El fundador

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El fundador[editar]

De esta loma, se hará la cuna de la estancia futura: edificaremos en ella nuestro rancho, no al pie, porque se debe dominar el campo donde pacerán las haciendas; ni tampoco en la cima, demasiado barrida por el viento, pero en la falda que suavemente se desliza hasta la cañada fértil.

Las carretas, cargadas hasta el tope, han llegado y ya se anima el desierto, nace a la vida; se llena de los mil rumores del trabajo.

Los peones han cavado el pozo; con ansiedad se prueba el agua todavía turbia, que mana con fuerza de las venas de la tierra, abiertas por el pico.

Huele a tosca, está llena de arena, su sabor es algo salobre, pero, ¡qué rica parece!, y ya se plantan los pequeños árboles que esperaban oprimidos en las barricas en que han venido.

Los pájaros del pago no han tardado en acudir a presentar sus cumplimientos y a dar su opinión sobre lo que ahí se hace; han probado también el agua del pozo, y seguramente la encontraron a su gusto, pues una cabecita negra se meció, cantando, en la punta arqueada por el peso de su cuerpo, de una casuarina de medio metro de alto.

La paja de embarrar está cortada, el pisadero, punteado con la pala, las maderas, preparadas y clasificadas: todo está listo; y pronto sucede que se han parado los principales: cinco tirantes bien clavados, en hoyos hondos y pisados con esmero; encima de los cuales se pudo colocar, antes que anocheciera, la cumbrera. Y ese monumental embrión de la modesta morada, parece tener la ambición de encuadrar, entre sus cuatro marcos anchos y toscos, la maravillosa cortina de luz anaranjada del sol poniente.

A la tarde del otro día, cambió de forma, y con las costaneras paestas en su sitio, y las tijeras descansando ya en ellas, surge en el campo llano, como enorme esqueleto de algún monstruo antidiluviano.

Un vecino ha venido a curiosear, y disgustado quizás, por no poder tener toda la Pampa para sí solo, chanceando, y de modo que todos lo oigan:

-«Más alto es el rancho, más pronto vuela el techo,» dice.

Y miren lo que son las cosas: ese mismo pobre que, él, era bajo y retacón, fue volteado por la muerte, pocos días después; mientras el rancho, a los años, está todavía en pie.

En pocos días, ese rinconcito de la llanura desierta ha cambiado de aspecto. Ese terreno está todo pisoteado; las pajas quebrajeadas y el trébol, marchito desaparecen bajo las pisadas de los obreros; en las tablas y en los tirantes, suenan los martillazos, cruje el serrucho; y se oyen los gritos y los rebencazos con que, parado en el borde del pisadero, un peón, los brazos y las piernas embadurnados de barro, la cara toda salpicada, excita a los pobres mancarrones que, en castigo de ser viejos, y, como tales, más amoldados a las peores circunstancias de la vida, andan obligados a dar vueltas en el barro pegajoso, arrancando con trabajo, a cada paso, las patas que salen haciendo ¡fluc! como chupadas por la liga viscosa.

Van subiendo las paredes; el armazón desaparece bajo los pesados chorizos de paja embarrada, y pronto se volvió casa. Pues casa es, y no un rancho cualquiera: cuatro piezas, cuatro puertas y cuatro ventanas, con un corredor todo en contorno, y en la punta, una cola de pato, donde se podrá dormir, en verano, siestas inefables; paredes espesas, bien revocadas y blanqueadas, adornadas por un albañil artista, de piedras imitadas con primor, y pintada, -arrogante-, en lo alto del mojinete, la marca del establecimiento en formación. ¿Le parece poco lujo? pues, algo más le diré: cada pieza tiene su piso de tabla, ¡las cuatro!... y, por fin, ¿qué importa? ¿No cabe lo mismo la felicidad en la choza como en el palacio?... ¿Y también el dolor?


Ahora, la estancia ha crecido; la marca del mojinete requiere otro marco más lujoso, alguna casa elegante y bien construida, pues ella se luce en la cadera de millares de vacunos. Pero, después de tanto tiempo, le crié tal cariño a mi rancho viejo, que no me puedo decidir a voltear sus grietadas paredes, de las cuales se va borrando la pintura y cayendo el revoque, ni a devolver su polvo al polvo de donde ha salido, ni a hacer leña su esqueleto descuajaringado, dejando desvanecerse, en el humo de cada astilla, uno de los mil recuerdos alegres o tristes, de tantos años de vida, pasados bajo su techo de paja. Hasta los mismos árboles que lo rodean; que al crecer, lo han ido protegiendo contra los excesos del viento brutal, y que hoy alegran y poetizan su melancólica vejez, piden perdón por él... Hagamos más bien la casa nueva en la otra orilla del monte.