El final de Norma: Segunda parte: Capítulo VII

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No bien despertó Serafín, exclamó, como el general que presiente la batalla:

-¡Hoy es un gran día!

Vistiose, pues, con algún esmero y sacó de la maleta el violín.

En este momento apareció en la escotilla aquel negrito vestido de blanco que ya lo visitó otra vez.

Venía con un dedo sobre los labios, recomendando silencio, y le entregó una diminuta carta.

Serafín quiso hablarle antes de que se le escapara como en la otra ocasión, pero el negro dio muestras de no entender el francés, el italiano ni el español, únicos idiomas que poseía el músico.

Entonces leyó éste la carta, que decía así:

«Arrecia el peligro.

»El primer día que subáis sobre cubierta se fingirá loco un marinero y os dará de puñaladas.

»No temáis un envenenamiento.»

-¡Sin firma! -exclamó Serafín-. Pero ¡es de ella!

Una idea lo deslumbró de pronto.

-¡He aquí la ocasión de escribirle! -exclamó con indecible júbilo.

Pero el negro había desaparecido.

-¡Diablo! -dijo Serafín, que en los casos apurados se acordaba de la exclamación de Alberto-. ¡Soy el hombre más torpe que recibe mensajes amorosos!

Y volvió a leer la carta, y la guardó, después de besarla repetidas veces.

-¡Hoy subo sobre cubierta! -murmuró en seguida, dirigiéndose a un espejo para acabar de arreglarse la corbata.

Ocupado estaba en esta operación, cuando vio dibujarse en el cristal la funesta figura de Rurico de Cálix.

Vestía una especie de bata de finísimas pieles negras.

Venía espantosamente pálido, pero sonriendo.

-¿Estáis mejor? -dijo, sentándose.

-Yo sí. ¿Y vos? -preguntó Serafín con aparente indiferencia.

-Yo no me puse malo -contestó el Capitán, sonriendo siempre.

-Ni yo tampoco... -replicó el músico-. Me dieron sueño vuestros vinos..., y nada más.

El Capitán meditó un momento, como queriendo descubrir la táctica de su interlocutor.

Pero Serafín, que no se fiaba de sus propios ojos, más expresivos de lo que él quisiera, los dirigió a otra parte, y, viendo entonces el violín, lo cogió como distraídamente.

Rurico quedó atónito al hallar en manos del joven un objeto que creía perdido en las soledades del mar.

-¿Cuántos violines habéis embarcado? -preguntó luego con la mayor calma.

Nada más que uno... ¡Éste! -respondió Serafín, templándolo-. ¿Por qué lo preguntáis?

Difícil era la contestación.

Pero no para Rurico, que tomó de allí pie para llevar la conversación al terreno que deseaba.

-Lo decía -replicó- a fin de que eligieseis el mejor para esta noche...

-¿Cómo?

-Sí; deseo que toquéis un rato en mi cámara. Doy un concierto, y os convido.

Serafín se levantó sobresaltado. El golpe del Capitán era certero.

-¿Qué os sucede? -preguntó el jarl sonriendo.

-¡Nada! -contestó el músico, dominándose instantáneamente-. Echo de menos la caja de mi violín.

Si el golpe del jarl fue bien dirigido, el del artista no era menos formidable.

-Y ¿quién toma parte en ese concierto? -preguntó en seguida Serafín con visible emoción.

-Todo un genio... -respondió el Capitán.

-¡Un genio!

-Sí; que logrará maravillaros, entusiasmaros, enloqueceros...

-¡Oh! ¡Oh! ¿De quién me habláis? -exclamó el músico dilatando los ojos.

-Supongo, querido, que seguís enamorado de la Hija del Cielo.

-¡Cómo! ¿Es ella? -gritó Serafín-. ¡Voy a oírla cantar! ¡Gracias, gracias, amigo mío!

Rurico de Cálix soltó la carcajada.

-¡Qué locura! -exclamó-.¿No os he dicho ya que esa cómica partió para Buenos Aires?

Serafín se mordió los labios.

-¡Se burla de mí! -pensó llenándose de ira.

El Capitán continuó:

-Se trata de Eric, de mi ayuda de cámara, soprano famosísimo, que oyó en Sevilla a la mujer que tanto amáis...

-Decid que amaba...

-¡Vaya por el pretérito! -repuso el Capitán sin dejar su sonrisa-. Pues, como os decía, Eric tiene la facilidad de imitar perfectamente todas las voces que escucha, ni más ni menos que el loro del cantor inglés Braham... Ya sabréis que la Catalani se puso de rodillas ante aquel pájaro... Pues lo propio haréis vos ante Eric. El oyó a la Hija del Cielo en la Norma, y la imita de manera que, en el Final especialmente, me confundo yo mismo... y me falta poco para arrodillarme también.

Pronunció Rurico este discurso con tan completa naturalidad, que Serafín hubiera caído en el lazo y creídolo al pie de la letra, a no haber escuchado la noche antes su conversación con Gustavo.

Así es que tuvo por su parte la suficiente sangre fría para fingir que aquella revelación le entristecía mucho.

