El escándalo :VII

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​El escándalo
Libro VII - El secreto de Lázaro​
 de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. El palillero animado[editar]

Nadie que hubiese visto aquella tarde a Fabián Conde subir atribulado y dudoso la escalera del Convento de los Paúles lo habría reconocido en el momento de bajarla después de su larga conferencia con el padre Manrique. Diríase que el joven había vivido diez años durante aquellas seis horas. Su rostro ostentaba la melancólica paz y firmeza de quien ha llegado a la cumbre de la edad y abarca desde allí todo el horizonte de su vida, limítrofe ya de la que hay al otro lado de la muerte.

Al cruzar la meseta de la escalera, iluminada por dos farolillos que había delante de una Virgen, y pasar cerca de la pila de agua bendita en que no se atrevió por la tarde a mojar los dedos, detúvose también un instante...

Aquella pila era una breve concha de mármol amarillento, que se destacaba de la pared como una mano amiga, ofreciéndole el agua del Jordán...

El joven no reprimió esta vez los impulsos de su corazón, y, después de mirar en torno de sí y ver que estaba solo, se acercó lentamente a la humilde taza, y asomóse a ella como el peregrino del desierto a la cisterna en que piensa beber...

Quizás acababa de concebir el temor..., o la esperanza... (la duda, en fin), de si la pila estaría seca... Pero halló que estaba henchida del eterno rocío...

-¡Mírame si es que existes! -murmuró entonces el joven, alzando los ojos al cielo-. Mi limitada razón se recusa a sí misma ante la mera posibilidad de que estés contemplándome, y mi espíritu, que es otro misterio, te anticipa gustoso esta prueba de amor, de gratitud y humildad...

Y, así diciendo, sumergió en el agua bendita el pulgar y el índice, en forma de cruz, y se santiguó reverentemente.

-¡Quién reconocería en mí a Fabián Conde! -añadió luego sonriéndose-. ¡Ay! ¡Si Diego me hubiera visto santiguarme a solas con esta ansia de Fe, ya no dudaría de mi inocencia!...

-¡No tema nada!... -exclamó una voz al pie de la escalera, donde la oscuridad era muy grande.

-¿Quién me habla? -exclamó Fabián, lleno de un miedo indefinible.

-Soy yo... -continuó la voz misteriosa-; y digo que no tenga usía ninguna aprensión...; pues que hoy mismo he renovado el agua bendita.

Fabián, que había principiado a creerse en plena tragedia sobrenatural, se tranquilizó al reconocer la voz del portero...

-¡Cuidado con caer!... -prosiguió diciendo éste-. Agárrese usía al pasamanos... «¿Por qué se habrá detenido el señor conde en la escalera?» -me pregunté al sentir que cesaban los pasos...- Y era que usía estaba santiguándose y rezándole a Nuestra Señora del Consuelo... ¡Vaya, vaya! ¡Si no vuelvo del asombro! ¿Conque tan amigo era usía del reverendo padre Manrique?... ¿Por qué no me lo advirtió cuando le abrí la puerta?... Pero, ¡ya se ve!, ¡hay tanta clase de gente en el siglo! Por fortuna, yo me hice cargo de todo eso desde que supe que tomaban ustedes chocolate juntos y que la conversación duraba horas y horas... En cuanto al pobre niño, no tenga usía cuidado, que ha corrido por mi cuenta...

-¿Qué niño? -preguntó Fabián.

-El criado de usía...

-¡Jesús me valga; tiene usted razón!... ¿Cómo he podido olvidarme de que ese infeliz estaba sin comer y expuesto al frío, sin abrigo ninguno, con la crudísima noche que hace?...

-Tranquilícese el señor Conde... Cuando yo vi que se alargaban los oficios, le saqué a Juan una manta para que se liara, y le di pan y otras cosillas que tenía yo en mi alacena... ¡Ya somos muy amigos!... ¡Y cómo le quiere a usía el rapazuelo!...

-¡Ah! Tome usted..., tome usted... ¡Le suplico que lo tome!... -dijo Fabián, alargándole al viejo algunas monedas de oro.

-No, señor...; ¡no lo tomo! -contestó el portero con firmeza-. ¡Déjeme usía el gusto de haber hecho una pequeñísima obra de caridad!...

-¡Bien!... pero déjeme usted a mí el gusto de hacer otra... Con este oro puede usted...

-¡Yo no necesito nada, señor conde, sino una buena hora en que morir, y ésa no puede proporcionármela nadie más que Dios misericordioso!

-Podría usted dar limosnas...

-Pues delas usía, y es lo mismo... ¡De todos modos..., el provecho había de ser para su alma! Dios sigue el curso de cada moneda..., y sabe adónde van a parar hasta las hojas secas de los árboles.

-¡Buen discípulo del de arriba! -exclamó el joven, aludiendo sin duda al padre Manrique.

-¡Y del de más arriba! -repuso el viejo, pensando seguramente en Dios.

A todo esto, habían salido a la calle.

El groom no estaba ya envuelto en la manta, de la cual se había despojado apresuradamente al conocer que salía su amo.

-¡Pobre Juanito! -le dijo Fabián acariciándolo-. ¡Perdona el mal rato que te he hecho pasar!...

El niño miró al conde con asombro y hasta con terror, al verlo producirse de aquella manera. Se conocía que el sin ventura no había oído jamás una palabra cariñosa.

Principió, pues, a disculparse de haber aceptado los beneficios del portero, y a negar, como se niega un crimen, que hubiese pasado frío y hambre.

El conde se sintió humillado y avergonzado ante aquellos dos seres, que tan despreciables le habrían parecido algunas horas antes (dado que algunas horas antes se dignara fijar en ellos la atención), y exclamó aturdidamente:

-¡Vamos! ¡Vamos a casa! ¡Allí te dejaré, mi pobre Juanito, y encargaré que te cuiden como a un rey!... ¡Conque adiós, amigo mío! -añadió enseguida, dando la mano al portero y subiendo al coche-. ¡Hasta la vista! ¡Muchas gracias por todo! ¡Y perdone usted las molestias que le he causado!

Así diciendo, empuñó las riendas y la fusta, y puso el caballo al trote.

-¡Vaya usía con la Virgen! ¡Vaya usía con San Antonio! -se quedó diciendo el viejo, cuyas bendiciones y saludos no pudo menos de comparar nuestro joven con los silbidos y las pedradas que le lanzaron aquella tarde en la Puerta del Sol.

Así fue que dijo alborozadamente:

-Amigo Juan, ¡ya ves que no todo el mundo me detesta!...

El groom, o sea el palillero animado (como lo llamamos al principio), no comprendió aquellas palabras; sólo entendió que su amo volvía a hablarle con cariño, y contestó, quitándose el sombrero:

-Está muy bien, señor Conde.

Fabián se sonrió con dulzura, y, pasado que hubieron por la plazuela de Santo Domingo, donde aún había muchas máscaras, y entrando en la ya solitaria calle de Preciados, preguntó al lacayuelo:

-¿De dónde eres?

-De Lugo, señor Conde... -respondió Juanito más alentado.

-¿Cuánto tiempo hace que estás en mi casa?

-Dos años, señor conde.

-¿Y cuánto ganas?

-Diez duros... y vestido.

-Y dime... (pero dímelo de verdad): ¿tenías esta noche mucho frío y mucha hambre cuando te socorrió aquel viejo?

-¡Ca! ¡no, señor! Yo estoy acostumbrado a todo... ¡He pasado muchas hambres y muchos fríos en este mundo!

-Pues ¿cuántos años tienes?

-Catorce.

-¡Pobre veterano! -murmuró Fabián, mirándolo compasivamente.

En aquel momento cruzaban la Puerta del Sol, donde había mucha menos gente que por la tarde.

La vendedora de periódicos que insultó al joven llamándole conde postizo estaba en su puesto, pregonando el título de las publicaciones de aquella noche y el sumario de las más importantes noticias que contenían.

-¡Mañana pregonará mi deshonra! -pensó Fabián-. Y ¡quién sabe!... ¡tal vez pregone también mi muerte! ¡Yo te saludo, triste mujerzuela, personificación y vehículo de la opinión pública!... ¡Tú serás la ejecutora de la venganza de Diego! ¡Tú serás la trompeta del escándalo!

En la calle de Espoz y Mina volvió el joven a dirigir la palabra al groom.

-Juanito, ¿tienes padre? -le preguntó, afectando cierta indiferencia.

-No, señor.

-¿Y madre?

-Tampoco.

-¿Quién te trajo a Madrid?

-Nadie... Víneme detrás de unos arrieros.

-¿Y cómo te mantenías?

-Pidiendo limosna. Luego me recogió la policía y metióme en el Hospicio, donde aprendí a leer y a escribir. Pero escapéme, y un cochero, paisano mío, enseñóme a guiar... Ayudábale yo a limpiar los coches, y dábame él cuanto pan le sobraba. Entonces fue cuando el mayordomo de usía llevóme a su casa, donde lo paso muy bien..., muy bien...

-¿Y no te he tratado yo nunca con crueldad?

El galleguito miró espantado a su señor, cual si creyese que se había vuelto loco.

Fabián volvió a sonreír con infinita tristeza, y dijo para sí levantando los ojos al cielo:

-¡Qué mucho que esta criatura se asombre al oírme, si yo mismo no me conozco! ¡Ay! ¡En resumidas cuentas, lo que el padre Manrique me ha aconsejado es una especie de muerte parcial!

Con esto llegaron a la calle de Santa Isabel, donde vivía el joven, el cual echó pie a tierra después de entregar las riendas al groom, y le dijo, alargándole una carterita muy elegante:

-Juan: es muy posible que no nos volvamos a ver. En esta cartera hay más de veinte mil reales... Yo te los regalo. Vete a Lugo; compra un carruaje y un par de mulas, y dedícate a conducir viajeros. Después, cuando te cases, y seas muy dichoso con tu mujer y tus hijos, piensa alguna vez en mí..., y Dios te lo pagará...

Echóse a llorar el niño, y respondió alargando a su vez la cartera al conde la Umbría:

-¡Yo no quiero irme de la casa! ¿Qué daño le hice yo a usía para que me despida de este modo? Además, yo no puedo quedarme con este dinero... ¡Todo el mundo se figurará que lo he robado!

-Descuida, que yo le contaré la verdad a mi administrador, encargándole que te aconseje y dirija en todo. Ahora vete a cenar y a dormir...

Y, hablando de esta manera, Fabián penetró aceleradamente en su casa.

Juanito, más absorto y maravillado que nunca, le siguió con los ojos hasta que lo vio desaparecer.

Guardóse entonces el dinero, y murmuró con gravedad, encaminándose a la cochera:

-Pues, señor, no tengo más remedio que cumplir la orden... ¡Iréme a Lugo y buscaré novia!



Parte II. Los protegidos de Lázaro[editar]

Fabián había subido entretanto a sus habitaciones, escrito apresuradamente una esquela, puéstose una capa, cogido cuanto oro y billetes del Banco encontró en sus gavetas (reuniendo así una cantidad de cinco o seis mil duros), y bajado de nuevo la escalera, diciendo al paso a sus criados:

-Llevad ahora mismo esta carta a casa de mi administrador. Si viniese alguien a buscarme, decidle que infaliblemente estaré aquí a las nueve de la mañana. No me esperéis esta noche.

