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El fantasma de Canterville: Capítulo Cinco

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El fantasma de Canterville : Capítulo 5
de Oscar Wilde
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 Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

 Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro.

 Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

 Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.

 ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en persona!

 Habíase acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida.

 Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

 Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr a encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarle.

 Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.

 -Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien nadie le atormentará.

 -Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-.

Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.

 -Eso no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? Mistress Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.

 -Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse.

 -Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.

 -¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina.

Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió!

Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.

 -¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh señor fantasma...! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un "sandwich" en mi costurero. ¿Le gustaría?

 -No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!

 -¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario lo es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda...?

 -Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas cosas.

 -No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya derechos de puertas elevadísimos sobre toda clase de cosas, no no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma de «familia».

 -Creo que no me divertiría mucho en América.

 -Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.

 -¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales.

 -Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.

 -¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé que hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.

 -Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los más listos.

 -Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.

 Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa.

 Se acercó y arrodillándose al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado.

 -Pobrecito fantasma -profirió a media voz -, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?

 -Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora -, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.

 Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.

 -Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró -.

 -¡Sí, de la muerte; ¡que debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morir en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

 Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran silencio.

 Parecíale vivir un sueño terrible.

 Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

 -¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

 -¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos -. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que éstos seis versos:

 Cuando una joven rubia logre hacer brotar
 una oración de los labios del pecador,
 cuando el almendro estéril dé fruto
 y una niña deje correr su llanto,
 entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad
 y volverá la paz a Canterville.

 Pero no sé lo que significan.

 -Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

 Virginia no contestó, y el fantasma retorcíase las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.

 De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.

 -No tengo miedo -dijo con voz firme - y rogaré al ángel que se apiade de usted.

 Levantóse el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó.

 Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría. Sobre el tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores.

Soplaban en sus cuerpos adornados de flecos y con sus lindas manos hacíanle gestos de que retrocediese.

 -Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.

 Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.

 Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

 -Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.

 Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada.

 Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y voy disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna.

 Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que la tiraban del vestido.

 -De prisa, de prisa -gritó el fantasma -, o será demasiado tarde.

 Y en el mismo momento, el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de Tapices quedó desierto.