El final de Norma: Segunda parte: Capítulo IV
A la caída de la tarde de aquel día, Serafín arregló sus vestidos, encerró el violín en una maleta y abandonó su cámara.
Cuando apareció sobre cubierta, ya era casi de noche.
Los marineros fumaban, como siempre, hablando en su incomprensible idioma.
Serafín se dirigió con paso firme hacia la escotilla que conducía a la cámara del Capitán.
Bajó la escalera, y tropezó con una especie de garita, ocupada por el más rubio y más enano de los enanos rubios que componían la tripulación, el cual se levantó a estorbarle el paso.
Nuestro joven se detuvo, e hizo señas de que quería ver al Capitán.
Saludó el enano y penetró en la cámara.
Pocos momentos después se abrió de nuevo la puerta y apareció Rurico de Cálix.
-¡Oh!... ¡mi amigo! -exclamó al ver a Serafín- ¿Queréis hablarme? -Vamos a vuestra cámara.
El músico extrañó aquel recibimiento impolítico, y respondió con sangre fría:
-¿Me arrojáis de vuestra casa?
-¡Oh! no es eso... -replicó el Capitán, disponiéndose a subir a la cubierta-. No es eso precisamente... sino que...
-Es el caso -dijo Serafín, para sacarlo del atolladero en que se había metido- que lo que tengo que manifestaros debéis oírlo en vuestra cámara.
-¡Cómo! -exclamó Rurico, medio desconcertado.
-¡Es claro! -añadió Serafín, sonriendo-. Vengo a convidarme a comer con vos.
Nada podía contestar Rurico a esta galante salida del joven. Un convite se rehúsa: un convidado se recibe con los brazos abiertos.
Meditó un instante, sólo un instante, y bajó los dos escalones que habla subido, exclamando entre una sonrisa:
-¡Oh! ¡Me honráis! Con mucho gusto... Os habéis adelantado... Casualmente, hoy pensaba en lo mismo... Pasad y, empujando la mampara, cedió el paso a Serafín.
Éste penetró en la cámara con actitud tranquila, pero no sin palidecer. Conocía que jugaba el todo por el todo, y que aquella escena podía ser a muerte o a vida.
Luego quedáse admirado, pues no creía que en el Leviathan hubiese un rincón tan delicioso como aquella cámara.
El pavimento, las paredes y el techo estaban forrados de una riquísima tela azul muy recia y muy mullida. En semejante aposento nunca podía hacer frío. A la derecha había una vidriera de colores de extraordinario mérito. Pendían del techo cuatro lámparas, que daban a la habitación una claridad viva y suave a un tiempo mismo. En el centro de la cámara había, una mesa con comida preparada para un hombre solo, pero con admirable lujo.
-Casualmente iba a comer cuando llegasteis -dijo el Capitán, dando órdenes en distinto idioma a dos enanos elegantemente vestidos, los cuales pusieron otro cubierto.
-¡Come solo!... -pensaba entretanto Serafín.
Los camareros recibían nuevos encargos del Capitán, y no dejaban de traer botellas y más botellas, de distintas formas y condiciones, alineándolas en un extremo de la mesa.
Habla allí vino para enloquecer a diez ingleses.
-Sentaos, Serafín -dijo el Capitán-; y, ante todas cosas, ¡bebamos! Tengo excelentes vinos y gran variedad de licores... Un prisma líquido, que diríais los poetas... Porque vais a ver sucesivamente en vuestra copa vino negro, rojo, purpúreo, rosado, dorado e incoloro como el agua. ¡Habéis de probarlos todos, aunque no sea más que un trago de cada uno! ¡Veamos este Grave!
Serafín, que tanto gustaba de un rico vino (sin que por esto lo creáis vicioso), apuró su ración, que le pareció deliciosa.
La comida, asaz suculenta y sólida, se componía de manjares muy raros.
El Capitán bebía espantosamente, obligando a su convidado a repetir también las libaciones.
Serafín dejó para los postres la seria explicación que pensaba pedir al Capitán, y dedicose al vino en cuerpo y alma, tratando de alegrarse, porque conocía que de aquel modo hablaría con más franqueza...
Rurico de Cálix lo miraba atentamente, como si estudiase los progresos que hacía la embriaguez en aquella meridional fisonomía.
De vez en cuando dirigía una rápida ojeada a la vidriera de colores que hemos citado.
No parecía sino que temía algún peligro por aquella parte.
Serafín se hallaba muy entretenido, al parecer, con un plato que a la sazón despachaba.