-Advierto al señor conde, por si piensa ir al baile de máscaras -observó el ayuda de cámara-, que se le ha olvidado ponerse de frac...

Fabián se sonrió de nuevo amargamente, y no contestó ni una palabra.

-Irá a jugar... -expusieron sucesivamente algunos criados, cuando el joven hubo salido a la calle.

-Yo creo más bien -dijo el cocinero- que irá a escalar el convento en que está encerrada su futura esposa... ¡Todavía apuesto doble contra sencillo a que no se casa!

-¡Qué se ha de casar! -exclamaron los otros.

Fabián se dirigía entretanto a casa de Lázaro, temblando a la idea de si habría muerto, o de si no estaría en Madrid, o de si no le recibiría a aquella hora, o de si no le haría justicia después de oírle.

Según ya sabemos, la casa de Lázaro a secas se hallaba situada en una triste y herbosa calle del antiguo Madrid, a espaldas de la iglesia de San Andrés, paraje que, todavía hoy, se asemeja más a ciertos melancólicos barrios de Ávila o de Toledo, que al resto de la capital de la moderna España...

Llegado que hubo el joven a aquella silenciosa calle, se paró delante de un edificio (que bien podía haber sido palacio en la Edad Media, y cuyo portón, casi todo cubierto de enormes clavos, estaba cerrado como una tumba); y, empuñando una de sus macizas aldabas, llamó fuertemente.

Pasó mucho rato sin que contestaran... En cambio se abrió la única ventana de una casucha que había frente por frente del severo caserón, y Fabián vio que alguien le observaba desde allí, bien que procurando recatarse de la luz de la luna.

Aquella maniobra le pareció a nuestro joven muy propia de un barrio tan solitario y quieto, por lo que, encogiéndose de hombros con indiferencia, llamó otra vez al ferrado portón.

Cerróse entonces la ventana, y un momento después se abrió la puerta de la misma casilla, y apareció bajo su dintel un mancebo vestido de chaqueta, el cual avanzó lentamente hacia el conde en ademán confiado y pacífico.

Tampoco se alteró entonces Fabián, por grande que fuese su extrañeza, y se limitó a bajarse el embozo de la capa y levantar el rostro hacia la luna, a fin de que el desconocido saliese de su error, si por acaso lo había confundido con otra persona.

Pero sucedió a la inversa; pues el mancebo, que apenas tendría dieciséis años, exclamó en el mismo instante, haciendo un reverendo saludo:

-¡No me había equivocado!... ¡Y cuánto me alegro, señorito Fabián, de que vuelva usted a acordarse de mi padrino! ¡Si viera usted que solo estuvo durante su enfermedad del año pasado!... Mas ¿qué es esto? ¿No me conoce usted?

-No recuerdo... -contestó Fabián.

-Yo soy Pepe, el hijo del zapatero de viejo que trabaja de día en este portal... ¿No se acuerda usted? ¡Yo soy aquel chiquillo a quien don Lázaro enseñaba a leer y escribir!... Hoy doy yo lecciones a los muchachos del barrio, y ayudo a mi padre a sostener la familia... ¡Ah! ¡Don Lázaro fue siempre muy amigo nuestro!... Así es que, cuando vino tan malo cierta noche (por ahora hace un año), mi padre y yo ayudamos al portero y al aguador a curarlo y asistirlo... Una noche lo velaba el aguador, y yo lo velaba otra... Por cierto que, en el delirio de la calentura, todo era llamarlo a usted y nombrar a don Diego... Pero ¡qué!, ¡si parece que se han dado ustedes cita! El señorito Diego, después de más de un año de no parecer tampoco por aquí, ha pasado hoy toda la tarde con don Lázaro...

Fabián tembló al oír esa noticia.

-¿Y se ha marchado ya? -preguntó con honda inquietud.

-Sí, señor... Pero no tenga usted cuidado, que quedó en volver.

-¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién te lo ha dicho? -interrogó el joven con el mayor espanto.

-¡Le diré a usted!... -contestó el mozuelo-. Subía yo la escalera del palacio después del toque de oraciones, pues soy el encargado de repartir cada día las sobras de la comida de don Lázaro a los más necesitados de esta calle, cuando vi que don Diego se despedía de mi padrino, diciéndole: «No es menester que vayas a mi casa, yo vendré a verte.» Y por eso lo sé.

-¡Dios mío! -pensó Fabián, inclinando la cabeza-. ¡Ya se han coligado en mi daño!

-Pero, a todo esto... -continuó su interlocutor-, no sabe usted todavía por qué estoy aquí... Estoy aquí porque, al oír llamar tan a deshora en casa de mi padrino, recelé si sería alguna persona que viniese de malas... ¡Ah! ¡Yo daría con gusto mi vida por ahorrarle el más ligero sinsabor a don Lázaro!... ¡Es tan bueno! ¡Ha hecho tanto por mi padre y por mí!... Pero ya se oyen los pasos del portero, que baja... Sin duda el pobre viejo había subido a consultar si abría o no abría la puerta... ¡Oh!, ¡no haya temor!, ¡tenemos bien guardado a nuestro rey, al padre de los pobres, al justo entre los justos! Ya está el portón abierto... Muy buenas noches, señor don Fabián.

-Buenas noches, amigo mío... -respondió el aristócrata con mansedumbre-. Gracias por todo.

Y separóse del hijo del zapatero, murmurando melancólicamente:

-¡Y Diego y yo hacíamos burla de Lázaro porque prefería enseñar a ese joven a leer y escribir, al gusto de ir con nosotros al teatro!... ¡Cuánto le envidio hoy el cariño y el agradecimiento que aquella buena acción ha engendrado en el alma de su discípulo!... ¡Ah!, ¡yo no tengo quien me quiera de ese modo! ¡Verdad es que yo no he hecho en este mundo nada de que poder ufanarme!

Entró luego en el portal de la vetusta casa, donde el anciano portero lo acogió no menos jubilosamente que el flamante profesor de primeras letras.

-¡Gracias a Dios!... ¡Conque es usted!... -exclamó besándole las manos-. ¡Qué contento se va a poner mi señor!... ¡Y qué falta le ha hecho usted durante el último año! ¡Creí que se me moría! Pero ya se ha apiadado Dios de nosotros, y la alegría comienza a entrar en esta casa... ¡Todos..., todos vuelven en busca del varón ejemplar a quien he visto nacer, y que hoy me infunde tanta veneración y reverencia como si fuera mi padre! ¡Qué hombre, señor don Fabián, qué hombre!... ¡Cada día es más santo! ¡Cada día le queremos más los pocos que tenemos la dicha de verlo y de oírlo!

Fabián pensó en sus propios criados, y en la manera despreciativa y zumbona con que lo habían recibido ya dos veces aquel día (suponiéndole entregado de nuevo a criminales placeres, cuando acababa de abrir al dolor y a la virtud las puertas de su alma), y no pudo menos de decir en alta voz:

-¡Cada cual recoge en este mundo el fruto de sus obras! ¡El hombre de bien cosecha bendiciones, y el perverso y libertino, maldiciones y calumnias, engendradas por el escándalo!

-¡Así es! -contestó el portero, mientras que Fabián Conde subía la ancha y ruinosa escalera del palacio con tanto miedo como sonrojo.

Todavía halló a otro antiguo protegido de Lázaro antes de llegar al piso principal... Aquel ser fue aún más expresivo que el adolescente y que el portero; pues, no bien reconoció a nuestro joven, comenzó a hacerle caricias y fiestas, como dándole también las gracias y la bienvenida.

Era el perro favorito de Lázaro; aquel perro durante cuya enfermedad se abstuvo el entonces llamado hipócrita de ir con Fabián y con Diego a una jira campestre...

Por último, en lo alto de la escalera, aguardaba a Fabián un hombre con los brazos abiertos...

Pero (¡oh sorpresa!, ¡oh asombro!, ¡oh inesperado lance del destino!) ¡aquel hombre no era Lázaro!, ¡aquel hombre no era el antiguo amo de la casa, en favor de cuya virtud o inocencia iba declarando todo el mundo!...

Por el contrario, ¡aquel hombre era el famoso acusador de Lázaro, su enemigo, su terrible juez, el joven americano, en fin, que lo apellidó «infame, seductor, desheredado y cobarde» la tremenda noche en que logró arrancarle cierto misterioso retrato!

Es decir, aquel hombre era el marqués de Pinos y de la Algara. [



Parte III. Donde se demuestra que Lázaro no era hijo de su portero[editar]

Fácil es imaginarse la estupefacción de Fabián al verse recibido en tal casa por aquel mancebo, a quien suponía allende los mares...

Éste lo abrazó triste y gravemente, y le dijo:

-La Providencia me lo trae a usted, cuando ya desesperaba yo de encontrarlo... ¡Hace ocho días que busco a usted inútilmente por todo Madrid!

-¡Usted me buscaba! -exclamó Fabián con mayor asombro-. ¡Y usted me recibe con un abrazo!... Declaro que no lo comprendo... Por lo demás, todo el mundo sabe quién soy y dónde vivo...

-Recuerda usted, sin duda, al hablarme así -contestó dulcemente el joven-, que cuando nos despedimos aquella triste noche, me honró usted entregándome su tarjeta, aceptación eventual de un reto posible...

-Justamente... -repuso el llamado conde de la Umbría con tanta moderación como dignidad.

-Pues empiece usted por saber que la tarjeta se me perdió aquella misma noche al salir de esta casa...; lo cual me importó muy poco, dado que yo no pensaba en manera alguna desafiarle a usted...

Fabián saludó afectuosamente al marqués de Pinos, el cual prosiguió diciendo:

-Y en cuanto a su nombre de usted... perdóneme, se me olvidó por completo a las pocas horas de ocurrida aquella escena... ¡Tenía yo a la sazón cosas tan horribles en que pensar!

-Pero... ¡en fin!... -insinuó el puntilloso Fabián Conde, cediendo maquinalmente a su belicosa condición.

-A eso voy... Pues bien: como decía, hace una semana que estoy en Madrid, de regreso de Chile, buscando a usted por calles, teatros y paseos, seguro de que no se me despintaría su rostro -o el del otro caballero, que creo se llamaba Diego- si la casualidad me hacía tropezar con ustedes... Pero ¡nada! ¡Todas mis pesquisas eran inútiles! Y como, por otra parte, ni Lázaro ni el viejo portero consentían en darme luz alguna sobre el particular, ya estaba materialmente desesperado, cuando he aquí que ahora mismo, hallándome en el gabinete de Lázaro, entra agitadísimo el tal portero, y le dice: «¡Señor! ¡Señor! ¡Gran noticia! ¡Don Fabián Conde está llamando a la puerta de la calle! ¡Lo he visto por el ventanillo! ¿Abro?» «¡Le esperaba! -responde Lázaro-. Abra usted inmediatamente.» «¡Fabián Conde!... -exclamo yo recordando de pronto que era éste su nombre de usted...-. ¡El cielo me lo envía! ¡Al fin voy a poder descubrirle la verdad!» «¡Te prohíbo que lo veas! ¡Te prohíbo que le hables!» -grita Lázaro tratando de detenerme-. Pero yo soy más ligero que él; salgo de la habitación; cierro la puerta detrás de mí, dejándolo prisionero...; y aquí me tiene usted, pidiéndole por favor que me oiga antes de entrar a ver a mi hermano.

Fabián caminaba de sorpresa en sorpresa, y la última lo dejó un momento sin habla.

-¡Su hermano de usted! -exclamó por último-. ¿Lázaro es su hermano de usted?

-Mi hermano, sí, señor... -respondió el marqués de Pinos con amoroso orgullo-. Pero digo mal... -enseguida, cruzando las manos como si rezara-. ¡Lázaro es mi segundo Dios! ¡Lázaro es el hombre más grande, más digno, más generoso que haya existido jamás en el mundo! ¡Sólo a decírselo a usted y a su amigo Diego he venido esta vez de América, yo, que estampé aquella noche sobre la frente del mártir, y en presencia de ustedes, el hierro infamatorio de una atroz calumnia!

-¡Ah! ¡Dios lo sabe! -prorrumpió Fabián, vivísimamente conmovido-. ¡Dios sabe que, sin necesidad de su testimonio de usted, venía yo esta noche a abrazar a Lázaro y a decirle: «¡Juro que eres inocente!» ¡Lo sabe Dios, repito, y sábelo también el sacerdote a quien acabo de pedir consejo!

-Pero ¿qué? -repuso el joven americano-. ¿Usted conocía ya la verdad? ¿Usted sabía ya que Lázaro no era culpable? ¿Quién se la había dicho a usted?

-¡Mi propio corazón! ¡Mis propias desventuras! ¡La fe..., la misma fe que pido a Dios inspire a todas las almas para leer en el fondo de la mía!... ¡Ah! ¡Pobre Lázaro!... ¡Quiero verle, quiero pedirle perdón, quiero estrecharlo entre mis brazos!...

-Ya le verá usted... Pero antes debo referirle gravísimos secretos que el generoso Lázaro no contaría jamás...

-¡Ah, señor marqués!... ¡Yo no merezco saber nada!... Yo no tengo derecho a recibir cuentas de nadie... -expuso Fabián con amargura-. ¿Olvida usted acaso lo que me sucede?

-Lo ignoro de todo punto, amigo mío...

-¡Pues qué! ¿No ha visto usted aquí esta tarde a aquel Diego a quien conoció cuando a mí?

-¡Cómo! ¿El otro caballero ha estado también acá hoy?... ¡Luego con él ha sido con quien ha pasado Lázaro toda la tarde encerrado en su gabinete!... ¡Cuánto siento no haberlo sabido! ¡Le habría dado las mismas explicaciones que voy a darle a usted, y que abruman hace tres meses mi conciencia!

-¿De modo -insistió Fabián- que Lázaro no le ha contado a usted cosa alguna? ¿De modo que ignora usted lo que me pasa?

-¡Se lo aseguro bajo palabra de honor! ¡Ah! Mi hermano es un sepulcro..., no sólo para ocultar los secretos propios, sino para guardar los ajenos... ¡Mi hermano es un mar insondable de callados y sublimes dolores! ¡Mi hermano se parece a aquellos volcanes muertos de la olvidada Etruria, cubiertos hoy de agua, al través de cuyo inmóvil cristal se transparentan melancólicas ruinas de templos y ciudades! ¡El alma de mi hermano es inmensa y muda como la Eternidad, en que piensa a todas horas!

-¡Dios mío! ¡Y yo pude desconocerle tanto tiempo! -gimió Fabián-. ¡Y yo pude hacer escarnio de sus saludables máximas! ¡Y yo pude atribuirlas a hipocresía!¡Y yo lo maltraté inicuamente!...

-¡También yo! -repuso el joven chileno con mayor amargura-. ¡Y todo hubiera seguido en el mismo estado; nosotros calumniándolo y escarneciéndolo, y él sufriendo con paciencia nuestra injusticia, si Dios no se hubiera encargado de rehabilitarlo a mis ojos, y si yo no estuviese dispuesto, como lo estoy, a desgarrar todas las fibras de mi corazón refiriéndole a usted la gloriosísima historia del héroe a quien escupí en el rostro aquella noche!...

-¡Me asombra usted! -exclamó Fabián-. ¿Qué es ya mi merecido infortunio al lado del martirio? ¿Qué es ya la penitencia que tengo que cumplir, comparada con los inmerecidos tormentos que hemos hecho padecer a Lázaro? ¡Hable usted! ¡Hable usted! ¡Dios me depara esta lección y este ejemplo para fortalecer mi angustiado espíritu!...

-Sígame, pues, y escuche...; ¡que cuanto usted se imagine será poco al lado de la verdad!

Y, así diciendo, el marqués de Pinos condujo a Fabián a un aposento inmediato y le habló de la manera siguiente:



Parte IV. El desheredado[editar]

«-Lázaro y yo somos hijos del opulento marqués de Pinos y de la Algara, natural de la isla de Puerto Rico y muerto en Chile hace dos años.

»El marqués estuvo casado dos veces: la primera, con una irlandesa de origen, nacida y criada en esta misma casa en que nos hallamos, e hija única del ya entonces difunto barón de O'Lein, emigrado de las Islas Británicas a consecuencia de sus exaltadísimos sentimientos católicos... De este primer matrimonio, que apenas duró año y medio, nació Lázaro, quien heredó, por consiguiente, el título de barón, el caudal, no muy importante, a él anejo, y este ruinoso palacio, comprado por el barón de O'Lein cuando se estableció en España.

»Muerta la madre de Lázaro, pero no todavía su abuela materna, obtuvo ésta del marqués de Pinos que dejase a su cuidado al tierno infante, quien fue educado primeramente en Madrid y después en un colegio católico de Irlanda, de la manera aprovechadísima que habrá usted podido notar en sus relaciones con mi sabio hermano.

»Había regresado entretanto a América el marqués de Pinos, y pasado a establecerse a Chile, donde muy luego contrajo segundas nupcias con una hermosísima criolla, que apenas tendría catorce años, de quien nací yo a esta triste vida...

»Perdóneme la emoción que me embarga. ¡Acabo de nombrar a mi madre..., y es horrible todo lo que tengo que contar respecto de ella!... Pero me lo manda Dios...; me lo mandó ella misma en su lecho de muerte...; el austero sacerdote que la asistió en su última hora la absolvió únicamente a condición de que yo publicaría sus culpas..., y ¡gracias que luego obtuve de aquel mismo sacerdote el que esta publicidad se redujese a los límites que le marcara Lázaro, el calumniado Lázaro, para desagravio de su honra!... Lázaro ha sido tan grande y tan generoso, que ha renunciado por completo a semejante satisfacción...; pero yo juzgo que, cuando menos, debo sincerarlo a los ojos de las dos personas en cuya presencia lo insulté y atropellé aquella infausta noche... No extrañe usted, pues, ni censure el oírme, como me va a oír, hablar de mi desdichada madre... ¡Cumplo una penitencia en su nombre!...

»Conque prosigo...»

-Permítame usted... -interrumpió Fabián Conde, quien oía al joven chileno con un interés y una ansiedad imponderables-. Aquel sacerdote... ¿era un anciano jesuita, llamado el padre Manrique?

-No, señor. Aquel sacerdote es joven todavía, y se llama el padre González. En cuanto a lo de jesuita, tengo seguridad de que lo es...

-Continúe usted..., y perdóneme la interrupción... -repuso Fabián-. ¡Hay tales analogías entre mis desgracias y las que adivino detrás de las salvedades que acaba usted de hacer; concuerdan y armonizan de tal modo los preceptos de aquel confesor con los que acaba de dictarme el padre Manrique, que me pareció que ambos sacerdotes eran uno solo!...

-Y uno son, en efecto...-replicó el marqués con gravedad superior a sus años-. En la Compañía de Jesús no hay más que un alma...: el alma de San Ignacio de Loyola.

Fabián miró al adolescente con cierta extrañeza.

-¿Qué? -dijo éste, recogiendo aquella mirada-. ¿Le causa a usted asombro que hable así el aturdido mozuelo que alborotó esta casa el año pasado? Pues sepa usted que consiste en que, desde la muerte de mi madre, ocurrida hace tres meses, me parece que he llegado a la vejez... Así es que sólo pienso en Dios y en mi alma...

-¡También usted! -suspiró Fabián de una manera indefinible.

Y los dos jóvenes quedaron contemplándose melancólicamente, hasta que, por último, dijo el marqués de Pinos:

-Continúo:

«Hace cinco años, cuando apenas tenía yo quince, mi padre nos anunció a mi madre y a mí que Lázaro llegaría a Chile al cabo de unos días, para vivir ya en adelante con nosotros. El joven barón de O'Lein (quiero decir, Lázaro) acababa de perder a su abuela materna; había terminado su carrera de ingeniero; hallábase solo en el triste suelo de Irlanda, y mi padre ardía en deseos de conocer a aquel otro hijo, a quien no había vuelto a ver desde que le dejó en la cuna, pero respecto del cual había recibido siempre los informes más laudatorios. Según aquellos informes, Lázaro era un prodigio de hermosura, de talento, de instrucción. Su retrato confirmaba el primer punto; tocante a los otros dos, sus cartas daban claro testimonio de que tales elogios no eran sino muy merecidos. Celebraban también sus profesores y algunos antiguos amigos de mi padre su severa moralidad, su fuerza hercúlea y su denodado valor, contando a este propósito muchos rasgos que lo honraban y enaltecían a todas luces.

»Semejantes noticias entusiasmaron poco a poco a mi padre, al extremo de inquietar a su esposa con relación a mí. ¡Había yo sido hasta entonces el ídolo y encanto del marqués, a quien no sin justicia hubiera podido acusarse durante muchos años de no recordar que en Europa tenía otro hijo...; y mi madre, al ver la súbita adoración que se despertó en el alma de su marido hacia aquel fruto de sus primeras nupcias, temió que yo perdiese terreno en el aprecio paternal... y que ella misma fuese pospuesta al recuerdo de la primitiva consorte!...

»No amaba mi madre a mi padre... (¡Ay Dios!... ¡Llegó el momento de las confesiones dolorosas!) No lo amaba, digo, como él a ella... Él estaba materialmente hechizado por la peregrina hermosura de aquella hija de los Andes y de las brisas del Pacífico; pero ya era casi viejo, y mi madre sólo veía en él al aristócrata que había halagado su orgullo ennobleciéndola; al millonario que, por obtener una sonrisa, ponía a sus pies todos sus tesoros, como un esclavo ante una sultana, y al padre, loco de amor por el hijo habido en ella, cuanto descastado e insensible para con el que otra mujer le había dado.

»Todo esto lo he discernido o me lo han contado últimamente... Pero cuando Lázaro llegó a Chile, y, aun después, cuando yo vine a Madrid el año anterior, todavía estaba a ciegas respecto de los verdaderos sentimientos de mi madre... ¡Era mi madre..., y yo la creía perfecta!... ¡Yo la idolatraba, como ella a mí!... ¿Por qué no morí entonces?...

»El mero anuncio de que Lázaro iba a vivir con nosotros, produjo en mi casa horrorosas reyertas... Pero mi padre se mantuvo firme por primera vez ante la tiránica voluntad de su esposa, y yo principié a sentir odio hacia aquel desconocido hermano mío, que abortaba el infierno para hacer derramar a mi madre las primeras lágrimas...

»Llegó Lázaro finalmente..., y, con gran asombro, vi que lejos de tomar incremento la disensión doméstica, calmóse como por ensalmo. Mi padre lo atribuyó (y así solía decirlo) a la bondad y al talento del joven barón, 'que había desarmado los celos MATERNALES de su madrastra'; y en cuanto a mi madre, reparé que, efectivamente, dejó de hablarme mal de mi hermano, con quien, lejos de ello, se mostraba solícita y cariñosa...

»¿Qué le diré a usted relativamente a la persona misma de Lázaro? Usted lo conoce hace tiempo; ¡pero había que verlo entonces, cuando todavía no estaba amargado por la vida! Como figura material era un querubín, y su corazón rebosaba la alegría y la dulzura que hoy le faltan, y que suple su resignación infinita. Gracioso, confiado, afable con todos, sabio y modesto en sus discursos, y fácil y complaciente cual si no tuviese gusto propio, no tardé en verme prendado de él, en tanto que él me demostraba un cariño casi paternal, como en compensación del que me hubiese retirado mi padre.

»Así las cosas, y cuando apenas haría un mes que estaba entre nosotros, desapareció mi hermano súbitamente, sin despedirse de nadie y sin que se adivinaran el motivo de su fuga ni el lugar adonde se había encaminado. Nadie le vio partir...; por lo que, durante dos o tres días, temióse que los indios próximos a nuestra hacienda lo hubiesen sorprendido en la hamaca donde solía dormir las primeras horas de la noche bajo un dosel de pomposos árboles...; o que, habiéndose internado en las selvas vecinas, lo hubiesen devorado los jaguares...

»Todo era, pues, en la casa lágrimas y sollozos, pesquisas y conjeturas, cuando mi madre, que no había llorado ni gemido por aquella aparente desgracia, sino limitádose a consolar a mi padre, llegóse a él con una carta abierta en ocasión que yo estaba presente, y le dijo con indignado acento:

»-El cartero acaba de traerte esta carta de Lázaro, fechada en Valparaíso. Yo la he abierto por si contenía alguna mala nueva; pero no dice nada que pueda inquietarte ni afligirte, sino, por el contrario, te da una buena noticia.

»-¿Qué noticia? -preguntó mi padre, lleno de ansiedad.

»-La de que el peor de los hijos y el más infame de los hombres, en lugar de levantarse la tapa de los sesos después de la indignidad en que incurrió hace pocos días, se ha contentado con librarnos de su presencia, embarcándose para Europa.

»-¿A qué indignidad aludes? -gritó mi padre con mayor agitación-. Retírate, Juan... -prosiguió, dirigiéndose a mí-. Tu madre y yo tenemos que hablar solos...

»-¡Quédate, hijo mío!... -exclamó al mismo tiempo mi madre-. ¡Yo te lo mando! Ya eres un hombre, y necesito que sepas de hoy para siempre quién es el hermano que tienes en el mundo, por si vuelves a tropezar con él durante tu vida...

»Yo obedecí y me quedé.

»-¡A ver esa carta! -había dicho mi padre entretanto, apoderándose de ella-. ¡Sepamos lo que dice! ¡Tus palabras y tu rostro me llenan de terror!

»La carta decía así:

»'Padre de mi corazón: Perdóneme usted el desacato de mi fuga... He querido ahorrarle a usted la aflicción de una despedida acaso eterna. No me avengo a vivir en Chile, y salgo para Europa en un vapor que estará cruzando los mares cuando llegue a usted esta carta.

»'Adiós, padre mío. Reciba usted toda el alma de su hijo,

LÁZARO.'

»-Fáltame ahora... -dijo mi padre cuando hubo acabado de leer, y pudiendo a duras penas contener el llanto-; fáltame ahora enterarme de esa indignidad a que te refieres.

»-Te la diré en una sola frase; pues hay palabras que abrasan los labios... '¡Tu hijo Lázaro me ha requerido de amores!'

»-¡Jesús! -exclamó mi padre.

»Y quiso levantarse; no pudo tenerse, y cayó otra vez en el sillón como muerto.

»Yo corrí hacia mi madre; la estreché entre mis brazos, y le dije:

»-¡Dime si quieres la cabeza del infame! ¡Yo iré por ella a Europa y la arrojaré a tus plantas!

»Mi madre me miró con inmensa ternura... Sonrióse dulcemente, y cubrió mi rostro de besos.

»-No es menester... -me dijo-. ¡Bien castigado está!

»Al día siguiente de esta escena, mi padre nos leyó a mi madre y a mí una carta que escribía a Lázaro, concebida en estos términos:

»'Monstruo, a quien llamé hijo:

»'Has atentado a la honestidad de mi esposa, es decir, a la honestidad de tu madre.

»'Si yo no me debiera a su amor y al de mi verdadero hijo, correría todo el mundo para quitarte la vida que te di.

»'Pero estoy enfermo, o más bien herido de tu parricida mano; conozco que moriré muy pronto, y quiero lanzar el último suspiro al lado de los que me aman.

»'No escaparás, sin embargo, a mi justa cólera, pues el cielo se encargará de vengarme; y para que así lo haga, yo te maldigo una y mil veces, renegando de ti a la faz de Dios y de los hombres.

EL MARQUÉS DE PINOS Y DE LA ALGARA.'

»Cuando mi padre hubo acabado de leer esta formidable carta, y en medio del terror que me produjo, oí que mi madre le decía:

»-¡Ten entendido que el inicuo te escribirá defendiéndose, mintiendo, calumniándome, desgarrándote el corazón con nuevas heridas!...

»-¡Yo no leeré sus defensas!... ¡Yo no abriré sus cartas... -contestó mi padre en el colmo de la indignación-. ¡Para mí ha muerto ya el réprobo! ¡Al maldecirlo, como lo he maldecido, lo he matado en lo profundo de mi alma!

»¡Asómbrese usted! ¡Pasaron meses..., pasó hasta un año, y Lázaro no contestó a aquella carta!... ¡Y, sin embargo, era indudable que la había recibido..., pues mi padre se la envió duplicada a los cónsules de Chile en Dublín y en Madrid, y este último se la entregó en su propia mano!

»Por el mismo cónsul supimos mi madre y yo (mi padre no volvió a hablar ni a permitir que le hablaran de Lázaro) que el mísero se había establecido en Madrid, en la casa donde estamos; que no usaba su título de barón de O'Lein, ni hacía ostentación del mediano caudal, más que suficiente para un hombre solo, que había heredado de su madre, y que no tenía otra servidumbre que un antiguo criado de sus abuelos maternos, encargado hacía ya medio siglo de la portería de esta especie de palacio encantado.

»Mi padre no volvió a gozar día de salud después del horrible suceso que acabo de referir, y al cabo de dos años murió de tristeza y consunción. Su último aliento fue para murmurar de una manera espantosa: '¡Yo le maldigo!'

»Finalmente: cuando quince días después se abrió su testamento en consejo de familia, y hallándose también presente el cónsul español (pues mi padre conservó siempre su primitiva nacionalidad), viese que contenía esta tremenda cláusula, escrita al tenor de una Ley de Partida:

»'AL ADÚLTERO, INCESTUOSO, PARRICIDA, QUE NO MERECE SER HIJO MÍO, LÁZARO DE MONCADA, HABIDO EN MI MATRIMONIO CON LA DIFUNTA BARONESA DE O'LEIN, DESHERÉDOLO POR EL AGRAVIO QUE ME HIZO ATENTANDO A LA HONESTIDAD DE SU MADRASTRA, MI MUY QUERIDA ACTUAL ESPOSA.'

»Sabrá usted, señor don Fabián, que, para la validez de los heredamientos, es preciso que el testador o el heredero ganancioso prueben la justa causa de tan terrible disposición, y que, por ende, quédale siempre al desheredado el derecho de interponer la acción de inoficioso testamento... Pues bien: Lázaro, a quien se notificó debidamente la última voluntad de mi padre, no reclamó, no protestó, no dijo una palabra siquiera, ni en los tribunales ni fuera de ellos..., todo esto con gran asombro de mi madre y mío, que temíamos vernos envueltos en litigios interminables.

»Este proceder de Lázaro irritaba más y más el odio de mi madre hacia él; y aun yo mismo, atribuyendo a desprecio o a falta absoluta de sentido moral aquella glacial indiferencia, soñaba con venir a Europa a pisotear al que parecíame entonces una venenosa serpiente...

»Otra razón me impulsaba a venir en busca de Lázaro, y era el deseo de recobrar un magnífico retrato de mi pobre padre, hecho por uno de los más afamados pintores de Madrid, cuando el marqués de Pinos estaba casado con la baronesa de O'Lein, retrato que pertenecía a esta casa; que se hallaba, por consiguiente, en poder del desheredado, y a cuya posesión me creía yo con mejor derecho que él.

»Aquí entra, en el orden cronológico de los sucesos, la terrible escena que usted y Diego presenciaron aquella noche, y la cual queda (pienso yo) suficientemente explicada y aun justificada por lo que a mí toca. Voy a desvirtuarla ahora con relación a Lázaro..., y ¡téngame Dios en cuenta el dolor que ha de causarme lo que me queda por referir!...

»Cuando regresé a Chile portador del retrato de mi padre y con la cruel satisfacción de haber visto a mis plantas al hombre a quien tanto aborrecía entonces, mi madre, que había hecho esfuerzos inmensos para impedir mi venida a Europa, quedó profundamente sorprendida al oírme contar los pormenores de mi entrevista con Lázaro...

»'-Y ¿no se ha defendido? -me preguntaba con insistencia-. ¿No me ha acusado a su vez? ¿No me ha calumniado? ¿No ha negado siquiera la veracidad de mi delación?

»'-¡Nada, madre mía!... ¡No ha hecho más que llorar y arrastrarse por los suelos! ¡Es tan cobarde como malvado! Lo único que no acierto a explicarme es el empeño que ponía en conservar el retrato de aquel mismo padre a quien tan villanamente había ofendido... ¡Todo le importaba poco con tal que le dejase el retrato..., y eso que lo tenía arrollado y escondido en un armario, como arrumbado objeto o como hurtada prenda que no se atrevía a lucir...'

»Mi madre guardó silencio...; dijo que se sentía indispuesta, y se retiró a sus habitaciones. Aquel día no comió. Al otro se quedó en la cama, e hizo llamar al médico. El médico la halló bien, y le dijo que sólo tenía una poca pasión de ánimo... ¡Pero pasión de ánimo fue, que minó poco a poco su salud y marchitó su hermosura; que la hizo encanecer en pocos meses, cuando no contaba treinta y cuatro años; que pronto le causó una total inapetencia, como la que había padecido mi padre, y que acabó por producirle una consunción mucho más rápida y desastrosa!...

»No tardó, pues, en llegar la hora de su muerte...

