El final de Norma: Tercera parte: Capítulo III

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Ahora, Serafín -continuó Brunilda-, para que comprendáis los sucesos posteriores de mi historia, necesito poneros en algunos antecedentes.

Ya sabréis que la Noruega, reino agregado antes a la corona de Dinamarca, pasó no hace muchos años a poder de la Suecia, que dio el cambio a los dinamarqueses toda la Pomerania.

Pero lo que no sabréis es que el corazón de los noruegos no ha aceptado ni aceptará nunca este tráfico inmoral que los puso en manos de sus tradicionales adversarios; pues nosotros odiamos de muerte a nuestros vecinos, quizá porque lo son.

Así es que, a pesar de habernos dado la Suecia una Carta muy amplia, que nos constituye en cierta especie de democracia presidida por un Rey, la patria del gran Sverrer, la que vio en otro tiempo sucederse en Cristiania la gloriosa dinastía de sus Reyes propios, conspira sin cesar por romper aquel tratado... ¡Y lo conseguirá, Serafín; pues todo pueblo generoso concluye siempre por conquistar su independencia!

Para ello está minada la Noruega por una Sociedad secreta, que se reúne cada mes en pequeñas secciones, de las cuales salen diputados para la Dieta clandestina, que acude todos los años a Spitzberg, a la isla de Nordeste, que está completamente deshabitada a causa del frío.

En esta isla hay un gran salón subterráneo, donde se van reuniendo las armas y los tesoros de esta inmensa conspiración, y en el cual se celebra la sesión anual de los diputados noruegos.

La importancia de la revelación que os hago no se os ocultará, Serafín; creo inútil, pues, encargaros el secreto. Yo lo sabía todo por mi padre, que se hallaba afiliado en la sección de Malenger, ciudad no muy distante de Silly, a la cual iba el anciano con frecuencia.

Estos viajes solían ser de tres o cuatro días; pero el que emprendió la misma tarde en que pasó la urca por delante de Silly se prolongó mucho más, sin embargo de no habérmelo advertido...

Ya estaba yo muy inquieta, cuando, el día que hacía ocho de su partida, entró mi padre en el castillo sobre un caballo que no era el suyo.

Venía pálido, más delgado y con la huella del sufrimiento en su venerable rostro.

Yo me asusté sobremanera... Pero él me tranquilizó, aunque diciéndome al mismo tiempo que tenía que hablarme reservadamente.

Quedamos solos, y he aquí la relación que me hizo: