre pereció por traidor; que yo fui falsario para rehabilitar su nombre, y estafador para apoderarme de su hacienda; que un juez de primera instancia entiende en el asunto, y que no podré librarme de ir a presidio!... ¡Dentro de pocas horas, Diego habrá ya dicho a Gabriela y a don Jaime que he intentado seducir a Gregoria..., y, al oírlo, Gabriela se acordará de aquella tarde..., del gabinete de Matilde..., del tremendo desengaño que recibió entonces..., y creerá a Diego, y dará otro grito como aquel que aún resuena en mis entrañas, y caerá, no ya desmayada, sino muerta!... ¡Dentro de pocas horas, don Jaime me habrá buscado para matarme como a un perro, llamándome traidor a su amistad y asesino de su hija!... ¡Dentro de pocas horas, los padrinos de Diego llegarán a mi casa y me desafiarán..., y tendré que rehuir el lance o que batirme con mi mejor amigo! ¡Si rehuyo el duelo, quedaré por cobarde en el concepto público, y añadiré esta fea nota a la ignominia que ya cubrirá mi frente!... Si me bato, ¿cómo procurar herir el pecho del hombre sin ventura que constituyó mi única familia y que vertió por mí su sangre generosa?... Y si no me defiendo, y él me mata, como me matará sin duda alguna, ¿qué dirá el mundo, qué dirá el propio Diego?... Diego y el mundo escupirán a mi cadáver, exclamando desapiadadamente: «¡Bien muerto está el inicuo Fabián Conde!» Pues suponga usted que el marido de Gregoria, al ver que rehúso batirme, o que no me defiendo en el campo de batalla, me insulta una vez y otra, me abofetea en público, le escupe, no ya a mi cadáver inanimado, sino a mi faz, todavía coloreada por el rubor de la vida... ¿Qué pasará entonces, padre Manrique? ¿Qué pasará entonces? ¿Ha olvidado usted que soy hijo de un general, muy pecador sin duda alguna, pero que fue rayo de la guerra y espanto de sus enemigos?... Ahora bien...: todos estos horrores no pueden remediarse más que de una manera: sacando a Diego de su error antes de las nueve de la mañana; combatiendo de frente a la calumnia; haciendo resplandecer mi inocencia..., ¡devolviendo la fe al corazón de mi amigo! ¡Dígame usted, pues, qué hago para llegar a este fin!... ¡Dígame usted qué recursos puedo intentar esta misma noche! No es otro el objeto de mi consulta... A eso he venido a buscarle a usted...

-¡Ya comprendo!... ¡Ya comprendo!... ¡No tiene usted que esforzarse en explicármelo! -respondió el jesuita con sequedad-. ¡Usted va derecho a su negocio, desentendiéndose de que tiene un alma y de que hay un Dios!... ¡Usted no quiere perder nada en la partida, ni tan siquiera el ya mencionado faro de sus culpas!... ¡Usted quiere (haya sido buena o mala la historia de Fabián Conde) convencer a Diego en un momento, como por ensalmo, volver a ser feliz inmediatamente, casarse con Gabriela, tener honra, ser conde, ser rico, ser diputado, y todo ello sin más trabajo, sin más dilación, sin más sacrificio, sin más penitencia que pronunciar muy bellas palabras!... ¡Amigo mío, sigue usted delirando! Estamos como al principio... Yo creía haber cortado toda retirada a su cobardía; yo pensaba haberle demostrado que es inútil vuelva la vista hacia las complacencias mundanales...; pero veo que su impiedad de siempre, el egoísmo terreno, el apego a la vida mortal, a los bienes finitos, a los goces de la materia, al reino de Lucifer, le hacen a usted desoír la voz del alma... Concluyamos, por tanto, señor don Fabián..., y para ello, fijemos la cuestión en términos categóricos: ¡A mí no se me ocurre ningún medio de convencer a Diego! ¿Se le ocurre a usted alguno? Contésteme rotundamente.

-A mí..., no, señor... -tartamudeo el joven con renovada angustia.