»Aunque nunca había sido muy devota... (¡he dicho a usted que tengo la obligación de contárselo todo!), ya hacía una semana que había pedido confesión y que el padre González celebraba con ella largas conferencias de día y de noche..., mas sin que por esto se procediese a administrarle el Viático..., lo cual hacía suponer que la confesión no se había formalizado o no se había concluido... Pero llegó, repito, su última hora, y entonces el padre González, que llevaba aquel día mucho tiempo de estar encerrado con la moribunda, y a quien ya se había oído gritar varias veces: '¡Hermana, mire usted que luego será tarde para obtener la absolución!', salió al fin de la alcoba y me participó que mi madre deseaba confesar un gran pecado en presencia mía y de siete testigos...

»¡Permita usted a mi sonrojo suprimir detalles y circunstancias!... La confesión pública de mi madre se redujo a decir: que Lázaro era inocente; que ella se enamoró perdidamente de él tan luego como le vio y le oyó hablar; que ella fue también quien una noche (la misma noche en que se fugó mi hermano) se acercó a la hamaca en que éste dormía al aire libre, y lo requirió osadamente de amores..., y que, horrorizado Lázaro, dio un grito diciendo: '¡Ah, pobre padre mío!¡No sepas jamás cuán desgraciado eres!...', y huyó como José, dejándola loca de amor y de espanto...

»Después de esta horrenda confesión, tornó los ojos hacia mí la que me había llevado en sus entrañas, y me dijo:

»'-No como madre tuya..., pues no merezco invocar tan sagrado título, sino como pecadora que va a comparecer ante el tribunal de Dios, te pido que me perdones, y que vayas a España a impetrar para mí el perdón de Lázaro... ¡Rehabilítalo; devuélvele su limpio honor, su título y su hacienda!...; y si para lograrlo es menester publicar mi pecado a la faz de todos los hombres, publícalo, Juan de mi alma, publícalo...; que el mundo te bendecirá por ello, como yo te bendeciré desde el cielo... cuando Dios me haya perdonado...'

»'-¡Yo te perdono en su nombre!' -exclamó entonces el padre González.

»Y la absolvió en nuestra presencia...

»Mi madre inclinó la frente y exhaló el último suspiro.»


Cuando Juan de Moncada (que no ya para los lectores el marqués de Pinos) pronunció esta postrera frase, faltábale también el aliento... Lanzó, pues, un gemido y sepultó la cabeza entre las manos.

Fabián se había puesto de pie, y revelaba en su semblante una admiración, un entusiasmo, una plenitud de sublimes emociones, tal posesión, en fin, de su propio espíritu, que parecía un vencedor en el momento de la apoteosis...

-¡Existe el alma! -pronunció llevándose ambas manos al pecho, dilatado como si fuese a estallar-. ¡Existe el alma! ¡La siento aquí!... ¡Siento que se abrasa de celos, de emulación, de noble envidia por hacer lo mismo que ha hecho el alma de Lázaro! Pero ¡Dios de bondad!, ¡cuánto más amarga era su situación que la mía!... ¡Él había sido siempre bueno!, ¡él tenía derecho a que lo creyeran!, ¡él podía defenderse!... ¡Y él abrazó voluntariamente el martirio!... ¿Estaba, por ventura, obligado a tanto?

El hermano del desheredado levantó la cabeza y exclamó:

-¡Óigale usted respecto a eso! ¡Hay que oírlo, como lo he oído!... ¡El propio Jesús parece hablar por sus labios, como habló un día por los del insigne autor de La Imitación!

-¡Oh!, ¡se lo suplico a usted!... ¡Vamos ya! ¡Vamos a verle! -exclamó Fabián Conde, encaminándose a la puerta.

-Lo verá usted solo. Yo no debo importunar a ustedes... Además..., ¡mi corazón está chorreando sangre después de cuanto acabo de referir!... Sígame usted.

Y, dichas por Juan estas palabras, salieron ambos jóvenes de aquel aposento, cruzaron varios salones, y llegaron a uno, delante de cuya puerta se detuvo Fabián reverentemente.

-Lo recuerdo... -dijo-. ¡Este es su cuarto!

Y pasó delante de su guía.

Pero Lázaro no estaba allí.

Juan, que entraba entonces dando muestras de igual respeto, señaló a una puertecilla algo disimulada que había a la mitad de aquel salón, y murmuró en voz baja:

-Por aquí, señor don Fabián... Yo me retiro. Arriba hallará usted cerrada la puerta (pues ya he dicho que me ha sido forzoso aprisionar al calumniado para que me deje defenderlo); pero la llave está en la cerradura... Muy buenas noches...

-Advierto a usted -observó Fabián delicadamente- que ni Diego ni yo hemos entrado nunca ahí... y que, por el contrario, varias veces creímos notar que Lázaro nos vedaba con su actitud hasta el hacernos cargo de que existía esa puerta...

-¡Aquellos eran otros tiempos! -respondió el adolescente-. Pase usted sin cuidado... ¡Lázaro no tendrá ya secretos para usted, pues que yo acabo de contarle a usted todos los de su gloriosa vida!

Y con esto saludó otra vez a Fabián, y se retiró por donde había venido.

Fabián empujó la puerta misteriosa.


Parte V. Entre la tierra y el cielo[editar]

Al lado de aquella puerta había una reducida estancia, desamueblada completamente, en medio de la cual se veía una escalera de caracol, de madera y hierro, por cuyo extremo superior comenzaba a vislumbrarse alguna claridad...

Fabián subió aquella escalera, y, a su remate, se encontró en otra estancia, también desamueblada. Sobre el pavimento había una linterna encendida cerca de una segunda puertecilla, cuya llave estaba puesta.

No obstante las graves preocupaciones que embargaban su ánimo, el antiguo libertino recordó sin duda la viva curiosidad que a Diego y a él les había inspirado en otro tiempo aquella parte de la casa, y los mil comentarios y conjeturas que habían hecho acerca de lo que Lázaro pudiese tener guardado allí... Ello es que contempló supersticiosamente la puertecilla, y dijo:

-Todo llega en este mundo... ¡Al fin voy a salir de dudas!

Y, desechando rápidamente la llave, abrió.

Pero el cuadro que apareció ante sus ojos lo maravilló de tal manera, que se detuvo un momento, sin atreverse a pasar adelante...

Érase una especie de urna de cristal, de colosales proporciones, inundada por la luz de la luna y tachonada por todas las estrellas y luceros de una noche clarísima. El fulgor del astro melancólico rielaba en una y otra vidriera, produciendo reflejos de deslumbradora plata, o hacía brillar una multitud de rutilantes discos y de tendidas columnas de oro. Es decir (hablando en puridad): era un gabinete de cristales construido sobre una azotea, o más bien sobre la plataforma de una torre, y que dejaba ver el cielo, no sólo por la techumbre, sino también por las cuatro paredes. Era, en fin, un observatorio astronómico en toda regla, y, por tanto, aquellos misteriosos discos y tendidas columnas de oro no pasaban de ser enormes relojes siderales, cronómetros, telescopios, investigadores, heliómetros, teodolitos, esferas, meridianos y otros instrumentos con que los geógrafos del cielo buscan los astros, los siguen, los estudian, los miden, averiguan su composición física, los pesan, y forman exacto juicio de sus movimientos, de sus órbitas, de sus estaciones y de todas las leyes de su naturaleza y de su destino.

Era, pues, aquella celda aérea una morada que no tenía relación con nuestro mundo; una estación fuera de la tierra; una especie de antesala del cielo; y en medio de ella veíase a Lázaro de pie, vestido con larga blusa azul, como cualquier obrero, y apoyado en un inmenso anteojo ecuatorial, que salía en gran parte fuera del gabinete por una abertura de las vidrieras, a modo de cañón asomado a la porta de formidable navío...

Decimos que Fabián se detuvo lleno de asombro ante aquel cuadro...

Lázaro se sonreía, mirando afablemente a su antiguo amigo, en tanto que se comprimía con una mano el corazón...

-Entra, Fabián... -prorrumpió al fin el desheredado, mostrando una tranquilidad melancólica y dulce, semejante a la que revela la voz de los convalecientes-. ¡Hace un año que te aguardan los brazos de tu amigo!...

-¡Lázaro! -exclamó Fabián precipitándose en ellos-. ¡Eres tan generoso como yo desventurado!

Lázaro permaneció silencioso y como yerto. Dijérase que perdonaba, pero que no amaba.

Lo comprendió así Fabián, y retrocedió un poco, murmurando:

-Ya sé que Diego ha estado aquí... ¡Pero yo te juro que soy inocente!

-¡Lo sé!... -respondió Lázaro con gravedad-. Y me fundo... en que vienes a buscarme. Cuando hace poco llamaste a mi puerta, estaba yo diciéndome por centésima vez: «Si, como presumo, Fabián es inocente, acudirá a mí en su desdicha... Ahora: si por acaso ha cometido el crimen de que le acusa Diego, no vendrá a verme de manera alguna...» Y he aquí la razón por qué no salí a buscarte tan pronto como se marchó Diego...

-¡Luego tú conoces mi corazón! -prorrumpió Fabián, acercándose otra vez a Lázaro y cogiéndole una mano.

-¡Te conozco, y conozco a Diego!... ¡Por eso os anuncié que me buscaríais!... Lo digo sin ningún género de petulancia, puesto que gano más que vosotros en que nos veamos.

-¡Perdona, Lázaro! -suspiró Fabián, en cuyas crispadas manos yacía inerte la de su amigo-. ¡Perdóname todas mis antiguas injusticias!... ¡Perdona que desconociera tu sublime virtud!

Lázaro inclinó la cabeza con visible fatiga, y repuso amargamente:

-Veo que mi hermano te lo ha contado todo...

-¡Todo, todo, mi buen Lázaro!

-¡Sabe Dios que lo siento!

-¿Por qué? ¿No soy yo también hermano suyo? ¿O imaginas acaso que vengo a verte con alguna mira interesada?

-Pues ¿a qué venías... antes de conocer mi historia?

-He venido porque, al verme calumniado y sin medio alguno de defensa, mi corazón empezó a tener fe en la tuya... Así es que anoche estuve dos o tres veces a la puerta de esta casa... sin atreverme a llamar... He venido porque necesitaba creer para que me creyeran a mí..; porque apetezco creer...; porque «creer» es muy dulce, hermano mío...;porque yo creo ya... mucho más de lo que tú te figuras... He venido, en fin, porque habiéndole contado mi historia a un sacerdote (al célebre padre Manrique, con quien acabo de pasar seis horas), éste me ha dicho que tú me habías dado siempre saludables consejos; que hice mal en no seguirlos aquella noche... (cuando con tanta razón te oponías a que estafase a la opinión pública en el asunto de mi padre), y que, por resultas de todo, debía buscarte y pedirte perdón... ¡A eso he venido, Lázaro; nada más que a eso..., antes de saber, como sé ahora de una manera material, que tú habías hecho previamente cuanto nos aconsejabas a Diego y a mí, y que tú..., no sólo eres de la misma arcilla de los santos, sino tan santo como ellos!

Lázaro estrechó por vez primera las manos de Fabián, y le dijo, mirándolo intensamente:

-¡Conque tú te has confesado!...

-No me he confesado en sentido sacramental de la palabra... Pero le he contado toda mi vida a un sacerdote de la religión en que nací y fui criado..., de la religión del que murió en la cruz calumniado y desconocido...