-Hablemos de otra cosa... -dijo entonces Rurico-. Ya sabéis la equivocación que descubrimos anoche: vuestro mandadero estaba loco al compraros el billete, y os ha hecho emprender un viaje opuesto al que proyectabais. Ahora bien: el Leviathan llegará mañana a la altura del Norte de Escocia, donde se hallan las islas Hébridas, pertenecientes también a la Gran Bretaña. Yo me ofrezco, como es justo, a acercarme a esas islas y dejaros en tierra, pues no creo que cometáis la locura de venir a helaros a Hammesfert. En Touque, capital de la isla de Lewis, la mayor del archipiélago hébrido, tengo un amigo que trafica en lanas con la Noruega; os dejaré en su casa, y él se encargará de facilitaros pasaje para España, de donde podréis pasar a Italia, como era vuestro proyecto. ¡No tendréis queja de mí!...

Serafín había escuchado al Capitán sin indicarle extrañeza, afirmación, ni negativa.

Quería sondear hasta el fondo de sus intenciones.

Aquella proposición era la primera y última generosidad de Rurico.

-Este hombre -pensó Serafín- sospecha que anoche oí cantar a la Hija del Cielo, y me quiere despistar diciéndome que quien cantó fue Eric. ¡Esta noche se pondrá Eric malo, y no habrá concierto!... ¡No está mal pensado! No reteniéndome ya nada a bordo, como él cree que yo creo, lo natural sería que me aprovechase del medio que me propone de no ir a Laponia... ¡Mañana me dejaba en esa isla, y se libraba de mí! ¡Pues, señor, confesemos que obra con talento! ¡Y con generosidad... pues que da este paso para ver si puede evitar el matarme! Meditemos. Si acepto, salgo de compromisos; evito el peligro que me amaga; no me expongo al invierno polar; salvo la mayor parte de mis queridos mil duros; veo a Italia... y me quedo sin la Hija del Cielo. Si rehúso, me expongo a morir asesinado, a morir helado, a morir de hambre, a no ver más a Matilde y a no ir a Italia... Pero quedo al lado de la Hija del Cielo, y... ¡quién sabe!

Este ¡quién sabe! tan halagüeño, que acaso es el más fuerte lazo que une al hombre a la vida, decidió a Serafín.

Rurico extrañó mucho el silencio del joven, y dijo con cierta inquietud:

-¿En qué pensáis?

-Pienso, Capitán... -respondió el joven-, en que vuestras palabras me dan a entender dos o tres cosas, de las cuales una me afligiría sobremanera.

-¿Cómo?

-¡Lo que os digo! O estáis loco, y esto es lo que me afligiría, u os duran los humos de la embriaguez de anoche, o habéis bebido de nuevo hoy por la mañana...

Rurico de Cálix fijó en el joven una mirada terrible, ardiente, deslumbradora: la chispa de fuego que vagaba extendida por aquellos ojos mudos, se encontró en medio de la pupila, partiendo hacia Serafín como una flecha envenenada.

Éste se echó a reír.

-No os riáis -murmuró Rurico-. No os riáis, y explicadme vuestras palabras.

-¿No he de reírme? -replicó Serafín trémulo a su pesar-. ¿No he de reírme al oíros decir que yo no quiero ir a Laponia, sino a Italia? ¿De dónde sacáis eso?

-Anoche..., vos... -empezó a decir el Capitán.

-¡Anoche estaba yo ebrio! -repuso Serafín, encogiéndose de hombros.

-Dijisteis que vuestro billete estaba equivocado.

-No hay tal cosa, Capitán. Miradlo... Aquí debo de tenerlo, puesto que me lo distéis anoche... Sí..., ¡aquí está! Leed: «Para Hammesfert (Laponia).» ¡Oh! ¡Está perfectamente! Tres años hace que proyecto esta expedición. ¡Tres años, Capitán! Pero vos, sin duda, me habéis confundido con mi amigo Alberto, que partió a Italia el mismo día que yo entré en el Leviathan... ¡Ya sabéis de quién hablo, pues que tenéis pendiente con él una promesa de desafío!... Unos esponsales fúnebres, que diría Víctor Hugo.

El Capitán se había levantado mientras Serafín pronunciaba estas palabras, que bien podían ser su sentencia de muerte.

Oyolas impasible, y, cuando concluyó de hablar el joven, le alargó la mano, diciéndole:

-Dispensadme un momento de alucinación. Confieso que anoche perdí el sentido. Decís bien en todo.

Serafín sintió frío al escuchar aquella voz helada, lenta, pavorosa.

-Hasta la noche... -añadió el Capitán, retirándose.

-Hasta la noche... -repitió Serafín-. Acudiré al concierto.

-¡Quedaos con Dios! -exclamó Rurico al abandonar la cámara.

-¡Adiós, jarl!-contestó el joven estremeciéndose, porque aquélla era la primera vez que había oído de los labios del Capitán el santo nombre de Dios.

Esta palabra augusta, dicha en aquella ocasión y por un hombre como Rurico, era el aviso religioso que da el sacrificador a la víctima antes de descargar el golpe sobre su cuello.