-Pues entonces, ¡desventurado! -prorrumpió el jesuita-, entrégueseme usted sin reservas ni condiciones de ninguna clase, y siga literalmente mis consejos, que son, en medio de todo, los de aquel Jesús que usted ama y reverencia.

-Pero ¿qué me aconseja usted en definitiva? ¿Qué debo hacer? Todavía no me lo ha dicho...

-¿Qué? Pues... ¡nada!... ¡Resignarse! -contestó el sacerdote con majestuoso acento-. Es decir, reconocer que merece usted todo lo que le pasa, y confesarlo así en público, con palabras y acciones.

-¡Declarar yo que he cometido la infamia que me atribuye Diego!

-No, precisamente... Pero declarar otras que en realidad ha cometido, y sufrir, por vía de expiación, las consecuencias de la que le achacan; protestar cuanto quiera de que es usted inocente respecto de Gregoria; pero reconocer que ya había delinquido lo bastante para que Dios le castigue de esta manera...

-¿Y qué habré adelantado? -replicó Fabián-. ¡Me llamarán hipócrita y cobarde!... ¡Seguirá en pie la calumnia, y Diego llevará a cabo sus amenazas! ¡Oh! ¡Esto es horrible! ¡Ser inocente, y no lograr que lo crea nadie!

El padre Manrique se acercó entonces al oído de Fabián, y le dijo con tanta vehemencia como si intentara infundirle su propia alma:

-¡Absolutamente nadie..., si exceptuamos al Sumo Dios!

-¡Pero usted, padre mío!... ¡Siquiera usted!... -balbuceó el joven, con la suprema ansiedad del que se ahoga-. ¡Si usted me ayudase!... Porque supongo que usted me cree.

El jesuita respondió, fingiendo indiferencia:

-¿Qué quiere usted que yo le diga? ¡A mí mismo me cuesta mucho trabajo tener fe en un hombre que no la tiene en Dios! Usted, sin dar oído a las voces de su espíritu, duda de que haya en el Universo un eterno juez de nuestras acciones, fundándose en que no lo ha visto con los ojos de la cara... ¡Pues tampoco he visto yo con los ojos de la cara su corazón ni su inocencia de usted!... ¡Y lo mismo responderá Diego! ¡Y lo mismo dirá todo el mundo! Hay que ser lógicos, señor Fernández: usted nos exige que lo creamos bajo su palabra, cuando lo acusan tantas apariencias y tantos antecedentes, y no cree, por su parte, que hay un Dios Todopoderoso, Criador del Cielo y de la Tierra, cuando la tierra y el cielo están llenos de su gloriosa majestad... ¡cuando tiene usted un alma que suspira por Él a todas horas, con hambre y sed de justicia!... ¡cuando no le queda a usted ya más refugio que sus paternales brazos!... ¡Dé usted ejemplo de fe y de humildad, creyendo en el Dios que sólo se deja ver por la incomprensible grandeza de sus obras, y nosotros creeremos en su inocencia de usted..., sobre todo si nos la revela también con obras y no con meras palabras, que se lleva el viento!...

-¡Padre! ¡Padre! ¡Le juro a usted que soy inocente!... -gritó Fabián todavía, cruzando las manos con desesperación.

-Es muy posible... -contestó el jesuita-. Pero no se trata ahora de convencerme a mí, sino de convencer a Diego; pues dicho se está que el desgraciado no habría de creerlo a usted bajo mi pobre garantía, ¡basada precisamente en palabras de usted mismo! Digo esto por si se le ha ocurrido a usted la idea de que yo vaya a hablar con Diego, o con Gabriela, o con la misma Gregoria... ¡Todo sería inútil!

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -clamó Fabián-. ¿Qué hago? ¿Y qué puedo hacer?

-Lo que está usted haciendo, mi querido hijo: ¡llamar a Dios! -respondió el padre Manrique con inexplicable dulzura.

-¡Lo he llamado tantas veces en esta vida! ¡Y ha sido tan insensible a mis clamores!

-¡Porque no lo ha llamado usted desde el fondo de una conciencia sin mancha!... ¡Porque ni tan siquiera lo ha llamado usted con gritos de verdadero arrepentimiento, con verdaderos propósitos de enmienda!

-¡También le he llamado de ese modo!

-¿Cuándo? ¡Me parece que se engaña usted!

-Cuando me abandonó Gabriela.

-Entonces llamaba usted a Gabriela, no a Dios... ¡Entonces le pedía usted al cielo que le entregase la hermosura terrena de la hija adoptiva de Matilde!...

-¡Lo llamé luego, en la populosa soledad de Londres, cuando, seguro otra vez de que Gabriela iba a ser mía, deseaba ofrecerle creencias tan acendradas como las suyas!... ¡Y Dios no se mostró a los ojos de mi espíritu!

-¡Había demasiado fango en su conciencia de usted para que pudiese reflejar la luz del cielo! En primer lugar, no había usted expiado en el purgatorio de la penitencia sus antiguas iniquidades; en segundo lugar, todavía estaba usted gozando de los millones que adquirió por medio de sacrilegios y falsos testimonios... ¡Dios no se satisface tampoco con palabras, amigo mío! ¡Dios pide obras!... Y mientras usted no me pruebe..., mientras no me prueben todos los que niegan la posibilidad de ver a Dios con los ojos de la fe..., que lo han buscado desde el fondo de una conciencia pura y por medio de obras de caridad y de penitencia, no les reconoceré derecho a negar que nuestro Eterno Padre acuda al alma de cuantos le llaman desinteresada y amorosamente. «Bienaventurados los limpios de corazón -dijo Cristo-, porque ellos VERÁN A DIOS».

Fabián se puso de pie, ostentando al fin en su demudado rostro una dignidad soberana.

-¿Y ve ese Dios el fondo de los mismos corazones que le niegan su fe? -preguntó con arrebatado acento-. ¿Estará viendo en este instante la inocencia que llora en el fondo del mío?

-¡Es el único que la ve, además de usted propio! -respondió el jesuita, aproximándose al joven y poniéndole una mano sobre el pecho-. Sí, mi querido hermano. ¡Usted propio se está viendo por dentro, y se basta y se sobra para testigo y juez de su inocencia!... Dios no hace más que sonreír y premiar al que padece persecuciones por la justicia; al que, como usted, tiene hambre y sed de ella, y al que no vive de la ajena opinión, del falible juicio del mundo, de los aplausos externos, de las lisonjas de los mortales, sino del íntimo testimonio de su corazón. Bástele, pues, a usted saber que no ha cometido el pecado que le atribuye Diego, y no le importe nada de su ira, ni del escarnio de los hombres, ni de la injusticia de la sociedad, ni de los ultrajes, ni del tormento, ni de la muerte... En medio de todo (ya lo hemos dicho), si no ha cometido usted ese pecado, ha cometido otros muchos... ¡Tome usted lo que en adelante le suceda como castigo y penitencia de ellos!...

-¿Y Dios lo sabrá? ¿Dios me llevará esa cuenta? -preguntó Fabián angustiosamente-. Si yo soy bueno; si yo hago todo lo que usted me diga; si yo renuncio a todo por Dios..., ¿conoceré en algo que Dios me lo agradece..., que tan siquiera lo sabe?

-Lo conocerá usted en la inefable alegría de que sentirá inundado su pecho... ¡Usted, mi querido hijo, no puede todavía figurarse lo hermosa, grande y rica en perdurables flores que es el alma humana!... El alma es un mundo que llevamos dentro de nosotros, y al que muchos no se asoman nunca por atender al tumulto de la vida mortal, a los ruines apetitos de la carne, a las infernales seducciones del mundo exterior, a los vanos aplausos del público. ¡Hay que asomarse a nuestra propia alma por las ventanas de lo interior de la conciencia, para ver todos sus tesoros! ¡Qué paz, qué sosiego, qué floridos campos, qué eternos verdores, qué claridades celestes se gozan desde allí!... ¡Cuán lejos se han quedado el ruido y la fiebre y la locura del mundo!... ¡En el jardín que se tiene ante la vista todo habla de la inmortalidad del espíritu, todo murmura palabras de esperanza, todo convida al bien, todo dice que hay una mansión de justicia, que hay un descanso de los buenos, que hay un premio de las virtudes, que hay una patria de los desgraciados, que hay un Padre que nos aguarda para explicarnos esta triste vida y satisfacer todas nuestras ansias de bondad, de verdad y de hermosura!