-Y bien: ese sacerdote, ¿qué más te ha aconsejado que hagas? ¿Qué vas a hacer cuando salgas de aquí... llevándote el perdón que desde luego te otorgo y la fe que no le niego a tu inocencia?... ¡Ya sabrás que Diego está loco de furor; que no hay manera de aplacarlo; que mil apariencias te condenan y que quiere tomar una venganza horrible!

-Lo sé... -respondió Fabián.

-Yo he intentado inútilmente disuadirlo, calmarlo, retenerlo aquí... ¡Él insiste en matarte hoy mismo! «¿Pues a qué has venido a verme si no habías de tomar mis consejos?» -le he dicho con verdadera indignación, sin perjuicio de lo que luego me ocurriera hacer para evitar el duelo. «¡No sé!... -me ha contestado estúpidamente-. He venido aquí, como iré a todas partes, a quitarle la máscara a Fabián Conde.» Estás, pues, perdido..., amigo Fabián..., por lo menos a los ojos del público... Dime, en consecuencia, qué vas a hacer...

-¿Yo? -respondió el interpelado con una sencillez tan grandiosa, que Lázaro lo contempló extáticamente-. ¡Yo no tengo ya nada que hacer en este mundo, sino prestarme a lo que me ha mandado el padre Manrique y a lo que determine Diego! Cuando me vaya de acá no seré ya conde, ni rico, ni aspirante a la mano de Gabriela. Dentro de poco vendrán mi administrador y un notario, y renunciaré a mi título, daré a los pobres el caudal de mi padre, escribiré a Gabriela rompiendo nuestro compromiso, e iré enseguida a ponerme en manos de Diego para que me mate, para que me pisotee, para que me entregue a los tribunales, para que me castigue, en fin, todas mis antiguas faltas, ya que Dios omnipotente lo ha nombrado ministro de su justicia...

-¿Tú vas a hacer todo eso? -exclamó Lázaro, trémulo de entusiasmo y regocijo.

-¿No has hecho tú mucho más? -replicó Fabián Conde.

-¡Oh! ¡Ahora es cuando puedo abrazarte! -gritó aquél con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Ya existes! ¡Ya eres invulnerable! ¡Ya no tienes nada que temer de Diego! ¡Ya es Dios el mantenedor y defensor de tu inocencia!

-¡Lázaro mío! -gimió Fabián con desconsuelo.

-¿Qué? ¿Flaquea todavía el barro mortal? ¿Te duele mucho el sacrificio?

-¡Mucho..., Lázaro de mi alma! ¡Había llegado a adorar de tal modo a Gabriela!... ¡Es tan cruel esta especie de suicidio parcial a que me veo condenado! ¿Qué seré yo sin ella en este mundo?

-¡Sin ella! ¿Qué estás hablando? ¿Quién podrá arrojarla de tu espíritu? ¿Quién podrá impedirle a tu alma que sea suya? Escucha, Fabián: necesito hablarte de mí..., ¡de mí, que amaba a mi padre tanto como tú puedes amar a Gabriela! Vas a saber lo que a nadie he referido..., lo que a nadie pensaba referir... (Y aquí te advierto que Diego ignora completamente mi historia, y que te agradeceré no se la cuentes si llegas a hablar con él... ¡Ay! ¡El mísero, en el egoísmo de su pasión, no ha demostrado siquiera acordarse de las acusaciones que me dirigió en otro tiempo...) ¡Vas a saber, digo, de qué milagros es capaz el alma humana cuando se desliga de la materia! ¡Vas a saber hasta dónde llegan las fuerzas del hombre! ¡Vas a saber quién eres..., o quién puedes ser, y asombrarte de haberte desconocido hasta ahora!... ¡Vas a saber, en fin, cómo vivo yo, y a convencerte de que aún puedes ser muy venturoso!

Lázaro condujo a Fabián a un ángulo de aquella transparente estancia, en el cual había una mesa y una silla: obligólo a sentarse; y, apoyándose él en la mesa, dijo con una voz que parecía salir de lo profundo de su alma:

-«Voy a hablarte de cosas que llenan muchos y muy reputados libros, cuya forma literaria se admira todavía generalmente, pero cuya esencia inmortal empieza a no tener sentido en la moderna Babilonia... Voy a hablarte de los inefables goces que experimenta el alma humana cuando sabe anticiparse a la muerte, separándose del cuerpo, y ponerse en inmediata comunicación y contacto con el creador de todas las cosas visibles e invisibles.

»Comprendo perfectamente que nieguen la posibilidad y efectividad de estos goces aquellas gentes que viven en medio de ruido mundano, atentas al espectáculo social, sin entablar nunca íntimos coloquios con su propia alma, ni escuchar un solo momento los alaridos de su conciencia... ¡Naturalísimo y lógico es que quien regresa a su casa con el corazón lleno de cieno; el que sale del teatro, del festín o de la tertulia con el espíritu prendado de ídolos terrenales, de mundanas hermosuras o de febriles ambiciones; el que acaba de ensangrentarse en sus prójimos, luchando con ellos en la arena de tal o cual asamblea o club político; el que viene, en fin, a disputarles el oro en la casa de juego, la mujer en el sarao, la vida en la pendencia, el honor en la murmuración, el poder en el periódico, la gloria literaria en la revista, o el empleo en las antesalas ministeriales, no pueda de pronto (sólo con abrir y hojear un libro místico... para ver de conciliar el sueño) despreciar la vida que lleva y piensa seguir llevando, y reconocer que hay otra más alta, digna y más feliz, que consiste precisamente en renunciar todo lo que aquí abajo se llama felicidad... Por eso yo, Fabián mío, mientras te vi correr de escándalo en escándalo, no te hablé nunca el lenguaje que te hablo hoy, sino que me limitaba a pedirte que entrases en cuentas contigo propio, apartándote del mal, convencido como estaba de que luego te sería muy fácil renunciar asimismo a los ilusorios bienes de la tierra... Pero hoy que Dios misericordioso, mostrándose parcial en tu favor, no por tus merecimientos, sino por las buenas intenciones de que le has dado pruebas algunas veces, ha hecho por ti lo que tú te resistías a hacer; hoy que la Providencia ha conducido tu libre albedrío, por medio de Gabriela, a apartarte del mal, y, por medio de Diego, a despojarte de todo soñado bien; hoy, en fin, que eres lo que el mundo apellida «desgraciado», y que, por consiguiente, estás ya en aptitud de apreciar y apetecer la verdadera felicidad, voy a descubrirte el fondo de mi alma, voy a asomarte al abismo de mis dolores, para que veas cuán dulcemente, allá abajo, en lo hondo de la sima, entre verdores eternos, está el sumo Dios, departiendo afablemente a todas horas con tu calumniado amigo, con el venturoso desheredado que te habla.

»Empieza, Fabián, por hacerte cargo de cuál era mi situación... antes de conocer tales delicias. Me decías hace poco que te dolía mucho el acto que hoy piensas llevar a término... ¡También me dolió a mí el sacrificio que hice en aras de mi piedad filial! ¡También fue aquello una especie de suicidio! Era yo inocente, como sabes, del crimen que me imputaba mi madrastra; pero no podía defenderme sin acusar a ésta, y su acusación equivalía a herir en mitad del alma al hombre que me dio el ser; era decirle que la mujer de quien estaba locamente enamorado no lo quería, ni merecía que él la quisiera; era demostrarle que estaba deshonrado; era entregar su nombre al ludibrio del mundo...; era, en fin, sacrificar a mi padre para ser yo dichoso, o cuando menos tenido por honrado, en lugar de sacrificarme yo para que mi padre siguiera creyéndose con honra y con ventura... Opté por mi sacrificio..., y mi primer paso fue privarme para siempre de su amor y de su compañía, abandonándolo con todas las apariencias de la ingratitud... Soporté luego su terrible maldición, el odio de mi hermano y el peso de la más atroz calumnia... Y sufrí, por último, la eterna flagelación del desheredamiento..., ¡del desheredamiento, que era como la anulación de mi ser, como mi destierro de la sociedad y de la familia, como una sentencia que me declaraba sin derecho mi nombre, sin derecho a la sangre de mis venas, sin derecho al aire que respiraba, sin derecho a la sobra de mi cuerpo..., sin existencia positiva, en suma, como un error abjurado, como una úlcera cauterizada, como un reo cuyas cenizas aventa el verdugo, como una epidemia que disipa el viento!... Pues bien: yo, calumniado, indefenso, maltratado por mi hermano, desheredado por mi padre, injuriado por vosotros, me alejé del mundo de los hombres..., no por medio del suicidio, ni tampoco retirándome a un convento..., sino refugiándome a esta especie de isla desierta enclavada en el océano de la vida, y desde la cual sólo estaría en contacto con lo infinito... ¡Encerrarme en un convento hubiera sido demasiado teatral en mi situación; hubiera sido escandaloso (pues a las veces, también las obras de piedad causan escándalo...), y preferí fabricar este observatorio, donde, sin afanes ni ociosidad, podía vivir (y he vivido cinco años) en la contemplación del cielo y de mi alma!... La horrible tragedia que me obligó a desterrarme de la sociedad me había conducido desde luego a hacer voto espontáneo de no fijar los ojos en ninguna mujer, o sea de vivir y morir sin amores... Mi condición de desheredado me aconsejó después no tener tampoco amigos que con el tiempo pudieran avergonzarse de haberme dado la mano; y si en este punto fui débil un día..., el día que os conocí a ti y a Diego..., ¡ya recordarás los crueles tormentos que me ocasionó al cabo vuestra amistad! Me encerré, pues, de nuevo y para siempre en este recinto, y me reduje otra vez a vivir de mí propio, sin esperar nada de los hombres...

»Ni ¿qué falta me hacían sus consuelos? Cuando mi padre me envió su maldición; cuando conocí la espantosa calumnia que pesaba sobre mi cabeza; cuando vi que para la felicidad de mi padre, de mi inocente hermano y de la misma calumniadora se requería que yo me resignase con tan atroz injusticia, parecióme que se entreabría el cielo y que Dios me decía: 'Sé que eres inocente: te agradezco tu sacrificio: estoy orgulloso de haberte criado: yo te recompensaré con mi eterno amor.' Cuando enseguida supe que mi padre había muerto, maldiciéndome otra vez y desheredándome..., caí de rodillas en medio de esta estancia, y clavé los ojos en el firmamento... '¡Padre mío! -dije-. Ya estarás leyendo en mi corazón... ¡Ya puedes conocer cuánto te he amado!...' Y en el instante mismo, al través de mis lágrimas, vi que mi padre me sonreía cariñosamente en los espacios sin medida, alargándome los brazos y diciéndome: '¡Gracias, hijo mío..., gracias! Yo te bendigo... Yo te pido perdón... Aquí te aguardo para prodigarte el amor y las caricias que te negué en la tierra...' Y, en fin, cuando vino mi hermano la primera vez y me insultó tan inhumanamente; cuando Diego y tú me injuriasteis del propio modo, ¡Dios y mi padre me asistieron y consolaron igualmente desde más allá de esos mundos que ves brillar sobre nuestra cabeza!... ¡Así es, Fabián, que yo he pasado aquí las noches sublimes, en que mi alma extravasaba mi ser y se extendía por los ámbitos celestes, proporcionándole a mi corazón un júbilo inefable, una paz y una gloria que no sabría explicar la lengua humana, y que sólo podrían compararse a las visiones milagrosas que los grandes místicos han tenido de la bienaventuranza eterna!...