-¿En qué pensáis? -le preguntó el Capitán.
-Miro, masco y admiro -respondió el joven- esta especie de jamón, el mejor que he comido en toda mi vida.
-¡Ya lo creo! ¡Es de rengífero!
-Y ¿qué es eso?
-¡Oh! ¡el rengífero!... Este animal es el don más precioso que la Naturaleza ha otorgado a los hombres del Norte. Ya probaréis alguna vez la leche de rengífera, y entonces sí que os asombraréis y me daréis las gracias... Veamos este Oporto.
Serafín vació su copa de un trago, dando un resoplido de satisfacción.
-Entre paréntesis, Capitán... -dijo después de asegurarse en el asiento-: ¿por qué son enanos y rubios todos vuestros marineros?
-Son lapones... -respondió Rurico, mirando cada vez con más zozobra a la vidriera.
-Y a propósito de rubios y lapones -prosiguió Serafín, a quien la embriaguez le iba soltando la lengua-: ¿sabéis si es cierto que el oso blanco que devora a una mujer rubia queda con los huesos rojos para siempre?
En este instante se oyeron a lo lejos dos o tres notas escapadas de un piano, como si una mano distraída se hubiese posado sobre las teclas.
Serafín se estremeció.
Rurico se puso pálido como un muerto.
-¿Tenéis piano a bordo? -preguntó el músico, siguiendo la mirada del Capitán y fijando la suya en la vidriera.
-Tengo un músico de cámara que toca mientras me duermo. Creía que ya lo hubieseis oído. ¿No subís de noche sobre cubierta?
-¿Qué he de subir con este frío que hace y sin ropa de abrigo? Todas las tardes me acuesto al obscurecer...
-¡Ah!... ¡Ya! Pues vuelvo a vuestra pregunta, y va de cuento... Pero entretanto, ¡bebed!
El Capitán escanció Tokay.
Serafín lo bebió, quedándose medio galvanizado.
-Capitán... ¡la cámara da vueltas! -exclamó.
-No hagáis caso.... -dijo Rurico-. Eso se quita con más vino... según la homeopatía. Probad este Chipre... Pues, señor, andaba yo cazando por Faruvel, en Groenlandia...
El piano sonó en este momento más vigorosamente que antes, dejando oír un brillante preludio.
Serafín no atendía al Capitán, quien siguió contando no sé qué historia en voz muy alta, mientras que él aguardaba con sus cinco sentidos la pieza que debía suceder al preludio.
El Capitán se interrumpió y propuso al joven un paseo por la cubierta.
-Así os refrescaréis... -añadió.
-¡Qué! -respondió Serafín-. ¡Yo refrescarme! ¡Si estoy... perfectamente! ¡Yo nunca me achispo!
Y para corroborar su falso testimonio, se sirvió de la primera botella que vio a su alcance.
Era Kirsch.
Al segundo trago quedó trastornado del todo.
-¡Me cargan los ojos azules, Capitán!... -balbuceó, tambaleándose, ¡Principalmente... si son como los vuestros! ¡Nunca se sabe lo que pensáis! Aquí tenéis los míos... Pero ¿qué es eso que toca... vuestro músico de cámara?
Era el final de Norma.
¡Es decir, era el único canto que podía ser reconocido por Serafín en aquel momento de total insensatez.
El pobre músico no sabía dónde estaba, ni veía ya al Capitán...
¡Soñaba que estaba en Sevilla, oyendo a la Hija del Cielo!
-¡Otro trago! -dijo Rurico, colocándose instintivamente entre el joven y la puerta de cristales, y ofreciéndole al mismo tiempo una botella de figura extraña-. ¡Aún quedan muchos licores del Norte que no habéis probado!
-¡No bebo más! -murmuró Serafín.
-¡A la salud de ese canto! -exclamó el Capitán, apurando una copa de aquella botella.
-¡Eso sí!... ¡A la salud de Norma! repuso Serafín-. ¡Venga..., venga..., Capitán!...
Y cogiendo la botella probó a bebérsela de un trago. Pero la botella se le escurrió entre los dedos no bien absorbió una bocanada de su contenido.
Era Kummel.
-¡Bravo! -gritó el Capitán, procurando ahogar con su voz y su algazara el sonido del piano.
-¡Bravo! -repitió Serafín-. ¡Sois el rey de los anfitriones! ¡Desde Lúculo a Montecristo, nadie ha hecho los honores de una mesa tan perfectamente como vos!... Por mi parte, pienso pagaros este banquete, no bien lleguemos a Italia, con un almuerzo artístico... ¿Eh? ¿Qué os parece? ¿Me acompañaréis de Venecia a Florencia?
