El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo X

De Wikisource, la biblioteca libre.
El final de Norma de Pedro Antonio de Alarcón
4º parte: Capítulo X: En el que mueren dos personajes de esta novela


La ceremonia se suspendió nuevamente al sonar aquellos lamentos desesperados.

Abriose la puerta, y apareció un criado.

-Señora... -dijo-. Una loca muy anciana, que dice ser la jarlesa Alejandra de Cálix, quiere entrar.

Todos lanzaron un grito al oír estas palabras.

Rurico se levantó con el rostro descompuesto, la vista extraviada y las manos en la cabeza.

Brunilda se volvió hacia su amante y le dijo con enajenamiento:

-El cielo os depara el mejor testigo.

Alberto y Serafín resplandecían de gozo.

Gustavo y el sacerdote salieron precipitadamente.

-¡Ahora sabremos la verdad! -dijeron los testigos.

-¡Dejadme entrar! -repitió la loca, penetrando en la capilla entre los brazos de los ancianos que habían salido por ella.

Era la recién llegada una mujer de sesenta años, alta, majestuosa, vestida de blanco, pálida y enjuta como un esqueleto. Sus negros ojos llameaban como dos cavernas luminosas en medio de aquel rostro hundido. Sus canos cabellos, erizados sobre la frente, le daban un aire de terrible poder, de salvaje majestad.

Al penetrar en la habitación iba furiosa, despechada, anhelante...

Luego se paró en medio de la asamblea con la entreabierta boca teñida de espuma, y los miró a todos fijamente, uno por uno, con imbecilidad, con idiotez...

Después se miró a sí propia, se tocó el cuerpo con ambas manos, y dijo entre una sonrisa desconsoladora:

-¡Me habían engañado mis servidores!

Entonces se aflojó la rigidez de sus músculos; dobláronse sus rodillas; dejó caer los brazos indolentemente e inclinó la cabeza.

Un ancho sollozo levantó la árida tabla de su pecho, y dos arroyos de lágrimas corrieron por sus mejillas, viniendo a templar la sed de sus calenturientos labios.

-¡Era mentira! -murmuró con toda la desolación del verdadero sentimiento-. ¡Triste de mí! ¡Me han engañado! ¡Escuchad, escuchad la desventura de una madre! «Adiós, hijo mío... ¿Volverás pronto? ¡Te vas a helar! ¡Tú eres la única flor de la pobre viuda! ¡Te quiero tanto, Rurico mío! Conque no tardes...» Un año, dos años, tres años, cuatro años! ¡cinco años!... ¿Ha muerto?... ¿Vive?... ¡Qué frío!... ¡Pues más hace en Spitzberg!

¡Allí tengo yo un hijo helado! ¡Oh! ¡Dejadme ir, y yo le calentaré con mis besos! ¡Y lo resucitaré! ¡Y me arrancaré este corazón ardiente y vivo, y lo meteré en su pecho muerto y helado! ¡A...h!... ya... ¿Conque no se heló? Pues si no se heló, ¿por qué no viene?... ¡Cómo! ¿Ha venido? ¿Quién? ¿Rurico de Cálix se casa con la castellana de Silly? ¡El hijo de mis entrañas! ¡Mi Rurico... mi Rurico vive!... ¡Vasallos... preparad la nave!... ¿Qué dice el eco? ¡Mandadle a ese torrente que calle!... ¡Vasallos, vamos a Silly en busca de mi hijo! ¡Ingrato! ¿Has olvidado a tu madre?... ¿Dónde estás, amado de mi alma? ¿Me quieres menos que a otra mujer?... ¡Pobres madres!

La loca calló un momento.

Luego dejó de llorar súbitamente, y se levantó furiosa, diciendo:

-Pero ¿dónde está? ¡Quiero verlo! ¡Dejadme entrar!

Calmose de pronto, y preguntó con naturalidad o simpleza:

-Buenos días, señores. ¿Habéis visto a mi hijo?

Inútil fuera que procurásemos describir el efecto que aquella madre produjo en cada uno de los que la oían.

Brunilda lloraba.

Óscar, espantoso, crispado, convulso, casi se ocultaba entre las cortinas de un balcón.

Serafín temblaba como un azogado.

Gustavo, el sacerdote y los demás circunstantes paseaban sus ojos desde la loca al corsario, y murmuraban:

-¡No es su hijo!

Entonces Alberto se adelantó hacia Óscar, apartó la cortina con que se velaba, y dijo a la triste viuda:

-Señora, ved a Rurico de Cálix.

La madre dio un grito desgarrador, un brinco de leona, un salto de pantera, y se abalanzó al bandido.

Cogiolo de los hombros; mirolo fijamente, y le escupió a la cara una carcajada bronca y rechinante.

-¡No es! ¡No es! ¡No es!... -tartamudeó entre su risa.

-¡No es! -repitió toda la reunión.

-¡No es! -volvió a decir la anciana, cayendo de rodillas.

Y lloró de nuevo.

-¡No soy! -exclamó el pirata, sacando el puñal-. ¡No soy! -repitió, apartando sus vestidos y mostrando en su pecho el peto rojo con la insignia amarilla-. ¡Soy Óscar el Encubierto! -añadió, por último, amenazando a todos con el hierro de los asesinos.

Y plantose en medio de la habitación; lanzó una mirada de desprecio en torno suyo; tiró la cabeza atrás con arrogancia; sonrió con la ironía de siempre, y volvió a decir:

-¡No soy! ¡Soy el Niño-Pirata!

Alberto y Serafín se pusieron entre él y Brunilda.

Ya era tiempo.

El bandido se dirigía hacia ella con el puñal levantado.

Al verse contenido por las pistolas... retrocedió un paso.

Alberto fue a dispararle, pero el buen Serafín lo estorbó.

La loca lloraba, repitiendo:

-¡No es!

-¡Jarlesa de Cálix! -gritó entonces Alberto, temiendo que se le escapara Óscar por escrúpulos del amante de Brunilda-. ¡Jarlesa de Cálix, vuestro hijo ha muerto, y ése es su asesino!

La vieja se puso de pie al oír estas palabras; lanzose al corsario; cogiólo de la garganta con las tenazas de sus manos y lo arrojó al suelo.

Al caer el bandido, asestó una puñalada al costado izquierdo de la loca.

Ésta dio un alarido.

Sacose el puñal de la herida, y lo clavó repetidas veces en el corazón de Óscar.

Estremeciose el corsario bajo las rodillas de la vieja; murmuró una maldición y entregó el último aliento.

La loca se levantó triunfante; apoyó un pie en el pecho de su víctima; lanzó una carcajada histérica y salvaje, y cayó muerta sobre el cadáver del pirata.