»¡Se me dirá que todo esto ha sido alucinación de mi mente...; que ni Dios se ha movido del cielo, ni mi padre de la tumba; que el orden natural no se ha alterado poco ni mucho en provecho mío; que he delirado; que he soñado!... ¡Pero, Fabián, la consolación y la dicha que he sentido yo, y las fuerzas que me han comunicado esas visiones para poder seguir sacrificándome por mi padre y por mi hermano, no han sido sueño ni delirio!... Admítase, cuando menos, que han sido intuiciones, avisos, presentimientos de mi conciencia... ¡Para mí el caso es siempre igual: el caso es que, cuando el hombre hace dejación de su egoísmo en bien de sus semejantes o en cumplimiento de sus deberes, siente una misteriosa alegría, recibe un infinito consuelo, cree que Dios lo corona de gloria, y vive más amplia y dignamente que nunca! ¡Todo eso querrá decir, en definitiva, que el alma se entiende con la Justicia eterna sin intervención de nuestros sentidos ni de nuestra misma razón!... ¡Todo esto querrá decir que hay un mundo para el alma; que hay otra vida además de la material; que nuestra conciencia presiente esa vida; que la idea de Dios es en nosotros ingénita, consustancial, innata, como satisfacción de la más grande necesidad del espíritu! Pues bien: ¡a ese mundo te llamo yo, que no soy el padre Manrique! ¡Esa vida te ofrezco! ¡Ese Dios es el que te aguarda en ella!»

Fabián había escuchado este largo discurso con verdadero arrobamiento, fijos los ojos en la estrellada bóveda celeste, esclarecida por la blanca luna..., y, cuando Lázaro dejó de hablar, murmuró, como si le respondiese desde otro mundo:

-Sí, Lázaro... ¡Lo comprendo, lo veo, lo toco!... El padre Manrique tenía razón... Hay algo más fuerte que la calumnia; hay algo más poderoso que la injusticia; hay algo superior a la ira de Diego... ¡Existe Dios!

Dichas estas palabras, y hallando delante de sí papel y tintero, cogió la pluma y se puso a escribir apresuradamente...

Lázaro fue a alejarse entonces de la mesa; pero Fabián lo detuvo con esta pregunta:

-Dime: ¿y piensas perseverar en tu martirio?

-¿Por qué no?

-¡Es que ya estás rehabilitado!... Tu madrastra ha confesado públicamente tu inocencia al tiempo de morir, y, por consiguiente, puedes recobrar con pleno derecho tu buen nombre, no ya sólo el de barón de O'Lein, sino el título de marqués de Pinos y la mitad de la fortuna de tu padre...

-Todo eso sería a costa de deshonrar a mi padre y a mi madrastra, después de muertos, y anteponer mi ventura a la de mi pobre hermano... Yo he preferido escribir a los siete testigos y rogar a mi hermano que guarden perpetuo silencio acerca de aquella confesión, cuya mayor o menor publicidad quedó al arbitrio de mi conveniencia...

-¡Tu hermano se opondrá a ese nuevo sacrificio de tu parte!... ¡Yo lo espero así de su nobleza!

-Lo ha intentado...; pero se ha convencido de que no tiene derecho a oponerse, dado que él renuncia también a la herencia de nuestro padre...

-¿De modo que nadie heredará ni el título ni las rentas del marqués de Pinos?

-Las rentas las heredarán los pobres... -contestó Lázaro.

-¡Basta! -replicó Fabián solemnemente.

Y siguió escribiendo.

Lázaro se acercó entonces a un telescopio-investigador, y se puso a viajar por los espacios infinitos.

Era en aquel momento la una de la noche.



Parte VI. Los tesoros de los náufragos[editar]

Hora y media después, un golpe dado a la puerta del observatorio interrumpió a aquellos dos jóvenes, de los cuales el uno estaba renunciando todos los bienes de la tierra, y el otro buscando en remotos mundos consolación y olvido para los males que había experimentado en el nuestro.

Los que llamaban eran el anciano portero, el hermano de Lázaro, el administrador de Fabián y un notario.

El que iba a dejar de ser conde de la Umbría rogó a todos que lo escuchasen, y preguntó a su administrador:

-¿A cuánto ascendía mi caudal cuando recobré los bienes de mi padre?

-Le quedaban a usted cincuenta mil duros.

-¿Cuánto habré gastado desde aquel día, así en Madrid, como en Londres, como en los preparativos de mi casamiento?

-Veinte mil duros.

-Réstanme, pues, treinta. De ellos tengo seis en mi poder, en dinero... Resérveme usted los otros veinticuatro, adjudicándomelos preferentemente en los regalos de boda que he comprado estos días y en la casa de campo en que murió mi madre, y entregue usted al señor notario una lista de mis demás bienes, para que esta misma noche extienda una escritura, de la cual resulte que se los cedo a los niños expósitos de Madrid. Mañana al ser de día ha de obrar una copia de esa escritura en poder del padre Manrique, que vive en el convento de los Paúles...

-Señor conde... -observó tímidamente el administrador-: usted ha acrecido en dos millones los ocho que heredó de su difunto padre...

-¡Los renuncio también! -contestó Fabián Conde-. Señor notario -añadió enseguida-: redacte usted además esta noche un acta, por la que aparezca que yo, Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, renuncio para mí y para mis sucesores el condado de la Umbría; y de esta acta, señor administrador, envíe usted mañana copia autorizada al ministro de Gracia y Justicia, acompañada del correspondiente oficio. Extienda usted también mi dimisión del cargo de secretario de la Legación de España en Londres y la retirada de mi candidatura para diputado a Cortes; todo en papel sellado, y tráigamelo antes del amanecer para que lo firme. Señores -agregó en fin, dirigiéndose a Lázaro, a Juan y al portero-: sean ustedes testigos.

-Señor notario -dijo entonces Lázaro-, venga usted mañana a verme, pues tengo que otorgar otra escritura de cesión...

-Y al mismo tiempo -añadió Juan-, pase usted por mi cuarto, pues también necesito yo hablarle de negocios del mismo orden...

El notario y el administrador se miraron asombrados. El portero rezaba. Lázaro, Juan y Fabián Conde se reunieron en amistoso grupo y se dieron las manos fervorosamente.

Alejáronse luego todos los recién llegados, y volvieron a quedar solos Lázaro y Fabián.

-Ahora -dijo éste-, oye los documentos que he escrito:

-«Señor Juez...»

-¡No sigas!... -interrumpió Lázaro-. Ese documento, ¿es una declaración en que te acusas de las falsedades cometidas en unión de Gutiérrez?

-Sí.

-Pues rómpelo... Ya no hace al caso. Diego no puede esgrimir contra ti esa arma... Esta tarde me ha dicho, lleno de furor, que Gutiérrez -cuyo domicilio había logrado descubrir- fue asesinado hace quince días en una casa de juego, y que de las actuaciones judiciales aparece que se llamaba Juan López. Así lo acreditaban todos sus documentos, y es imposible probar otra cosa... Estás, pues, por lo menos, libre del presidio con que te amenazaba mi antiguo impugnador.

-¡Siento mucho que Gutiérrez haya muerto! -contestó Fabián con soberana arrogancia-. Pero, a confesión de parte, revelación de prueba... ¡Yo me delataré de todos modos! ¡No quiero privar a Diego de ningún medio para hacerme daño! ¡Espontáneamente le entregaré esta declaración para que él la presente al Juzgado!... ¿Qué puede importarme ir a presidio, cuando renuncio a Gabriela? He aquí, si no, lo que escribo a don Jaime de la Guardia:

«Respetado señor mío:

»Soy indigno de ingresar en su familia de usted, y usted mismo lo reconocerá así al enterarse de que yo manché la honra del difunto general La Guardia manteniendo criminales relaciones con su esposa.

»Perdóneme usted que le haya ocultado hasta hoy esta horrible circunstancia, que me inhabilita para enlazarme con Gabriela.

»Queda de usted humilde servidor,

FABIÁN CONDE, EX CONDE DE LA UMBRÍA.»

-¡Valor, hermano! -dijo Lázaro al notar la palidez de muerte que cubría el rostro de Fabián.

-¡Lo tengo! -respondió éste-. Oye lo que le escribo a Gabriela:

«Gabriela:

»Diego retira su fianza. Diego me acusa de haber atentado a su honor, requiriendo de amores a su esposa..

»Sabe Dios que esto es falso, y Diego lo sabrá en la otra vida...; pero yo no puedo probárselo y justificarme en ésta... ¡Todos mis antiguos delitos y escándalos deponen contra mí!...

»Por esta razón, y por otras (de las que hoy expongo alguna a tu digno padre), renuncio a tu mano, pidiendo a Dios misericordioso te dé toda la felicidad que esperaba de ti

FABIÁN CONDE.»

-¡Ánimo, Fabián! -volvió a decir Lázaro, viendo que por el rostro del infortunado amante corrían dos hilos de lágrimas.

-¡Lo tengo! -contestó de nuevo el mísero, poniéndose de pie-. Tú enviarás mañana estas dos cartas a su destino... Y ahora, si quieres, retírate a descansar. Yo esperaré aquí hasta que sea de día; firmaré los documentos que he mandado extender, y me iré a mi casa a aguardar a los padrinos de Diego, en pos de los cuales llegará él de seguro cuando sepa que no me bato... Necesito reunir para entonces todo mi valor... ¡Diego es naturalmente innoble, y pondrá su mano en mi cara!... ¿No recuerdas que quiso pegarle a tu hermano la infausta noche en que lo conocimos? ¡Dios me dé fuerzas para sufrir tamaño insulto!... Pero, sí; lo sufriré..., lo sufriré... ¿No he renunciado a Gabriela? ¡Pues renunciaré también a mí mismo!

Mientras Fabián decía estas cosas, Lázaro se paseaba meditando, hasta que al fin se detuvo y dijo:

-Espero en Dios que Diego y tú no lleguéis a tales extremos... Yo arreglaré este asunto de otra manera, suponiendo que el insensato no esté completamente loco... Siéntate ahí, y escríbele una carta refiriéndole todo lo que has hecho y estás dispuesto a hacer por consejo del padre Manrique... Yo se la llevaré en cuanto amanezca... ¡y Dios dirá!

Fabián obedeció ciegamente y se puso a escribir.

Lázaro volvió a sus telescopios y a sus astros, murmurando melancólicamente.

-¡Veamos entretanto por dónde andan los demás mundos!

Pasó una hora.

Eran las cuatro de la madrugada, y sobre la Tierra no se oía más ruido que el chisporreteo de la pluma de Fabián. Lázaro, subido en una especie de andamio, desde el cual manejaba por medio de manubrios un anteojo enorme, apuntándolo, ora a un astro, ora a otro, miraba de vez en cuando a su amigo sin decirle palabra, hasta que de pronto cesó el ruido de la pluma, y observó que Fabián se había dormido con la cabeza reclinada sobre el pupitre...

-¡Infeliz! -murmuró Lázaro-. ¿Desde cuándo no habría descansado?