-¡Hable usted!... ¡Hable usted, padre mío!... ¡Me parece estar oyendo al mismo Dios!... -suspiró Fabián lánguidamente, llevándose a los labios las manos cruzadas y levantando los ojos al cielo-. ¡Qué dulce será creer de esa manera!

-Y ¿por qué no ha de creer usted si creo yo? ¡Ni se imagine que habla ahora el sacerdote de la religión católica, el discípulo de San Ignacio, el catequista de un determinado dogma positivo!... Ese sacerdote le hablará a usted más adelante, otro día..., cuando el espíritu de usted se halle sereno y no pueda decirse que abuso de su angustia para obtener una conversión presurosa, interesada, inconsciente... El Dios a quien invoco hoy para despertar la conciencia de usted, para combatir ese materialismo que le abruma, para hacerle sentir toda la grandeza y libertad del espíritu humano, es el Eterno Padre, el Dios que nos crió y puso en nuestro pecho sentimientos filiales que ningún pueblo, ninguna raza, ningún siglo le ha negado; el Dios de todos los tiempos, anteriores y posteriores a la Redención; el Dios de quien, por ley natural, han hablado siempre todas las almas puras, aun en medio del error y de la ignorancia... ¿Por qué no ha de creer usted siquiera en ese Dios, si será como creer en sí mismo, en su propia jerarquía de ser espiritual, libre, responsable, imperecedero? ¡Nada más le pido por hoy! ¡Con eso me basta para salvar su vida! ¡Después le haré cristiano para salvar su alma! Pero ¿qué digo? ¡Cristiano se hará usted solo!... ¡Cuando crea usted en Dios Padre, adorará a Dios Hijo!... Porque Jesús no es más que la palabra de Dios, el Verbo hecho carne; Jesús es el Revelador de las heroicas fuerzas de la criatura para elevarse hasta el Criador; Jesús fue la verdad y el camino, que se habían oscurecido y borrado en el corazón del hombre... Jesús es el consuelo, el amparo, el Salvador de todos los que lloran...

-¡Ah!, ¡padre!, ¡padre!, ¡yo creeré! -murmuró Fabián Conde, como si rezara en vez de hablar-. ¡Yo creeré!... ¡Lo conozco..., lo necesito..., me lo está diciendo el alma!... ¡Oh, sí!; ¡el alma es muy hermosa...; el alma es infinita..., inviolable..., inmortal!... ¡Desde que me ha hecho usted asomarme a la mía, siéntome fuerte, invulnerable, descuidado, tranquilo enfrente de todas las amenazas de Diego!... ¿Qué me importa el mundo, qué me importa la opinión de los humanos, en comparación de esta paz sublime, de esta delicia sin nombre que experimento al mirarme dentro de mi conciencia y ver que soy inocente y que tengo un alma libre que lo sabe?

-¡Así, así, hijo mío! -prorrumpió el anciano, abrazando al joven-. ¡Dios hará lo demás si usted no se sale del buen camino! Oiga usted, pues, ahora lo que Dios exige en cambio de la eterna gracia que va a derramar sobre su corazón... ¡Hágalo usted y verá a Dios en el acto, sonriéndole en el fondo de ese alma!...

-¡Diga usted!... ¡Estoy dispuesto a todo! ¡Yo no conocía esta dicha inefable! ¡Qué feliz soy desde que me he resignado a no serlo! ¡Cómo respiro desde que sé yo mismo que soy inocente! ¡Ya no necesito que lo crea nadie!

