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El final de Norma: Segunda parte: Capítulo XI

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Cuando Serafín apareció sobre cubierta, la tempestad bramaba más que nunca. Nuestro joven no pudo menos de estremecerse al ver el horrible cuadro que presentaba el bergantín.

No obstante su sólida construcción y su casco estrecho y prolongado, muy a propósito para luchar con las tormentas, había padecido extraordinariamente, y veíanse por todas partes pedazos de la destrozada arboladura, marineros heridos en las maniobras, otros que con el hacha y el martillo remediaban las averías más considerables, y, en medio de este conjunto desolador, a Rurico de Cálix multiplicándose para acudir a todos lados, previéndolo todo, dominándolo todo, como un Titán, como un Genio.

Gustavo estaba al lado del timón.

Serafín, poseído de indecible angustia, pues no veía en el naufragio otra cosa que la muerte de la Hija del Cielo, llegose resueltamente al anciano y le preguntó en francés:

-¿Hay esperanza? -¡Decídmelo, por Dios!... ¿Perecemos?

-¡Nos salvamos, gracias a ese hombre! -contestó Gustavo señalando a Rurico.

En cuanto a éste, no estaba para reparar en Serafín, quien, tranquilo ya con las palabras del viejo, se dirigió a su cámara, henchido nuevamente de esperanza y de pasión.

Dos horas después, la tempestad cedió completamente.

Al rayar el día sólo quedaba de tanta cólera y tanto estrago una fuerte marejada.

Serafín... ¡Ah!... Serafín bendecía al Capitán y a los marineros cada vez que pensaba en que a sus esfuerzos debía la vida de Brunilda... Pero otra idea incontrastable luchaba con la del agradecimiento.

«¡Os lo juro!» Esta palabra de la hermosa, esta promesa de volver a hablarle si sobrevivían a la tempestad, fue al cabo el pensamiento dominante de nuestro joven en el resto de aquel día de descanso.

Sin más peligros ni aventuras, sin volver a ver a Rurico, sin saber nada de la Hija del Cielo, sin oírla cantar, sin tocar el violín, pasó nuestro héroe quince días mortales.

Lo único notable que ocurrió en este intermedio, fue que Serafín encontró una mañana al lado de su lecho un traje de riquísimas pieles, como los que usaba el Capitán.

El joven no dudó de que aquel precioso regalo provenía de Brunilda.

Y decimos precioso, porque el frío era intensísimo a pesar de acercarse el mes de Junio.

También notó Serafín que las noches iban acortando a tal extremo, que en aquellos últimos días apenas había tres horas de obscuridad y dos o tres de crepúsculos.

Al fin, una tarde (a las diez de la tarde, que pudiéramos decir) se detuvo el Leviathan de pronto, y el músico oyó el ruido de las cadenas de las áncoras.

-¡Hemos llegado! -pensó el joven-. ¡Alberto! ¡Alberto! ¡Voy a deberte mi suprema dicha o mi suprema desesperación! ¡A tu loco proyecto lo deberé todo!

Púsose entonces a empaquetar su equipaje, y, luego que hubo terminado, subió sobre cubierta.

Estaban enfrente de Hammesfert.