Y bajó del andamio con sumo tiento y se acercó al amante de Gabriela.

En la última página que había escrito figuraba su firma... Estaba, pues, terminada la carta.

Lázaro la cogió cuidadosamente y la leyó.

Decía así:

«Mi muy querido Diego:

»Va a amanecer el día crítico y solemne de nuestra vida; tal vez el día de mi muerte; tal vez el día de la tuya; el día, en fin, de que tú y yo tendremos que dar más estrecha cuenta cuando Dios nos llame al último juicio... Escúchame, pues, como si oyeras a un moribundo... ¡De todos modos, y pase hoy lo que pase, será ésta la postrera vez que te dirija la palabra Fabián Conde..., tu único amigo, el hombre que tanto te ha amado y te ama, el que tan grandes favores te debe y quien hoy te bendice más que nunca por la inmensa felicidad que acabas de proporcionarle!...

»Sí, mi querido Diego: ¡Dios te crió para mi bien! Tú me acompañaste por las sendas del error como solícito hermano, llevándome la cuenta de mis crímenes y delitos, y haciendo las veces de mi apática y empedernida conciencia, y tú, en el momento supremo, me has detenido en el camino de perdición, has juzgado severamente mi vida, has blandido sobre mi cabeza la espada de la cólera celeste, y me has obligado a caer de rodillas ante el Dios de la misericordia, pidiéndole perdón para mis culpas...

»¡Dios me ha oído! ¡Dios me perdonará, según acaba de anunciarme un digno sacerdote!... Porque yo soy ya todo de Dios, en quien me has hecho creer, y en cuyos brazos me has obligado a refugiarme al repelerme de tu seno... ¡Ha sido, pues, providencial tu injusticia! ¡Tu furia me ha purificado; tu persecución me ha redimido; tus crueles insultos a mi inocencia (que no puede ser mayor en cuanto al delito de que me acusas) han sublevado toda la dignidad de mi alma, me han hecho entrar en mí mismo, han despertado mi conciencia, y aquí me tienes, vuelvo a decirte, en inmediato contacto con Dios, libre ya de angustias y temores, sin necesidad de testigos que me defiendan, sin miedo alguno a tu ira!... ¡Gracias, Diego mío, gracias!

»Así es que ya no te pido que me creas. Podrás tú necesitarlo... ¡Yo no lo necesito! ¿Para qué? ¡El Juez supremo sabe que soy inocente! Tampoco te pido ya que dejes de herirme... Al contrario: yo mismo te envío armas para que me hieras... Necesito ser castigado, y castigado por ti, ya que no como expiación del agravio que me atribuyes y que no te he inferido, como penitencia de las innumerables culpas de que me acuso y me arrepiento... ¡Viniendo de tu mano me dolerá mucho más el castigo, y será, por tanto, más acepto al Cielo y más provechoso para mi alma!

»Ni creas que te hablo con tanta humildad para aplacar tu furia... ¡Pobre Diego mío! ¡Tú no puedes ya hacerme daño alguno! Todas las armas con que me amenazaste anoche las he esgrimido yo contra mí..., y una de ellas, que se ha roto en tus manos, es la que, según te dije antes, te remito con esta carta, después de haberla aguzado mucho mejor que tu odio lo hubiera hecho... Adjunta es, en efecto, una declaración escrita y firmada de mi puño y letra, que podrá suplir con ventaja en los tribunales por la que ya no prestará el difunto Gutiérrez. Presenta al juzgado el documento que te envío, y, sin necesidad de más prueba, iré a presidio irremediablemente.

»Por lo demás, y según te dirá Lázaro, a estas horas he dado a los niños expósitos de Madrid toda la fortuna de mi padre; he renunciado al título de conde de la Umbría; he retirado mi candidatura para la diputación a Cortes; he escrito a don Jaime de la Guardia diciéndole que yo deshonré a su hermano, y que, por consiguiente, no debo casarme con Gabriela, y he escrito a la misma Gabriela participándole que ya no eres mi fiador; que me acusas de haber requerido de amores a tu mujer; que no tengo medios de defensa contra esta acusación y que renuncio, en consecuencia, al proyectado casamiento...

»Por lo tocante a ti, o sea en cuanto al desafío a que quieres arrastrarme, estoy resuelto a no admitirlo de manera alguna. Sin embargo..., estaré en mi casa a las nueve de la mañana, sólo para decir a tus padrinos que no quiero batirme, y luego permaneceré en ella, o iré, si quieres, a ponerme al alcance de tu mano, para que me abofetees, para que me asesines, para que me arrastres por calles y plazas, bien seguro de que yo sufriré todo con resignación y hasta con orgullo y alegría, de la propia manera que soportaré sin contestar las injurias que me dirijas por medio de los periódicos, y hasta iré yo mismo a los parajes públicos a que la plebe me silbe y escarnezca... ¡Dios me tendrá en cuenta todo lo que me hagas sufrir!...; y, si me dejas con vida y desistes también de entregarme a los tribunales, partiré a las misiones de Asia en calidad de hermano de la Compañía de Jesús.

»Hasta aquí lo que me concierne. Ahora, llevado del cariño que siempre te he profesado y que nunca dejaré de profesarte, así como de la inmensa gratitud que te debo, voy a hablarte de ti mismo, pues me interesa demasiado tu felicidad temporal y eterna para que te deje morir desesperado y permita que te condenes, como te condenarías sin remedio, en la situación en que se halla tu alma...

¡Diego!: prepárate a morir... ¡Se acerca tu última hora! ¡Creas o no creas ya en mi inocencia, la calumnia forjada por tu infeliz mujer va a costarte la vida! Si llegas a creer que me has atormentado injustamente, que has sido ingrato y cruel con tu mejor amigo, te matarán los remordimientos. Y si continúas en tu error, y me hieres, y ves que yo no te respondo, y me matas, y ves que te bendigo al morir, quedarás fluctuando entre el horror, el desengaño y la duda, y morirás o te volverás loco... ¡Morirás más bien..., pues tu salud está ya muy quebrantada!

»De estas dos muertes, la más dulce para ti y más provechosa para tu alma sería la que te originasen los remordimientos al convencerte de mi inocencia, pues si bien te dolería mucho el saber que tu esposa había mentido, causando tu muerte y separándome de Gabriela, te serviría de consuelo el pensar que todo lo había hecho a impulsos del amor que te profesa...

»Y así es, Diego mío. Tu mujer... (Ya lo veo claro... He pensado mucho en ello. Oye... toda la verdad...) Tu mujer, digo, deseaba que yo la enamorase, y que tú lo supieses; en primer lugar, para que la juzgaras merecedora de todos los extremos de tu amor, dado que despertaba también mis deseos: y, en segundo lugar, para desunirnos e impedir que yo te hiciese partícipe de la profunda antipatía que en realidad me inspiraba, y que ella echó de ver desde la primera vez que nos hablamos. A pesar de todo esto, aquel domingo que la visité durante tu ausencia (¡lo que te voy a decir es espantoso; pero Dios me manda iluminar tu mente y corregir tus errores para apartarte del pecado!...); aquel domingo se formó Gregoria la ilusión, basada en fatales apariencias, de que tal vez podría yo olvidarme de ti por un momento y tratar de amarrarla al carro de mis triunfos... Dígolo porque recuerdo que me provocó y excitó varias veces, trayendo a colación y comentando sarcásticamente mis pasadas aventuras... Yo afecté no comprenderla...; yo me desentendí de sus infernales maniobras, y de aquí el altercado que suscitó enseguida, lo muy irritada que se quedó contra mí y la atroz calumnia que le sugirió el despecho...

»¡Perdono a Gregoria! Díselo. ¡Culpa mía y resultado de mis escandalosos excesos ha sido la perturbación que produce desde luego en su alma, y que nos ha traído a todos a la situación en que nos hallamos! Perdónala tú también, si es que llegas a dar crédito a mis palabras.

»No me atrevo a esperar que esto ocurra... Creo que tu fatal ceguera no tiene remedio...; pero voy a concluir admitiendo esta hipótesis y discurriendo un poco acerca de ella.

»Diego: suponiendo que la verdad brillase hoy ante tus ojos y vieras que soy inocente del delito de que me acusas; suponiendo que me pidieses perdón y quisieras restablecer las cosas al estado que tenían antes de estos errores, yo me opondría a ello con todas las fuerzas de mi alma... ¡No..., no quiero otro premio ni más ventaja en la ruda campaña que estoy sosteniendo, que la inmensa gloria que he alcanzado ya...; esto es, la reconquista de mi alma y la visión de Dios! Así es que aunque tú mismo me lo suplicaras de rodillas, yo no tornaría ya a aceptar el título y la herencia de mi padre..., y, aunque volvieses a fiarme para con Gabriela, y Gabriela, convencida de que soy inocente, me alargase su mano, yo no me casaría ya con la noble hija de don Jaime, sino que insistiría en mi propósito de irme a Asia a predicar la Fe del Crucificado.

»Digo más... (y esto te hará ver cuán desinteresada es la presente carta): ¡yo renuncio también a ti mismo!... Por consiguiente, el día que llegues a creer en mi inocencia (si es que Dios te reserva tan grave castigo), no me busques para desagraviarme y pedirme perdón... ¡Para mí has muerto! ¡Ya que no nuestra amistad, nuestro trato ha concluido definitivamente!... ¡Tú y yo no volveremos a vernos sobre la tierra! ¡No quiero más alegrías del mundo! ¡No quiero más entusiasmos transitorios! ¡No quiero amistades sino con mi conciencia! ¡No quiero amores sino con Dios! ¡No quiero exponerme a que se vuelva a dudar de mis más nobles afectos!

»En cambio, ¡te emplazo para la otra vida! Allí verás mi corazón... Allí verás mi inocencia, crucificada por ti en las soledades de mi alma... Allí sabrás, en fin, con cuánta lealtad te ha amado..., y va a seguir amándote sin verte, tu agradecido amigo

FABIÁN CONDE.»

Cuando Lázaro hubo acabado de leer esta carta, se la llevó a los labios y la besó.

Contempló enseguida a Fabián con la ternura y el respeto que infunde el sueño de los desgraciados, y, cogiendo entonces las demás cartas que había sobre la mesa, así como la declaración dirigida al juez, salió del observatorio andando de puntillas para no despertar al dormido joven...

Pasó otra hora, y se puso la luna, dejando en tinieblas el espacio... Mas no tardó en aparecer el lucero de la mañana, seguido al poco rato de la mañana misma, que comenzó a marcar en el remoto horizonte los límites de la tierra y del cielo.

Saludóla el canto marcial de un gallo, y casi al propio tiempo empezaron a piar algunos pajarillos... El albor de Oriente se tiñó entretanto de un leve rosicler, y muy luego se extendió por toda la bóveda azul, apagando a su paso las estrellas... Principiaron entonces a distinguirse unas de otras las cosas terrestres; se oyó tocar a misa en algunas iglesias; doráronse de pronto sus torres y cúpulas y las cimas de las distantes montañas, y, por último, salió el sol para toda la capital de la Monarquía, inundando el observatorio de un mar de lumbre...

Fabián abrió los ojos en aquel instante, y se encontró cara a cara con el padre Manrique, que lo miraba sonriéndose...