-¡Ya disparatáis! -dijo el Capitán-. ¡Estáis completamente trastornado!
-¿Cómo trastornado? ¡Estoy más en mi juicio que vos!
-¡Se conoce! ¡Decís que estáis en vuestro juicio, y me habláis de llegar a Italia!...
-¿Y qué?
-Nada.
-Pues..., ¡nada! -repitió Serafín.
-¿Lo veis? -insistió Rurico.
-¿Qué?
-Que estáis loco.
-¿Cómo loco?
-Sí, señor: me habéis dicho ¡nada! tratándose de un disparate.
-¿Qué disparate?
-Eso de llegar a Italia.
-¿Y bien?...
-Que jamás llegaremos a Italia.
-¡Cómo! -exclamó Serafín riéndose-. ¿Pensáis asesinarme antes?
-¡Asesinaros! -murmuró Rurico, lanzando al joven una mirada sombría.
-Pues ¿no decís que nunca llegaremos?...
-¡Es claro! Como que caminamos en dirección opuesta.
-Y ¿no vamos a Italia?
-No.
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Ya estáis ebrio!
-Vos sois el que lo está -respondió Rurico- ¡Yo no me embriago nunca!
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! -continuó Serafín, tirándose, o mejor dicho, cayéndose sobre una silla ¿Adónde vamos, pues?
-A Laponia.
-¡Qué disparate! ¡Me habéis confundido con mi amigo Alberto! El va al Polo y yo a Venecia... Y si no... escuchad: «Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia..» Así decía un marinero cierto día en que yo estaba más ebrio que vos en este instante...
-¿Habláis formalmente? -preguntó Rurico, cogiendo al joven por un brazo.
-Pues ¡no que no! Vos debéis de tener mi billete...
-¡Ya se ve que lo tengo! -dijo el Capitán, sacando un papel de su cartera-. ¡Miradlo!
Serafín pensaba ya en otra cosa: habíase acercado a la vidriera de colores, y aspiraba las últimas notas del final de Norma.
-¡Qué expresión... tan... hija del cielo... tiene vuestro ayuda de cámara! -balbuceó el músico, poniendo la mano en el picaporte.
Rurico de Cálix lo arrancó de allí, sacudiéndolo vivamente:
Hombre -replicó Serafín-, no os pongáis tan feroce! ¡Si no queréis, no la veré!...
-¡A quién! -exclamó el Capitán con inusitada vehemencia.
-La cámara..., esa cámara... -respondió el violinista, riendo como un idiota.
El capitán respiró.
-¡Concluyamos, joven! -dijo en seguida-. Tomad vuestro billete y marchaos a dormir. Mañana trataremos de enmendar esta equivocación.
Serafín cogió el billete, y, entre mil disparates y repeticiones, leyó las siguientes palabras:
«Pasaje a favor de D. Serafín Arellano, emigrado, en el bergantín Leviathan, que sale de Cádiz (España) para Hammesfert (Laponia) el día 16 de Abril de..., a las ocho de la noche.
Por el Capitán RURICO DE CÁLIX,
el Piloto,
F. Petters.»
Serafín se oprimió las sienes con las manos, creyendo que perdía el juicio.
-¡Voy al Polo! -exclamó al fin con desesperación.
Rurico lo miraba intensamente, mudo, inmóvil, cruzado de brazos.
-¡Al Polo! -repitió Serafín, dando traspiés por la cámara.
El Capitán le vio vacilar, y no acudió a sostenerlo.
-¡Al Polo! -volvió a tartamudear, cayendo sobre la alfombra.
Entonces murmuró Rurico estas palabras:
-¡Fatalidad! Me seguía sin saberlo... El infierno se empeñó en colocarnos frente a frente... ¡Era su destino!
Luego, recobrándose:
-¡Hola! -exclamó.
Sus criados acudieron.
-Llevaos a ese hombre... -dijo señalando a Serafín, que no daba señales de vida.
Y volviendo la espalda a aquella repugnante escena, llamó a la vidriera de colores.
Un negrito, vestido de blanco, abrió los cristales.
El piano vibró más que nunca en aquel momento.
Rurico entró y la puerta volvió a cerrarse.
En cuanto a Serafín, dos lapones lo agarraron de los pies y de los hombros, cual si ya fuese un cadáver, y desaparecieron con él por aquella misma puerta que dos horas antes atravesó el joven tan ufano y decidido como si contase con alguna victoria.