-¡Eso! ¡Eso es lo que yo quería decirle a usted! -replicó el jesuita-. ¡Ya ha principiado usted a conocer que lo sabe Dios! ¡Ya ha entrado usted en posesión de su alma! ¡Pronto sentirá usted desbordarse en ella la oración, entre raudales de dulcísimo llanto!... Conque basta por hoy de palabras... y vamos a las obras. ¡Qué feliz será usted mañana a la noche! ¡Qué chasco va a llevarse Diego! Pues sí, señor; lo que hay que hacer es muy sencillo... Primeramente, y por razones que ya le explicó Lázaro, tiene usted que dar a los niños expósitos, antes de las nueve de la mañana, todo el caudal del conde de la Umbría, reservándose únicamente lo que a estas horas le quedaría al antiguo Fabián Conde de la legítima de su madre... ¿Estamos conformes?

-¡Cuente usted con ello! -respondió Fabián, besando las manos del padre Manrique-. ¡Muchísimas gracias por la justicia que me hace!... ¡Ese consejo es para mí una corona!

-Segundo... -continuó el anciano-. Tiene usted que renunciar el título de Conde..., la Secretaría de Legación..., la candidatura para la diputación a Cortes...

-¡Renunciado, padre, renunciado! Pero vamos al punto concreto de mi conflicto.

-Tercero: tiene usted que buscar a Lázaro inmediatamente y pedirle perdón por haberle injuriado de aquel modo... Usted no era Dios para juzgar ni castigar sus faltas... Y, por lo demás, usted está viendo que todos sus consejos eran saludables...

-¡Oh, sí..! ¡Esta misma noche iré a verlo! ¡Pobre Lázaro! ¡Quizás es también inocente! ¿No me condenan a mí las apariencias? ¡Un año sin saber de él! ¡Qué solo habrá vivido! ¡Qué solo puede haber muerto! ¡Con cuánta razón me acercaba yo anoche a su casa!... Pero, en fin, lo principal...

-Cuarto... -prosiguió el padre Manrique-. Tiene usted que escribir a don Jaime de la Guardia diciéndole que por respeto a la memoria de su digno hermano, cuya honra mancilló usted alevosamente, renuncia usted a la mano de Gabriela...

-¡Padre mío!... -exclamó el joven en son de protesta y rebelión, como el operado al sentir que el bisturí le llega a lo vivo.

-Hay que hacer más... -continuó el sacerdote-. Tiene usted que escribir a la misma Gabriela diciéndole que Diego lo acusa de haber atentado a la virtud de Gregoria; que, por más que esto sea una calumnia, no se considera usted merecedor de que nadie le crea inocente de tal pecado, ni digno del amor y la compañía de un ángel, y que, por tanto, desiste usted del proyectado casamiento...

-¡Padre! ¡Padre! -sollozó Fabián-. ¡Yo la adoro!... ¡Me es imposible obedecer a usted en este punto!

-¡Lo manda Dios! -repuso el jesuita, extendiendo la diestra como si jurara.

-¡Gabriela mía! -murmuró el joven, cubriéndose el rostro con las manos.

Y ardientes lágrimas corrieron por entre sus dedos.

-Realizadas todas estas cosas -continuó el anciano con enronquecida voz-, irá usted a ver a Diego, y le dirá: «Acabo de desprenderme de mi caudal, de mi título y de Gabriela..., y, si no he denunciado a los tribunales el delito que cometí en unión de Gutiérrez y del marqués de la Fidelidad, ha sido porque no me toca a mí acusarlos ni perderlos siendo mis prójimos, y porque yo no debo contribuir con actos positivos a la difamación de mi padre y de doña Beatriz de Haro... Pero puedes tú hacerlo, bien seguro de que yo mismo me constituiré en prisión y declararé la verdad ante mis jueces, tal y como la declaro en el papel que te entrego...» Y, con efecto, le entregará usted un papel en que humildemente confiesa todos sus crímenes; y si Diego lo pasa al juzgado, irá usted a la cárcel y a presidio, ¡donde también podrá usted recrearse en la contemplación de su alma y glorificarse con el amor de Dios! No he concluido... Si Diego insiste en batirse, se negará usted a ello, aunque el mundo lo juzgue cobardía... Si le hiere en una mejilla, le presentará usted la otra. Si lo escupe, si lo pisotea, le dirá usted: «Soy inocente del delito que me atribuyes; pero merezco que me trates de este modo.» Y si, por evento, sale usted vivo y libre de tales pruebas... ¡aquí le aguardo!... ¡venga usted a buscarme, y seguiremos hablando de Dios y del alma, hasta que me llegue la hora de ir a esperarle a usted en la otra vida!...

Fabián separó de su rostro las manos, enjugándose al mismo tiempo con ellas las últimas lágrimas, e irguió la descolorida frente, en la cual se veía ya el sello de sublime impavidez o de valerosa mansedumbre de los mártires.

-¡Acepto! -dijo finalmente, alargando una mano al padre Manrique-. ¡Pobre Gabriela mía!

-¡Gracias! -respondió el sacerdote, estrechando aquella mano entre las suyas.

Y callaron durante mucho tiempo, sin cambiar de actitud, ambos de pie en medio de la celda; el jesuita con los ojos clavados en el rostro de Fabián, y Fabián con la mirada vaga y perdida, cual si contemplase remotos horizontes...

Sonaron las diez.

El joven tembló, como volviendo a la vida... Miró en torno de sí, y sus ojos se posaron en el crucifijo de talla que había sobre la mesa... abalanzóse entonces hacia él, lo cogió con amoroso ademán, y púsose a contemplar a Jesús, diciéndole:

-Tú, Amigo del Hombre, Hermano de los desgraciados, padeciste muerte en cruz por las culpas ajenas. Yo voy a padecer por las mías... ¿Dónde habrá sacrificio igual al tuyo? Tú eras inocente, y podías demostrarlo y librarte así del suplicio... ¡Y preferiste morir, por dar a los hombres alto ejemplo de amor, de humildad y de fe en el Eterno Padre!... ¡Oh Cristo! Yo te he amado siempre... ¡Sostén mi corazón en la batalla que voy a emprender para hacerme digno de volver a besarte, como te beso, y de afiliarme bajo tu bandera!

Así habló, y llevándose a la boca los pies de Jesús Crucificado, estampó sobre ellos un ósculo ardentísimo, en que se sintió vibrar cuanto amor cabe dentro del alma humana.

El jesuita rezaba entretanto, contemplando la imagen del Redentor con piedad mucho más profunda y reverente.

-¡Adiós, padre mío! -exclamó Fabián, por último, abrazando al padre Manrique-. ¡Hasta después de la lucha, si escapo con vida!

-¡Piense usted en Dios! -replicó el sacerdote.

-¡Pensaré!... ¡Conozco que va a ayudarme!... ¡Conozco que ya alborea la luz de la fe en la noche de mí espíritu! ¡Cuando salga en ella ese sol de la inmortalidad, yo vendré o lo llamaré a usted desde dondequiera que me halle, para que me dé la absolución que todavía no merezco!

-¡Oh! ¡Vendrá usted! ¡Vendrá usted!... -respondió el jesuita, acompañando al joven hacia la puerta-. Mientras tanto, yo lo bendigo con toda mi alma, como otro humilde religioso bendecía a Cristóbal Colón al verlo salir de su convento para ir a descubrir el Nuevo Mundo a través de los mares... Usted va también a descubrir un mundo... ¡Usted va a descubrir el mundo que hay más allá del océano de la muerte! ¡Adiós, hijo de mi vida!

Y, así diciendo, el jesuita bendijo a Fabián repetidas veces.

Éste recibió de rodillas aquellas bendiciones, después de lo cual salió de la celda, exclamando:

-¡Hasta la vista, padre mío! ¡Pídale usted a Dios por mí!